Parecía que podrían quedarse sin mar. Eso pensó Sesto cuando se encontraban a dos días de Santa Bernadette. Las islas rodeadas de verde follaje del que se alzaba vapor estaban allí más densamente agrupadas que en cualquier otro sitio que hubieran visitado. Los dos barcos navegaban lentamente por estrechos canales y pasos flanqueados a ambos lados por exuberante selva, que formaba cascadas como acantilados de color esmeralda. Guacamayos y loros de brillantes colores pasaban velozmente por lo alto, de una isla a otra, y el Rumor y su escolta se deslizaban por canales brumosos. El agua era color turquesa brillante, cosa que indicaba un fondo peligrosamente cercano a la quilla de los barcos. Aquello era el Laberinto, una densa masa de islas que reseguía el litoral estaliano.
Anclaban para descansar en bahías rodeadas de bosque tropical. Vento y Largo tenían que ahuyentar a los charlatanes monos que tomaban los aparejos por árboles. El estofado de mono se convirtió en la especialidad de Fahd. Cada amanecer tenían que secar las cubiertas y la borda del rocío que había dejado la niebla matutina. Las espadas se oxidaban con rapidez en aquel lugar, y a las armas de fuego se les obturaba y ensuciaba el cañón. Roque continuaba con los entrenamientos diarios para mantener la compañía de Silvaro en forma para la batalla.
Al cuarto día, el Rumor condujo a la Zafiro a lo largo del canal de un arrecife y en torno a una bahía, pasando por debajo de bancos de barba de capuchino y guirnaldas de buganvillas, en dirección a una ensenada insondable bautizada en honor a los ángeles.
Era temprano y había escaso viento, así que avanzaban con lentitud. Al llegar al promontorio de una ensenada que según Silvaro dijo que llevaba directamente hasta la restinga del Ángel, echaron ancla y enviaron a Casaudor en una lancha para que se asomara al interior de la ensenada.
—¿Por qué esperamos? —preguntó Sesto.
—Porque no hay viento, por así decirlo —replicó Benuto—. Si forzamos el combate, nos interesa tener el viento a nuestro favor para aprovechar la ventaja que nos dará nuestra mayor velocidad.
En las cubiertas medias, por debajo de ellos, Roque hacía salir a los pistoleros y arcabuceros, y se colocaban los paveses y los escudos largos en los soportes de la barandilla de estribor. En el casco se abrían las troneras, y Sesto oía el agudo silbato con que Sheerglas daba las órdenes a los artilleros en la cubierta de cañones. El Rumor estaba arremangándose para la pelea.
Casaudor regresó, saliendo de la niebla matutina. Iba de pie en la proa de la lancha, mientras los seis remeros batían lentamente el agua verde savia, y trepó por el costado del barco en cuanto estuvo lo bastante cerca como para aferrar un cabo.
—¿Está allí? —preguntó Silvaro.
Casaudor asintió con la cabeza.
—Como un sueño en la niebla. Está anclado, enorme y oscuro, tanto en forma como en velamen. Un fuego verde humea en la proa.
—¿El Barco del Carnicero?
—No lo sé, pero esa cosa parece el diablo mismo. Y si es el Barco del Carnicero, entonces no es el Kymera, después de todo.
—¿Qué quieres decir?
Casaudor se puso ceñudo y escupió por un lado de la boca para atraer la buena suerte.
—El anciano clérigo no exageraba. Ese monstruo mide tres cientos cincuenta pasos de roda a roda, y tiene sesenta cañones en la doble cubierta de artillería.
La ominosa noticia se propagó con rapidez. Muchos esperaban realmente que Silvaro los hiciera dar media vuelta para evitar un enfrentamiento semejante, en especial si no se trataba de la presa que buscaban. De hecho, a bordo de la Zafiro, Silke comenzó a realizar los preparativos para virar, hasta que Silvaro le hizo señales para indicarle lo contrario.
