Capítulo 8

Los catorce hombres del grupo que había desembarcado se desplegaron a lo largo de toda la desierta playa mientras la luz se desvanecía, y se comunicaron a voces al adentrarse entre los árboles que recubrían la escarpada montaña que había por encima de ellos. Del espeso sotobosque esmeralda se desprendía vapor debido a la humedad, y bajo el dosel de hojas resonaban los gritos de los periquitos y las Carolinas. Luka estaba decidido a esperar tanto como se atreviera, con la esperanza de que pudieran encontrar todavía a algún superviviente.

La luz del día se amorteció y se tornó gris y fría. Sesto tuvo la sensación de que en el mundo ya no quedaban colores dorados ni calor, y todos los matices y contrastes se habían desleído en un lugar exangüe formado por sombras y pálidos blancos. Más allá de los promontorios y la espectral masa del barco naufragado, el cielo era negro como la tinta, y el retumbar cada vez más sonoro estaba ahora acompañado por chispeantes rayos. El viento había arreciado y había expulsado de la arena a las aves marinas. A lo largo de la playa, las olas rompían con más fuerza y ferocidad que antes.

—Sólo otro cuarto de hora de luz —dijo Luka a los hombres—, y luego nos marcharemos. Zazara, Alto Willm…, quedaos con los botes y preparad los faroles. Los demás, vamos a adentrarnos en el bosque tanto como nos atrevamos.

Con las armas desenfundadas, los otros miembros del grupo avanzaron cautelosamente hacia el interior del húmedo linde del bosque de la isla. Allí el aire estaba enfriándose, pero no a la misma velocidad que en terreno abierto, y en consecuencia, se veían espesas nieblas de vapor que salían ondulando de la oscuridad y pasaban perezosamente entre los troncos de los árboles.

Sesto ya había estado antes en bosques tropicales, pero siempre a la luz del día, cuando eran vitales entornos de calor, con perfumes almizcleños, atareados insectos y moteados dibujos de luz y sombra. Después de haber oscurecido, eran lóbregos y húmedos sitios neblinosos con sombras de hojas esqueléticas. Los árboles envueltos en enredaderas se alzaban por encima de él, silueteados, y los flojos bucles de lianas que los cubrían parecían gordas serpientes dormidas. El aire hedía a savia fría y moho de hojas. Los bordes de hojas invisibles le cortaban los nudillos y los muslos como espadas colgantes. No podía ver más allá del ancho de la cubierta de un barco. A su izquierda, Chinzo y Leopaldo avanzaban a través del vapor; a su derecha, en línea, iban Benuto, Pepy y el marinero flaco conocido como San Huesos. No se veía ni rastro de Ymgrawl el bucanero, pero Sesto sabía que se encontraría en las proximidades, moviéndose tan furtivamente como un fantasma —o como la daga de un salteador de caminos—, cerca de su espalda.

Se oía el chirrido de los grillos y otros sonidos de insectos nocturnos en el goteante frío. Seres diáfanos, algunos relumbrantes como luciérnagas, volaban en serpenteantes líneas por entre los árboles. Negras formas de muchas patas corrían por la corteza de los árboles, pasando de una sombra a otra.

Luka llegó a un montículo de tierra que era demasiado escarpado como para que pudieran crecer árboles en él, y ascendió trabajosamente hasta un pequeño claro que le ofrecía una vista panorámica por encima del bosque por el que habían ascendido desde la ensenada. Estaba oscureciendo mucho, y en el sur los rayos restallaban con creciente furia. Podía ver la melancólica forma del Sacramento, pero no la playa, que el bosque ocultaba.

Roque subió tras él, seguido por Tende, Jager y Delgado. Luka oía los gritos de los otros que ascendían entre los árboles.

