6:00. Palm Springs, California
Todos me miraron como si estuvieran viendo a un fantasma.
Quizá así era. Yo había regresado del mundo de los muertos, no les había dado tiempo para prepararse.
Desmond, esposado, se había quedado blanco como su atuendo y su padre rojo como una amapola. Margo se limitó a mirarme con una expresión inescrutable —como Olivia me había mirado muchos años atrás— mientras Charlotte, perpleja, tenía la vista clavada en mí y Jonathan, recuperándose de la impresión, empezaba a sonreír.
Él fue la primera persona a la que saludé; Jonathan, que se había hecho un hombre muy guapo. Le besé en ambas mejillas y le dije que me alegraba de verle de nuevo.
Él sonrió y dijo:
—Lamento haberme perdido su funeral, señora Lee.
Siempre me gustó su sentido del humor. No me extraña que mi nieta se enamorara de él. No ha parecido sorprenderse tanto de verme como los otros. Recuerdo que una vez me dijo que su abuela era «clarividente», que tenía lo que se llama el «tercer ojo». Quizá él heredó este conocimiento secreto.
—Charlotte —dije a continuación, abrazándola aunque estaba rígida como un árbol, con la boca abierta de par en par como un hueco en la corteza. Como Charlotte siempre lo ha sabido todo, desde que era muy pequeña, me divertía ver que había algo que no sabía, para variar.
—Abuela —repitió, como un disco rayado. Me rodeó con sus brazos y dijo—: Creía que estabas muerta y estás viva.
Sentí sus lágrimas en mi cuello y sus brazos en torno a mí. La abracé también.
Adrian, que nunca aprendió elegancia, exclamó:
—¡Qué diantres! ¡Tú estás muerta!
—¿Es una orden? —pregunté, entrando en la sala de juegos de Desmond que siempre me había recordado una nave espacial—. ¿He roto una norma de etiqueta, Adrian?
—Armonía —dijo Margo—, qué agradable sorpresa.
Siempre fue mala mentirosa, pero creo que es porque nunca tuvo intención de hacerlo bien.
Y entonces todos se precipitaron a mí a la vez —los policías, Desmond, sus padres, el mayordomo con chaqueta blanca— las manos abiertas como si yo fuera un premio al final de una carrera. «¡Abuela… señora Lee… señora… Armonía!». Me llamaban con todos los nombres que se les ocurrieron como si pelearan por el honor de escoltarme hasta un asiento. ¿No veían que no era ninguna inválida? Tenía ochenta y nueve años (noventa y uno para ellos) pero llevaba mi bastón y gozaba del apoyo del brazo del señor Sung, quien me condujo a un sofá incorporado en la pared y parte del suelo y en el que resultaba imposible sentarse. Cuando me incliné, con la ayuda del policía africano y Jonathan, para sentarme en los grandes cojines, dije a Desmond:
—Aquí hay mal feng shui. No habría que sentarse más bajo que la altura de las rodillas.
Todos rieron, una risa nerviosa, porque ¿cómo se trata a un fantasma? Tomaron posiciones como si fueran actores esperando a que se levantara el telón. El señor Knight, a quien el señor Sung me había descrito, parecía complacido, enojado y confuso al mismo tiempo, apoyado en una palmera de cristal con burbujas de agua que flotaban hacia arriba en el centro de su tronco rosa. Le miré a los ojos y vi una aguda inteligencia detrás de ellos, una mente que trabajaba con rapidez, clasificando, tomando decisiones. Vi a un hombre inclinado a la venganza que ya estaba viendo cómo podía encajar esta nueva situación en su esquema particular para destruir las medicinas que no habían logrado salvar a su hijo. Supe que, una vez más, como había ocurrido en 1936 cuando emprendí la batalla contra el padre del señor Sung, mi empresa iba a aparecer en los titulares de los periódicos.
—Bueno, ¿qué? —dijo Adrian con su brusquedad acostumbrada—, ¿no vas a decirnos qué es todo esto?