—Si el viento gira a nuestro favor, entraremos a por él —dijo Silvaro a sus oficiales. Varios mascullaron juramentos—. Sí, es un bastardo grande, según Casaudor, pero nosotros somos dos, y somos rápidos, y contamos con la sorpresa a nuestro favor. Además, tengo que saber si ése es el Barco del Carnicero, tengo que saberlo. Y por el alma de Reyno, aunque sólo sea por eso, debo atacar.
Roque asintió, ceñudo. Casaudor hizo otro tanto. El contramaestre estaba demasiado preocupado por la mecánica de la lucha como para molestarse con las consecuencias.
Sesto tuvo la sensación de que había otra razón detrás de la decisión de Silvaro. El señor de los Saqueadores quería vengarse por la sangre que se había visto obligado a derramar en la playa de Santa Bernadette.
* * *
Una hora después del regreso de Casaudor se levantó súbitamente un fuerte viento del este, y los cogió por barlovento. Silvaro lo aprovechó de inmediato. Según el informe del primer oficial, el enemigo estaba con la proa orientada hacia el viento.
La corriente de aire arrastró la niebla que rodeaba el islote como si fuera una cortina, y a ambos lados aparecieron lenguas de tierra cubiertas de árboles, como barricadas de selva. Con la mitad del velamen, el Rumor se deslizó furtivamente a través de la entrada de la ensenada, y la Zafiro lo siguió, a unos cuarenta largos por detrás y a estribor. Las dos guardias armadas del Rumor se reunieron ante la borda de estribor, con las picas preparadas junto a la muralla de escudos, y los arcabuceros ocuparon sus puestos. Las botellas pasaron de mano en mano, y los hombres bebieron un trago.
A diferencia de algunas tripulaciones piratas, los Saqueadores no iban a la batalla borrachos y vociferando, pero tenían costumbre de brindar por el éxito y para fortalecer los nervios, además de para conjurar la maldición del demonio del mar. Sesto aceptó un trago cuando la botella pasó por donde él estaba. Le temblaban las manos.
Silvaro pidió más trapo y mayor velocidad. Luego, bajó de la popa y se acercó a Sesto, que estaba preparando su pequeña pistola árabe de rueda.
—Cuando entremos en combate, mantén baja la cabeza. No quiero que te maten —ordenó Silvaro.
—Arrebaté una vida en Santa Bernadette —replicó Sesto, valiente, a pesar del temblor de sus manos—. Por eso, acabaré con al menos una aquí.
Silvaro frunció los labios, pensativo. Era evidente que las palabras de Sesto le habían tocado un punto sensible. El señor de los Saqueadores asintió con la cabeza, y sacó una pistola de llave de sílex y cañón largo que llevaba dentro del cinturón, para entregársela a Sesto, con la culata por delante. Aquella condenada cosa era monstruosamente pesada.
—En ese caso, toma ésta, señor. Te será de mayor utilidad que ese brillante juguetito.
A regañadientes, Sesto guardó la pequeña y ornamentada pistola de bolsillo, y cogió con firmeza la potente arma.
Silvaro estaba a punto de hacer alguna otra observación cuando el vigía llamó de repente. Señalaba hacia estribor, en dirección a los árboles que pasaban velozmente a la derecha del barco.
Sesto miró, preguntándose qué sucedía. Y entonces lo vio, y se le cayó el alma a los pies. Lo que al principio había tomado por copas de árboles eran las monterillas y los sobrejuanetes de un barco descomunal que corría con ellos hacia el este, por el otro lado de la lengua de arena. Las velas eran rojas. El enemigo también debía de haber aprovechado el súbito viento, porque ahora navegaba hacia la salida de la restinga del Ángel, desde el sitio en que había anclado. Debido a su enorme tamaño, la parte superior de los principales mástiles sobrepasaba la altura de los árboles de la selva. Y el vigía, situado en lo alto, había sin duda avistado al Rumor y a la Zafiro cuando estaban en la ensenada.
