Se oyeron unas detonaciones distantes, y Sesto se dio cuenta de que las galeras habían disparado los cañones de proa. Oyó sonidos sibilantes zumbando en el aire que lo rodeaba. Una sección de la barandilla de la toldilla estalló y se convirtió en una lluvia de astillas de madera, y dos de los piratas gritaron y cayeron de rodillas. Uno de los juanetes del palo mayor se rasgó y quedó colgando, flojo. En torno a ellos, el mar se agitaba con salpicones y columnas de agua que se elevaban en el aire.
Otra detonación. El fuego y los trozos de madera se alzaron de la batayola de babor. Al menos un hombre cayó al mar. Los botes de metralla repiquetearon sobre la toldilla, donde estallaron para despedir munición encadenada y de cuatro ramales y balas de plomo que convirtieron barriles, vaivenes y a tres hombres en géiseres de fibras y fragmentos ensangrentados.
En la cara de Luka Silvaro había una expresión de total incredulidad.
Los cañones del Rumor comenzaron a devolver los disparos. Se partieron remos y sus trozos saltaron por los aires. Un manto de humo inundó el espacio que mediaba entre ambos barcos. Gritos y alaridos hendían el aire.
Roque, a fuerza de soplar el silbato de contramaestre, había logrado que la guardia de babor se aproximara a la batayola y uniera los escudos al mismo tiempo que los alzaba para formar una barricada. Los piqueros arrojaban sus armas de larga asta desde la apretada línea de escudos. La cubierta se estremecía violentamente, tanto por las balas de cañón enemigas como por los disparos de la artillería del propio Rumor.
Réplicas más agudas, como de ramas al partirse, recorrieron la línea de babor cuando los arcabuceros comenzaron a disparar. Agachado tras el coronamiento de popa, Sesto vio figuras de hombres que se desplomaban en la cubierta del Badarra o caían al espumoso mar. Empezaron a disparar los cañones giratorios de ambos barcos. Una sección de la pared de escudos de Roque cayó cuando la atravesó la bala de un sacre, y hombres con el cuerpo destrozado y segmentos de paveses salieron despedidos.
El Tariq había pasado ante la proa del Rumor y ahora se le acercaba por estribor. Con viento muy escaso, había pocas posibilidades de maniobrar para evitarlo. La Zafiro, sin embargo, estaba alejándose de los tres barcos trabados en batalla. Sesto vio que Silke había arriado las lanchas cargadas de hombres, que ahora remaban con todas sus fuerzas para remolcar la balandra con largas cuerdas y alejarla.
¿Estaba huyendo? ¿Tan rápidamente iba Silke a fallar a la prueba de lealtad?
La proyección pintada de rojo que se alzaba en el castillo de proa del Tariq comenzó a descender, y entonces Sesto se dio cuenta de qué era: una rampa de abordaje provista de goznes conocida como corvus, lo bastante ancha como para que los hombres avanzaran por ella de dos en dos; los costados estaban protegidos por escudos con dibujos árabes. El corvus tenía una enorme púa que se extendía desde el borde de su extremo frontal.
Mientras Sesto observaba la escena, el Tariq se lanzó hacia el combés del Rumor como si intentara clavarle la púa, batiendo los remos como las patas de un insecto zapatero. Luego, soltaron los cables que sujetaban el corvus, y el puente de madera descendió con violencia y destrozó la barandilla superior antes de golpear contra la cubierta, donde la punta se clavó profundamente en los limpios tablones de roble. Ululando, los corsarios comenzaron a atravesarlo: hombres andrajosos de pelo alborotado, vestidos con sedas y lino floreados, que blandían pistolas de rueda, cimitarras y lanzas.
Para repelerlos, Roque y Benuto habían reunido a toda la guardia de estribor y todos los hombres de los aparejos de los que podían disponer. Se oyó un estruendo causado por las detonaciones secas de las armas de fuego que disparaban a poca distancia, y un entrechocar de picas y lanzas. Una brutal lucha cuerpo a cuerpo —una enredada, borrosa confusión— se propagó por el combés del Rumor.