Debo confesar que Adrian nunca me había gustado, aunque era hijo de mi amado Gideon. Adrian tiene más de Olivia que de su padre. Y Olivia tampoco me gustó nunca.
Margo hurgó en su bolso de piel de cocodrilo, sacó una cigarrera de oro, encendió un cigarrillo con un encendedor de oro con su monograma del mismo modo en que había visto a Olivia hacerlo en tantas ocasiones.
—Hable —dijo después de tragarse el humo y soltarlo, hablando a través de la pantalla de humo como siempre hacía Olivia—. Esto es un lío.
—Fingí mi muerte —expliqué.
—Bueno, eso es evidente —espetó Desmond, en tono parecido al de Adrian aunque en realidad no fueran padre e hijo.
Me detuve para examinar los rostros de los que me rodeaban, para calibrar la felicidad de algunos, la ira de otros. Sentí la mirada escrutadora de Valerius Knight, un agente del gobierno inteligente y decidido que observaba con expresión de cautela a esta vieja china de cabello blanco vestida con un modesto cheongsam. Vi en sus ojos que no me consideraba intrascendente, como habrían hecho otros.
—Fingí mi muerte —repetí— porque necesitaba estar segura de que después de morir yo la empresa estaría a salvo.
Me volví a Desmond.
—No confiaba en ti. Aquel día en que te dije que Iris era tu madre, vi que se operaba en ti un cambio que era como una enfermedad progresiva, como la gangrena que va corroyendo un miembro. La maldad se había apoderado de ti, Desmond. Ahora que sabías que eras mi nieto, yo sabía que esperarías que te dejara una parte importante de la empresa. Pero no podía hacerlo. Eres un irresponsable, Desmond, no quieres Armonía como Charlotte. Si te hubiera dejado una parte importante, ¿habrías estado dispuesto a compartir el poder con Charlotte? Creo que no.
—Siempre creíste saberlo todo —me replicó este joven insolente.
Así que le dije lo que sabía:
—Tengo la buena suerte de que el señor Sung disfrute de una relación mutuamente respetuosa con un abogado de una empresa farmacéutica llamada Synatech Corporation. Quizá ese nombre te resulta familiar, Desmond.
Vi que apretaba la mandíbula, lo que me hizo suponer que mi conjetura era correcta. Mi nieto había planeado vender el trabajo de mi vida a un competidor que sólo quería mi nombre y mis laboratorios. Una empresa que permitiría que el vino Loto Dorado y el bálsamo Mei-ling desaparecieran de los estantes de las farmacias.
—Pero ¿por qué esta charada, abuela? —preguntó Charlotte—. ¿Por qué no te limitaste a avisarme? Podías haber confiado en mí.
—¿Qué pruebas tenía de que tú o la empresa corríais peligro por parte de Desmond? No era más que la intuición de una anciana. Desmond habría esperado a que yo muriera para poner en práctica su codicioso plan, pero yo no podía esperar tanto. Tenía que saberlo. Una vez me hubiera marchado y tú estuvieras sola, no podría ayudarte. Así que decidí morir pronto para de este modo poder hacerlo.
—¿Con ayuda del señor Sung? —preguntó Charlotte.
—Lo siento —dijo el anciano abogado—. Me resultó difícil. Pero había dado mi palabra a tu abuela.
—¿El accidente de barco?
—No hubo barco ni naufragio.
—¿Y el ataúd que está enterrado en el cementerio de San Francisco? —preguntó Margo, con una expresión como si hubiera mordido algo amargo.
—Está vacío, por supuesto.
—Dios mío —murmuró Adrian dirigiéndose hacia el bar y cogiendo una botella de Jack Daniel’s. Se sirvió un pequeño vaso y casi se lo arrojó a la garganta, como si apuntara a un blanco. Luego se sirvió otro y volvió a apuntar.
—Son las seis de la mañana, Adrian —observó Margo con sequedad.