El jefe de los Saqueadores alzó los ojos hacia el cielo en el momento en que caían las primeras gotas. Había esperado demasiado, como un necio, como un necio…

De inmediato, la lluvia comenzó a caer torrencialmente, con pesadas gotas de un diluvio ecuatorial. Un vendaval procedente del este, como una muralla de aire gélido, barrió Isla Verde, agitando el dosel del bosque como un mar en medio de un ciclón. Trozos de hojas y ramitas atravesaban volando el oblicuo aguacero y les golpeaban la cara. La lluvia era tan torrencial que ya no veía el Sacramento, y ni siquiera distinguía la ensenada. Allí abajo había un bosque violentamente agitado, y luego nada más que negrura y la cortina de lluvia.

Y una voz que gritaba.

Durante un momento se alzó, penetrante, por encima del estruendo de la tormenta que atenazaba la isla, y luego se apagó.

—¡Por los dientes del infierno! —gritó Luka.

El capitán miró una vez al sobresaltado Roque, antes de que ambos comenzaran resbalar y saltar ladera abajo para volver sobre sus pasos. Tende y los otros hombres los siguieron. La cuesta ya estaba inundada, pastosa como mucosidad, cubierta de regueros de agua. Jager perdió pie y resbaló pendiente abajo sobre la barriga. Luka se deslizó a pocos pasos de los árboles y cayó, para ir a estrellarse contra un espinoso ciprés que le abrió tajos en las mejillas y las palmas de las manos. Tende se detuvo junto a él, con las botas llenas de barro y el agua de lluvia destellando sobre su negra piel como diamantes sin tallar. Tendió una manaza enorme y tiró del capitán para ponerlo de pie.

Roque pasó corriendo torpemente junto a ellos y descendió hacía el interior del bosque al mismo tiempo que gritaba los nombres de aquellos que aún se encontraban en la oscuridad que había más abajo.

En las profundidades del bosque, Sesto corría hacia la derecha y la izquierda, con la espada desenvainada. El espantoso alarido se había originado en las proximidades, pero ahora no veía nada ni a nadie, salvo las oscuras hojas de los árboles y el agua que caía en cascadas a través de ellas. La lluvia repiqueteaba como palillos de tambor sobre el dosel del bosque, y a su alrededor los árboles se mecían, gemían y crujían bajo la presa del tifón.

—¡Hola! —gritó—. ¡Hola, ¿hay alguien?!

Vio a un hombre más adelante, una breve sugerencia de un perfil en medio del torbellino, y avanzó trabajosamente hacia él. Para cuando llegó al sitio en que había estado la figura, no había nadie.

¿Había estado allí?

Sesto sintió un miedo creciente, como si toda la isla pudiera estar maldita.

Estalló un trueno en lo alto, y un rayo iluminó con su destello el caótico bosque para transformarlo en un breve y ardiente claroscuro de negras hojas y aire blanco. Por un segundo, ese segundo de duración del relámpago, volvió a ver la figura, hacia la izquierda, y distinguió un macilento rostro en sombras, el blanco de los dientes desnudos, y el negro de las cuencas oculares de la cabeza de un muerto.

El semblante huesudo del Rey Muerte.

Sesto lanzó una exclamación ahogada de terror, pero cuando destelló el relámpago siguiente la figura había desaparecido. Se alejó corriendo torpemente a través del sotobosque, con la esperanza de ir hacia la playa.

La figura se alzó repentinamente ante él, y Sesto acometió con la espada. El estoque resonó con fuerza contra la hoja de un chafarote.

—¡Alzad esa cola de cerdo! —le chilló Ymgrawl por encima de la tormenta.

—Acabo de ver… —comenzó Sesto.

—¿Qué? ¿Qué acabáis de ver? —gruñó el bucanero, mientras arrastraba a Sesto consigo, aferrándolo por el cuello de la ropa.

—No lo sé. Algo. Un demonio.

Ymgrawl se detuvo y recobró el control de sí mismo, para luego tocar oro, hueso y hierro —un anillo, un collar y un botón—, con el fin de alejar al mal.

