Capítulo 13

El aire marino era fresco, y habían recorrido una buena distancia, pero al socaire de la tierra firme las islas eran calurosas y húmedas; las enredaderas selváticas enguirnaldaban coníferas que vibraban con cantos de pájaros y chirridos de insectos.

Navegaban con rumbo sinuoso, alrededor de atolones cubiertos de selva tropical. Luka conocía de memoria cada canal y paso que se abría con los cambios de marea, sin necesidad de cartas ni atlas marítimos. El litoral meridional de Estalia había sido su antiguo territorio de cacería personal, cuando era un pirata, no un corsario.

—Aquí es donde solían acudir los barcos del tesoro —dijo a Sesto a última hora de una tarde, mientras se encontraban en la cubierta de popa del Rumor.

El cielo estaba poniéndose rojo coral por el oeste, y las aves marinas seguían su estela o giraban en lo alto. Fahd acababa de echar un cubo de lavazas por la borda.

—Al llegar aquí estaban cansados y sin aliento después de cruzar el océano, como caballos de carrera a los que se hubiese hecho correr demasiado de prisa y durante demasiado tiempo. Tenían el vientre hinchado de oro de Lustria, especias de Arabia. Aquí podían escoger entre continuar la carrera durante ocho días más y seguir en línea recta hasta llegar a Tilea, o descansar y recoger agua en estas islas meridionales.

—¿Y qué bien podía hacerles eso, si los vuestros andaban por ahí a la caza de sus almas? —preguntó Sesto.

—Mucho —replicó el antiguo señor pirata. Si había percibido alguna censura en la observación de Sesto, no dio señales de ello—. Antiguamente, continuaban en línea recta. Correr con la lengua fuera, lo llamábamos. Con sus últimas vituallas y los hombres al límite de sus fuerzas, se partían la espalda en una carrera hasta Luccini o Miragliano, con la esperanza de darnos esquinazo. Eran los tiempos de los grandes barcos piratas, como comprenderás. Sesenta cañones por banda, ochocientas toneladas. Scadra el Cenizo, Bonnie Berto, Ezra Mano Funesta. Los señores piratas de leyenda, que Manann se apiade de sus almas. En mar abierto, un buque pirata podía avistar un galeón del tesoro desde veintisiete millas de distancia…, y viceversa. Era un juego de persecución y resistencia, y que los pesados barcos del tesoro perdían a menudo, más a menudo que lo ganaban.

Luka Silvaro hizo una pausa y se puso a jugar con el grueso anillo que le rodeaba el dedo meñique.

—Así que las presas aprendieron a acercarse a la orilla y a serpentear por entre las islas. —No se anduvo con rodeos a la hora de usar la palabra «presas». De hecho, la pronunció casi con descuido—. Entre las islas era más difícil que los avistaran, y tenían la oportunidad de recobrar el aliento y reaprovisionarse tras un crucero arduamente largo. Si bogaban por entre las islas, a lo que se llamaba «serpentear entre los dientes», podían escoger cuándo y por dónde salir a mar abierto. Eso aumentaba las probabilidades de éxito.

Le dio unas palmaditas afectuosas a la borda del Rumor.

—Por eso, en esta época moderna preferimos los barcos de persecución más ligeros. Hemos aprendido a merodear entre las islas y a saltar sobre las presas en las lagunas y bahías poco profundas, mientras están recogiendo agua. Es un truco que también los corsarios de Arabia han aprendido. Sus galeras nunca podrían atrapar a un galeón de cuatro palos con todo el velamen desplegado.

Ahora se encontraban a nueve días al sudoeste de Porto Real, en medio de los últimos agrupamientos densos de islotes verdes que había antes de los confines blanco hueso de los atolones de coral afilados como dagas que llegaban en forma de cuña hasta el extremo de la Tierra Conocida y anunciaban, como una arcada rota, los grandiosos y oscuros océanos del misterioso oeste. Sesto sabía muy bien que ahora los ánimos estaban encendidos, que había ansia de cacería. Era como en los viejos tiempos para Silvaro y los bribones que se habían embarcado antes con él.

En tres ocasiones habían anclado en asentamientos que había situados en ensenadas a lo largo de la cadena de islas. Un enclave de bucaneros, una pequeña ciudad portuaria estaliana y un poblado de pescadores sin rey. En cada caso, la historia había sido la misma. El Barco del Carnicero estaba por las proximidades. Aquél era el corazón de su territorio de caza. Cada pocas semanas, más o menos, su enorme forma roja con velas escarlata entraba en los pequeños puertos y apuntaba con los cañones. Algunas veces disparaba una andanada de advertencia. Los habitantes, temerosos por sus vidas, se veían obligados a cargar hasta el último gramo de provisiones y agua potable de que disponían, y remar con sus botes para entregárselo todo al Carnicero como rescate a cambio de continuar con vida.