—¿Ah, sí? Vengo aquí y veo a una mujer muerta caminando y hablando, una mujer, por el amor de Dios, a cuyo funeral asistí…
Se interrumpió, miró a su esposa a los ojos y dócilmente dejó el vaso. Yo conocía la aversión que sentía Margo por el alcohol y sabía por qué. Gideon me había contado que cuando Margo era una niña se despertaba chillando. Conocía el dolor y la vergüenza que había sufrido, y por esa razón toleraba yo a Margo, aunque muchas veces Charlotte había declarado que no entendía por qué dejaba que la mujer de Adrian me pisara, como ella decía.
Margo desvió sus ojos hacia mí.
—La insistencia del señor Sung en que el féretro fuera cerrado me pareció bastante forzada.
—Y después descubro —prosiguió Adrian— que mi hijo adoptivo en realidad es mi… un momento, dejadme calcular…
—Desmond —dije— es el biznieto de tu abuelo, Richard Barclay.
—¿Y no es también —intervino Margo a través de un velo de humo del cigarrillo— nieto de Gideon Barclay, el padre de Adrian?
Comprendí lo que quería decir. Yo estaba siguiendo el linaje de Desmond a través de mi descendencia de Richard Barclay. Pero existía el secreto latente de que Iris no era hija del señor Lee sino de Gideon.
—Me está entrando dolor de cabeza —murmuró Adrian.
—Abuela —dijo Charlotte—, la caja rompecabezas que me ha dado el señor Sung, venía de ti, ¿no?
—Quería guiarte en la dirección correcta.
—Me habría ido bien un poco más de ayuda.
—¿Cómo querías que te diera pistas más consistentes? Entonces habrías sabido que estaba viva y Desmond habría ocultado su enfermedad…
—Bueno, ¿cuáles son exactamente los cargos contra mi hijo? —interrumpió Adrian dirigiéndose a Knight, y mientras el agente federal señalaba con paciencia al padre de Desmond el alcance de sus supuestos crímenes, vi que la vergüenza crecía en los ojos del hijo y la admiración en los del padre—. ¿Tú has hecho todo esto? —dijo Adrian con asombro. Y alzó una mano con gesto rápido—. No, no me respondas a eso, hijo. No delante de estos agentes. —Una sonrisa asomó a los labios de Adrian—. Pero, Dios mío, quienquiera que lo haya ideado tiene que ser muy listo. Tuvimos a… ¿cuántos agentes federales nos invadieron anoche?
Desmond miró a su padre con desconcierto. Yo comprendí lo que Adrian no comprendía: que Desmond había creído que sus padres estarían avergonzados y furiosos. Y sin embargo había que ver a Margo y Adrian, sonriendo ante su hijo con orgullo.
—¿Por qué no estáis furiosos conmigo? —preguntó Desmond con aire de niño pequeño.
—¿Por qué íbamos a estarlo? —preguntó a su vez Adrian.
—¡Porque esto demuestra que, al fin y al cabo, soy un perdedor, tal como tú has pensado toda mi vida!
Adrian parpadeó al ver la confusión de su hijo.
—¿Qué te hace pensar que yo tenía esa idea?
—Lo leí en una carta —reveló Desmond—. ¡Se lo escribiste a mamá hace veinticinco años! Le decías lo terrible que era para un padre tener a un perdedor por hijo.
Un silencio de asombro siguió a sus palabras mientras los padres de Desmond le miraban fijamente, y luego se miraban uno a otro. Vi perplejidad en el rostro de Adrian, pero al cabo de un momento fue como si estuviera produciéndose un amanecer, como si la luz inundara sus oscuras facciones y en sus ojos asomara la comprensión.
—Recuerdo esa carta —dijo Adrian—. Pero, Desmond, no me refería a ti. ¡Hablaba de mí mismo!
Me di cuenta de que me tocaba a mí hablar, pues sabía desde hacía años que Adrian se comparaba con su padre.
—Gideon nunca te consideró un perdedor, como tú dices —declaré—. Te lo parecía a ti. Gideon te quería mucho y estaba orgulloso de ti.
—Armonía —dijo Adrian, también con aire de niño—, ¿sabes lo que les ocurre a las plantas que crecen en la sombra?
