Capítulo 6

Según declaró el robusto primer oficial Casaudor, hacía el calor suficiente como para hervir un perro.

Se encontraban a ocho días al noroeste de Sartosa, en el lado estaliano del mar de Tilea, y durante los últimos tres días de travesía, el clima había sido su más implacable enemigo.

El sofocante calor comenzaba al amanecer de cada día, y su intensidad aumentaba a medida que ascendía el sol. El cielo estaba completamente limpio de nubes, y el blanco abrasador del brillo solar lo despojaba de todo rastro de azul, al igual que el azulete se volvía invisible en el lienzo blanco. Apenas si había un suspiro de brisa que bastara para hinchar las velas. Las cubiertas y la madera de las bordas se calentaban tanto que no se las podía tocar. Tende, el timonel eboniano, se había envuelto las manos con pañuelos para evitar que los radios del timón le quemaran la piel.

Calor suficiente como para hervir un perro. Era una descripción adecuada para la desdicha que los aquejaba. Los hombres, apáticos, se apiñaban en las escasas sombras que proyectaban los mástiles y las velas sobre la cubierta del Rumor. Tenían las mejillas, los antebrazos y los hombros de un color rojo intenso.

Sesto permanecía a la sombra del castillo de proa. El mar destellaba y brillaba con demasiada intensidad como para mirarlo. Había estado tentado de ocultarse del sol bajo cubierta, pero allí abajo faltaba el aire y siempre cabía la posibilidad de cruzarse por casualidad en el camino de Sheerglas, el jefe artillero. Sheerglas le infundía a Sesto más temor que cualquiera de los otros tripulantes, tenía la voz crujiente como pergamino y su olor era seco, terroso. Eso, y sus dientes monstruosamente limados. Como cabía esperar en un barco con ese nombre, abundaban los rumores concernientes a Sheerglas, y a Sesto no le gustaba ninguno de ellos. Incluso en compañía de brutos y asesinos, Sheerglas era el mismísimo diablo, y parecía asombroso que Luka Silvaro lo mantuviera como miembro de la tripulación. Pero no se podía negar la destreza de Sheerglas y su equipo de delgados y pálidos artilleros, como habían demostrado en el combate contra las galeras de Ru’af.

Debido al calor, el viejo cocinero Fahd había abandonado la cocina y se negaba a trabajar. Habían apagado los fuegos y sólo quedaba para comer pescado salado y galletas secas. De todos modos, nadie tenía apetito. Fahd se sentaba contra la base de la mesana y tallaba dibujos en un diente de ballena con su cuchillo.

El constante bochorno había conferido presión al aire, como si el cielo estuviera a punto de reventar. Sólo una tormenta acabaría con esa presión, y cuando, al final de cada tarde, llegaban a los oídos de todos los retumbos del trueno procedentes del horizonte, hasta el último de ellos rezaba para que se produjera un cambio en el tiempo. Pero lo único que el cielo hacía era refunfuñar.

La noche tampoco les proporcionaba alivio. El aire quieto continuaba siendo caliente como un horno hasta pasada la medianoche, y las lunas llenas sonreían sin alegría ante la incomodidad de la tripulación. Incluso la luz de las estrellas parecía lo bastante caliente como para broncear la piel.

Sesto se consolaba con el pequeño hecho de que los Saqueadores de Luka no se habían amotinado de inmediato al enterarse de los planes que el capitán había hecho para el destino colectivo de todos. Que aceptaran dinero de Luccini y pasaran de ser piratas a ser corsarios con patente era pedir muchísimo. Luka le había advertido que muchos sartosanos consideraban ese cambio de lealtad como una traición, un menosprecio de la bandera roja del Rey Muerte, a quien todos debían lealtad. Sesto suponía que los Saqueadores habían aceptado por la promesa de fortuna y amnistía. Por encima de todo, incluso del propio Rey Muerte, los Saqueadores reverenciaban el oro. Para adquirir ese metal, ninguna acción era demasiado baja, demasiado malvada ni demasiado despreciable: asesinato, engaño, fraude, traición. Principalmente, un pirata era una criatura amoral, liberada de los códigos de conducta civilizados. No había vergüenza ni crimen en el mundo que pudiera ensuciar su alma más de lo que ya estaba.

