5:00. Palm Springs, California
—¡Johnny! —gritó Charlotte entrando en el despacho a toda prisa, con un libro en la mano y una toalla para el pelo en la otra—. ¡Ya sé quién es!
—Yo también —dijo él, pulsando la tecla de Enter; apareció en la pantalla el resultado de su búsqueda.
Se apartó del ordenador y miró a Charlotte, que se había quedado de pie en el umbral de la puerta.
Después de su discusión bajo la lluvia y de haberse quedado sin luz en el despacho de Charlotte, ella se había cambiado de ropa: unos pantalones de lana oscuros y un jersey amplio que siempre guardaba para una emergencia. Jonathan había recuperado su maleta de su coche de alquiler y se había puesto unos tejanos y una camisa de batista azul. Charlotte pensó que había pasado de ser un atildado caballero londinense a ser de nuevo un tosco escocés de las Highlands. Y Jonathan pensó que Charlotte había cambiado su imagen de ejecutiva que erigía barreras por una más relajada que no ponía barrera alguna.
Tenía ganas de cogerle la toalla y terminar de secarle el largo cabello, acariciándolo, mimándolo bajo su roce. Se moría de ganas de volver a tenerla entre sus brazos como la había tenido brevemente una hora antes, cuando comprendieron el terrible malentendido que se había producido dieciséis años atrás. Como dijo Charlotte, cuánto tiempo perdido porque un uno parecía un siete.
—¡Está todo aquí! ¡Léelo! —Le tendió el libro que había encontrado en una vitrina titulado Diario chino, Cantón, ca. 1828. Consistía en hojas de papel vitela protegidas entre dos tapas de madera y atadas con bramante pasado por agujeros arriba y abajo—. He visto que había algo escrito —dijo cuando él le cogió el libro—. Pero, para mi sorpresa, no eran las memorias de alguien que vivía en China en 1828 sino de Armonía Perfecta Lee, en San Francisco, en 1958. ¡Al parecer la abuela escribió un diario durante un tiempo y yo nunca lo supe!
Jonathan abrió con cuidado las frágiles páginas, siguiendo con los ojos la precisa letra floral que la abuela de Charlotte había aprendido tiempo atrás en la escuela misionera de Singapur. Se detuvo de pronto y miró la parte inferior de la página.
—¿Desmond es hermano tuyo?
—Hermanastro. Supongo que tuvimos padres diferentes. Mis sospechas acerca de mi padre se confirman aquí; mi madre no se casó nunca. El buceador fue inventado, todo fue una complicada mentira que todo el mundo conocía. Ahora escucha —se apresuró a añadir, bajando la toalla y recogiéndose el pelo en una cinta de seda negra—. ¿Recuerdas que te he dicho que debía de haber ocurrido algo mientras yo estaba en Europa el año pasado, que Des había cambiado? Bueno, creo que ese algo era que descubrió la verdad de su nacimiento. Johnny, hace un rato, cuando Desmond me ha cogido en la escalera, ha dicho cosas extrañas. No paraba de hablar de mi madre y de hacer comentarios despectivos de Margo…
—No tienes que convencerme —interrumpió Jonathan. Señaló la pantalla—. He tardado un poco debido al fallo en la corriente, pero he podido recuperar los ficheros más recientes a los que se ha accedido y efectuar una búsqueda de la última fórmula copiada. Mi sonda ha devuelto una dirección IP, que he podido reenviar a InterNIC.
Charlotte miró la pantalla.
—¡Desmond Barclay!
Jonathan fue a buscar su cazadora negra.
—No tenemos mucho tiempo.
Cuando de improviso sonó el teléfono, Jonathan y Charlotte lo miraron un momento y Charlotte dijo:
—Es él. —Y lo cogió.
Pero era la directora de personal, la señora Ferguson, disculpándose por no haber llamado antes, explicando que acababa de despertarse y había escuchado los mensajes de su contestador.
—Gracias a Dios que es usted madrugadora, señora Ferguson —dijo Charlotte, procurando mantener la calma—. ¿Recuerda haber entrevistado a Rusty Brown para darle empleo? —Escuchó—. ¿No aprobó su solicitud? Entonces ¿quién lo hizo? Sí, gracias, señora Ferguson, eso es lo que quería saber. —Colgó y se volvió a Jonathan—. La señora Ferguson ni siquiera quería contratar a Brown. Dijo que tenía antecedentes penales. Adivina quién pasó por encima de su decisión.
—Desmond.