—Algunas florecen.
—Cuando tenía siete u ocho años, estaba orgulloso de saber que mi padre había construido una carretera de emergencia para evacuar refugiados. Cuando tenía diez y los periodistas venían a entrevistarle, yo me ponía como un pavo real oyéndole responder a sus preguntas. Cuando la revista Life vino para fotografiarle y yo tenía doce años, me dije que algún día yo sería como él. Y después, cuando tenía trece y comprendí el verdadero significado de sus medallas de guerra, empecé a pensar que intentaría ser como él. Cuando le entrevistó Edward R. Murrow en la televisión, empecé a preguntarme si alguna vez podría llegar a ser como él. Y por fin empecé a pensar que era imposible que llegara a serlo.
—Eso no lo hizo Gideon —le recordé—, sino tú mismo. Igual que —me volví a Desmond— tú leíste una carta que no estaba destinada a ti y leíste palabras que no se referían a ti pero las interpretaste así, y sobre esas palabras montaste tu vida.
Otro silencio siguió a mis palabras, esta vez lleno de mudos interrogantes de un centenar de preguntas no formuladas. Incluso el agente Knight, aquel hombre sólido como una roca, daba la impresión de estar inseguro, buscando entre las burbujas rosa que flotaban en aquella ridícula palmera su propio lugar en este drama.
—Bueno, señora Lee —dijo Jonathan al fin, para romper el silencio—, no cabe duda de que planeó esto muy bien.
—No tan bien —dijo Charlotte de pronto—. Abuela, ¡vendí la casa! No la conservé.
No pude por menos de sonreír. ¿No había reflexionado sobre este asunto mi nieta, que siempre lo sabía todo?
—Fui yo quien compró la casa, Charlotte. Yo soy el comprador al que nunca conociste.
—Bueno, ¿y ahora qué? —dijo Adrian—. ¿Quién es ahora el propietario de la empresa?
Margo se reunió con su esposo en la barra y le rodeó la cintura con un brazo.
—Todavía no es nuestra, cariño —dijo con un suspiro.
Charlotte se me acercó y se sentó a mi lado en aquel sofá bajo.
—Tengo tantas preguntas —dijo mi nieta quien en otra época tenía todas las respuestas—. ¿Qué le ocurrió a mi madre? ¿Murió después de caerse por la escalera?
—No. Eso fue otra historia para proteger el honor de Iris. Gideon y yo por fin la ingresamos en una institución.
—¡Una institución! —exclamaron todos al unísono, como si hubiera dicho que la había enterrado viva.
—Las monjas católicas cuidaron bien de ella, y creo que fue feliz hasta que murió.
—¿O sea que está muerta?
—Iris vivió hasta los sesenta.
—Pero… ¡si sólo hace ocho años de eso! —dijo Charlotte—. Todo este tiempo mi madre estaba viva y tú no me lo dijiste.
—Quise hacerlo, Charlotte, muchas veces…
La muchacha se levantó de un salto como si el sofá estuviera ardiendo.
—¿Por qué tantos secretos, abuela? —preguntó irritada. Me miró con los ojos llenos de reproche—. Todos estos años sabías que Desmond era mi hermano y no me lo dijiste.
¿Iba a aliviar su dolor por lo que iba a decir a continuación, o le causaría aún más daño? No importaba; había llegado el momento de decirlo.
—Desmond no es tu hermano, Charlotte —dije.
—¿Qué? —exclamó Desmond—. ¿Quieres decir que me mentiste?
Alcé una mano.
—No te mentí, Desmond. Mi hija Iris era tu madre. —Entonces me volví a Charlotte y dije con toda la suavidad de que fui capaz—. Pero Desmond no es tu hermano, Charlotte. Es tu sobrino. Iris no era tu madre, era tu hermana.
Charlotte frunció el entrecejo como solía hacer cuando trataba de abrir una caja rompecabezas cuando era pequeña.
—No te entiendo.
—Charlotte —dije—, soy tu madre.
