Capítulo 3

Hacía tres horas que había salido el sol, y en el lado del puerto el calor era sofocante. Más allá del inmenso muelle de piedra, una estructura antigua construida por otras razas mucho antes de la aparición del hombre, los tejados de Sartosa trepaban en hileras y apiñamientos por la ladera de la colina. El blanco estuco brillaba a la luz del sol, junto a obras de cantería gris y antiguas estructuras de madera. El puerto de Sartosa era una ciudad hecha de retales cosidos entre sí por muchas culturas diferentes en épocas muy distintas. Era como si los edificios fuesen producto del saqueo de todo el mundo, y hubiesen sido amontonados allí para que se destiñeran y pudrieran. Una ciudad construida a partir del saqueo. Parecía apropiado.

Dado que era un momento temprano de la temporada, a Luka le sorprendió el número de barcos que se encontraban varados en el largo banco de arena de la playa del otro lado de la bahía. Hacia ellos avanzaban en hilera equipos de marineros que llevaban calderos con brea, barras de hierro y mazas para calafatear los cascos. El fuerte olor de la brea caliente que flotaba en el aire se superponía casi completamente, aunque no del todo, a los acres vahos de la carne que estaban curando en los locales para ahumar que había a lo largo del puerto.

—Es demasiado pronto para entrar en dique seco —comentó Luka.

Bebió un sorbo de ron rebajado con agua de la botella de arcilla que llevaba, y se enjuagó la boca, reseca a causa de la juerga de la noche anterior. Había bajado hasta los muelles con su nervioso y aún anónimo compañero, y con Benuto, el contramaestre.

—Muchos patrones han tenido suficiente para el resto del año, según dicen —explicó Benuto.

El contramaestre era un hombre maduro, originario de Miragliano, con la cara cubierta de arrugas debido a los años de exposición al sol y al salitre. Llevaba zapatos negros con hebillas, pantalones de percal manchados y abiertos por los tobillos, y una chaqueta roja para que la tripulación pudiera identificarlo con facilidad. Se cubría la cabeza con un sombrero negro que tenía tantas puntas y tan poca forma que al compañero le resultaba imposible deducir su procedencia.

—¿Cuando aún están por recoger los beneficios del verano? —preguntó Luka.

Benuto negó con la cabeza y chupó su pipa de arcilla.

—No hay beneficios que recoger, señor, los mares están secos. Tienes que haberlo oído. Me refiero al Barco del Carnicero.

—He oído un par de cosas —replicó Luka, con descuido, a la vez que le lanzaba una mirada a su compañero—, aunque últimamente no he estado por ahí lo suficiente como para oír chismorreos. Unos pocos cuentos de desgracias. Ya veo que son ciertos…, o al menos que los patrones de Sartosa lo creen así.

Luka flexionó pensativamente el brazo derecho, con cuidado para no empeorar el tajo que Guido le había abierto la noche anterior.

—Sí que son ciertos, según dicen —asintió Benuto—. Hace ya diez meses que el Barco del Carnicero anda por ahí fuera. Todos nosotros también pensábamos que era una fantasía, al principio. Pero las rutas comerciales se han quedado desiertas, y para rematarlo muchos de los de la propia Sartosa han desaparecido.

—¿Así que apresa algo más que comerciantes?

—El Carnicero hace presa en cualquier cosa. Los continentales y los piratas por igual. Es el mismísimo demonio del mar. —Benuto escupió y se tocó el aro de oro que llevaba en una oreja para protegerse de la mala suerte—. El barco de Jacques Cabeza Roja, los dos de Leopardo Precipitado, el Ráfaga de Viento, el Trabajos de Amor, el Espíritu Santo, el Princesa Ella y el Árbol Fulminado, a no ser que este año el viejo Jeremiah Colmillo se haya largado al sur, al otro lado del Cuerno de Arabia, como ha amenazado siempre que haría.

—Tantos… —susurró Luka.

—Ya te lo dije —intervino el compañero.

Benuto miró al desconocido de larga capa que había permanecido junto a Luka desde su reaparición. Era un hombre de aspecto limpio, con manos pulcramente cuidadas, cuya ropa, aunque sencilla, estaba muy bien hecha, con telas de calidad. Era un continental, si Benuto había olido a uno antes, y de Luccini, por el acento.