—¡Cuidado con vuestra lengua, porque escupe mala suerte! —siseó—. ¿Habéis gritado vos?

—¿Gritar?

—Hace un minuto o más.

—¡N…, no! También yo he oído el grito y estaba buscando el origen cuando vi el…, el… —Sesto tragó con dificultad y también tocó hierro. Le costaba hacerse oír por encima de los atronadores elementos.

Continuaron adelante, asaltados por el bosque que zarandeaba la tormenta. Pasado otro minuto, más o menos, Ymgrawl lanzó un grito de llamada, y Sesto vio que Benuto, San Huesos y Pepy iban hacia ellos con la cabeza baja.

—¿Quién ha gritado? —chilló Benuto.

—¡Nosotros no, contramaestre!

—¿Dónde están Chinzo y Leopaldo? —gritó Pepy.

Se produjo otro cegador destello de rayo, seguido por un trueno ensordecedor. Ese asombroso espectáculo precedió a la aparición de Roque y Jager.

—¿Qué habéis visto? —preguntó el maestro de armas a pleno pulmón.

—¡Ni una maldita cosa! —le respondió Benuto, también a gritos.

—¡Allí! —entonó San Huesos, un hombre que desde lo alto del palo mayor era capaz de ver un barco situado a veinte millas marinas de distancia—. ¡Acabo de ver a un hombre!

—¿Dónde? —gruñó Roque.

—¡Entre los árboles, allí, justo allí! —insistió San Huesos—. Pero ha desaparecido…

Ahora los hombres, empapados y conmocionados, continuaron juntos adelante, llamando a los demás. Descendieron por la cuesta, atravesaron un torrentoso arroyuelo que no existía cuando habían subido y atravesaron un soto de cimbreantes palmeras datileras, apartando a tajos las lianas que se mecían desde los árboles en movimiento y los golpeaban.

En la siguiente cavidad formada por raíces, encontraron a Leopaldo. Yacía de espaldas, hundido contra la negra tierra mojada.

Le habían desgarrado toda la parte frontal del cuerpo, desde la línea del cabello hasta la cintura. Lo había hecho alguna enorme bestia del bosque provista de garras. Algún demonio de la maldita oscuridad.

A diez pasos de distancia, Chinzo yacía de costado contra el tronco de un árbol. Su espada se hallaba junto a él, en el fango, partida en dos. Estaba muerto, pero no tenía ni la más leve marca.

Roque hizo rodar el cuerpo, y Sesto vio la cara de Chinzo. Y al momento supo que el hombre, a pesar de ser un guerrero endurecido, había muerto de puro terror. Y también supo que nunca jamás olvidaría la expresión de aquel rostro muerto.

—¡Id hacia los botes! —chilló Roque por encima de la tormenta.

—¡No podemos remar en medio de esta tempestad! —gritó Jager, consternado.

—¡Id hacia los jodidos botes de todos modos! —le contestó Roque con enojo.

Se volvieron para ponerse en marcha.

La figura estaba detrás de ellos.

Estaba allí y sin embargo no estaba; aparecía y desaparecía en la oscuridad a cada destello de un rayo. A los ojos de Sesto —y de todos los demás—, parecía que una bandera pirata cobraba vida: una tosca figura blanca de huesos muertos cosida sobre un paño negro.

Sonrió, y la sonrisa fue ensanchándose y ensanchándose aún más hasta ser una boca de calavera que gritaba. El sonido —en parte el alarido de un hombre en estado de agonía, en parte el chillido de un animal furioso y en parte el zumbido de una colérica nube de insectos— ahogó el ruido de la tormenta. Los asaltó un repugnante aliento de putrefacción. La figura alzó los brazos al bramar; eran largos brazos huesudos, imposiblemente largos y flacos como los de un muerto por inanición, que acababan en dedos como patas de araña y tan afilados como agujas para coser velas.