El silencio de once personas descendió en aquella habitación que me recordaba una nave espacial. Incluso el señor Sung, que conocía y había guardado mi secreto todos esos años, se quedó sin habla. Y los policías, que no conocían la historia de nuestra familia, se quedaron mudos de asombro pues percibían que se acababa de efectuar una gran revelación.
—La noche en que Gideon fue a mi casa —proseguí—, la noche antes de que Iris y yo nos marcháramos a Hawai, se quedó conmigo y me consoló. Y luego, al día siguiente, se fue a Hawai con nosotras, donde nació el bebé de Iris y donde lo enterramos después de que viviera sólo dos horas. Charlotte, yo tenía cuarenta y nueve años, no creía que pudiera quedar embarazada. Pero resultó que sí podía, y tú naciste dos meses después del hijo de Iris. Cuando te trajimos a casa, dijimos a todo el mundo que eras la hija de mi hija.
Vi que los ojos de Charlotte se llenaban de admiración, aquellos ojos verdes que había heredado de Richard Barclay.
—¿Entonces quieres decir que mi padre…?
—Era Gideon. Recuerdo, Charlotte, aquellos años hace mucho tiempo, en que me decías que no te quería. Porque era estricta y protectora contigo, decías que no te quería. Sí te quería, y aún te quiero, Charlotte, más que a mi propia vida, porque tú eres la hija del amor que me dio mi amado Gideon.
Tendí mi mano a Jonathan, que me ayudó a levantarme de aquel sofá de mala suerte, y me acerqué a Desmond, quien estaba de pie entre dos policías.
—Tú eres mi nieto —dije—. Yo te traje a este mundo. Mis manos fueron las primeras que te tocaron. Te quise desde el momento en que naciste. Quizá debería haberte dejado conmigo, como hice con Charlotte. Pero creí que tendrías una vida mejor siendo un Barclay. Tal vez cometí un error ocultando tu verdadera identidad, pero lo hice por ti, Desmond. Tienes algo chino, Desmond, y en aquella época aún existían prejuicios.
Alargué el brazo para acariciar la mejilla que había tocado por primera vez treinta y ocho años antes, cuando le saqué del vientre de mi hija.
—Has utilizado mi empresa —dije— y mi nombre para tu propio provecho egoísta. Y has quitado vidas inocentes. No puedo seguir llamándote nieto.
Me volví.
—Y ahora las muertes de esas tres mujeres están en mi alma.
—Desmond lo habría hecho de todos modos —dijo Charlotte con amargura.
—No si le hubiera dejado la empresa a él. No sabía que Desmond recurriría al asesinato. Si lo hubiera sabido le habría entregado a él la empresa, así. —Extendí las manos para formar la imagen de una bandeja.
—Pero no lo sabías, abuela, nadie lo sabía. Si no hubieras fingido tu muerte, habría muerto gente inocente de todos modos. En realidad, habrían muerto miles. Pero como aún estabas viva, has podido guiarme, conducirme hasta él, y hemos podido impedirle que mate a esos miles.
—Si no es mucho pedir —intervino Adrian—, ¿qué ocurrirá ahora? ¿Alguien haría el favor de decir quién demonios es el propietario de la empresa?
Miré a este hombre que era el hijo de Gideon, pero que no tenía nada de su padre, y vi la vida infeliz que había vivido persiguiendo riquezas porque se sentía inferior, y porque creía que con el dinero conseguiría orgullo.
—Quieres saber lo que ocurrirá con el dinero de tus inversores. El dinero que robaste.
—Tú no entiendes de altas finanzas, Armonía. Nunca lo has hecho.
Pensé en aquel día en el muelle en que vimos partir a Gideon hacia la guerra, y Olivia me prometió que me arrebataría mi casa. Recuerdo la expresión en el rostro de su hijo, un rostro hambriento incluso entonces, a los trece años, pero que ya creía que únicamente la posesión de la riqueza de los demás le otorgarían valor a los ojos de su padre. «Altas finanzas» era como Adrian denominaba al robo.
