A alguna hora detestable previa a la aurora, tan tarde y a la vez tan temprano que los dioses del cielo y los espíritus del abismo estaban todos en la cama, un chambelán despertó a Juan Narciso, el marqués de Águilas.
El marqués, un hombre de mal genio que andaba por los cuarenta y cinco años de edad, estaba a punto de ordenar que azotaran al chambelán por haberlo despertado cuando oyó que los campanarios de la ciudad que se extendía más abajo del palacio repicaban frenéticamente.
—¿Qué? —preguntó, tosiendo—. ¿Qué sucede?
—Mi señor —replicó el chambelán, haciendo una reverencia—. Velas, mi señor; velas que han entrado en la bahía.
Juan Narciso cerró los ojos y susurró una silenciosa plegaria.
—Traed mis ropones —dijo.
Águilas era la más meridional de las antiguas ciudades portuarias de la orilla oriental de la Estalia continental. El comercio marítimo había sido su principal industria durante siglos, y su puerto de aguas profundas había tenido un abundante tráfico de barcos del tesoro, mercaderes, corsarios y buques de guerra a lo largo de los años. Pero su relación con los océanos era más profunda que eso: era lugar de nacimiento de barcos. Los astilleros y diques secos de Águilas constituían un útero en el que habían sido concebidos y dados a luz muchos de los barcos de la armada estaliana. No en vano adornaban el estandarte de la ciudad-estado un buque con todas las velas desplegadas y dos delfines que saltaban fuera del agua.
El amanecer de finales de verano tenía el mismo color gris que la piedra pómez cuando el marqués y su séquito llegaron al muelle. Detrás de ellos, la ciudad trepaba por las pendientes de la bahía: los barrios marítimos, las plazas de mercado, las más altas calles de la ciudad vieja, los distritos bien definidos, donde vivía la clase alta, hasta llegar a la cima, donde el palacio se asentaba sobre el tapón volcánico y miraba, ceñudo, al otro lado de la bahía. Las campanas de los templos aún hacían sonar el toque de alarma, y los ciudadanos se habían refugiado en las bodegas y habían comenzado a huir hacia las colinas y los olivares del campo. Algunos, no obstante, curiosos incluso ante el rostro de la muerte, se habían reunido junto al muelle y se inclinaron cuando los hombres del marqués los hicieron apartarse para dejar paso.
Las aguas del puerto estaban desiertas, y así había sido durante muchos meses, desde el comienzo de la maldición. Sólo el Fuego estaba anclado, belicoso y regio.
En torno al muelle y a lo largo del ancho rompeolas se habían reunido destacamentos de la guardia de la ciudad y de la guardia costera, y las culebrinas habían sido cargadas.
Al aproximarse, Juan Narciso oyó el ocasional tintineo de los hombres acorazados —que permanecían firmes—, el restallar de los estandartes, los bufidos y las patadas de los caballos que retenían las riendas. Percibió olor a pólvora y miedo.
El capitán Duero, de la guardia costera, se acercó y le dedicó un saludo.
—Estamos preparados para repelerlo, excelencia.
Narciso asintió con la cabeza, y tragó.
—¿Es…?
Duero negó con la cabeza.
—Me es imposible saberlo, excelencia. El capitán Hernán espera la señal para levar ancla y salirles al encuentro.
—No deis la señal aún —dijo Narciso—. Un catalejo.
Le llevaron uno. El marqués de Águilas apuntó más allá de la boca del puerto, más allá del borde de los rompeolas fortificados. Ver estos últimos lo tranquilizó. Águilas era una ciudad de guerra tanto como una ciudad comercial. Sus robustas defensas habían resistido ante muchos ataques y varios notables asedios por parte de las flotas de Arabia.
Allá, a lo lejos, como fantasmas en las aguas profundas del estrecho, vio los barcos. Eran dos. Un gran buque con una nave escolta más pequeña, un bergantín, quizá. Habían arriado las velas y no parecían dispuestos a aventurarse al interior del puerto y quedar al alcance de los cañones de la ciudad.