Durante la primera mitad de la mañana del día siguiente, Sesto oyó voces que discutían en el camarote de Silvaro. No cabía duda de que las voces pertenecían al propio Silvaro y a Roque, el maestro de armas. Sesto no se atrevió a acercarse. Se sentó con la espalda contra la base del palo mayor y esperó. Ymgrawl se sentó a su lado. Flaco y de extremidades largas, Ymgrawl simplemente se dejó caer. Sacó un cuchillo de curtidos con punta en forma de garfio, y comenzó a tallar un diente de ballena amarillento.

—Están discutiendo —dijo Sesto, al fin.

—Sí.

—¿Discuten a menudo?

—Vos lo sabéis tan bien como yo. No hay dos amigos mejores sobre los mares.

—¿Qué pasa, entonces?

Ymgrawl clavó en Sesto su mirada de pedernal, de ojos entrecerrados.

—El Barco del Carnicero. Roque no puede creer que sea verdad. Demasiado fácil, dice.

—¿Qué quieres decir?

—El Carnicero. Ese monstruo. Como una fuerza de la creación. Roque dice que no amenazaría para conseguir provisiones; que más bien saquearía, quemaría y se llevaría lo que le diera la gana.

—¿Y qué estamos persiguiendo, entonces?

Ymgrawl se encogió de hombros.

* * *

Se decía que el puerto franco de Santa Bernadette era el último sitio habitado de la cadena de islas, aunque Ymgrawl presumía de conocer otros. Pero al menos era el último lugar de cierta importancia. Llegaron a él en medio del calor de la tarde. Al otro lado de una bahía, destellando a causa del reflejo de la brillante luz solar, se extendía la curva interior de una densa isla verde. Entre el mar y la selva había una franja de edificios encalados.

La bahía era demasiado somera incluso para la Zafiro, así que echaron ancla en la boca, y arriaron tres botes armados.

El recorrido hasta la orilla, remando, fue largo y sudoroso. Sesto iba en el bote de delante, con Luka, oyendo cómo los marineros de pecho desnudo que lo rodeaban gruñían y jadeaban al remar al ritmo de las órdenes. Sesto observó cómo Luka cargaba y amartillaba un par de pistolas de rueda y un arcabuz de cañón corto, y comenzó a desear haber llevado encima mucho más que su estoque. Tal vez habría sido buena idea armarse con su pequeña pistola árabe.

Llegaron a la playa y arrastraron las lanchas sobre la arena. A un gesto de Roque, los hombres desenvainaron espadas y pistolas, y se escabulleron por la punta de la playa hacia las chozas estucadas y edificios encalados que dormitaban bajo el borde del dosel de palmeras.

—Aquí no hay ni rastro —informó Elegante, uno de los pistoleros, al regresar junto a Roque.

El maestro de armas se había acuclillado para tocar una mancha oscura que había en la arena, y luego se olió los dedos.

—Aceite de lámpara —dijo.

—¿Qué significa eso? —preguntó Sesto.

—¡Cuidado con esas chozas! —gritó Roque, al mismo tiempo que se levantaba.

Los hombres que estaban en lo alto de la playa y a punto de irrumpir en algunas de las viviendas se detuvieron.

Sesto se apresuró a seguir a Luka y Roque cuando avanzaron hasta el edificio más cercano. Era un viejo blocao construido de madera y ladrillos de adobe, al que se le estaba cayendo la capa de escayola blanca exterior.

Luka empujó la puerta con el cañón del arcabuz. Con los bordes carcomidos por las atenciones de la arena y el mar, se abrió un poco, crujiendo, y se detuvo. Luka estaba a punto de volver a empujarla cuando Roque alzó una mano.

El estaliano se acuclilló a un lado de la puerta e hizo que todos los demás se echaran atrás mientras él la abría del todo empujándola con la larga hoja del sable.

El estallido de pólvora asustó a los pájaros, que echaron a volar desde los árboles, y su eco resonó una y otra vez por el aire cálido de la playa.

Dentro de la casa habían fijado un trabuco a una silla, con un hilo de pescar atado al gatillo y al pomo de la puerta.

—Una trampa —dijo Roque, mientras examinaba el improvisado dispositivo.

—¿Una trampa para qué? —se preguntó Silvaro.

En el exterior se oyó un débil detonar de disparos.

Salieron corriendo del blocao. Balas y flechas cortas llovían sobre la playa desde el norte y el sur, disparadas por gente que estaba entre los árboles. Ya habían caído heridos tres miembros del grullo que había desembarcado con Luka. Se oyó una detonación más potente de una pieza de artillería, y del suelo se alzó un géiser de arena a menos de diez pasos del lugar en que se encontraban Luka y Sesto.

—¡A las armas! ¡A las armas! —gritó Roque.

Sesto oyó una suave ráfaga de chasquidos. Las llamas lamieron toda la línea de la playa y eclosionaron como una furiosa muralla ardiente. El aceite que Roque había olido era una trampa de fuego excavada en la arena. Alguien había preparado aquella recepción con cuidado; «hasta con desesperación», pensó Sesto.

Otra bala de cañón pasó zumbando por encima de sus cabezas e hizo un enorme agujero en los hastiales del blocao en el que habían entrado antes.

—¡Por la misericordia de Manann! Ya he tenido bastante de esta bienvenida —gruñó Luka—. ¡A cubierto!

