Capítulo 14

El sol se puso con rapidez, como es habitual en los trópicos, y una fresca brisa oceánica llegó hasta ellos, para llevarse los últimos restos de humo que aún flotaban sobre las relumbrantes ascuas vidriosas de la trampa de aceite. Salió una fina luna creciente, afilada como una garra extendida, y las estrellas encendieron sus diminutos farolillos. En el oscuro follaje del bosque de la isla, los insectos nocturnos comenzaron a chirriar, cantar y zumbar.

Sombríos y desanimados, con pañuelos atados sobre la boca, los miembros del grupo que había desembarcado arrastraron los cuerpos de sus enemigos hasta una pira erigida en el extremo meridional de la playa. No se pronunciaron palabras formales, pero algunos de los hombres se acercaron de uno en uno —San Huesos, Elegante, Pietro el Garfio, Roque— y les murmuraron cosas a los muertos, mientras arrojaban monedas, anillos y otros abalorios a la pira.

Sin duda se trataba de encantamientos protectores. Los Saqueadores eran degolladores, pero ese combate les había dejado un sabor amargo.

Una vez que la luna salvó las siluetas de los agitados árboles de la isla, Luka cogió la antorcha encendida que tenía Saybee y la arrojó a la pira.

Las llamas se alzaron, brillantes, blancas de calor, amarillas por la grasa.

Sesto se alejó de la pira todo lo posible.

Al fondo, en el extremo sur de la playa de Santa Bernadette, encontró a Roque, que bebía de una botella de jerez.

—Un mal asunto —dijo Roque, que percibió a Sesto en las sombras nocturnas que tenía detrás. Le tendió la botella.

Sesto bebió un sorbo. El dulce y fuerte vino tenía un sabor sedoso.

—Confusión de identidades —continuó el marinero estaliano, con la vista vuelta hacia el mar.

Roque observaba las olas que lamían la orilla, donde dejaban suaves curvas a lo largo de la arena, que la luz lunar tornaba vidriosa. Pequeños cangrejos rojos correteaban y saltaban por el espejo de arena, y sus finas patas imprimían marcas que duraban apenas un segundo antes de que la siguiente ola espumosa las borrara.

El estaliano aceptó la botella que Sesto le devolvía.

—Este Carnicero nos deja a todos por carniceros.

De repente, Roque se arrodilló, apoyó la botella en la arena y la hizo girar para que se hundiera ligeramente y no cayera. Se inclinó hacia adelante y se lavó las manos en el agua de la orilla. Estaba demasiado oscuro como para saber si las tenía sucias de sangre, demasiado oscuro como para ver si el agua borraba tales huellas. Sesto tuvo la certeza de que aquel acto era, esencialmente, un ritual. O al menos, la contrición del alma desdichada de un hombre.

Roque no había estado bien desde la espantosa noche pasada en Isla Verde. Sólo Sesto y Sheerglas sabían que el demonio Gorge había rechazado a Roque por tener sangre en mal estado. No habían hablado del asunto.

Hasta el día en que muriera, Sesto creería que no había nada tan terrible como observar a un asesino confeso intentando enmendar sus pecados.

—Os oí discutir —comentó Sesto, nervioso.

—¡Entonces es que tienes las orejas tan grandes como las de ese muchacho necio de Gello! —le espetó Roque.

—Perdona por haber hablado, señor —dijo Sesto, y dio media vuelta para marcharse.

—¡Sesto! —lo llamó Roque, que se levantó, recogió la botella y corrió junto al joven.

—¿Qué?

—Perdóname, señor. He olvidado cómo comportarme en compañía de un caballero. Ha pasado mucho tiempo desde que…

—¿Desde qué? ¿Desde que estuviste en la corte, señor Santiago della Fortuna?

—Sí, tal vez era eso lo que quería decir.

—¿Así que eres tú? ¿El famoso descubridor?

—Sesto, Sesto… Ese hombre murió hace muchos años. Ese hombre también está aquí. Saca la conclusión que quieras de ese acertijo.

—¿Qué te sucedió?

—He jurado no contarlo. Yo… Permíteme que simplemente diga que viajé hasta muy lejos, me hice con un nombre y una fortuna, y luego tenté demasiado a mi suerte ante los hados de un océano inconstante. En Lustria, ese abominable territorio. Las cosas que vi… Los seres escamosos…, ellos…

Bebió un largo trago.

—Estuve perdido durante cinco años. Cinco años de los que no hablaré. Luka me encontró cuando era un humilde esclavo remero en una galera corsaria árabe. Me encontró, supo ver mi valía… El hombre que tienes delante esta noche, en esta playa, volvió a nacer, entero, en ese momento. Todo lo que había sido antes se fundió y desapareció.

Sesto frunció los labios.

—Hoy has discutido con Luka.

Roque asintió con la cabeza.

—Perseguimos la presa equivocada. Hay un barco tirano en las aguas de los islotes, pero no un carnicero. Y hoy hemos…

Guardó silencio.

—Hoy he matado a un hombre —dijo Sesto.

—Y yo a tres, y ninguno lo merecía. Si has matado, Sesto, conoces este dolor. La mancha del Carnicero convierte en asesinos brutales hasta a los mejores de nosotros.

La idea sorprendió un poco a Sesto. Sin duda, se trataba otra vez de ese curioso código de honor de los piratas: la idea de que había grados hasta los que se podía ser un asesino.