Si ya era muchísimo esperar que se convirtieran en corsarios, la peligrosa tarea que se les había encomendado rebasaba todos los límites. El Barco del Carnicero era un buque demonio, algo maldito. «Es el mismísimo demonio del mar», había dicho Benuto, refiriéndose al señor demonio de las profundidades al que temían todos los piratas. Perseguir al Carnicero sería una tarea plagada de peligros.

Por supuesto que el mar de Tilea, aquel territorio de piratas, había estado lleno de peligros desde el principio de la historia. Saqueadores, degolladores, bucaneros y bribones con un garfio en lugar de una mano que acechaban a los mercaderes estalianos y los barcos de tesoros de Tilea habían convertido aquella extensión azul en la ruta marítima más peligrosa del mundo, y habían dejado leyendas a su paso: Sacadra el Cenizo, Willem Diente Largo, Metto Matez y sus bandidos, Ezra Mano Funesta, Bonnie Berto Vela Roja… Eran todos nombres y legados acerca de los que Sesto había leído cuando era niño en la corte de Luccini. Sólo en ese momento estaban Jacques Cabeza Roja, Jeremiah Colmillo y Reyno Mechón de Sangre, por no mencionar a Luka Silvaro y al Henri el Rojo, naturalmente.

Las acciones del Barco del Carnicero superaban incluso la obra del pirata más sanguinario, y al Rumor se le había encomendado encontrarlo y hundirlo.

A Sesto le causaba bascas pensar en el papel que desempeñaba él, como testigo, en aquel asunto. Sólo él podía responder de la obra de los Saqueadores y garantizar que recibieran la recompensa prometida. Así pues, aunque hasta el último hombre de a bordo se preocupaba de salvaguardar su bienestar, eso también lo convertía en el hombre más vulnerable del bergantín.

Con gran inquietud, por tanto, Sesto dormía bajo el calor del mediodía cuando Roque lo sacudió para despertarlo. El maestro de armas estaliano parecía un flaco sabueso y tenía la piel empapada de sudor.

—Ven a popa —dijo.

—¿Qué? ¿Qué sucede?

—Ven a verlo —replicó Roque.

Se puso de pie y se abanicó la cara con ambas manos. Dos oscuras medias lunas de sudor le manchaban las axilas de la blusa de seda verde.

Luka aguardaba en el puente, acompañado por el contramaestre, Benuto Casaudor y Vento, el jefe de aparejos. Luka le hizo un gesto de asentimiento a Sesto mientras éste ascendía por la escala de la toldilla con Roque. Se había aficionado a llevar un sombrero pavoniano de ala ancha para protegerse los fríos ojos del sol abrasador, como si temiera que el calor del astro pudiera derretírselos.

—¿Qué sucede? —preguntó Sesto.

El contramaestre, viejo, arrugado y vestido con su informe sombrero negro y su casaca roja como la puesta de sol, rio entre dientes y señaló hacia adelante. A varias leguas al oeste, un pequeño penacho de blancas nubes estacionarias flotaba por encima del horizonte.

—Tierra —dijo Luka.

—¿Estalia? ¿La costa? —se preguntó Sesto en voz alta.

Luka sonrió ante el error.

—Todavía no. Las islas.

Una gran cadena de islas y atolones salpicaban el litoral oriental de Estalia. En aquel denso archipiélago cartografiado sólo a medias, se encontraban las verdaderas aguas de los piratas. Pocos de ellos podían permitirse un barco transoceánico. Los que formaban la columna vertebral de la fraternidad pirata eran los que navegaban de una a otra isla o acechaban entre los atolones, y desde sus pequeñas comunidades aisladas salían en sus falúas para abordar a los mercaderes que pasaban por allí y eran lo bastante necios como para abastecerse de agua en las islas, tras la larga travesía desde el océano occidental.

Si algún sitio podía ser la madriguera del Barco del Carnicero, era ése. Hacía mucho que las patrullas marítimas y los cazadores de Luccini habían desistido de perseguir a los piratas a través del archipiélago. Había demasiadas calas y ensenadas en las que ocultarse, demasiados sitios en los que una persecución podía transformarse, en un abrir y cerrar de ojos, en una sangrienta emboscada. Hacía veinte años, una flotilla de buques de guerra de Luccini había perseguido a Jeremiah Colmillo hasta el interior de la cadena de islas, donde había sido sorprendido por los despiadados cañones de una salva de bienvenida de los bucaneros.