Luka Silvaro había sido capturado el año anterior durante una batalla contra dos hombres de armas de esa ciudad-estado, y la compañía había creído que estaba muerto y pudriéndose dentro de una jaula colgante situada en lo alto del promontorio, o bien pudriéndose vivo en el interior de un pontón, una de las famosas cárceles flotantes del estuario. Habían considerado lo primero lo más probable, dado que Luka era un infame príncipe pirata. Pero la noche anterior había quedado claro que ninguna de las dos opciones era cierta. Luka estaba vivo, y había regresado acompañado por un caballero de Luccini. Benuto pensó que en eso había un misterio, y esperaba que su capitán no tardara mucho en desvelarlo.

—Nosotros mismos acabamos de regresar de una incursión con las manos vacías —dijo Benuto a Luka—. Guido estaba pensando en carenar también nuestros barcos.

Luka negó con la cabeza.

—Vamos a hacernos a la mar —dijo al contramaestre—. He convocado a la compañía y ya le he dicho a Junio que abastezca las bodegas.

—¿Tienes el dinero necesario para eso, señor? —preguntó Benuto.

—Desde luego. Quiero que lo dispongáis todo para zarpar lo antes posible.

—¡Mi madre!, hay mucho trabajo que hacer —dijo Benuto, cuya voz se apagó poco a poco.

Luka miró a su compañero y alzó tres dedos. El hombre metió las manos bajo la capa, y, con cuidado sacó tres bolsas de cuero. Luka las sopesó y se las dio a Benuto.

—En condiciones para hacernos a la mar, y sin escatimar.

—¡Bien, señor! —replicó el contramaestre con brusquedad.

* * *

Habían llegado al final del muelle y se detuvieron junto al muro rompevientos para mirar los barcos de la compañía de Luka. El Rumor era un bergantín de doscientas toneladas y una quilla de doscientos pasos de largo, y estaba equipado con veinte cañones. Tenía dos palos, ambos con velamen cuadrado completo, con una vela de cuchillo en la parte inferior del palo mayor. Su casco bajo e hidrodinámico estaba pintado de negro, y una única línea roja recorría cada uno de sus flancos, a la altura en que comenzaban las troneras. Era una nave rápida, veloz en los giros y bien armada. Una nave de cazador.

A su sombra se encontraba el barco de escolta, una balandra de sesenta pasos llamada Zafiro, una pequeña belleza de doce cañones. Su casco, de roble dorado por encima de la línea de flotación y blanco por debajo, estaba hecho con tablones unidos mediante empalmes planos, de modo que pudiera deslizarse como una espada a través del agua. La nave tenía el palo de mesana aparejado con velas de cuchillo, y podía izar una vela cuadrada en el palo mayor si soplaba viento favorable, pero a su bauprés, excepcionalmente largo, pues casi doblaba el largo de la eslora, podía sujetarse una gran vela latina que hacía a la nave realmente muy veloz.

La compañía ya estaba reuniéndose en torno a los barcos para realizar reparaciones o cargar vituallas bajo la dirección de Junio, el guardalmacén. Cuatro hombres izaban barriles de agua, aceite y cerveza hasta la cubierta del Rumor, valiéndose de una cuerda que pasaba por una bita. En lo alto de una verga, Luka vio a Largo, el velero, que se afanaba con la aguja, el burel y la mordaza. Los ojos de Luka se deslizaron hasta la proa del Rumor y el mascarón que la adornaba: una mujer que se rodeaba la boca con una mano, y una oreja con la otra.

Habría sido un crimen carenar aquellas dos naves tan pronto; vararlas en la playa, volcarlas y calafatear sus cascos, dejarlas allí cuando en el mundo quedaba aún tanto verano y tanto mar… Eran como galgos o purasangres a los que había que hacer correr hasta agotarlos.

Sin que importaran los peligros que corrieran.

—¿Quién gobernará la Zafiro? —preguntó una voz, detrás de ellos. Era el estaliano lobuno con quien el compañero se había encontrado la noche anterior—. Siempre ha sido el barco de Guido, hasta que nos dejaste, y dudo de que vayas a darle otra vez un puesto de mando.

—Ni siquiera sé si va a unirse a nosotros, Roque —replicó Luka—. ¿A quién le había entregado él el gobierno de la Zafiro?

—A Silke.

—No me sorprende, aunque sí me asombra que Silke no saltara a ponerse del lado de su compinche anoche.