Fue hacia ellos a la velocidad de un latigazo, con hedor a tumba. Roque y San Huesos la acometieron con sus espadas, pero ambos fueron lanzados hacia los lados y salieron volando de espaldas como marionetas de un sacerdote vudú. Ymgrawl se arrojó de cabeza y derribó a Sesto con fuerza contra el suelo, para que no lo hiriera el siguiente manotazo de las afiladas manos del demonio.

Jager no tuvo ni remotamente la misma suerte. El demonio unió brutalmente las manos de afiladas uñas con una fuerte palmada que atrapó en medio la cabeza del marinero. El cráneo de Jager estalló como una calabaza madura.

Benuto y Pepy, los últimos que quedaban en pie, abrieron fuego contra la calavera. Ambos hombres tenían tres pistolas cargadas sujetas al cuerpo mediante cintas, y Pepy llevaba un revólver adicional metido en el fajín. Disparaban cada pistola por turno, la soltaban, dejándola colgar de la cinta, y cogían la siguiente. Cada bala hacía impacto en la figura. Cuando las pistolas se quedaron sin munición, Pepy sacó el revólver y lo descargó a bocajarro contra la cara del demonio.

Pero éste lo mató de todos modos, al clavarle los dedos en la cara. Benuto cayó de espaldas a causa del terror, y se puso a gritar oraciones para pedir a los dioses que lo salvaran mientras el ser avanzaba hasta detenerse junto a él.

Luka Silvaro arremetió en ese momento, como salido de dentro de la tormenta.

Le asestó un tajo de espada al demonio, seguido por otro y otro más, como si fuera un leñador que talara un árbol, antes de que éste pudiera recobrar el equilibrio y volverse.

Se tambaleó al avanzar hacia él y lo atacó, pero entonces Tende apareció por el otro lado y lo acometió con el hacha eboniana de largo mango. Cuando el demonio se volvió, Delgado también arremetió contra él; le disparó con una pistola de rueda a la vez que estocaba con el sable.

El demonio volvió a girar y bramar, mientras se defendía del ataque a tres bandas. Manoteaba y barría el aire con los largos brazos, intentando encontrar un blanco.

Entonces, saltó. Avanzó de un brinco, como un gato, y sepultó a Delgado, que gritaba, bajo su zanquilargo cuerpo letal.

—¡Moveos! —bramó Luka—. ¡Moveos!

Los supervivientes echaron a correr: Ymgrawl, Sesto, Tende, Benuto, San Huesos, que ayudaba al aturdido Roque, y el propio Luka. Aprovechar la muerte de Delgado para alejarse le pareció a Sesto un acto de cobardía y de abyecto terror, pero de todos modos huyó. Aquello era la selva, una selva maldita, y allí las reglas eran que el perro se comía al perro y sálvese quien pueda.

Los horrendos alaridos fluctuantes de Delgado resonaron detrás de ellos mientras corrían, y luego se perdieron en la tormenta.

Los siete hombres que quedaban salieron del bosque como una exhalación y se encontraron en la playa. La lluvia era torrencial y la tormenta estaba inmóvil, congelada sobre la cala. Las olas rompían con fuerza en la arena. Los fugitivos vieron luces más adelante.

Alto Willm y Zazara estaban encogidos junto a las lanchas, con faroles encendidos. Habían arrastrado los barcos varados lejos del violento rompiente, casi hasta los árboles. Los hombres se reunieron en ese punto, jadeantes y temblorosos.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Alto Willm, al mismo tiempo que bajaba el mosquete.

—El infierno es lo que ha sucedido —replicó Ymgrawl.

Luka, conmocionado hasta los tuétanos, observó a los hombres. Dejando a un lado el terror y las palpitaciones, se encontraban todos ilesos, salvo Roque. Estaba consciente sólo a medias y tenía fiebre. Una de las garras como agujas del demonio se le había quedado clavada en el hombro izquierdo.

