Le asestaron un golpe tan potente por detrás que atravesó las puertas de todos modos, y cayó cuan largo era en el suelo. Se le habían escapado ambas espadas de las manos. Cuando extendió un brazo para recobrar una de ellas, una bota negra presionó con firmeza el arma contra las losas del suelo.
Ferrol se encontraba junto a él.
—Uno ha despertado antes de tiempo —dijo.
—Tenía la sensación de que había uno que no había comido tanto loto negro como los demás —murmuró Gorge, que le sonrió a Sesto, y la sonrisa fue terrible—. Bienvenido al festín, caballero. En breve, estaré con vos.
Gorge se volvió de espaldas y despertó a Roque acercándole el frasquito de cristal a la nariz. El maestro de armas recobró la conciencia bruscamente, y al instante se puso a forcejear con los hombres que lo sujetaban. Ellos lo mantuvieron inmovilizado.
Gorge cogió por el pelo a Roque y le echó la cabeza hacia atrás, para luego precipitarse sobre su cuello. Roque lanzó un bramido cuando el monstruo le clavó los dientes.
Pero el festín no transcurrió como hasta entonces. De repente, Gorge se apartó con brusquedad, presa de arcadas y de tos, escupiendo sangre en el suelo. Los hombres soltaron a Roque, que cayó de rodillas, con las manos sobre el cuello herido.
—¿Qué sucede? ¿Mi señor? —preguntó Ferrol, que acudió apresuradamente al lado de Gorge.
—¡Éste tiene inmundicia en la sangre! ¡Vil pestilencia! ¡Como leche agriada o vino picado!
Gorge sufrió otra arcada, y una buena cantidad de sangre pestífera se derramó sobre las losas.
La atención de todos estaba centrada en el gobernador. Sesto volvió a tender la mano hacia el sable caído.
—Deberías tener cuidado con lo que muerdes —se burló una voz desde las sombras.
Como un fantasma, Sheerglas pareció materializarse bajo la luz de las lámparas, al mismo tiempo que sus ropones negros daban vueltas a su alrededor como un trozo de la mismísima noche.
Gorge se volvió para encararse con él. Los guardias desenvainaron los estoques.
—Percibí tu olor en la ciudad —dijo Sheerglas—. Tu hedor está por todas partes. Ha sido duro, ¿verdad? Una época de sed para ti y tu pequeña camarilla de sirvientes.
—¿Quién eres? —preguntó Gorge.
—Uno que sabe —replicó el maestro artillero—. ¿Cuánto tiempo hace que gobiernas aquí, especie de demonio? Apostaría a que mucho más que cualquier otro gobernador colonial. Esos retratos del corredor no son de tus antepasados, ¿verdad? Son de ti mismo en otras épocas. De ti y de tu legión de consortes.
Sheerglas avanzó un paso más, y algunos de los guardias se desplazaron para rodearlo. Sesto oyó que varios de ellos gruñían como lobos que se enfrentaran con un macho rival.
—¡Tiene que haber sido tan fácil! —murmuró Sheerglas con la mirada fija en Gorge—. Un constante tráfico de mercaderes y visitantes, una ciudad abarrotada de desconocidos. Cada barco que llegaba traía licor fresco para apagarte la sed. Pero el tráfico cesó, y te viste obligado a romper tus propias normas. Tuviste que obtener tu alimento exclusivamente de la población local. Y, ¡mi madre!, tu sed los ha dejado débiles y desangrados. Si hubiera pasado mucho tiempo más, Porto Real habría comenzado a morir. Así pues, ¡viva por el barco! Al fin, sangre fresca.
Gorge había dejado de escupir sangre. Alzó un dedo huesudo y señaló a Sheerglas.
—Matadlo —dijo.
Los guardias acometieron al artillero jefe.
Sesto se levantó de un salto, recuperó los dos sables y corrió junto a Roque, que aún estaba arrodillado y temblaba de dolor. Pero había visto lo suficiente.
—¿Puedes levantarte? —preguntó Sesto.
Roque le arrebató a Sesto uno de los sables y avanzó con decisión hacia Gorge. Sesto corrió con él. Clavaron las hojas en la espalda de los dos guardias que se habían quedado junto al gobernador. Eran heridas mortales.
Pero no murieron.
Se volvieron, con los ojos oscuros bajo el borde de los capacetes, y acometieron a Roque y Sesto con los estoques.
De algún modo, Sheerglas no había caído bajo el peso de los hombres que habían arremetido contra él. De hecho, pareció separarse de ellos como una sombra, y lanzó lejos de sí a varios, que salieron dando volteretas por el suelo. No había desenfundado arma ninguna. Un espadachín lo acometió, y Sheerglas dio un paso hacia un lado para esquivarlo al mismo tiempo que le aferraba la muñeca de la espada con una mano, y le partía la articulación del codo con un salvaje golpe ascendente de la otra. El guardia lanzó un alarido y cayó de espaldas, y Sheerglas le quitó el estoque estaliano, para luego volverse como si fuera de humo y trabar combate con otros tres guardias ataviados de negro. Empezaron a saltar chispas de las hojas, que se movían a gran velocidad.
—¡Las cabezas! —chilló Sheerglas por encima del sonoro choque del acero contra el acero—. ¡No podéis matarlos a menos que separéis la cabeza de los hombros!