Uno de los hombres, que obedeció a ciegas, corrió al interior de una choza y fue partido en dos por la escopeta que habían dejado atada a la puerta. Otros dos se metieron de patitas en un pozo cubierto que había entre dos cabañas. La lona tensada y enterrada en la arena se hundió bajo el peso de los hombres, que se precipitaron hacia una oscuridad erizada de estacas. Sus alaridos fueron casi insoportables.

Salieron hombres del cobijo de los árboles y cargaron contra ellos. Docenas de hombres armados con lanzas, destrales y machetes. Eran de piel negra, y con pintura blanca se habían dibujado una calavera en el rostro para imitar la apariencia del propio Rey Muerte. Bramaban y ululaban, y tocaban tambores y timbales de cobre. A Sesto le parecieron bastante atemorizadores. Tenían a los piratas que habían bajado a tierra inmovilizados en una estrecha franja de playa que corría entre las chozas y el crepitante muro de fuego.

—Condenado sea… —rugió Luka.

El capitán alzó el arcabuz y disparó contra el primer salvaje que llegó corriendo hasta él. La fuerza del disparo derribó al hombre de espaldas. Luka arrojó el arcabuz a un lado y sacó las pistolas para darles una bienvenida similar a los dos atacantes que lo siguieron.

Roque, cuyo tono de voz no daba lugar a la más ligera desobediencia, reunió a los Saqueadores en apretados grupos para formar dos murallas que miraban hacia cada uno de los extremos por los que llegaban los enemigos. Una salva de pistolas detonó, y salió humo blanco, y hombres con cara de calavera cayeron con fuerza sobre la arena.

Se desenvainaron las espadas, y la lucha quedó reducida al acero.

Luka, el hombre más corpulento de la playa, estaba ahora completamente furioso. Sacó su curva espada shamshir y una daga, y se lanzó hacia la línea de enemigos que cargaban.

—¡Con él! ¡Con él! —gritó Roque.

Sesto desenvainó el estoque, temblando de miedo, y salió corriendo tras Luka.

Se enfrentó con un hombre que lo acometía con una hacha de leñador, poco más que un destral, y le atravesó torpemente el cuello. Luego, se sintió bastante mal por haberlo hecho. A pesar de todos sus bramidos y su pintura, le parecía que el hombre había estado más asustado que él.

Luka y cuatro de los marineros con más aspecto de matón —Elegante, Alto Willm, San Huesos y Saybee— lideraron la carga contra la desordenada línea de atacantes que llegaban por el sur, y dieron terrible cuenta de ellos. Luka destripó a un hombre con el shamshir, y luego mató a otro con la daga. Le dio una patada a un tercero, al que después le asestó un tajo con la espada cuando logró liberarla. Alto Willm destripó a otro con el sable. Saybee, el corpulento timonel de relevo, blandía una hacha de doble filo forjada en las tierras de Norse, y derribó a dos hombres como si fueran árboles talados. Elegante, que llevaba atadas al cuerpo mediante cintas varias pistolas de chispa y de llave de sílex, parecía no tener que recargarlas nunca. San Huesos, mientras su diabólico estoque no dejaba de danzar, entonaba himnos sigmaritas y mataba.

Al norte, Roque se ocupaba de la mayor parte del derramamiento de sangre, flanqueado por Tortuga Schell y Pietro el Garfio, dos de sus espadachines favoritos.

Y con eso bastó.

Los atacantes dejaron de luchar y se dispersaron; huyeron por la playa hacia los dos puntos cardinales de los que habían llegado.

Sus aullidos se habían convertido en alaridos de miedo. Dejaron armas, tambores y timbales sobre la arena, tras de sí, junto con veinticuatro hombres muertos o agonizantes, seis de los cuales habían caído bajo las armas de Luka.

Los Saqueadores habían perdido a tres, y tenían otros cuatro hombres heridos. Uno de estos últimos era un hombre al que habían sacado, ensangrentado y entre alaridos, de dentro de la trampa de estacas. Algunas de las estacas salieron con él, clavadas en sus piernas. La calurosa tarde olía a sangre y sudor. Las moscas zumbaban en torno a ellos, repentinamente salidas del húmedo bosque plagado de alimañas que había más allá de las chozas, atraídas por el olor a sangre fresca.

—Hay uno que todavía vive —anunció Roque cuando algunos de sus hombres arrastraron a un salvaje tembloroso y sangrante hasta detenerse ante Luka.

Arrojaron al hombre al suelo, a los pies del capitán. No se atrevió a alzar la mirada. Una bala de pistola le había destrozado la oreja derecha, y la sangre caía en abundancia sobre la arena, donde las gotas temblaban, orgullosas como rubíes, antes de ser absorbidas lentamente. Sesto vio que allí donde la piel del hombre había sido frotada, aparecía tan pálida como la de cualquier tileano.

Luka sacudió la cabeza y se arrodilló para mirar a la cara al hombre, que gimoteó e intentó apartar la mirada.

—Pensasteis que éramos del Barco del Carnicero, ¿verdad? —suspiró Luka.