Salieron a toda prisa del museo y fueron al edificio principal, donde entraron por una puerta cuando pasó por su lado el camión de mantenimiento nocturno. Cuando entraron en el vestíbulo, Charlotte indicó:
—¡Por aquí!
Subieron la escalera de emergencia y cuando llegaron al tercer piso, Charlotte recogió del suelo la petaca de plata que Desmond había tirado antes. Se la llevó a la nariz y dijo:
—Lo que me imaginaba. No contiene alcohol. Simple agua. ¡Desmond fingía estar borracho! Probablemente se ha enjuagado la boca con un poco de bourbon de Adrian, o se ha salpicado un poco por encima de la ropa. Ha sido una actuación, Johnny, para hacerme creer que estaba demasiado bebido incluso para sostenerse en pie.
—Demasiado bebido también para enviar mensajes —añadió Jonathan.
Corrieron por el pasillo, deteniéndose para asegurarse de que el agente federal que hacía guardia ante la puerta de la sala del ordenador central no les veía, y entraron en el despacho de Desmond.
Su ordenador, como todos los demás, había sido desconectado y etiquetado por el equipo de Knight. Igual que su teléfono y módem externo. Charlotte y Jonathan rebuscaron bajo el enorme escritorio de ejecutivo, abrieron cajones, revolvieron la papelera y se acercaron al aparador de caoba, el bar, el armario donde colgaban trajes y ropa deportiva de diseño, detrás del sofá tapizado y sillas a juego, la librería con puertas de cristal, incluso debajo de la papelera de mimbre que contenía una palmera artificial, buscando frenéticamente dónde podía tener un módem escondido.
—Tiene que estar aquí —dijo Charlotte—. Este despacho es el único lugar del edificio donde Desmond podía confiar en que no le molestaran. Podía cerrar la puerta con llave y actuar.
Jonathan volvió al armario empotrado que había entre la librería e inspeccionó de nuevo el equipo de música, tocadiscos, televisor en color.
—Aquí está —dijo, retirando el televisor en su estante giratorio y dejando al descubierto un ordenador portátil escondido detrás y el módem externo conectado a él.
—Por lo menos —observó irónica Charlotte—, Desmond no es tonto.
—Apuesto a que este número es un DDI.
—¿Qué significa eso?
—Direct Dial Inwards, Marcado Directo Interno. No pasa por el conmutador principal, por lo que no hay forma de que tu administrador del sistema pueda detectar que están marcando. También apuesto lo que quieras a que si comprobamos el software del correo electrónico de este ordenador portátil encontraremos un archivo lleno de interesantes mensajes enviados a través de remitentes anónimos.
Jonathan volvió a colocar el televisor en su sitio, dejando el ordenador portátil y el módem donde estaban, comprobando que todo quedaba igual que antes, cerró el armario y dijo:
—Vamos a hacer una visita a Desmond.
Charlotte miró por la ventana y, al ver que seguía lloviendo, puso cara de preocupación.
—Vive a unos dieciséis kilómetros de aquí. Pero está en uno de los cañones, Johnny. Tendremos que ir con cuidado.
Mientras avanzaban por Palm Canyon Drive, despacio porque la lluvia torrencial les impedía ir demasiado deprisa, Charlotte dijo:
—He descubierto tantos secretos en las últimas horas, Johnny, que la cabeza me da vueltas. Es como si todo lo que yo creía saber de mi familia se hubiera vuelto del revés. Lo que creía era negro ahora es blanco y viceversa. ¡Tío Gideon es mi verdadero abuelo! ¡Y Desmond, mi hermano! Me pregunto…
Jonathan desvió los ojos una fracción de segundo para mirarla.
—¿Preguntarte qué?
—Te he dicho que la abuela creía que su madre le hablaba desde la otra vida. Decía que les sucede a todas las hijas de nuestra familia al menos una vez en la vida.
—Sí, ¿y qué?
—Johnny —le miró en la oscuridad, iluminándose su rostro de vez en cuando con las luces de la calle—, resulta que Mei-ling no había muerto cuando mi madre oyó su voz. O sea que, ¿y la voz que yo oí, Johnny, previniéndome acerca del té? ¿Significa que lo que mi abuela me hizo creer todos estos años, que mi madre había muerto como consecuencia de una caída por una escalera, es mentira? ¿Significa que mi madre aún vive…?