—La empresa pertenece a mi hija —dije—. Juntas trabajaremos para devolver el honor a Productos Armonía.
Valerius Knight y sus oficiales se llevaron a mi nieto, seguidos de Adrian y Margo, que aseguraban a Desmond que contratarían a los mejores abogados. Y cuando se hubieron marchado, Charlotte dijo:
—Abuela, quiero hacerte una pregunta.
—¿Sólo una? —dije con una sonrisa.
—Mi nombre chino. Siempre pensé que me lo había puesto Iris. Odiaba ese nombre.
—Ya lo sé, Charlotte. Cuando me enseñaste el libro de cuentos y dijiste que querrías llevar el nombre de aquella niña, dije que podríamos cambiarlo.
—Aunque ahora me doy cuenta de que me lo pusiste tú.
Meneé la cabeza.
—No fui yo quien te puso tu nombre chino. Fue tu padre, Gideon.
—¿Él?
—Es lo que tú eras para él. La noche en que naciste, te sostuvo en sus brazos, te miró sonriendo y dijo: «Eres un soplo de alegría para mí». Y esto es lo que pusieron en tu certificado de nacimiento. Era un nombre chino afortunado: Soplo de Alegría.
—¿Sabes lo que me resulta extraño? —dijo despacio, a su manera americana—. Hace años, cuando en Chinatown tocaste fondo, oíste a tu madre que te habló, ¿lo recuerdas?
¿Cómo iba a olvidarlo?
—Tú creíste que era la prueba de que había muerto. Y más tarde te enteraste por el reverendo Peterson de que en aquella época ella todavía vivía. Anoche, cuando oí la voz que me prevenía del té, creí que era la voz de mi madre que me hablaba desde el otro mundo. Y ahora descubro que mi madre también está viva. Me avisaste de que el té estaba envenenado y no estabas muerta.
—No podía permitir que lo bebieras.
—Pero ¿cómo lo sabías?
—Mantenía vigilia ante mi altar de Kwan Yin, esperando el resultado de esta larga noche. Había encendido un pebete y mientras el perfumado incienso me llenaba la cabeza, tuve una visión: eras tú, llevándote una taza a los labios. Supe que el té estaba envenenado. Y por eso te envié un aviso desde mi corazón.
Entonces oímos un trueno, que se desvaneció como un invitado que se marcha malhumorado de una fiesta. Miré a través de los muros de cristal de la casa de Desmond y vi que la tormenta empezaba a amainar y estaba amaneciendo. Era de día; la oscura noche había terminado.
Pero quedaba un último secreto por revelar.
—Abuela —dijo Charlotte—, antes de que te marcharas te dije cosas terribles. Siento mucho lo que dije.
Me volví a mi hija y volví a abrazarla, diciendo:
—Charlotte, no oí nada.
—Abuela —dijo ella con voz suave, cogiéndome las manos—. Madre. No sé qué decir, cómo llamarte. Después del funeral lloré noches enteras. Mi abuela, que había sido como una madre para mí, había muerto. Pero ahora está viva, mi madre que fue como una abuela para mí.
Dije:
—Cuántas veces estuve a punto de llamarte «hija». Y cuántas veces me preguntabas por tu madre y yo tenía que mentirte… y cada mentira era como una roca en mi corazón hasta que mi corazón resultó una carga demasiado pesada.
Charlotte bajó la mirada a nuestras manos entrelazadas. ¿En qué pensaba cuando veía estos envejecidos dedos que en otro tiempo mezclaban medicinas, traían niños al mundo, acariciaban a Gideon con amor y secaban sus propias lágrimas cuando era una niña?
—Durante años —dijo con voz suave—, te miré como si te hallaras al otro lado de un gran abismo. Yo estaba en un saliente y tú en otro. No había ningún puente que nos conectara, ninguna relación madre-hija que nos uniera. Faltaba un peldaño y tú parecías inalcanzable. —Charlotte alzó los ojos de Richard Barclay hacia mi y cuando habló oí las voces de muchas Charlottes —la niña pequeña, la adolescente, la joven, la adulta madura—, todas esas hijas que anhelaban tener una madre—. ¿Por qué nunca me lo dijiste?