—Silke siempre ha tenido un fino olfato para percibir hacia dónde va a soplar el viento —dijo Benuto.

—Bueno, pues mantendré a Silke en su puesto, por ahora. Pongamos a prueba su lealtad. —Luka miró al estaliano—. Por cierto, te agradezco el sable.

El estaliano le dedicó un cortés asentimiento de cabeza. En ese momento, el compañero advirtió que la excelente arma que Luka había usado en El Agujero-en-la-Falda-de-la-Colina colgaba ahora del ancho tahalí de cuero del estaliano.

—Bien hallado otra vez, caballero —dijo el estaliano, de repente, al mismo tiempo que desviaba los ojos hacia el compañero—. Aún no nos han presentado.

El compañero movió los pies con incomodidad. Luka miró a uno y a otro, y luego se encogió de hombros.

—Sesto, éste es Roque Santiago della Fortuna, el maestro de armas de la compañía. Roque, te presento a Sesto Sciortini, un reputado caballero del continente.

Roque hizo una reverencia, y su largo cabello lacio cayó como lustrosa cortina negra. El estaliano tenía unos modales exquisitos, mucho más refinados de lo que cabría haber esperado de un pirata de Sartosa.

—Della Fortuna…, Roque Santiago della Fortuna… —murmuró Sesto al mismo tiempo que correspondía a la reverencia—. Recuerdo a alguien con ese nombre, perteneciente a la nobleza estaliana, que hace años se hizo bastante famoso por realizar grandes viajes a Arabia y las Tierras Meridionales. Creo recordar que desapareció en una expedición que hizo hacia Occidente. ¿Sois, por casualidad… pariente suyo?

—No —replicó Roque—, pero lo conocí en cierta ocasión, antes de que muriera.

—No obstante, parece una coincidencia… —comenzó Sesto.

—Te disculparé en atención al hecho de que las costumbres de Sartosa te son desconocidas, amigo Sesto —dijo Roque—. Nosotros raras veces insistimos en las preguntas cuando no son bien recibidas. Entre nosotros no hay un solo hombre que no tenga secretos que no desee desvelar. Ésa, de hecho, es la razón por la que muchos acuden aquí y hacen suya esta vida intrépida. Te diría, por ejemplo, que tu nombre es intrigante. «Sesto»…, el sexto hijo, y «Sciortini»…, que significa «guardia» o «centinela». Es un nombre bastante correcto, y bonito, pero también imagino que es una máscara, algo tras lo que ocultarse.

—En absoluto —se apresuró a decir Sesto.

—En ese caso, te ruego que me digas por qué llevas el sello vuelto hacia dentro, de modo que sólo la palma de tu mano pueda ver el emblema que lo adorna.

—Yo…

—Entre nosotros no hay un solo hombre que no tenga secretos que no desea desvelar, Roque —intervino Luka—. Tú mismo lo has dicho.

—Mis disculpas —dijo Roque—. No tenía mala intención.

—Es lo que dicen todos los piratas —comentó Benuto, riendo entre dientes— después de rebanarte el gaznate.

* * *

A bordo del Rumor, en el gran camarote, Luka llamó al cabo de luces para que encendiera los faroles, ya que incluso en pleno día la sala de techo bajo era oscura. Luego la emprendió con el desordenado camarote, y arrojó prendas de ropa y otros objetos al exterior a través de las ventanas que daban sobre la cubierta.

Sesto permanecía sentado y lo observaba, mientras bebía sorbitos de coñac de una copa de vidrio tallado, de pie corto y grueso. Refunfuñando, Luka arrojó fuera un zapato, un jubón, un cuerno de pólvora vacío, un sombrero tricornio, ropa de cama enrollada, una mandolina…

Se dio cuenta de que Sesto lo observaba.

—Cosas de Guido. Ha deambulado por aquí como si fuera el dueño de este camarote. ¡Por mi camarote! ¡El mío!

—Supongo que pensó que no ibas a regresar —dijo Sesto.

—Ni siquiera yo pensaba que fuera a regresar. Pero no se trata de eso. ¡Ahhhh, mira! ¡Mi juego de ajedrez! ¡Que Manann se lo lleve! ¡Me ha perdido la mitad de las piezas!

—Deduzco que Guido es tu hermano —dijo Sesto.

Luka frunció el entrecejo.

—Tenemos la misma madre. No somos hermanos del todo.