—No podemos dejarla ahí —murmuró Tende—. Está impregnada de atroz veneno mágico.

—¡Hazlo! —le espetó Luka, que ya se había vuelto a observar la playa y la línea de los árboles por si veía indicios de que el demonio los persiguiera—. ¡Ymgrawl! ¡Contramaestre! ¡Poneos a socaire de las lanchas y cargad todas las armas de fuego que tengamos!

Benuto y el bucanero se metieron a gatas bajo uno de los botes vueltos del revés y comenzaron a recargar las armas en sitio seco, protegidos del viento y la lluvia. San Huesos recogió las armas de los supervivientes y las metió por debajo de la borda del bote.

Sesto observaba aquella actividad, mientras intentaba calmar su acelerado pulso. Tende calentó cuidadosamente un puñal sobre la llama de un farol, y luego abrió un tajo rápido y brutal para extraer la aguja de la herida de Roque. El estaliano ni siquiera gritó. El timonel parecía reacio a tocar la aguja. La pilló con el molde para balas en forma de pinza que tenía Benuto y la arrojó lejos en cuanto la hubo extraído.

—¿Qué era eso? —preguntó Sesto a Luka, a la vez que se protegía la cara de la tormenta.

—¿El demonio? ¡Ah!, ya lo conocía. —Luka se volvió para llamar a Tende por señas—. No duraremos ni una noche aquí —dijo—. No podremos remar hasta que haya cesado la tormenta, y los huesos me dicen que eso no será antes del alba. En el entretanto, ese demonio vendrá y nos matará aquí mismo.

Tende apartó la mirada, inquieto por algo que Sesto no entendía.

—Ya sabes qué estoy pidiéndote, viejo amigo —dijo Luka.

—No puedo, Luka. Abjuré de todo eso el día en que me uní al Rumor.

—¡Pero aún tienes el conocimiento!

—Claro que sí. Uno no olvida esas cosas.

—Entonces, hazlo por mí… y por estas almas que están con nosotros…

—Luka…

—Tende…, recuerda los aquelarres de Miragliano…, Semper De Deos…, el templo de Mahrak…, las orillas del Temido Wo, grises como la ceniza… Todas aquellas hazañas, todas aquellas aventuras. Entonces permanecí a tu lado. Ahora te pido esto.

El corpulento eboniano asintió con la cabeza. Se alejó de ellos y comenzó a caminar trazando un amplio círculo en torno al apiñamiento de hombres y botes varados. Sesto vio que usaba los pies para perfilar un dibujo en la arena azotada por el vendaval.

Tende estuvo haciendo eso durante casi media hora, y todo ese tiempo Sesto lo pasó observando la línea de los árboles y temblando de terror. De vez en cuando oía, por encima de la tormenta, el bramido y el zumbido de insectos, el horrendo sonido del demonio que andaba tras ellos.

Tende se reunió con los demás, se abrió un tajo con la daga en la palma de la mano izquierda y, con su sangre, trazó en los costados de las lanchas extraños signos que hacían estremecer a Sesto cuando los miraba. También marcó a cada hombre por turno; Sesto se resistió a dejar que lo tocara, hasta que un colérico bramido de Luka hizo que reaccionara. Al tener al eboniano cerca, Sesto oyó lo que antes no había podido oír: el timonel estaba murmurando en voz muy baja encantamientos nigromantes para protegerlos de la noche.

Luego, Tende se dejó caer de rodillas en el centro del círculo, salmodiando en voz más alta y potente.

—¡Cuidado! —gritó Benuto.

Para entonces, todos los hombres, salvo el comatoso Roque, estaban acuclillados en el borde del círculo trazado por Tende, con las armas preparadas y observando la oscuridad mientras la tormenta los azotaba.

Todos miraron hacia donde señalaba Benuto.

El demonio había llegado.