Capítulo 4

Ese día el sol se alzó con un alegre viento del oeste, y se hicieron a la mar. No hubo ninguna fanfarria ni salva. De repente, Sesto se dio cuenta de que habían zarpado. El viaje había comenzado con la misma brusca falta de ceremonia que el tosco duelo entre Luka y su hermano.

Con la Zafiro muy por delante, rodearon la punta del puerto y se dirigieron al oeste por el llamado canal de los Piratas, para adentrarse en el azul cuenco del mar de Tilea, bañado por el sol. Con el fuerte viento y a todo trapo, el Rumor y la Zafiro bogaban a una velocidad espectacular. La tierra quedó atrás con rapidez; una franja del promontorio justo a popa, que se desdibujó hasta ser una línea humosa, y luego nada.

En cuanto no quedó a la vista nada más que mar abierto, un buen número de tripulantes se acercaron a la borda y arrojaron ofrendas al ondulado mar verde. Una moneda para que les diera buena suerte, una piedra para volver sanos y salvos, un botón para que se les concedieran pingües botines. Sesto vio que algunos hombres, Fahd entre ellos, le retorcían el cuello a un pollo y arrojaban el ave muerta al mar. Se estremeció al pensar en los crueles dioses acuáticos, como el demonio marino, a los que intentaban apaciguar aquellos hombres, por lo demás descreídos.

Belissi, el carpintero de barcos, hizo la ofrenda más extraña de todas. Con el cincel y el cepillo para madera había tallado una tosca copia de su pata de palo, que arrojó de modo muy teatral al oleaje.

—¡Madre Mía —gritó—, te has llevado mi pierna; ahora llévatela otra vez y conténtate, y no vengas a por el resto de mí!

Sacudiendo la cabeza, Sesto se subió a la toldilla de popa para reunirse con Luka, Casaudor y Benuto, mientras notaba el balanceo de la cubierta. Los puños de Tende estaban cerrados junto al eje del timón pintado de dorado, con un timonel de relevo, de cuello grueso, llamado Saybee, a su lado. Sesto se inclinó sobre el coronamiento de popa para observar a la hidrodinámica Zafiro, que corría ante ellos, con sus largos foques tan hinchados que parecían querer escapar del bauprés. Aquella balandra era una obra de arte: tenía el casco lo bastante ligero como para que fuera veloz, y sin embargo, lo suficientemente fuerte como para no partirse bajo la extrema tensión de llevar más velamen del que era habitual para una nave de su tamaño.

Luka había abierto un atlas marítimo y estaba trazando el rumbo sobre el pergamino para que Casaudor lo viera. Sesto le oyó explicar que su intención era bogar velozmente hacia las islas occidentales que había a lo largo de la costa de Estalia, y quizá llegar incluso tan al norte como las aguas de Tobaro. Casaudor no dijo nada, pero a Sesto no le gustó la expresión de sus ojos.

Luka parecía tan animado como su nave, como si el viento hinchara también sus velas. Su piel ya había recuperado el color, un tono bronceado colorado que empezaba a desplazar la palidez que le había conferido el encarcelamiento. Comenzaba a ser él mismo otra vez. En los dos meses pasados desde que había conocido al capitán Luka Silvaro, Sesto había aprendido a confiar en él, y casi le caía bien. Pero ahora que estaban en el mar, Luka había cambiado. Era completamente libre otra vez, desgobernado, y Sesto se preguntaba durante cuánto tiempo respetaría los términos de su frágil acuerdo.

* * *

Al segundo y tercer día, el viento amainó y la velocidad de las naves se redujo, aunque el tiempo continuaba siendo bueno. No habían visto más que mar abierto, aves oceánicas y, en una ocasión, una borrosa nube plateada de peces voladores que nadaban muy de prisa y saltaban a través de las olas por delante de ellos.

Luego, al mediodía del tercer día, el hombre situado en el puesto de vigía principal, gritó:

—Vela a la vista.