Iba a tirar por una ventana una casaca de terciopelo gris con anchos puños doblados y adornados con botones, y se detuvo.

—Es mía —comentó, y luego la olió—. ¡Se la ha puesto, el muy maldito!

Revolvió entre el revoltijo de ropa y recipientes de peltre que sembraban el suelo de madera, y recuperó un fajín de seda escarlata, unos calzones de fustán y un par de botas de caballería, de color negro, largas hasta el muslo. Sin dar importancia a la presencia de Sesto, Luka comenzó a quitarse las prendas sencillas y de confección barata que había llevado puestas desde que había bajado a tierra. Sesto se sintió intimidado por el enorme cuerpo desnudo de Luka: la tremenda musculatura de los brazos y la espalda, las cicatrices medio borradas, la palidez de la piel por haber permanecido durante demasiado tiempo a la sombra. Demasiado tiempo dentro de las mazmorras de Luccini.

Luka se vistió con la ropa que había recogido del suelo. Al parecer, las prendas eran suyas porque se le ajustaban muy bien al cuerpo. Se puso los calzones, y luego las botas, cuya caña arrugó para que la parte superior quedara en torno a las rodillas; a continuación, se metió dentro de los calzones una camisa blanca de lino con mangas anchas, se ciñó la cintura con el fajín escarlata, y concluyó con la casaca gris.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó mientras se ataba las cintas de la parte delantera de la camisa.

—Eres la viva imagen de un señor pirata —replicó Sesto.

—La impresión deseada. Pero ahora nada de pirata, ¿eh? Ahora no.

—No, en efecto. ¿Cuándo vas a contárselo a los demás?

—¿Los demás?

—La compañía. Los Saqueadores. Tu tripulación, señor.

—Pronto. Cuando estemos en el mar.

—¡Ah! —asintió Sesto.

—Echo de menos mi oro y mis piedras —dijo Luka con los ojos fijos en los dedos que flexionaba—. Tus soldados me lo quitaron todo cuando me pusieron los grilletes. Apuesto a que lo han vendido.

—Aún te queda ese anillo —dijo Sesto, que señaló con un gesto de la cabeza el grueso cintillo de oro que había salvado el dedo meñique de Luka durante la lucha de la noche anterior.

Luka lo miró como si lo hubiera olvidado.

—Éste. Sí, bueno, es que éste no estaba dispuesto a perderlo. Me lo escondí debajo de la lengua durante seis semanas, y luego bajo una losa floja que había en mi celda. Si lo pierdo, me pierdo a mí mismo.

—¿Significa algo? —preguntó Sesto.

—Cuando empecé mi carrera, cogí un ducado de oro del tesoro del primer barco que capturé y lo hice fundir para hacer este anillo. Es una parte de mí mismo, una parte de quien soy, tanto como una mano o un pie. Pero hace demasiado que no tiene compañía.

* * *

Luka avanzó a grandes zancadas hasta el pañol que estaba situado detrás de la mesa de cartas de navegación. Era evidente que Guido lo había cerrado con un candado nuevo durante el tiempo en que había ejercido como capitán. Luka revolvió entre el desorden y encontró un pasador de cabo, que usó para forzar la puerta. Dentro había una pila de atlas marítimos y un montón de cartas enrolladas, libros de mareas, calendarios y una pistola de bolsillo de dos cañones. Debajo de todo eso había tres cofrecillos de latón. Luka los sacó, abrió los cierres y vació el contenido sobre la mesa.

Se derramaron preciosos tesoros destellantes: granates, rubíes, anillos de malaquita, agujas de hematites, cuñas de plata de Arabia, cruces esmaltadas, ópalos, perlas, agujas de esmeralda, broches de amatista, colgantes de Zafiro rosado, cajitas de oro para rapé; ducados y doblones tileanos, tercios cuadrados, cruzados estalianos y pesos octos, riyales árabes, coronas y águilas imperiales, rupias de Ind, florines bretonianos, yuanes de Catai, rublos kislevitas y toda clase de moneda de oro y plata, incluidas algunas de forma hexagonal o de luna creciente que Sesto no había visto nunca antes.