—¿Son conocidos? —preguntó Narciso.
Duero volvió a negar con la cabeza.
—Desde esta distancia no pueden distinguirse ni los nombres ni las banderas, excelencia, aunque me parece que son barcos tileanos. ¿Deberíamos enarbolar una señal sobre el rompeolas?
—Si no tienen ninguna prisa por entrar —dijo Narciso—, yo no tengo ninguna prisa por darles la bienvenida. Dioses, pero me gustaría saber quiénes son.
—Os pido perdón, mi señor marqués —dijo la voz de alguien que estaba detrás, en el muelle—. Os pido perdón, pero creo que yo sé quiénes son.
Narciso se volvió. Un joven, tileano por el acento, se había adelantado hasta el frente de la pequeña muchedumbre que la guardia personal del marqués mantenía a distancia. El joven hizo una reverencia al ver que el marqués reparaba en él.
—¡Traedlo aquí! —ordenó el señor de Águilas.
Dos pesados soldados con capacete aferraron al joven y lo hicieron avanzar por el empedrado para llevarlo ante el señor. El tileano hizo otra reverencia. Narciso reparó en que iba bien vestido, pero sus ropas estaban deslucidas, y por el olor hacía varios días que no se había lavado. Tenía un aire descuidado.
—Miradme —ordenó Narciso—. Los barcos. Los conocéis, ¿verdad?
—Creo que sí, excelencia —replicó el joven.
Hablaba bien el estaliano…, muy bien, según tuvo que admitir Narciso. De hecho, a pesar del deje tileano, el joven lo hablaba tan bien como uno de los bien educados cortesanos de Tilea. Tenía conocimientos de las convenciones y modales diplomáticos.
—Entonces, decídmelo —pidió Narciso.
—El buque, excelencia, se llama Demiurge. El bergantín se llama Rumor.
—Vaya…
—¡Mi señor! —siseó Duero—. ¡Esos son conocidos navíos piratas!
—¿Y eso cómo lo sabéis? —preguntó Narciso al joven.
—Porque así me lo dijo el capitán —respondió el joven con tranquilidad.
—¿Admitís tener tratos con piratas? —preguntó Narciso.
—No, mi señor. Pero admito esto…
El joven se metió una mano bajo el abrigo. De inmediato, Duero lo derribó al suelo. El capitán de la guardia le registró con rudeza la ropa.
—¿Una arma? —preguntó Narciso.
—No, no, excelencia. Sólo esto.
Duero le tendió un pergamino doblado.
—Si me dejáis explicarlo… —dijo el joven.
Narciso sacudió el documento para desplegarlo, y leyó.
—Patente de corso. Firmada por el príncipe de Luccini.
—Sí, mi señor marqués —dijo el joven—. ¿Puedo levantarme?
Narciso asintió con la cabeza.
—Su alteza el príncipe ha encargado a esos barcos una tarea que imagino que contará con la plena aprobación de vuestra excelencia. Solicitamos suministros y, más particularmente, la maestría de vuestros famosos astilleros. Se consideró que sería una temeridad entrar sin más en vuestro puerto, y enfrentarse con la cólera de vuestros astilleros mal informados. Parecía más adecuado un acercamiento discreto.
—Ya veo. ¿Quién lo consideró?
—Mi capitán, Luka Silvaro.
—¿Ese bribón? ¿No podía acudir aquí en persona?
—Así lo he hecho —dijo una voz entre la multitud—. Pero imaginé que el marqués de Águilas simplemente me colgaría sin formular preguntas.
Duero asintió bruscamente con la cabeza, y veinte mosqueteros se volvieron para apuntar con sus armas cebadas a la multitud, que retrocedió, consternada.
—¿Quién ha dicho eso? ¡Muéstrate, pirata!
—¿Mataréis a vuestros propios ciudadanos, excelencia? —preguntó el joven.
—¿Para encontrar a ese canalla? ¡Sí! —gruñó Narciso.