Cuando la tripulación del Badarra comenzó a abordarlos, Luka se encontraba en la borda de babor con Casaudor. Tenía una pistola de chispa y cañones múltiples en la mano izquierda, y una corva cimitarra árabe en la derecha, y les gritaba órdenes a los piqueros y los escuderos. Los arcabuceros y los ballesteros trepaban ahora por los aparejos bajo la dirección de Vento y Largo, el anciano velero. Desde allí, comenzaron a descargar una lluvia de saetas y balas sobre la zona de la borda del Badarra. Les respondían con flechas y disparos de pequeño calibre, y Sesto vio que un arcabucero se precipitaba desde los aparejos como una piedra, y que otro, con una flecha atravesada en la garganta, caía y quedaba colgando, suspendido por un pie, sangrando como un cerdo ensartado.
Vento, con las colas de la casaca blanca metidas dentro de los calzones, montaba en un penol como si fuera un caballo y disparaba letales balas de piedra con una pesada ballesta especial de doble cuerda. Largo, situado aún más arriba, se había puesto un capacete hecho de oro, para protegerse la cabeza, y disparaba con un arco de caballería mientras sujetaba las flechas entre los dedos para dispararlas con rapidez.
—¡No lograremos vencerlos en una lucha de uno a uno! —le gritó Luka a Casaudor—. ¡Arremetamos contra ellos! ¡Quiero el corazón de Ru’af por esta infamia!
Sesto observó con incredulidad mientras Luka preparaba una acción de abordaje para contrarrestar el ataque del Badarra. Se lanzaron garfios para acortar la distancia entre la galera y el bergantín, y a través de la pared de escudos pasaron planchas de abordaje y escalerillas, que cayeron sobre la cubierta de la nave corsaria.
Luka encabezó el ataque. Saltó por encima de las tablas a la vez que disparaba la grotesca pistola cuyos cinco cañones de ancha boca rugieron simultáneamente. Casaudor estaba junto a él, y derribó a dos corsarios del puente de abordaje con un disparo de trabuco. La pesada arma tenía una navaja de muelle debajo de las trompetas, y Casaudor hizo que saliera para atravesar con ella al siguiente corsario. En el momento de morir, al caer gritando al mar, el enemigo se llevó consigo el trabuco, pero Casaudor desenvainó un estoque con guarnición de taza y continuó la lucha.
Muchos Saqueadores tenían múltiples pistolas sujetas al cuerpo con acolladores y fajines de cintas, de modo que pudieran dispararlas y luego dejarlas caer sin perderlas. No había tiempo para recargar. Al atravesar corriendo la distancia que los separaba de la nave enemiga, disparaban cada arma por turno hasta que quedaban todas descargadas, momento en que recurrían a los chafarotes, las hachas de abordaje y los sables.
Los corsarios pasaban ahora en masa por encima de la borda de popa, cogidos al extremo de cuerdas colgantes. Tende, que empuñaba una hacha de mango largo acabado en una punta metálica para poder clavarlo, sin duda un diseño eboniano, encabezó una acción de repulsa con diez hombres, entre los cuales iban Junio y Fahd. Mientras retrocedía, casi paralizado de terror y preguntándose adonde podría huir, Sesto oía el zumbido del acero, el crujido de los huesos al partirse y los alaridos de los agonizantes. La sangre corría por la cubierta siguiendo las junturas de los tablones. Los corsarios volvieron a arremeter e hicieron que más hombres llegaran a la popa, a despecho de haber perdido a media docena a causa de los disparos de Vento y los que estaban apostados arriba.