La pira funeraria ardía al otro extremo de la playa. Más cerca de las chozas se habían encendido hogueras con madera de deriva. Su crepitante calor y su humo reseco se arremolinaban en torno a las cabañas y alejaban a las moscas negras y los mosquitos.

Luka se había puesto de vino hasta las cejas y estaba sentado, con aire sombrío, ante la sencilla mesa de madera de la cabaña principal.

—Muertos por una confusión, todos ellos —murmuró cuando entraron Roque y Sesto—. Muertos por intentar conservar la vida.

Roque dejó el jerez encima de la mesa, y Luka se sirvió de inmediato.

—Vivir aquí, aterrorizados por el Carnicero —murmuró Luka, sombrío—. Vivir aquí, intensamente aterrorizados por el monstruo que anda por ahí fuera. Dedicaron todos sus esfuerzos a ahuyentarlo la siguiente vez que se presentara. Hasta la última gota de aceite que tenían, hasta el último disparo. Se pintaron la piel de negro y se dibujaron calaveras, y se pusieron a gritar como salvajes, todo con la esperanza de que eso ahuyentara al mal. Pero el mal éramos nosotros, y los matamos, de todos modos.

—Déjalo —le susurró Roque a Sesto—. Cuando está de humor tan negro, es un peligro incluso para sí mismo.

Pero en el exterior de la choza se produjo un ruido que atrajo la atención de Luka antes de que ellos pudieran escabullirse fuera.

Habían aparecido San Huesos y García Garza, que arrastraban consigo a un hombre que habían encontrado oculto en el bosque. El último superviviente de la batalla había muerto desangrado antes de que pudiera hablar.

—¡Que Sigmar se apiade de mí! —protestaba el hombre.

Era un desaliñado clérigo del Imperio, con la piel bronceada por haber pasado muchos años propagando la palabra verdadera bajo el pagano sol meridional.

—Sigmar puede ahorrarse su misericordia —le dijo Luka—. No os haré daño.

—¡Sois piratas!

—En absoluto. Somos corsarios, y llevamos una patente de corso para demostrarlo.

—Pero habéis…, habéis asesinado y…

—Fuimos atacados, señor. Por vos y vuestros compañeros. Os habríamos dado cuartel si lo hubiéramos sabido.

El hombre inclinó la cabeza y comenzó a recitar una plegaria dirigida a Sigmar, que a Sesto le pareció que seguía el ritmo del chirrido de los grillos.

—Habladme del Barco del Carnicero —pidió Luka.

—Es nuestro azote. Se nos presenta aquí con cada luna nueva y exige que se le entregue todo lo que tenemos.

La misma historia que ya habían oído cuatro veces.

—¿Adonde va?

—¿Va?

—Desde aquí, ¿adonde va?

—Hacia el sur, y luego lo vemos virar al este. Dicen que acecha en una cala del Laberinto.

—¿Está allí ahora? ¿En qué cala?

—Algunos dicen que en la restinga del Ángel, otros que en el estrecho de Aguaverde.

—Gracias, padre —dijo Luka—. Podéis marcharos, y decidles a vuestros hermanos de la isla que ninguno de mis hombres les hará daño. Esto os lo juro ante vuestro dios, Sigmar, para que pueda reclamar mi pobre alma bárbara si rompo el juramento.

El clérigo se levantó y comenzó a alejarse.

—¿Padre? ¡Mi buen padre! Una última cosa…

El hombre, ya al borde del círculo de luz del fuego, se quedó petrificado, pues temía el más cruel de los trucos de los piratas.

—Padre…, ¿cuáles decís que son las dimensiones y características del Barco del Carnicero? —preguntó Luka.

El hombre calvo y bronceado del Imperio se volvió con lentitud.

—Tiene…, tiene tres palos. Un barco muy grande, de trescientos cincuenta pasos, con sesenta cañones en dos cubiertas. El casco y las velas son rojos como la sangre. Donde debería llevar el mascarón de proa arde luz verde. Los tripulantes del barco no son hombres, sino bestias de la noche.

—Ya veo. Id en paz, padre.

Agradecido, el hombre desapareció noche adentro.

—¿El Kymera? —preguntó Roque.

—Encaja con la descripción. El Kymera es un barco grande, de doscientos veinte pasos, y lleva cuarenta cañones. Pero ese clérigo no es marinero. Un hombre asustado convierte las cosas reales en monstruosas. Fíjate en Belissi.

Algunos de los Saqueadores que los rodeaban rieron al oír eso.

—¡Madre Mía! —se burló Elegante, con tono quejumbroso.

—¿Y? —preguntó Roque.

—Ya sea el Kymera, o algún otro barco bastardo, bajaremos hasta el Laberinto para batallar con él. Si una cosa es segura, es que no lo encontraremos en el estrecho de Aguaverde.

—¿Por qué no? —preguntó Sesto.

Luka se tocó un costado de la nariz con un largo índice.

—Viejos hábitos, viejas habilidades, Sesto. Estamos persiguiendo a una presa que está serpenteando entre los dientes. La profundidad del estrecho de Aguaverde es de dos brazas. Barco alguno, ya sea de trescientos cincuenta pasos o de doscientos veinte, podría hallar abrigo allí. Sin embargo, ningún hombre ha logrado medir la profundidad del fondo de la restinga del Ángel.

Aún estaba oscuro cuando remaron de vuelta a los barcos. Dejaron la triste pira funeraria del extremo de la playa humeando en la fresca noche tropical.

Antes del amanecer se alzó un buen viento, fresco y constante, y el Rumor y su escolta se dirigieron al sudeste, adentrándose más en el archipiélago.