—Entonces, no es de extrañar que se haya ocultado —dijo el joven—. Hay dos cosas que debéis saber, señor, antes de darle a vuestro capitán de armas la orden de abrir fuego. Una, la marca ha encargado a Luka Silvaro que persiga y destruya al Barco del Carnicero, a cambio del perdón por sus crímenes.
—¿Y la segunda? —preguntó el marqués de Águilas.
—Debéis saber que yo soy Giordano Paolo, el sexto y más joven de los hijos del príncipe de Luccini.
* * *
—En el nombre de Manann, ¿por qué no me lo contaste antes? —gruñó Luka.
—No había necesidad —replicó Sesto.
—¿No había necesidad?
—Ninguna en absoluto.
Se encontraban en un apartamento del palacio. Sesto estaba sentado en un banco que miraba a un jardín, donde cantaban y trinaban los pájaros. Luka se paseaba por detrás de él.
—Pensaba que eras un cortesano, algún diplomático enviado… ¡Maldición! ¡Deberías habérmelo dicho!
—¿Por qué? —preguntó Sesto.
—¿Por qué? ¡Porque eso ejerce presión sobre mí! ¡Proteger la vida del propio hijo del príncipe!
—Ya has estado antes bajo presión para proteger mi vida. No tiene importancia qué sangre corra por mis venas. Si yo muero, jamás obtendrás el perdón, aunque hundas al Carnicero.
Luka Silvaro dejó de pasearse.
—Muy cierto, supongo —miró a Sesto—. Así pues, ¿cómo debo llamarte ahora, joven príncipe?
—Sesto —replicó el príncipe—. No veo razón alguna para que tenga que saberlo la tripulación.
Silvaro se encogió de hombros y asintió con la cabeza.
Habían tardado una semana y media en ascender lentamente por el Litoral desde la restinga del Ángel, donde habían combatido. Tanto el Rumor como el Demiurge, y especialmente este último, estaban muy dañados. Casaudor y Benuto habían argumentado que el gran buque debía ser dejado atrás, sobre todo porque Silvaro había ejecutado a todos los hombres de la tripulación de acuerdo con el código de la bandera roja.
Roque había apoyado la idea defendida por Silvaro de que les vendrían bien todos los barcos que pudieran conseguir. El Demiurge era un buque de guerra, y con la tripulación y los cañones completos podría amenazar cualquier cosa que estuviera sobre el mar. Dado que de todos modos debían encontrar un puerto amigo para reparar el Rumor, parecía muy adecuado dotar al Demiurge de una tripulación mínima y llevárselo. Junto con la Zafiro, el trío conformaría una buena escuadra para perseguir al Barco del Carnicero hasta acabar con él.
Así pues, habían ascendido por la costa continental con la lentitud de un cojo, con la Zafiro encargada de la protección de los dos navíos tullidos. Desde un primer momento se habían decidido por Águilas como el único puerto viable. Allí podrían reparar sus barcos, avituallarlos y conseguir una tripulación nueva para el Demiurge. Era el único puerto al que podían llegar en un tiempo prudencial y que podría proporcionarles los servicios que precisaban.
Siempre y cuando, por supuesto, Águilas se mostrara receptivo.
Por esa razón, cuando se encontraban a dos días del puerto, Silvaro y Sesto se habían trasladado a la Zafiro y habían entrado en una bahía deshabitada que quedaba a tres leguas al sur de la bahía de Águilas, con el fin de llegar a pie a la ciudad y lograr un acuerdo.
—Todavía podrían ahorcarnos —dijo Luka.
—Podrían —asintió Sesto—. Bueno, a ti, desde luego. No se atreverían a ahorcarme a mí. ¿Qué?, ¿hacerlo y arriesgarse a que la flota de mi padre tomara represalias?
Luka le dedicó una amplia sonrisa.
—Te estás contagiando de la vena egoísta de un auténtico pirata, ¿lo sabes, Sesto?
—Debe de ser por las compañías con las que ando.
Bebieron una copa de vino cada uno, y salieron a la terraza que miraba hacia el puerto. Abajo, recibida la señal, tanto el Demiurge como el Rumor habían entrado ambos en dique. Fuera, en el estrecho, la Zafiro giraba con el viento para entrar también. Era un día espléndido, suavemente iluminado por un dorado sol estaliano, ahora que se habían disipado las brumas del amanecer.