—¿Y cuándo lo hubiera hecho? —dije—. ¿Cuándo tenías siete años? ¿Cómo le dices a un niño que su abuela en realidad es su madre y que su padre es el marido de su tía Olivia? ¿Te lo decía cuando eras adolescente, cuando estaba intentando enseñarte moral, honor y respeto de una misma? Charlotte, guardé el secreto por muchas razones. ¿Cómo iba a decírtelo a ti y a nadie más? ¿Habrías podido llevar esa carga, si los Barclay no lo sabían? —Aparté mis manos de las suyas y las puse sobre sus mejillas—. ¿Crees que fue fácil para mí? ¿Sabes qué supone para una mujer tener a sus hijos en brazos y saber que nunca podrán llamarla «madre»?
—¡Pero habríamos estado más unidas! —protestó ella—. Siempre noté que había cierta distancia entre tú y yo. Y tú siempre estabas en la fábrica…
Por fin lo había sacado, lo que le causaba el dolor más profundo a Charlotte. Y ahora había llegado el momento de revelar mi último secreto.
—Tengo que decirte algo.
Volvimos a sentarnos en aquel sofá que nos obligaba a tener las rodillas altas, me volví a mi hija y dije:
—Sé que sentías resentimiento porque la fábrica me apartaba de ti. Pero tenía que estar allí, Charlotte. Verás, cuando el reverendo Peterson me escribió aquella carta hablándome de mi madre, olvidó decirme una cosa importante. Olvidó decirme que mi madre no había muerto en Singapur.
Vi los ojos de Charlotte fijos en mí, y percibí que Jonathan también se sentaba a mi lado, cerca.
—Cuando recibí aquella carta en 1957 —empecé a contar con voz suave, reviviendo aquel agridulce recuerdo—, comprendí que debía regresar a Singapur y buscar lo que quedaba de mi familia. Por supuesto mi abuelo había muerto, y muchos otros, debido a la guerra. Pero encontré a un primo que me contó una historia fantástica. Me dijo que cuando mi abuelo, el aristocrático padre de Mei-ling, murió, mi madre tomó la decisión de ir a América a buscarme. Las leyes de inmigración aún eran estrictas, en 1953, pero las leyes para los turistas eran más tolerantes. Mi primo acompañó a mi madre, que para entonces ya era anciana, a California. Mi primo me dio esto. —Metí la mano en el bolso y saqué el viejo artículo de periódico que había conservado durante cuarenta años. Estaba amarillento y quebradizo y la fotografía resultaba difícil de distinguir. Se la entregué a Charlotte y dije—: Tú odiabas aquella gran fábrica de Menlo Park porque me separaba de ti. Decías que la quería más que a ti. Abrí aquella moderna fábrica en 1953, cuatro años antes de que nacieras, después que Gideon me convenció de que necesitábamos grandes cubas relucientes y cintas transportadoras y tubos de ensayo. Era una gran fábrica moderna que podía preparar medicinas mil veces más deprisa que la fábrica de Daly City, curando a mil veces más personas.
Charlotte miraba el frágil recorte de periódico y su descolorida fotografía con el entrecejo fruncido.
—¿Qué se supone que estoy mirando? —preguntó.
Le expliqué que cuando regresé a California acudí a la oficina del San Francisco Chronicle y les mostré el artículo, pidiéndoles una copia de la fotografía. Me la vendieron por dos dólares y veinticinco centavos. También la llevaba en mi bolso y ahora se la di a Charlotte. Esta fotografía brillante era mucho más clara que la del viejo periódico, de modo que pudo ver con claridad los rostros de las personas que formaban el grupo mientras yo cortaba la cinta en la entrada de ésa nueva fábrica.
—Esta fotografía fue tomada el día de la inauguración —dije—. Mira. —Y señalé una cara que había al fondo—. Ésta es mi madre, es Mei-ling. Vino a la inauguración de mi nueva fábrica.