Ya no contaban con el factor sorpresa. En cinco minutos, ambos superarían la lengua de arena para salir a las aguas abiertas de la restinga, y quedarían el uno junto al otro, sin obstáculos entre sí. Lado a lado con un leviatán de sesenta cañones, el Rumor sería reducido a astillas.
—¡Arriad velas! ¡Arriad algunas por ahí! —chilló Casaudor al ver la terrible suerte que se les echaba encima.
—¡Orden cancelada! —rugió Silvaro.
Casaudor miró al capitán como si estuviera loco.
—¡Debemos dar media vuelta y huir! ¡Acabarán con nosotros!
—¡No, señor! —gruñó Silvaro—. ¡No huiré ahora! ¡Más vela! ¡A todo trapo, holgazanes! ¡A todo trapo y más! ¡Llegaremos a la punta de la lengua de arena antes que ese gigante impío!
Tembloroso, Sesto comprendió cuál era la intención de Luka Silvaro. El Rumor era un veloz barco hidrodinámico, un «barco ligero de caza», como lo llamaba él. Tenía intención de adelantar al buque enemigo antes de que llegara al final de la lengua de arena, y dar media vuelta para enfrentar proa contra proa. Pero la nave era enorme, y su enorme cantidad de velas podían moverla a una velocidad tremenda.
El Rumor izó todas las velas y el viento las hinchó al máximo. Por un momento, adelantó a las rojas velas superiores que asomaban por encima de los árboles, pero luego éstas comenzaron a darle alcance otra vez. Se deslizaban por encima del bosque, ominosamente sugerentes, como la aleta de un enorme pez que hendiera el agua e insinuara la presencia del monstruo que había debajo. El enemigo había izado la bandera negra con el reloj de arena, que expresaba el hecho de que se agotaba el tiempo de su víctima potencial. En respuesta, con una maldición, Silvaro izó la bandera roja.
Los marineros de Vento subían y bajaban como monos por los vaivenes para desplegar un conjunto de alas ante las velas mayores, y una trinquetilla delante del trinquete. Este trapo adicional hizo que de inmediato el Rumor pareciera volar por el agua y adelantara al enemigo, más pesado.
Lo superaron por un largo; luego un largo y medio. Tenían a la vista el final del bosque de la lengua de arena, y las abiertas aguas sin fondo de la restinga del Ángel se abrían ante ellos.
Cuando faltaba menos de medio minuto para sobrepasar el extremo, Sesto se volvió y vio, consternado, que la Zafiro se había quedado muy rezagada. Silke, al parecer, había escogido quedarse cruzado de brazos en aquel asunto. Y eso, con toda probabilidad, sellaría el fin del Rumor.
Cuando el Rumor dejó atrás la lengua de arena para salir a aguas abiertas, le llevaba dos largos y medio de ventaja al descomunal buque. Salieron a toda velocidad a la bahía, y de inmediato comenzaron a virar a estribor.
Sesto le echó una primera mirada al enemigo que corría hacia ellos. Había imaginado muchas cosas que podían dar soporte a los rojos mástiles cuyas puntas había visto por encima de los árboles, pero era peor que cualquiera de sus imaginaciones. Se trataba de un barco colosal, oscuro, el triple de grande que el Rumor, con abundantes velas rojas como la sangre seca.
Un oscilante fuego verde ardía dentro de un farol metálico que había sujeto a la proa. Por las cubiertas y aparejos pululaban sombras oscuras que, según Sesto supuso, eran demonios.
Iba lanzado de cabeza hacia ellos mientras giraban para atravesarse ante él. La proa del enemigo corría directamente hacia su costado de estribor. ¿Acaso tenía intención de embestirlos?
El movimiento del veloz Rumor era muy pronunciado ahora que navegaba sobre las olas de aguas abiertas. Sesto tuvo que sujetarse a la borda porque la cubierta subía y bajaba con violencia.