—Sólo hay un barco más ahí abajo —señaló Sesto—. Un buque de guerra estaliano.
—El Fuego. Sí, ya lo he visto —replicó Luka—. Es un soberbio viejo caballero de los mares, un galeón estaliano de cuarenta cañones, peligroso como una cachiporra. Lo vi cómo se impacientaba en el puerto, ansioso por escabullirse fuera y enfrentarse con nosotros. ¡Ah, los tiempos en los que me trababa en combate con viejos caballeros como ése! El espinazo de la armada estaliana, azote de los piratas. Lento y gordo como un duque viudo, de giros pausados, pero cargado de malevolencia y trueno. Esas cubiertas donde se apiñan los cañones, apretados unos con otros, pueden hacer un daño increíble. Por eso los hombres de mi inclinación cambiamos a naves más pequeñas y veloces como el Rumor. ¿Por qué luchar contra lo que puedes dejar atrás?
—En efecto, ¿por qué? —Sesto sonrió.
Se oyó un golpe en la puerta de la estancia y entró un chambelán.
—Su excelencia ya tiene la respuesta —anunció.
* * *
En el gran salón del palacio se había dispuesto lo necesario para celebrar un festín de mediodía.
—Es una buena señal —susurró Sesto a Luka—. Es característico de la hospitalidad estaliana proporcionarle una buena comida a aquellos con los que quieren tener tratos.
—¡Oh! —susurró Luka, a su vez—. ¿Debo recordarte nuestra última experiencia con la hospitalidad estaliana? ¿Porto Real?
—La copa siempre está medio vacía para ti, ¿verdad? —se burló Sesto.
—Medio vacía de veneno —replicó Luka en voz baja—. Además, esto podría apuntar a un banquete que tienen pensado celebrar cuando hayan firmado nuestras órdenes de ejecución.
—¡Ay, hombre de poca fe! —dijo Sesto—. Por cierto, déjame hablar a mí.
En torno a la larga mesa se había reunido un distinguido grupo de nobles y oficiales uniformados. Uno de ellos, advirtió Sesto, era un hombre de ojos duros y cabello oscuro que llevaba media armadura de hermosa factura y abullonadas mangas rojas, y que tenía la piel permanentemente bronceada y arrugada a causa de los años pasados en el mar. Sus ojos de feroz mirada no se apartaban de Silvaro para nada.
Una banda musical compuesta por pífanos, guitarras y tambores anunció la llegada del marqués de Águilas.
Espléndido con sus ropones de hilo de oro y su corona de plata, asistido por un séquito de sirvientes ataviados con librea, Narciso ocupó su asiento ante la cabecera de la mesa. Levantó la copa con una mano cubierta de anillos de oscuro oro lustriano, adornados con gemas.
«¡Por los huesos de Sigmar, que quiere impresionarnos!», pensó Sesto.
—Alzad las copas y dadles la bienvenida a nuestros visitantes —declaró Narciso.
Los cortesanos, que permanecían de pie, recogieron las copas. Silvaro tendió una mano hacia la suya, pero Sesto le dio una palmada en el dorso.
—¡Todavía no!
—Pero es que tengo sed… —le susurró Silvaro.
—Luka Silvaro, a veces llamado el Halcón, y Sesto Sciortini, noble primo. Os damos la bienvenida a ambos.
Narciso tomó un sorbo y los cortesanos hicieron lo mismo. Sesto reparó en que el hombre de ojos duros y mangas rojas se limitaba a acercarse la copa a los labios, pero no bebía.
Entonces, Sesto cogió su copa y le hizo un gesto de asentimiento a Silvaro para que lo imitara.
—Excelencia, vuestra acogida nos abruma, al igual que esta digna compañía —dijo Sesto en estaliano y en voz alta—. Aceptamos vuestra bienvenida y brindamos por vuestra constante salud y sabio gobierno.