Luka revolvió entre los destellantes objetos esparcidos, mientras se probaba anillos que descartaba por demasiado grandes o pequeños. Finalmente, se decidió por una voluminosa turmalina verde para el dedo del corazón de la mano derecha, un Zafiro azul para el dedo anular de la mano izquierda, un rubí redondo para el dedo de en medio de la izquierda, y un anillo eboniano de oro para el pulgar izquierdo, forjado en forma de serpiente enroscada. Luego, se ensartó el lóbulo de la oreja izquierda con un voluminoso aro de oro que frotó para después escupir con el fin de que le diera suerte.

—El oro en la oreja mejora la vista —le dijo a Sesto.

—Ya he oído antes esa superstición.

Luka parpadeó.

—No creerás que es una superstición cuando nos enfrentemos con el Carnicero.

—Cuando llegue ese momento, ¿resistirán? —preguntó Sesto.

—¿Quiénes?

—La compañía. Los Saqueadores. Tu tripulación —precisó Sesto, que pronunció las aclaraciones como si fueran un refrán—. Cuando llegue el momento.

—¡Por lo que ofreces, te aseguro que espero que así sea, demonios!

* * *

El aprovisionamiento y reparación del bergantín y su escolta continuaron apresuradamente durante dos días. Sesto se mantuvo aparte de la compañía que iba reuniéndose, temeroso de cada uno de sus integrantes. Eran hombres libres, libres en el peor sentido, y sus almas violentas y vulgares no le eran leales a ningún estado, trono ni príncipe; sólo a sí mismas y a sus propios apetitos, así como al credo de su criminal confraternidad.

Sesto se quedaba por las proximidades de la popa y la toldilla, y observaba a los tripulantes. Llegó a reconocer sus rostros, o al menos los de algunos: Junio, el guardalmacén, un hombre alto que se afanaba en torno a las actividades de aprovisionamiento, y cuyos grandes ojos y nariz larga le recordaban a una cabra; Casaudor, el primer oficial, severo y robusto. Tende, el enorme timonel, incluso más grande que Luka, de piel negra como el carbón; Fahd, el arrugado cocinero, que mascullaba alegremente en árabe mientras trabajaba en los sofocantes confines de la cocina para servir carnes muy especiadas dos veces al día; Belissi, con una sola pierna, carpintero del barco; Vento, el jefe de aparejos, sorprendentemente ágil para ser un hombre tan pesado, y que mostraba debilidad por las casacas blancas como la tiza cuyas colas tenía que meterse dentro de los calzones cada vez que trepaba por los vaivenes; sus manos, al igual que las del velero, Largo, eran callosas y correosas a fuerza de serrar y empalmar; Benuto, el contramaestre, que supervisaba todo el trabajo y que siempre era visible con su sombrero informe y su chaqueta roja.

También uno de los marineros rasos se le grabó en la memoria. Se trataba de un hombre sucio, de ojos entrecerrados, cuyo nombre Sesto aún no conocía; era un auténtico bucanero, a juzgar por las mugrientas prendas de cuero que vestía. Adondequiera que fuese Sesto, el bucanero parecía estar siempre cerca, observándolo.

Silke, el que había conservado el puesto de patrón de la Zafiro, subió una vez a bordo del Rumor para hablar con Luka. Era un hombre desastrado, con hombros enormes y anchos, de los que pendía, como una cometa, un ropón de seda verde que le llegaba hasta los tobillos. Siete apretadas trencitas asomaban por el borde del turbante anaranjado con que se cubría la cabeza.

Roque entrenaba con dureza a los diferentes turnos, contando el tiempo mientras alzaban los escudos protectores en el momento en que sonaba un silbato. Al menos a la mitad de los marineros se los instruía para disparar con arcabuz, o eran diestros con la ballesta, o formaban parte del equipo de artilleros de uno de los falconetes o cañones giratorios que había montados a lo largo de la borda. Cada pocas horas sonaba un silbato, y Roque se paseaba a lo largo de la cubierta mientras los marineros de la guardia presentaban las picas con estruendo, alzaban los escudos del barco y los paveses de hierro a babor o estribor, y preparaban los garfios. Los arcabuceros y los grupos de artillería de los falconetes ocupaban sus puestos y disparaban una ruidosa salva sin carga de plomo.

—Son demasiado lentos —oyó Sesto que le decía Luka a Roque—. Guido ha permitido que se vuelvan perezosos.