Oyó el agudo toque del silbato, y luego sintió el estremecimiento de las detonaciones de los cañones que disparaban desde la cubierta inferior.
Una andanada salió volando hacia el enemigo. Sesto no oyó los impactos, pero vio las columnas de agua a los lados del buque, así como las nubecillas de astillas y trozos de borda que volaban en la amura. El foque interior se rajó y quedó aleteando como un gallardete.
Los artilleros de Sheerglas volvieron a disparar, esa vez con munición encadenada. Ahora estaban a la distancia óptima, a pesar de los rápidos movimientos con que los barcos se cruzaban. Todos los foques se rajaron, junto con los vaivenes delanteros de estribor. Formas oscuras se precipitaron al mar por el que navegaban rápidamente. Los sobrejuanetes y las monterillas quedaron colgando de lado o fueron hechas jirones, y la parte superior del palo trinquete se vino abajo como un árbol talado.
Por ambos lados del infernal farol verde salieron nubecillas de humo blanco. El enemigo tenía cañones de proa, piezas de artillería pesada, al parecer, y las había usado. Más allá de la proa del Rumor surgió un géiser al caer una de las balas que había errado. La otra rasgó el grátil del ala más grande del Rumor, y la lona blanca quedó restallando enloquecidamente. Varios metros eran lanzados de un lado a otro por encima de la cubierta, a pesar de los esfuerzos que hacían Vento y sus hombres por atar y controlar el trozo de vela. Un cabo que se agitaba salvajemente decapitó a uno de los marineros de los aparejos, y el cuerpo se precipitó dando vueltas desde lo alto al mar. Su sangre cayó como lluvia sobre todos los que estaban debajo.
—¡Otra vez, Sheerglas! —vociferó Luka.
Trabajando como diablos, y sudando en los calientes y oscuros confines de las cubiertas de cañones, los equipos del jefe de artillería lograron disparar una tercera salva en el momento en que el Rumor viraba, con viento largo, en torno al poderoso enemigo.
Eso fue lo que causó más daño. Sesto hizo una mueca cuando vio que se rajaban partes de la popa y se le abrían agujeros. Salieron volando trozos de madera roja que ascendieron hasta muy por encima del nivel de las velas mayores.
Luego, estalló una conmoción total. Silvaro bramaba órdenes que Benuto repetía con bramidos aún más fuertes. Tende y Saybee hacían girar el timón entre ambos, y los marineros pululaban por los cordajes para orientar las velas. Roque tocó el silbato para dar una orden que hizo desplazar la guardia armada de estribor a babor, donde restablecieron la muralla de escudos. Ahora el Rumor viraba y su velocidad se redujo repentinamente al quedar casi al viento. Silvaro se esforzaba por presentarle el menor blanco posible al buque. Ahora apuntaban casi perpendicularmente con la proa al enemigo, que les presentaba el costado de estribor.
El buque disparó los cañones de estribor. Fue una salva descomunal, y por un momento, el casco del enemigo desapareció detrás de una nube de humo iluminado por el fuego. El efecto de retroceso de los cañones escoró marcadamente al buque, que comenzó a arriar velas para acercarse al Rumor.
A ambos lados del Rumor, el mar se cubrió de flores de agua allá donde caían las balas de cañón, y dos pesados proyectiles de culebrina impactaron en la proa, por babor, justo por encima de la línea de flotación. La cubierta se sacudió.
Silvaro hizo que el Rumor girara apenas, para que Sheerglas pudiera apuntar los cañones de babor con precisión. Las piezas de artillería destellaron y dispararon. Tablones del casco y portezuelas de troneras salieron volando hacia el agua, y el humo colmó el espacio que mediaba entre ambos barcos. Del buque diabólico llegó otra andanada atronadora. Los trinquetes del Rumor estallaron en jirones, y murieron varios de los hombres que se encontraban en cubierta. Sesto volvió a percibir olor a sangre. Sangre, salitre, viento marino, humo de pólvora.