Sesto y Luka bebieron. Este último vació la copa.
—Ahora vas a tener que fingir —susurró Sesto.
—¿Qué?
—Respondemos a vuestra amistosa réplica con el mejor de los humores —declamó Narciso—, y brindamos a nuestra vez por vuestra salud.
El señor y los cortesanos volvieron a beber.
—Y por vos, excelencia, por esta cordial compañía, levantamos nuestras copas como sincero homenaje —respondió Sesto, que volvió a brindar.
Luka fingió torpemente beber de la copa vacía.
—Nos sentimos honrados por vuestra llegada y os ofrecemos todas y cada una de las recompensas que puede proporcionar Águilas —volvió a brindar su señoría.
—¡Por Manann! ¿Cuánto va a durar este ir y venir? —susurró Luka a Sesto.
—Veinte minutos —le respondió Sesto con un susurro—. Y por vos, excelencia —declamó con la copa en alto—. Nos inclinamos ante vuestra caridad y largueza.
Silvaro extendió la copa hacia atrás, a su espalda, y la sacudió hasta que uno de los vinateros que esperaban se la llenó. Luego, volvió a situarla ante sí.
—De acuerdo, ya está arreglado —susurró—. ¿A quién le toca ahora?
* * *
Veinte minutos más tarde, todos ocuparon sus asientos, y los sirvientes comenzaron a servir el primer plato.
—Para empezar —dijo Narciso, mientras mordisqueaba un muslo de codorniz—, acabemos con los temas más importantes. Aceptamos la legitimidad de vuestra patente de corso.
Al otro lado de la mesa, el hombre de mangas rojas soltó un bufido.
—Os recibimos como a hermanos —continuó Narciso—, porque vuestro objetivo es el mismo que el nuestro. El Barco del Carnicero es un azote mortal, y nos gustaría ver libres de él los mares comunes con la máxima prontitud posible.
—Luccini está de acuerdo, mi señor marqués —dijo Sesto.
—Es una plaga inmunda para el comercio —prosiguió Narciso—. Una plaga muy, muy inmunda. Así pues, hemos accedido a vuestras solicitudes. Vuestros barcos, el Demiurge y el Rumor, serán los dos reparados y reaprovisionados en nuestros astilleros. Y sin coste alguno. Nosotros aportaremos los materiales y la mano de obra, como contribución a esta causa conjunta. Dentro de dos semanas vuestros barcos estarán preparados para hacerse a la mar y cumplir con ese duro cometido.
—Con agradecimiento, tomamos nota de la generosidad de Estalia, y muy particularmente de Águilas —dijo Sesto.
Luka masculló algo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el hombre de mangas rojas.
—Mi camarada simplemente ha sugerido que es muy positivo que nuestras ciudades-estado se hayan aliado de este modo contra un enemigo común —se apresuró a replicar Sesto—. Una unión de fuerzas. A fin de cuentas, hicimos entrar de buena fe nuestros barcos en vuestro puerto, bajo vuestros cañones. Si hubiéramos intentado amenazaros, habríamos sido destruidos.
El marqués de Águilas asintió con la cabeza.
—Fue un gesto de confianza que me convenció. Los piratas siempre buscan el camino fácil, según mi experiencia. El truco cruel. Pero vosotros no nos habéis hecho ninguna jugarreta, y sometisteis vuestras naves a la custodia de la guardia del puerto de Águilas.
—Según quiso la suerte… —murmuró Luka, para sí mismo.
—¡Otra vez! —dijo el hombre de las mangas rojas, al mismo tiempo que se ponía rígido—. ¡Otra protesta por lo bajo!
—¡Hernán! ¡Hernán! —dijo Narciso—. Tranquilizaos. Primo mío, querido Sesto, éstos han sido tiempos difíciles. Ha cesado el comercio. Se han perdido barcos, muchos barcos. Las aguas del puerto de Águilas, en otros tiempos muy concurridas, están desiertas e improductivas. Sólo un barco mantenemos aquí, el formidable Fuego, el navío del capitán Hernán. El último de la vieja flota de guerra. Hernán querría salir con el Fuego a perseguir a ese barco diabólico, ¿verdad, capitán?