—Viraremos hacia el norte —dijo Luka— y nos dejaremos llevar por la corriente hacia el interior, hasta la isla de Azur.

—¿Por qué hasta allí? —quiso saber Sesto.

—Allí hay una ciudad amiga —dijo Casaudor con brusquedad.

—Una en la que podremos reabastecernos de agua sin peligro y escuchar algunas historias —añadió Luka.

En la actitud de aquellos lobos de mar había algo que inquietaba a Sesto. Había algo…, probablemente muchas cosas…, que no le contaban.

* * *

Entraron en la cadena de islas hacia el final del día. La Zafiro bogaba a babor del Rumor, atenta como cualquier escolta. Las primeras islas eran pequeñas rocas desnudas, o montoncitos de coral que sobresalían como pezones en medio de flores de arena. Más adelante aparecieron tentadoras islas más grandes, festoneadas de árboles de follaje verde brillante. Algunas estaban rodeadas por anchos arrecifes circulares, o por cúspides de roca y bancos de arena que enmarcaban profundas lagunas de color turquesa. El cielo estaba salpicado de nubes que se deslizaban rápidamente, y la temperatura bajó unos pocos grados, lo que todos agradecieron. Aves hambrientas descendían en picado y se apiñaban en la estela de los dos barcos.

La corriente era fuerte. Luka dirigía al equipo del timón con una combinación de memoria y una carta de mareas. En aquella zona las aguas estaban plagadas de escollos sumergidos formados por coral, rocas o bancos de arena. Pepy, uno de los tripulantes más jóvenes y ágiles, se situó en la proa para informar de las diferentes profundidades valiéndose de una sondaleza.

—¡Una vela! —dijo Sesto, de repente.

—¿Qué? —gruñó Luka, al mismo tiempo que alzaba la vista de la carta.

El comentario también le valió a Sesto una mirada dura por parte de Tende, que gobernaba el timón.

—He visto una vela —insistió Sesto—. A estribor.

—¿Dónde?

Sesto pensó que ojalá lo supiera. Al pie de la isla que tenían a la derecha, una gran masa envuelta en verde follaje que se alzaba del mar, coronada por un alto acantilado, había atisbado un cuadrado de lona que se agitaba. Pero ya no lo veía.

—Por allí —dijo Sesto—. Ahora la oculta ese promontorio. Estaba allí, en aquella ensenada.

—¿Una vela?

—Sí.

—¿Hinchada por el viento?

—En efecto, sí.

—Estás equivocado —dijo Roque, malicioso—. Ésa es Isla Verde, y tiene una cala de aspecto prometedor, pero es de aguas someras y está erizada de afilados escollos de coral. Ningún barco podría estar allí, ciertamente no uno con las velas hinchadas.

Sesto frunció el ceño. Tal vez había sido un efecto de la luz, o el destello blanco de una gaviota al pasar.

—Larguemos algunos juanetes y demos media vuelta —dijo Luka.

Benuto le lanzó una mirada de curiosidad, y luego fue a transmitirles la orden a los hombres de los aparejos. Casaudor le hizo señales a la Zafiro para que los siguiera.

—¿Tú me crees? —le susurró Sesto a Luka, que se había acercado a la borda para mirar a través del catalejo.

—No —replicó Luka—, pero creo que seríamos necios si pasáramos por alto cualquier posibilidad.

Rodearon lentamente la punta de la ensenada, hasta que el tripulante que sondeaba la profundidad advirtió del peligro de encallar en los bancos.

—Una vela, en efecto —dijo Luka, a la vez que bajaba el catalejo, miró a Sesto y sonrió—. Tienes una vista aguda.

* * *

Ambos barcos arriaron las velas y echaron el ancla en la entrada de la protegida ensenada. Ante ellos, en medio del seco calor del día agonizante, tenían una cala bordeada de promontorios rocosos que apuntaba a la existencia de una laguna interior. Más allá de ésta, la verde cabeza de la isla se alzaba como una montaña.

No había nada que explicara la presencia de la vela.

La veían alzándose de modo orgulloso dentro de la cala, completamente desplegada e hinchada por el viento como si el barco navegara a toda velocidad. Pero estaba inmóvil y situado en las profundidades de la laguna, con la proa dirigida hacia la orilla interior de la isla.