A Sesto no le parecían perezosos. En menos de dos minutos, la tripulación del Rumor podía proteger ambos flancos con escudos, disparar una salva de arcabuces y cañones, y dejar al barco erizado como un puercoespín con picas de asta larga. Y eso sin contar las armas que a título individual llevaban los hombres: alfanjes, sables, fajines y tahalíes cargados de pistolas de rueda y de yesca, mosquetes, hachas, estoques y puñales, cuchillos y dagas, facas y espadas cortas y de hoja ancha, de un solo filo, que llamaban chafarotes.

Sesto probó con un chafarote. Era pesado y tosco, poco más que una daga pesada y poco menos que un alfanje pequeño, pero el sonido que hacía al hender el aire era bueno, y resultaba lo bastante pequeño como para blandirlo sin que se enredara en las velas ni golpeara el techo cuando se estaba bajo cubierta.

* * *

Al segundo día, Sesto se escabulló por la escalera y descendió hasta la cubierta de cañones, pintada de rojo, donde admiró las piezas de artillería. Seis cañones por banda y tres culebrinas, junto con dos cuartos de culebrina o sacres situados en popa. Quedó impresionado por el hecho de que los cañones estuvieran montados sobre cureñas, de modo que podían ser desplazados fácilmente hacia el interior para ser recargados. Los buques de guerra de la flota de Luccini también tenían los cañones montados sobre carros, pero eran más difíciles de mover y arrastrar. No era de extrañar, pues, la reputación que se habían ganado los sartosanos por sus múltiples abordajes. Sesto reparó en las cuñas de madera que había preparadas para ser encajadas a martillazos en la parte posterior de cada cañón con el fin de ajustar el ángulo de disparo, y la cantidad de munición apilada: balas macizas, proyectiles encadenados, huecos y de piedra. Al contemplar el interior de la recámara de pólvora a través de las pesadas cortinas de malla, vio sólo una pila de los pequeños barriles que se utilizaban para la pólvora de pistolas y arcabuces.

—¿Buscas algo?

Sesto se volvió hacia atrás y se encontró con Sheerglas, el cadavérico jefe de artillería del Rumor. En algún momento de su larga carrera debía de haberse quedado varado en los asentamientos de las Tierras Meridionales, porque a Sesto no se le ocurría ninguna otra cosa que explicara que Sheerglas tuviera los caninos limados hasta haber sido afilados. El hombre nunca subía a la cubierta exterior. Acechaba en la roja penumbra de la cubierta de cañones, cazando sombras.

—Veo sólo pólvora para pistolas —dijo Sesto. Al sonreír, Sheerglas le ofreció un espectáculo inquietante. Los afilados caninos hicieron manar sangre del pálido labio inferior.

—Por orden del capitán, sólo usamos pólvora para pistolas —replicó.

Una vez más, Sesto se quedó impresionado. La pólvora para grandes calibres, especialmente en Sartosa, era notoriamente mala, rebajada con ceniza y propensa a fallar. La pólvora para pistolas, aunque mucho más cara, estaba finamente molida y era más pura. Los cañones del Rumor dispararían bien, y en todas las ocasiones.

—Era sólo curiosidad —dijo Sesto.

Sheerglas asintió con la cabeza.

—Me gustan los hombres curiosos. Eres el amigo del capitán, el que lo acompañó desde el continente, ¿verdad?

—S… sí.

Sheerglas le hizo un gesto con un botafuego que tenía en las huesudas manos, para que lo siguiera. Era una vara de ébano, con la punta tallada en forma de boca de león para que sujetara la mecha.

—Ven a popa conmigo, a mi camarote. Tomaremos un trago vivificante, tú y yo.

—Te lo agradezco, pero no.

—Venga ya —susurró Sheerglas con tono más insistente.

—Déjalo estar, Sheerglas —gruñó la voz de alguien que se encontraba cerca. Era el ubicuo bucanero.

—No tengo intención de hacerle ningún daño, Ymgrawl —protestó el jefe de artillería.

—Nunca la tienes, pero déjalo estar.

Sheerglas frunció el ceño y se alejó por la cubierta de cañones arrastrando los pies. En ese momento, Sesto se sintió tan atrapado por el bucanero como antes por el artillero. El hombre de tosca naturaleza lo sorprendió al apartarse a un lado para permitir que Sesto saliera primero, y conducirlo escalas arriba. Sesto se puso de lado para poder pasar. Desde cerca, el hombre despedía el fuerte olor de la piel curtida.

—Ve con cuidado —gruñó el bucanero.

—Así lo haré —le aseguró Sesto, y se apresuró a subir a cubierta.