El hombre de mangas rojas tosió y asintió con la cabeza.
—Sí, excelencia.
—¡No podemos permitírselo! No podemos dejar que se marche el último buque de guerra de Águilas. ¿Quién nos protegería, entonces? Por supuesto, los astilleros han comenzado a construir otros barcos de guerra, pero pasará un año o más antes de que estén acabados. Reparar vuestros barcos nos arma con mayor rapidez.
—Y nos alzaremos en defensa vuestra —dijo Sesto.
—Necesitaréis una tripulación —observó un cortesano que estaba cerca.
—Por supuesto —replicó Sesto.
—Eso no será fácil —dijo a bocajarro el hombre de mangas rojas—. Los marineros capacitados han huido del puerto. Sólo quedan ratas, y la escoria de los especialistas.
—El tipo de tripulación que busco —dijo Silvaro, a la vez que arrancaba con los dientes un trozo de carne de una broqueta.
—Se hallará una tripulación para vuestro barco —les aseguró Narciso con calma—. Pero ¿qué me decís del comandante? ¿Seréis vos el capitán del Demiurge, señor Silvaro?
—No, excelencia —replicó Silvaro con la boca llena—. El Rumor es el mío.
—Sí, así es —siseó el hombre de mangas rojas.
—Pero encontraré un comandante que se haga cargo del Demiurge —le aseguró Luka con tono jovial.
—Bueno, señor, si os cuesta encontrarlo —dijo Narciso—, podríais pensar en mi sobrino Sandalio, aquí presente. Es aspirante a capitán, y ha recibido entrenamiento en navegación. ¿No es cierto, Sandalio?
Un muchacho muy regordete y con ojos porcinos que estaba sentado al extremo de la mesa, a la derecha del marqués, eructó y sonrió.
—O, zi, ya lo creo —ceceó—. Eztoy deceando cervir a la corona de mi tío.
—Sí, Sandalio es vuestro hombre —dijo Narciso.
—Lo recordaré, mi señor —dijo Silvaro—. Y si no encuentro un capitán mejor entre mis tripulantes…
—Entonces, espero que no lo encontréis —dijo Narciso—. Sandalio hará un buen papel.
—Preferiría navegar hasta dentro del infierno antes que darle un barco a ese bufón —susurró Silvaro a Sesto.
—¡Lo he oído! ¡Otro desaire!
El hombre de mangas rojas empujó la silla hacia atrás y se puso de pie.
—¡Sentaos, Hernán! —dijo Narciso.
—No, señor —dijo Hernán en voz baja—. Este hombre, este pirata, es una afrenta para nuestra buena compañía. Conozco sus crímenes. Conozco su ignominia. Hace seis años nos enfrentamos en los estrechos de la Gorgona, y me dejó en llamas y con sesenta muertos.
Silvaro frunció el ceño.
—¿Los estrechos de la Gorgona? ¿El Scalabra? ¿Erais vos, Hernán?
—Lo era, señor.
—Bueno, bromas aparte, os vencí aquella tarde, y volveré a hacerlo. Sentaos.
El capitán Hernán no lo hizo. Le arrojó el guante con tal fuerza que derramó el plato de comida sobre el regazo del Silvaro. Lenta, amenazadoramente, Luka se puso de pie.
—¡Esto no es nada! —gritó Sesto—. ¡Podemos olvidar esta vieja animosidad!
—Por supuesto —convino Narciso—. Esto no es más que una aberración.
—No, no lo es, mi señor —dijo Hernán.
—No, realmente no lo es —asintió Silvaro—. Con independencia de nuestros acuerdos, y por los dioses espero que se mantengan, el capitán Hernán y yo tenemos que zanjar una cuestión de honor.
—¡Ay, dioses…! —murmuró Sesto.
—¿Qué? —preguntó Narciso, desconcertado—. ¿Dónde?
—Aquí mismo, mi señor —dijo Hernán.
—Sí —sonrió Silvaro—. Y ahora mismo.