Sesto se encontró metido en una nube de humo. Daba traspiés de un lado a otro, con los ojos llorosos, y con una mano aferró la culata de su pistola. Junio surgió del humo. Tenía un tajo en un lado de la cabeza y se parecía más que nunca a un macho cabrío, un macho cabrío destinado al sacrificio. Se desplomó en brazos de Sesto y empapó al caballero de Luccini con su caliente sangre amarga.
Con un grito horrorizado, Sesto cayó de espaldas bajo el peso muerto. Un desdentado corsario delirante, armado con una azuela ensangrentada, salió a la carga de la nube de humo, y Sesto disparó con la pistola por debajo de la axila del guardalmacén muerto. La bala rebotó contra un costado de la cabeza del corsario y le destrozó la oreja. Al caer, con un alarido, dos más aparecieron a la vista y acometieron a Sesto.
El primer tajo de sable dio en la espalda de Junio, y Sesto se vio obligado a usar el lastimoso cuerpo que tenía entre los brazos a modo de escudo. Uno de los corsarios estocó con una lanza, y la punta de hierro salió por la boca abierta del guardalmacén hacia la cara de Sesto, que gritó y retrocedió, al mismo tiempo que dejaba caer a Junio boca abajo.
Los corsarios se lanzaron tras él. Sesto intentó desenfundar su pequeña espada, pero resbaló y cayó con fuerza sobre la cubierta ensangrentada.
Ymgrawl, el bucanero, apareció de la nada y se interpuso entre Sesto y sus atacantes. Con el chafarote le hizo un tajo superficial sobre los ojos al lancero, y luego se volvió y le partió la mandíbula al otro con un golpe de la pesada guarnición de estribo del arma. Ymgrawl aferró por el pelo al aturdido corsario y lo arrojó de cabeza por la borda.
—¡Levantaos! —gritó Ymgrawl.
Sesto jamás habría creído que iba a alegrarse de ver al despreciable bucanero.
—¡Hacéis que mi cometido sea difícil! —bufó Ymgrawl, mientras obligaba de malas maneras a bajar a Sesto por la escalerilla, hacia la cubierta de camarotes.
—¿Vuestro cometido?
—Silvaro me dijo que os siguiera como si fuera vuestra sombra y os mantuviera a salvo de todo mal —replicó Ymgrawl.
* * *
Luka se abrió paso a tajos y estocadas por el centro de la cubierta del Badarra, ante un numeroso grupo de Saqueadores. Los corsarios habían concentrado todos sus esfuerzos en el ataque, porque aunque los bancos de remeros estaban atestados de hombres, la mayoría se hallaban tumbados en el asiento, indefensos a causa de la fatiga. Los corsarios eran todos delgados y estaban mal nutridos, y muchos presentaban síntomas de escorbuto. El hecho de remar a marchas forzadas para enfrentarse con los barcos de Luka había dejado exhaustos a la mayoría. Luka sabía que era una suerte. Si la tripulación de Ru’af no hubiera estado enferma, el tremendo número de corsarios ya se habría apoderado de sus naves.
A través del caos y el humo, Luka vio al corpulento capitán corsario, cuyo vientre parecía un tonel de pie en el castillo de popa del Badarra.
—¡Ru’af! ¡Hijo de perra! —le gritó en árabe, usando todas las maldiciones que le había enseñado Fahd—. ¡Haz retroceder a tus perros y tal vez yo no recuerde que había izado la bandera negra!
Ru’af hizo un gesto ininteligible hacia Luka.
Luka apartó los ojos, ensartó con la daga a un remero que corría hacia Casaudor y miró hacia el mar.
Con mucho cuidado, Silke había logrado situarse al fin, y los remeros de las lanchas que los remolcaban se habían desplomado, jadeando, sobre los remos. La Zafiro no había huido. La habían alejado para que se presentara de costado ante el Tariq.
