El Sacramento. Un barco famoso, buque de guerra de Reyno Mechón de Sangre. El Reyno Mechón de Sangre, azote de los mares.
—Reyno, Reyno, Reyno… —murmuró Luka—. ¿Qué ha sucedido aquí?
El barco parecía muerto. No se veía ni rastro de alma viviente. La marea había arrojado a la playa dispersos restos del naufragio, y algunas de las contorsionadas formas parecían cuerpos.
Pasaron remando por detrás de la popa. Las lumbreras de los camarotes principales estaban hundidas, y un cañonazo había atravesado el coronamiento de popa. A lo largo de los cabos de la cubierta se posaban centenares de gaviotas que chirriaban.
Según las instrucciones de Luka, se acercaron, cubiertos por el bote de Roque, y Luka amarró contra la enlodada pala del timón.
Después de enfundar la pistola, trepó, tan ágil como un mono de Barbar, por el tallado propao de popa. Benuto y Tende siguieron a su capitán, con Sesto detrás. Ymgrawl fue tras este último como una obediente sombra.
La cubierta estaba muy inclinada debido a que el barco había embarrancado. Más allá del destrozado coronamiento de popa, la cubierta presentaba un cráter, el impacto de una pesada bala de cañón. Los tablones de la cubierta estaban rajados y levantados, y sólo quedaba una parte del timón, y también una parte del timonel. Las manos y los antebrazos aún se aferraban a los radios, pero ningún otro trozo reconocible había quedado tras la explosión.
Al ver aquello, Sesto sufrió una arcada. Tende desenfundó la espada.
—Alguien podría estar aún vivo —dijo Luka.
Se separaron para comprobar la validez de la afirmación.
Sesto bajó cautelosamente por los escalones de popa al interior del camarote superior. Era donde la bala de cañón había causado más daño, y las destrozadas cubiertas estaban salpicadas de cristales rotos, esquirlas de porcelana y los fragmentos chamuscados de un hombre que había volado en pedazos con la explosión. Las aves marinas habían hallado la manera de entrar y daban saltos por las sombras, picoteando con sus largos picos color escarlata los trozos de carne humana asada.
Sesto prefería que lo condenaran a vomitar ante aquellos hombres. Desenvainó el estoque y espantó a las aves con la punta. Se alzaron como una nube, golpeando las alas de las unas contra las de las otras y chillando al escapar por los ventanucos. Lo que dejaron atrás fue un torso al que habían limpiado a medias, revestido de carne quemada.
Sesto vomitó.
—¿Estáis bien? —preguntó Ymgrawl.
—Sí, lo estoy…, sí —replicó Sesto, al mismo tiempo que escupía flema de sabor ácido.
—Es una forma dura de morir —admitió Ymgrawl mientras pinchaba el torso con su chafarote.
Sesto no le hizo caso, y atravesó la puerta interior para acceder a una escalerilla que descendía hasta la segunda cubierta.
La cubierta en sí estaba sumergida a medias. Al llegar a la mitad de la escala, los pies de Sesto se hundieron en el agua de mar. Bajó hasta el final y comenzó a andar por el pasillo, con el agua hasta la altura de la cintura. La puerta del camarote principal estaba abierta.
El escritorio había sido derribado, y en la superficie flotaban prendas de ropa y cartas de navegación, una pluma y varios sombreros. Entró, precedido por ondas que hicieron bambolear los restos.
Con los brazos alzados para mantener el equilibrio, Sesto avanzó con paso inseguro por el agua hacia el escritorio. Había alguien sentado en la silla de alto respaldo que se encontraba detrás de la mesa, con los brazos extendidos sobre la superficie, y la cabeza caída hacia adelante.
Sesto llegó al escritorio. El hombre parecía dormido. Lo tocó con el plano de la hoja de la espada, pero no obtuvo reacción alguna. Sesto tendió una mano y tiró de la pechera del jubón del hombre.
Este cayó ante él, con los brazos rígidos. No quedaba nada más que la cabeza, los brazos y la parte superior del torso. Por debajo de la línea del agua no era más que una masa mordida y mutilada de pálida carne, columna partida y entrañas hinchadas.
Sesto lanzó un grito y retrocedió con paso tambaleante, mientras el cadáver quedaba cabeza abajo y dejaba a la vista aquel horror. Tropezó con algo, cayó y quedó instantáneamente sumergido en agua de mar.
El agua le rugió en los oídos. Era de color verde intenso, enturbiada por fibras de carne desprendidas del cadáver.
Algo blanco se deslizó junto a él.
Salió a la superficie, atragantado, tosiendo y escupiendo. Lo que fuera que había dentro del agua con él era grande, mucho más grande que Sesto. Vio una aleta en forma de garfio que salía del agua y desaparecía en torno al escritorio.
Sesto comenzó a sentir pánico.
El escritorio se movió, embestido por una potente fuerza.
Le asestó tajos al agua que lo rodeaba. Una larga onda agitó la superficie por debajo de la ventana del camarote.
Sesto dio media vuelta y avanzó trabajosamente por el agua hacia la puerta. Sintió una presión contra las piernas y se volvió a tiempo de ver que una descomunal forma blanca azulada se lanzaba hacia él justo por debajo de la superficie, con el agua deslizándose como cristal hirviente por encima de su forma hidrodinámica.
Sesto gritó y le dirigió una estocada que la hizo retroceder. Un instante después, volvía a arremeter con sus diez pasos de largo contra las piernas del hombre, que vio un negro ojo fijo y un destello de dientes triangulares del tamaño de un dedo pulgar.
Se oyó una detonación y el agua se tornó roja, para luego estallar en espuma a causa de una agitación frenética.