Jonathan se inclinó hacia adelante para mirar la fotografía mientras yo me recostaba en el sofá, recordando el día en que había estado en las oficinas del San Francisco Chronicle, en 1958, contemplando el rostro de mi madre, a pocos metros de mí, estando conmigo y no estando al mismo tiempo.
Charlotte me miró con los ojos llenos de admiración.
—¿No te dijo nada?
—No podía hacerlo. Había prometido a su padre que nunca se pondría en contacto conmigo.
—¡Pero él estaba muerto!
—Estaba con nuestros antepasados. Ella aún debía honrarle y obedecerle. Pero al mismo tiempo, honraba y obedecía a su corazón. Mi madre estaba allí el día en que inauguré la nueva fábrica, y, según me contó el primo de Singapur, murió unos días más tarde, en San Francisco, y fue enterrada en el cementerio donde ahora también yace enterrado mi ataúd vacío. Charlotte, cuando asististe a mi funeral, pisaste la hierba de la tumba de tu abuela.
—Pero —empezó a decir Charlotte con dolor en la voz— sigo sin entender. ¿Qué tiene esto que ver con la fábrica?
—Mira el rostro de mi madre —dije—. ¿Ves el orgullo que hay en sus ojos? ¿Ves con qué alegría mira a su hija? Cuando vi esto, Charlotte, y vi que había estado a pocos metros de mí y sin embargo se había mantenido alejada, comprendí lo que era el honor familiar y el sacrificio de una madre. Y por eso iba cada día a la fábrica a la que tú creías que yo amaba más que a ti. Porque mi madre había estado allí. Porque era el lugar donde había sentido su alegría y felicidad últimas.
»Mi madre se hallaba en el mismo espacio que yo sin que yo lo supiera, igual que tú has estado en el mismo espacio que tu madre y no lo sabías. Ella se encontraba cerca de mí y sin embargo no podía llamarme «hija», igual que yo te tenía tan cerca y no podía llamarte «hija».
—¿Por qué no me enseñaste esto? —protestó Charlotte—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—El deseo de mi madre era que yo no supiera que había venido. ¿Cómo iba a deshonrar ese deseo?
Volví a meter la mano en el bolso y saqué mi último regalo a mi hija. Le sequé las lágrimas que le resbalaban por las mejillas y le mostré la fotografía que había llevado conmigo treinta y nueve años. Era una pequeña fotografía en blanco y negro de una mujer asiática sentada en una cama de hospital con un recién nacido en brazos. A su lado, rodeándola con un brazo protector, estaba un apuesto estadounidense, sonriendo a la cámara.
—Ésta fue tomada la noche en que naciste —declaré. Los ojos de Charlotte se llenaron de lágrimas al ver a Gideon, a mí y la pequeña forma que era ella—. Una enfermera la tomó. Acababa de traerte junto a mí y yo te sostenía por primera vez. Es la única fotografía en que tú y yo estamos como madre e hija.
La voz de Charlotte era frágil como las campanillas de cristal cuando confesó:
—No sé qué decir.
—Tenemos mucho tiempo para hablar. —Miré a Jonathan y luego a mi hija—. Pero te diré una cosa ahora: a muy pocos se nos concede un gran amor duradero en nuestra vida, Charlotte. Mi madre encontró ese amor en Richard Barclay, y yo en Gideon. Pero las dos perdimos ese amor. Tú no debes cometer ese mismo error, Charlotte. —Cogí la mano de Jonathan y la entrelacé con la de Charlotte—. Has encontrado ese amor hija. Consérvalo. Abre tus puertas.
Me preguntó a qué me refería.
Dije:
—Hace años te vi cerrar tus puertas, una a una, hasta que fuiste una casa completamente cerrada. ¿Crees que encerrándote mantienes fuera la mala suerte? También dejas fuera la buena suerte. Abre las puertas y las ventanas. Deja que entre la suerte. Deja que entre el amor.