El vigía cubría un campo visual de unas quince millas en todas direcciones, y su brazo extendido señalaba al sudoeste. La vela que había avistado estaba por debajo del horizonte, desde el punto de vista de los que se encontraban en cubierta. Luka hizo arriar un poco más de vela en ambos barcos, y mientras viraban por redondo y cambiaban, cogió el catalejo de latón y subió al puesto de vigía.

Para cuando regresó a la cubierta, habían aparecido a la vista dos diminutos puntos blancos.

—Es Ru’af —le dijo a Casaudor—. Sus dos galeras, si los ojos no me engañan.

—En ese caso, sigamos adelante —dijo el contramaestre.

Luka negó con la cabeza.

—Llamaré a ese viejo diablo para oír las noticias que traiga. En estos tiempos desdichados, podría valer la pena enterarnos de todo lo que podamos.

—¿Incluso por Ru’af?

—Incluso por él. Haznos virar para reunimos con sus barcos, e izad la bandera negra.

Casaudor comenzó a bramar órdenes a la tripulación, y los marineros de los aparejos treparon por los cordajes como monos. Sesto vio que la Zafiro había orientado las velas del mismo modo, y ahora navegaba a babor de la popa del Rumor.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Sesto a Luka, tras llevarse al capitán hacia un lado por un momento.

—Las velas son las de Muhannad Ru’af. Galeras corsarias. Averiguaremos qué sabe él.

—¿Corsarios?

—Sí, Sesto.

—¿Qué se limitarán a situarse a nuestro lado y hablar?

—¡Ah! Son rivales y entre nosotros no hay afecto ninguno, pero también ellos navegan según el código. ¿Recuerdas el código?

—¿Cómo podría olvidarlo?

—Estaremos a salvo si enarbolamos nuestras banderas.

Luka hizo un gesto hacia lo alto, y Sesto vio que el Rumor había izado una andrajosa bandera negra sobre la que habían cosido a mano un esqueleto blanco y un reloj de arena. La Zafiro izó una similar: dos espadas blancas cruzadas sobre campo negro.

Símbolos piratas. Eran las banderas que advertían a las naves víctimas que se rindieran sin luchar, o informaban a otro pirata de que se trataba de colegas. Si un barco pirata desplegaba su bandera antes de atacar y uno se rendía sin luchar, estaba obligado a mostrarse misericordioso.

En el transcurso de una media hora, la nave corsaria aumentó de tamaño hasta ser enorme. Las naves de los Saqueadores estaban casi completamente inmóviles, al pairo, sin coger el viento ligero que soplaba. Los barcos de Muhannad Ru’af eran galeras y llegaron movidas por el tremendo poder de enormes bancos de remos. La nave capitana, el Badarra, era un trirreme de sesenta remos, pintado de rojo, blanco y dorado, mucho más largo y más estrecho que cualquiera de los barcos de Luka, y dominado por dos enormes mástiles latinos, cuyas velas estaban aferradas en ese momento. Tenía un castillo alto y almenado en la proa. Su escolta, el Tariq, era un birreme de cuarenta remos, de aspecto similar al Badarra, pero más pequeño. Una enorme estructura de madera pintada de rojo se alzaba casi vertical sobre el castillo de proa.

Aún estaban aproximándose, a gran velocidad, batiendo el agua con los remos, acercándose al Rumor por babor.

—Arriad la falúa —le dijo Luka a Benuto—. Yo mismo iré a visitarlos en cuanto hayan virado. Recogeré unas cuantas…

—¡Cuidado! —gritó Casaudor, de pronto.

Se produjo un griterío generalizado entre la tripulación. Sesto, asustado, dio un salto y oyó que Roque hacía sonar el silbato.

Entonces, vio qué había visto Casaudor: al acercarse a los barcos de los Saqueadores, las galeras corsarias habían arriado las banderas negras y habían izado banderas rojas lisas.

La bandera de sangre. La jolie rouge. La señal de «muerte sin cuartel».