—¡Venid hacia mí! —gritó Ymgrawl desde la entrada, al mismo tiempo que le tendía una mano nudosa. Con la otra manaza sujetaba una humeante pistola de llave de sílex.
Sesto fue hacia el bucanero a la máxima velocidad posible, mientras la forma blanca azulada se debatía detrás de él, presa de estertores de muerte.
—Has tenido suerte —le dijo Luka Silvaro—. Este barco se ha convertido en un lugar de muerte, y todos los devoradores de los mares se han reunido para asistir al banquete.
Sesto no se sentía afortunado. Aún estaba sufriendo arcadas y escupiendo agua inmunda, tendido cuan largo era sobre la inclinada cubierta hasta la que Ymgrawl lo había arrastrado.
—¿Qué azar lo ha convertido en un lugar de muerte? —se preguntó Roque en voz alta, y los hombres que lo rodeaban guardaron silencio. Todos estaban pensando lo mismo.
Se oyó un rugido grave. El día estaba acabando, y una oscuridad malva había inundado el cielo meridional, como precursora de la noche que llegaba. La amenaza de tormenta volvía a hacerse presente, pero por el aspecto del cielo daba la impresión de que esa vez podría estallar de verdad.
—Tenemos que regresar, capitán —dijo Benuto.
En la voz del contramaestre había un tono de preocupación. Si la tormenta prometida estallaba de verdad esa noche, se encontrarían inmovilizados en la isla hasta que acabara.
—Preferiría no pasar la noche aquí, por así decirlo —añadió.
Luka asintió con la cabeza ante aquel consejo, y se tocó el aro de oro de la oreja y la hebilla de hierro del cinturón, para que le dieran buena suerte. La brisa marina había arreciado un poco, y agitaba los cabos rotos y los lienzos hechos jirones del barco destrozado, a la vez que hinchaba las velas intactas, que hacía restallar. También refrescaba la piel de los Saqueadores, pero no resultaba refrescante. Se parecía más a un escalofrío de advertencia.
—Regresemos a los botes —dijo Luka con tono sombrío. La visión de la perdición de su antiguo rival lo había afectado más de lo que se atrevía a admitir.
Con no poco alivio y agradecimiento, los hombres dieron media vuelta para regresar a las lanchas.
—¡Capitán!
Todos se volvieron. El que había lanzado la exclamación era Chinzo, uno de los hombres de armas de Roque, un tipo atezado que llevaba una gorra de punto y mostachos de morsa, y tenía brazos de luchador. Con un dedo rematado por una uña corta, ancha y sucia, señalaba la línea de la playa de la ensenada, más allá del naufragado Sacramento. En el suave abanico del rompiente, sobre la arena, había esparcidos restos del naufragio. Sesto no vio nada de importancia, pero quedó claro que Luka sí.
—Hacia la playa, antes de regresar —ordenó.
Muchos de los hombres, en especial Tende y Benuto, gimieron.
—¡Hacia la playa! —insistió Luka.
Remaron para recorrer con las lanchas el corto trecho de bajíos que mediaba entre la hundida popa del Sacramento y la playa, y arrastraron las resistentes embarcaciones de madera hasta la arena. Una vez que ambas quedaron a salvo y ladeadas, con la quilla en seco y los remos recogidos en el interior, los hombres se desplegaron a lo largo del rompiente. Allí, la brisa era más fuerte y fría, ya que entraba directamente del mar abierto por entre los promontorios de la ensenada. Sesto volvió a mirar el cielo meridional, cada vez más oscuro, y vio la amenazadora oscuridad, que iba en aumento. Al ponerse el sol, el cielo era de color amatista, pero ahora lo manchaba una destellante negrura que no era la noche que llegaba.
El grupo deambuló por el rompiente, estudiando los restos que el agua había depositado allí. Algunos eran laxos cadáveres de ahogados que flotaban en las olas. Aves marinas voraces y nada dispuestas a compartir los despojos aleteaban y volaban en círculo alrededor de los exploradores de Luka.
—¿Qué ha visto? —preguntó Sesto.
—¿Quién? —inquirió Luka, a su vez.
—Chinzo. ¿Qué ha visto? La verdad es que deberíamos estar remando de regreso a los barcos. Parece que se avecina una tormenta.
Luka sorbió por la nariz.
—En verdad, así lo parece, y es cierto que deberíamos estar haciéndolo.
—Entonces, ¿qué?
Luka lo condujo playa adelante, hasta un lugar en el que había más fragmentos del naufragio: un pellejo de vino desgarrado, una jarra vacía, otros objetos inidentificables.
—¿Ves?
—Los restos han sido arrojados a la playa —comentó Sesto, al mismo tiempo que se encogía de hombros—. Eso ya podíamos verlo desde el barco.
Luka suspiró.
—Usa bien esos agudos ojos que tienes, Sesto. ¿Qué es esto? —dijo, y señaló algunos trozos del barco que había en la arena, a sus pies.
—Restos.
—¿Y eso? —Luka señaló hacia abajo, en dirección al rompiente, donde estaban los demás.
—Más pecios arrojados a la playa por las olas.
—¿Y esto? —Volvió a señalar, al parecer nada en particular como no fuera la arena de la playa.
Sesto miró fijamente, y al fin se dio cuenta de que lo que Luka señalaba era la marca vaga que separaba la lisa zona, mojada ligeramente hundida de la parte inferior de la playa, de la arena más seca y llena de depresiones que componía las dunas que llegaban hasta la amenazadora lobreguez de la línea de los árboles.
Esa marca, dejando a un lado los vendavales y tormentas, era el punto máximo de penetración del mar en la playa. El lugar más alejado del agua al que podría haber sido arrojado un fragmento del naufragio.
—Alguien ha sobrevivido —dijo Luka—. Aquí hay alguien.