Llegaron a una intersección inundada donde el agua ya tapaba el bordillo e inundaba las aceras. Jonathan redujo la velocidad dirigiendo el coche hacia el centro de la calzada, donde el nivel del agua era más bajo. Agarraba el volante y atisbaba en la lluvia como un hombre concentrado en una sola tarea: llegar al otro lado. Pero sobresaltó a Charlotte diciendo de pronto:
—No sé cómo podrás perdonarme.
Ella le contempló en la penumbra; la única iluminación era el reflejo de los haces de los faros en la lluvia.
—¿Qué dices?
—Perdonarme por pensar que fuiste tú quien alertó a la KGB de mi operación secreta. —Seguía con los ojos fijos en la carretera y Charlotte vio la débil palpitación de una vena en la sien—. Mientras estabas en el museo leyendo el diario de tu abuela —dijo con calma, apretando el acelerador y el freno por igual para avanzar centímetro a centímetro en la inundación—, he telefoneado a mi superior de la ASN. Bueno, ahora está retirado. He encontrado el número de teléfono de su casa. Verás, Charlie, siempre creí la historia que me contó Quentin de por qué había dejado la ASN. Le creí cuando dijo que lo hacía para protestar por mi despido.
—¿Y qué te ha dicho tu exjefe? —preguntó ella, mirando su perfil, recordando la sensación que le había producido su abrazo una hora antes, el sabor de su boca, y el vertiginoso descubrimiento de su increíble malentendido con el poema.
—Cuando me despidieron, Quentin fue a ver a mi superior y le pidió mi puesto. Cuando le dijeron que ya tenían a otro hombre, dimitió. —Por un instante Jonathan desvió los ojos de la carretera—. Estaba desolado porque me habías dejado. Y furioso. Realmente me convencí de que habías sido tú quien me había traicionado. Olvidé que también había telefoneado a Quentin desde el restaurante. Mi leal socio preparó mi despido.
Charlotte puso una mano sobre la de él, notando los duros nudillos que se aferraban al volante.
—No me extraña —dijo—. Y yo no estoy enfadada. Tenemos que acabar con la pesadilla de esta noche, Johnny…
No fue necesario decir más.
Desmond vivía en las colinas que daban a Rancho Mirage, en una casa de cristal y mármol de cinco millones de dólares llena de costosas esculturas y pinturas, un gimnasio privado y peluquería, y una piscina interior climatizada.
El mayordomo filipino con americana blanca hizo entrar a Jonathan y a Charlotte y les acompañó por corredores de dos niveles hasta que llegaron a la «sala de juego», una amplia zona acristalada amueblada con un bar completo y ocho taburetes, una mesa de billar, dos gigantescas pantallas de televisión, seis máquinas de juegos electrónicos, un centro de juegos de ordenador y una enorme chimenea hundida en el centro rodeada por sofás empotrados en el suelo.
Desmond se encontraba en el bar, sirviéndose un ginger ale.
—Hola —dijo con una sonrisa—. Una noche horrible, ¿verdad?
La tormenta estropeaba la exuberante vista del desierto valle, que se observaba tras un jardín de cactus y rocas iluminado. Ni siquiera el amanecer podía atravesar las negras nubes y la fuerte lluvia.
Charlotte observó que Desmond se había quitado su pretencioso atuendo negro para ponerse un pretencioso conjunto blanco de pullover Hugo Boss, pantalones de algodón y zapatos de ante. Pero al menos ya no llevaba gafas de sol. Jonathan se dirigió hacia él, diciendo:
—Es hora de que alguien te quite ese aire de suficiencia.
Pero Charlotte le cogió del brazo, notando que sus duros músculos se flexionaban y temblaban.
—Es lo que quiere que hagas, Johnny.
—¿Aún recurres a la fuerza bruta? —preguntó Desmond.
—¿Y cómo llamas tú lo que has hecho a Charlotte? —gritó Jonathan.
Desmond dio un brinco.
—Me has dado una buena paliza.
—Habría hecho mucho más —dijo Jonathan— si Charlotte no me lo hubiera impedido. Si todavía puedes andar tienes que darle las gracias a ella.
Desmond miró a Charlotte.
—Bueno, ¿qué opinas de nuestra nueva website?
—Eso ha sido un error —dijo ella sin inflexión en la voz.
—Yo creo que mejora la vieja imagen de la empresa.
—Desmond, no estás borracho —señaló Charlotte.
—Hace dos horas has dicho que sí lo estaba. Decídete, Charlotte. ¿O debería decir «hermana»? —Tomó un sorbo de su ginger ale—. Ah, veo que no te sorprende que te llame así. ¿Lo has sabido siempre? ¿Todo el mundo conocía mi asqueroso pequeño secreto excepto yo?