El caballero de Luccini, que se había visto obligado a retroceder casi hasta la puerta, paró un velocísimo golpe del guardia y se echó a un lado a la máxima velocidad posible. La punta de la espada golpeó la puerta de madera y quedó atascada durante un segundo.
Sesto se volvió rápidamente y le seccionó el cuello. El hombre cayó, y el noble percibió un repentino y penetrante olor a quemado. Para cuando el cuerpo llegó al suelo, de él no quedaban más que las botas, negra ropa podrida y un herrumbroso capacete lleno de polvo.
A medias asqueado y a medias encantado, Sesto avanzó a la carrera y cortó la cabeza del guardia que se enfrentaba con Roque. Una vez más, el aire se colmó de corrupción sulfurosa cuando el hombre se transformó en cenizas.
—Muchas gracias —dijo Roque.
Juntos, se volvieron y acometieron a los hombres que atacaban a Sheerglas. El maestro artillero ya había despachado a dos de ellos.
—Mantenedlos ocupados —siseó.
Antes de que Sesto pudiera cuestionar la solicitud, Sheerglas había vuelto a desaparecer, deslizándose en las sombras. Reapareció como un remolino de niebla ante Gorge. Sheerglas arrojó la espada que le había arrebatado al guardia, y se lanzó contra el gobernador. Forcejearon furiosamente. Sesto volvió a oír el diabólico gruñido.
Él y Roque se veían terriblemente apurados. Aún quedaban en pie cinco guardias, incluido Ferrol. Sesto no era el mejor espadachín del mundo, y a Roque lo enlentecía la herida. Sólo la furia y el miedo hacían que continuaran rechazando las armas de los enemigos. Roque logró apartar a un lado un estoque y cortar una garganta con el sable. Otro de los seguidores no muertos de Gorge halló, al fin, el polvo de la sepultura. Pero ahora Ferrol se había lanzado contra Roque, y lo hacía retroceder.
Sheerglas y Gorge continuaban luchando. Con una fuerza inhumana, Gorge lanzó al artillero jefe al otro lado de la estancia, donde se estrelló contra algunas de las mesas montadas sobre caballetes, rompió bandejas y provocó una cascada de fuentes que cayó al suelo. Se levantó de un salto que lo elevó por el aire, donde giró de tal modo que los ropones se desplegaron como las alas de un murciélago, y se precipitó vertiginosamente sobre Gorge, al que lanzó hacia un lado. El pálido cuerpo del gobernador destrozó otra mesa y derribó dos sillas.
Gorge se recuperó con la misma rapidez con que lo había hecho Sheerglas, y saltó hacia el jefe de artillería. El salto cubrió una distancia muy superior a la que podría lograr un hombre mortal. Se lanzó contra Sheerglas, con los colmillos al descubierto en la dilatada boca, y lo estrelló contra otra hilera de mesas. Se hicieron añicos las botellas y la madera se partió. Una copa de peltre repiqueteó por el suelo y se alejó rodando.
Sesto gritó cuando la hoja de un estoque le arañó el dorso de la mano, y otra le abrió un tajo en una mejilla. Paraba furiosamente los ataques. Él y Roque ya no podrían contener a los espadachines durante más tiempo.
Sheerglas derribó a Gorge de espaldas y le saltó encima, para inmovilizarlo durante un segundo.
—Bastardo —jadeó Gorge.
—¡Demonio! —replicó Sheerglas.
El artillero jefe partió un travesaño de las patas de uno de los caballetes rotos, y lo clavó en el pecho de Gorge con ambas manos.
Gorge lanzó un alarido. Abrió tanto la boca que se le desgarraron los labios. Una luz putrefacta y venenosa manó de su garganta, de sus ojos, y alrededor de la estaca que tenía clavada en el pecho. Se debatió violentamente y luego, en un destello de llamas, como un cañón que diera mechazo, explotó y se desintegró.
Uno a uno, los guardias estalianos estallaron como humo, y sus ropas y armaduras vacías cayeron el suelo. Ferrol fue el último en desaparecer.
Silencio. Nada más que olor a polvo de mausoleo.
Roque y Sesto retrocedieron, jadeando. Miraron a Sheerglas. Éste se puso de pie y dejó que un puñado de ceniza se deslizara de entre sus dedos.
—Ya está hecho —dijo—. Coged ese frasco de allí y despertad a los otros.
Roque fue cojeando hasta la mesa sobre la que estaba el frasco de cristal de Gorge, y lo cogió, miró a Sheerglas durante un largo momento, y salió cojeando de la estancia.
Sesto siguió a Sheerglas fuera del salón de banquetes.
—Os debemos agradecimiento —dijo.
El artillero jefe se encogió de hombros.
—Quiero decir que ha sido una suerte que bajarais esta noche a tierra. Ha sido una suerte que cogierais una de las pajitas más largas. No abandonáis a menudo el barco, ¿verdad? —preguntó Sesto.
—Muy de vez en cuando —dijo Sheerglas.
—¿Por qué esta noche?
—Por lo mismo que todos los demás. Buscaba una bebida no contaminada.
Se volvió a mirar a Sesto e hizo un gesto hacia el sangrante tajo que tenía en la mejilla.
—Deberíais vendaros eso.
—Es sólo una herida muscular.
—Lo sé, pero también es tentadora.
Sheerglas se alejó. En los grandes espejos del corredor, Sesto vio sólo su propio reflejo.