La primera andanada, con su restallar de trueno, casi detuvo la lucha en seco. Del Tariq saltaron trozos de remos, borda y amurada, que ascendieron en el aire y cayeron. Otra andanada, y el Tariq se partió y vomitó humo y llamas hacia el cielo sereno. El mástil delantero se desplomó, y la tripulación, ensordecida y aturdida, comenzó a saltar al mar. En el combés del Rumor, Roque, Benuto y una docena de otros Saqueadores empapados de sangre luchaban para soltar la púa del puente de abordaje antes de que el Tariq arrastrara al bergantín y lo hiciera volcar.
Entonces, el birreme se dobló por la mitad, los tablones se partieron y rajaron, y el mar se lanzó sobre él y se lo tragó.
La lucha se había vuelto contra los corsarios, y Luka tuvo que dar severas órdenes para impedir que los Saqueadores los masacraran. Les hervía la sangre, y los corsarios habían violado el código del mar. Los piratas no abordaban a otros piratas.
Luka arrastró a Ru’af hasta el castillo de popa del Badarra, y habló allí con él, a solas, durante varios minutos. Cuando regresó, a todos les resultó evidente que se sentía decepcionado por la conversación. Le ordenó a Benuto que cortara las cuerdas que mantenían juntos los barcos.
El Badarra, rodeado de jirones de humo que enguirnaldaban el mar, se alejó navegando hacia atrás, a la deriva. El Rumor y la Zafiro izaron las velas que pudieron para aprovechar la tenue brisa, y se alejaron lentamente hacia el oeste.
Luka encontró a Sesto en el camarote principal, bebiendo coñac a grandes sorbos.
—Nos atacaron porque no habían visto una vela en tres semanas. Estaban hambrientos, con escorbuto, y tenían escasez de agua. Es como ha dicho Benuto. Los mares están desiertos. Ru’af no tenía ninguna duda. El Barco del Carnicero ha expulsado a todo el mundo del mar con su sanguinaria furia.
—Pensé que íbamos a morir —dijo Sesto.
—Es que íbamos a morir —le espetó Luka—. Por eso luchamos.
Le dirigió a Sesto una mirada ceñuda.
—Ru’af no tenía duda alguna. Por las islas corre el rumor de que Henri el Bretón es el Carnicero. Es al Kymera, su gran galeón, al que todos temen.
—¿Lo conoces?
—Sí. Pero si Henri es el Carnicero, no es el hombre al que yo conocía.
Luka sacó un pergamino doblado que llevaba en un bolsillo de la casaca. El lacre del sello lucía el blasón del príncipe de Luccini.
—Es hora de decírselo a los Saqueadores —anunció.
* * *
—¡Escuchad bien, todos vosotros! —gritó Luka desde la toldilla.
Los afanes cesaron en toda la cubierta. Los últimos cuerpos habían sido echados por la borda, y en ese momento, se realizaban por igual las reparaciones del barco y los esfuerzos necesarios para la recuperación de la tripulación.
—Cuando me capturaron los buques de guerra de Luccini, pensé que no volvería a ver la luz. Ellos no me habrían permitido salir, habrían dejado que me pudiera, sino hubiesen encontrado una utilidad para mí. Y entonces me pusieron en libertad. ¡Una amnistía y mil coronas! ¡Es lo que me ofrecieron a mí, y también os ofrecen a cada uno de vosotros!
Eso logró captar la atención de todos.
Luka alzó el pergamino.
—Esto es una patente de corso, firmada por el mismísimo príncipe. Bajo sus términos, los Saqueadores dejan de ser piratas y se convierten en corsarios. Se nos pagará con la amnistía y mil coronas. Mi amigo Sesto está aquí como testigo de nuestras obras. Tened presente que, a menos que lo devolvamos a Luccini sano y salvo para que pueda informar a nuestro favor, no veremos ni una migaja.
Todos los ojos se volvieron hacia Sesto por un momento, y él se sintió muy incómodo.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Benuto.
—Pues, tenemos que librar los mares del Barco del Carnicero —dijo Luka Silvaro.