—Acabo de descubrirlo, Desmond. No lo sabía. —Le observó abrir el frigorífico de debajo de la barra y sacar un puñado de cubitos de hielo—. El numerito del borracho ha sido eso, un numerito. ¿Qué me dices de lo que ha sucedido después? Me has atacado. ¿Eso ha sido real o una comedia?
Dejando caer los cubitos de hielo en su vaso, dijo:
—Cuando hace un rato me has dicho que me considerabas más un hermano, he tenido que hacer esfuerzos para no reírme. Es irónico, ¿no crees? Quiero decir, realmente soy tu hermano. Bueno, hermanastro. —Se encogió de hombros—. Estaba preparado. Creía que esperabas eso de mí, así que tenía que seguir en el papel, ¿no? ¡Mi hermana, por el amor de Dios!
Se estremeció mientras revolvía sus cubitos con un dedo.
—¿Sabes por qué es un secreto delicioso? No creo que Madre Queridísima sepa que Iris fue mi verdadera madre. Estoy seguro de que Margo ha imaginado alguna bella debutante seducida por un profesor de cálculo de Stanford. Quizá un astronauta. Oh, no, no existían en 1957. Bueno, seguro que Margo esperaba que mi papi hubiera sido alguna mente brillante o algún héroe estadounidense, y que mi mami hubiera tenido la belleza de Grace Kelly y el pedigrí de la princesa Diana. Creo que saber que soy el resultado de que la idiota Iris saliera de su cascarón le estropeará el día.
—No hables así —le recriminó Jonathan.
—Ya me perdonarás —dijo Desmond, lanzando a Jonathan una mirada letal—, pero en mi casa puedo decir lo que me plazca. —Se volvió a Charlotte—. Tenía la impresión de que Braveheart aún no se había ido. Le quedaba trabajo que hacer, ¿verdad?
—¿Cuándo descubriste, Desmond, que mi madre también era tu madre? ¿Fue el año pasado, cuando yo estaba en Europa?
Él alzó su vaso en gesto burlón de brindis.
—Sobresaliente, hermanita. Sí, fue cuando estabas fuera. Como puedes imaginar, la noticia me tomó por sorpresa. Intenté aceptarla con ecuanimidad, pero eres muy observadora y te fijaste en que había cambiado. Bueno, ¿no habrías cambiado tú si te hubieras enterado de la verdad de tu nacimiento? En especial si fuera una historia tan ridícula.
—¿Cómo lo descubriste? ¿Con el diario del museo?
—¿Diario? ¿Qué diario? No, lo averigüé por Krista.
Se inclinó con los codos apoyados en la barra de caoba pulida y señaló una pared cubierta de fotografías de su familia: sus tres esposas, su hija Krista de su segunda esposa, su hijo Robbie de la primera. Desmond compartía la custodia de los adolescentes con dos exesposas, y Krista y Robbie iban de un hogar al otro constantemente.
—¿Qué pasa con Krista? —preguntó Charlotte, mirando la última foto de la serie, en la que aparecía una bonita muchacha soplando las velas de un pastel de cumpleaños que decía: «Felices dieciséis».
Desmond se irguió y tomó un largo trago de ginger ale.
—Hace poco más de un año —dijo—, Krista empezó a mostrar señales de un trastorno de la sangre. Le salían morados con facilidad, las heridas no se le curaban. Cuando le sacaron el apéndice, tuvieron que ponerle tres bolsas de sangre. El médico nos dijo que los síntomas correspondían a más de una enfermedad y que tenían que averiguar exactamente de qué enfermedad se trataba para empezar el tratamiento. Dijo que era posible que Krista sufriera de un trastorno genético hereditario llamado enfermedad de von Willebrand, que requeriría determinada terapia. Si no era ésa, la terapia podía resultarle perjudicial. Lo que necesitaba era un extenso historial de salud de la familia. Cuando le dije que me habían adoptado y que no conocía a mis padres biológicos, me instó a averiguar todo lo que pudiera porque era crucial para el tratamiento de mi hija.
—Entonces acudiste a la abuela —dijo Charlotte.
—Bingo —dijo, saludándola con su vaso—. Al principio la anciana me dijo que no sabía nada de mis padres auténticos, pero cuando le expliqué la urgencia de la situación y que resultaba vital que descubriera mi ascendencia, por fin confesó que aunque no tenía ni idea de quién era mi padre, podía asegurarme que mi madre no había padecido la enfermedad de von Willebrand. Le pregunté cómo podía estar tan segura. Y entonces fue cuando soltó la bomba H, la bomba A y la bomba de neutrones al mismo tiempo. —Soltó una breve y amarga carcajada—. ¡Ojalá tuviera una fotografía de la cara que puse en aquel momento!