El buque había perdido toda la velocidad y ahora giraba con lentitud para intentar completar la maniobra antes que el Rumor.
—¡Aproximación! ¡Aproximación! —ordenó Silvaro.
La orden parecía un suicidio. Cuando pasaron a poca distancia del costado de estribor del buque, los cañones volvieron a destellar, y el Rumor se estremeció al mismo tiempo que saltaban trozos de madera del casco y desaparecían barandillas. El trinquete estaba hecho pedazos. Sesto vio al menos a uno de los hombres de Vento que colgaba, descuartizado, de los cabos rotos del palo trinquete.
Pero la orden no era una locura. Las troneras del buque, aun que numerosas, estaban muy arriba en el combes, y una vez que el veloz Rumor se le acercó lo suficiente, el enemigo no pudo inclinar los cañones hacia abajo tanto como para disparar contra su casco. A pesar de eso, los proyectiles destrozaban las velas. Ya quedaban pocas que fueran algo más que jirones. Sheerglas usó los cañones situados más cerca de la popa para acribillar al enemigo con fuego de metralla. Los arcabuceros apostados en la barandilla y los aparejos, y los hombres que se ocupaban de los falconetes se pusieron a dispararle al enemigo, que continuaba acercándose. Los cañones atronaban y destellaban esporádicamente en los costados rojos. También ellos tenían arcabuceros disparando. Tortuga Schell, con un chafarote en la mano mientras esperaba la oportunidad de abordar al enemigo, resultó fulminado por una bala de arcabuz. Rodrigo Sal y Sucio Gabriel fueron hechos pedazos por munición encadenada que atravesó los paveses. A Vento se le clavaron astillas del palo trinquete en el brazo izquierdo y el pecho, y cayó sobre la cubierta desde una altura de seis metros. Largo trepó con el dorado capacete puesto, y se puso a disparar flechas con su arco de caballería a cualquier cosa que se moviera junto a la borda del enemigo.
Ahora se encontraban muy cerca, ambos barcos estaban casi inmóviles en el agua, envueltos en una repugnante nube de humo de pólvora. Los garfios salieron disparados del Rumor, y las perchas se extendieron al máximo cuando los barcos, el pequeño y el grande, se enredaron el uno con el otro en estrecho abrazo de batalla.
El Rumor y el Barco del Carnicero quedaron costado con costado, popa con popa. Justo antes de que los contrincantes se rozaran y se estrellaran el uno contra el otro, Sheerglas disparó una última salva y hendió el casco del enemigo en seis puntos, justo por encima de la línea de flotación.
Entre gritos, los Saqueadores comenzaron a apiñarse y a cruzar a la carga hacia el buque. Pasaban por encima de tablones, trepaban por redes o se aferraban al extremo de un cabo y se daban impulso para pasar al barco enemigo. A lo largo de la barandilla de estribor del buque estalló una feroz lucha cuerpo a cuerpo.
Sesto vio que Silvaro cruzaba a toda velocidad, al igual que Casaudor y Benuto. Incluso Tende había abandonado el timón y salvaba de un salto el espacio que separaba a los barcos de guerra, con el hacha eboniana en alto. Los arcabuceros y artilleros de los falconetes que se encontraban a lo largo del costado del Rumor disparaban contra la cabeza de los tripulantes enemigos.
Sesto se aferró a un cabo de abordaje en medio de la matanza y reunió el valor necesario para cruzar al otro lado.
Ymgrawl lo aferró para detenerlo.
—¿Estáis loco? ¡Vos os quedáis aquí!
—¡Al diablo con lo que decís! —maldijo Sesto mientras pataleaba para librarse de las manos del delgado bucanero—. ¡Tengo que cobrar una deuda!
Sesto se dio impulso, y la cuerda, al balancearse, lo llevó hasta el buque.