—Quizá exista un pasaje que lleve al interior de la laguna —conjeturó Roque— del que nadie tenga noticia.

—Podríamos pasarnos sondeando este lugar todo el día y toda la noche para encontrarlo, por así decirlo —le espetó Benuto.

—De todos modos —intervino Luka—, ¿por qué tiene desplegado todo el trapo y no se mueve?

Detrás de ellos, apartado del timón, Tende escupió para protegerse de la mala suerte y se tocó el aro de oro de la oreja. Luego, murmuró un encantamiento eboniano.

—Arriad botes —dijo Luka—. Quiero una docena de hombres, tú entre ellos, Tende.

El corpulento timonel gimió.

—Quiero tus encantamientos de buena suerte lo bastante cerca como para que pueda oírlos —dijo Luka.

Siguiendo las vociferadas órdenes de Benuto, los tripulantes arriaron dos lanchas por un costado del Rumor. La Zafiro se mantuvo inactiva y esperó. El trueno volvió a rugir, y por primera vez vieron un destello de relámpago en el cielo meridional.

Luka le entregó el mando a Casaudor y se encaminó hacia el primer bote, donde Tende, Benuto y otros cuatro hombres se hacían cargo de los remos. En el segundo bote, Roque reunió a sus seis remeros y fijó una pieza de artillería giratoria en la proa.

—¿Adonde crees que vas? —le preguntó Luka a Sesto cuando éste comenzó a bajar al primer bote.

Sesto señaló la isla.

—Me parece que no —replicó Luka—. Tú te quedas aquí, en el…

—He sido yo quien la ha visto —dijo Sesto—. Yo vi la vela.

Luka Silvaro frunció los labios, y luego asintió con la cabeza.

—Es de justicia.

Ordenó a dos de los hombres del bote que dejaran su espacio a Sesto; éste se estaba preguntando por qué había despedido a dos remeros cuando Ymgrawl bajó a reunirse con ellos.

—¿Sabéis remar? —preguntó Ymgrawl.

—Claro que sí.

—Demostrádmelo —pidió.

Sesto ocupó su asiento y comenzó a remar cuando Luka dio la orden.

Hacía mucho tiempo que Sesto no hacía algo tan bajo como remar, pero puso todo su empeño en la tarea, empujando el remo contra el escálamo. Chapoteando en las calmas aguas, las dos lanchas se apartaron del Rumor y viraron hacia el interior de la ensenada. Los rocosos promontorios ocultaron pronto a sus ojos los barcos anclados. La última visión que Sesto tuvo del Rumor fue su dorado mascarón de proa, con una mano curvada detrás de una oreja, y la otra en torno a la boca.

Remaron hacia el interior de la ensenada de Isla Verde. Era una cala amplia y somera, tan terriblemente plagada de coral que el fondo de las barcas se arrastraba y sufría arañazos.

—¡En el nombre de un dios! —dijo Luka con la mirada fija.

El barco se encontraba en los bajíos, con la proa dirigida hacia la playa. Había entrado en la ensenada con todas las velas desplegadas, y se le habían abierto brechas en el casco contra los bancos y escollos antes de que, finalmente, fondeara y quedara encallado. Hundido hasta las troneras, se recostaba contra las rocas sumergidas. Tenía partidos dos de los mástiles, pero el palo mayor continuaba orgullosamente erguido, con las velas hinchadas, empujando de manera infructuosa el barco inmóvil contra la isla. En el casco y el propao se veían agujeros de cañonazos chamuscados, y una parte del costado de estribor estaba hundida. Aquel barco había sido herido de muerte antes de embarrancar, sin piloto.

Los hombres de los botes lanzaron exclamaciones ahogadas y pronunciaron plegarias protectoras. En la segunda lancha, Roque amartilló la pieza de artillería giratoria, y todos los hombres se aseguraron de tener las armas a mano. Sesto se alegró de haberse sujetado el estoque a la cintura antes de descender a la lancha.

—¡En el nombre de un dios! —repitió Luka, con más enfado.

—¿Conoces ese barco? —preguntó Sesto mientras invertía la dirección del remo.

Luka asintió con la cabeza. Se encontraba de pie en la proa, con una pistola amartillada en la mano. Se quitó el sombrero pavoniano y lo lanzó hacia el interior del bote.

—Es el Sacramento —dijo.