Desmond salió de detrás de la barra y fue al centro de la habitación. Se paró para mirar dentro del hoyo de la chimenea un largo momento, los ojos fijos en las brasas encendidas y lenguas de fuego.
Se volvió para mirar a Charlotte, su actitud más seria.
—Entonces recordé haber oído algo de por qué tu abuela heredó la casa de la bisabuela Fiona. Algo referente a que Iris tenía el mismo trastorno mental que la hermana de Richard Barclay. O sea que mi hija después de todo no había heredado un trastorno de la sangre, porque al parecer lo que hay en nuestra familia son idiotas.
—Iris no era una idiota —dijo Charlotte con voz suave.
—¡Tenía goteras en la azotea! —gritó de pronto, y Jonathan se acercó a Charlotte de forma instintiva.
—¡Oh, míralos! —dijo Desmond—, siempre tan unidos.
—Entonces descubriste la verdad —dijo Charlotte; quería que él siguiera hablando—. ¿Y después qué?
—Tú entonces estabas en Europa, visitando todas esas fascinantes empresas farmacéuticas. La gran Charlotte Lee de Armonía Biotec invitada a fiestas y a cenas y a visitar Wellcome y Merck y Bayer mientras yo estaba de rodillas dando gracias a Dios porque mi hija tuviera un trastorno de la sangre temporal, porque podía curarse, y al mismo tiempo maldiciéndole por haberme hecho hijo de una idiota que ni siquiera supo que estaba teniendo relaciones sexuales.
—¿Se lo dijiste a alguien? ¿A Adrian o a Margo?
—¿Estás loca? Margo se habría puesto hecha una furia. Además, aproximadamente en esa época empezó a cobrar forma mi pequeño plan, y sabía que si papi y mami conocían la verdad harían algo para estropearlo.
—¿Qué plan era? —preguntó Jonathan, y Charlotte percibió que se ponía tenso, notó el tono peligroso de su voz.
—¿No te parece irónico, Charlotte —dijo Desmond haciendo caso omiso de Jonathan—, que pasara toda mi vida tratando de complacer a Margo porque sabía que, en el fondo, estaba decepcionada porque yo no era un Barclay, y ahora resulte que sí soy un Barclay?
—¿Asesinaste a mi abuela?
Desmond sonrió.
—Ah, te refieres a mi correo electrónico. Me pareció un golpe genial. No, no tuve nada que ver con su muerte. Pero cuando te he atrapado en la escalera, husmeando, y has dicho que creías que su muerte no fue un accidente, decidí divertirme un poco con ello, aprovecharlo por decirlo de alguna manera. —Se encogió de hombros—. Si la mataron, puedes estar segura de que no lo hice yo.
Un rayo quebró el firmamento y explotó, inundando la amplia sala de juegos de cegadora luz blanca.
—¿Has envenenado mi té? —preguntó Charlotte.
—Sólo lo suficiente para que te encontraras mal, para que te asustaras. No quería que murieras. Realmente quiero que hagas esa declaración de prensa. Y vas a hacerla, ¿lo sabes? No tienes escapatoria, Charlotte.
Consultó su reloj.
—Vaya, vaya, mira la hora. Son casi las seis, Charlotte. —Miró alrededor—. Pero ¿dónde están los periodistas? ¿Dónde está la minifurgoneta con la conexión vía satélite? Mi amenaza iba en serio, querida hermana. Mataré a miles de personas. Puedo hacerlo.
—Lo que me llama la atención —dijo Charlotte— es que no parece sorprenderte vernos aquí.
Desmond se encogió de hombros.
—Cuando me he dado cuenta de que habías llamado a mister Spock para que viniera a salvarte, he sabido que era cuestión de horas el que descubrierais lo que ocurría. Y, por supuesto, el que metierais las narices en ese museo. No sabías que yo sabía lo que hacías, ¿verdad? Podías engañar a Valerius Knight, pero yo te conozco demasiado bien, Charlotte. ¿Así que has descubierto… en un diario, has dicho… que soy tu hermano?
Cruzó la sala, rodeando cojines y otomanas, dirigiéndose al otro lado, donde las máquinas de juego estaban alineadas.
—Qué sorpresa —dijo dándole a los botones del juego Star Trek: la nueva generación—. Todos estos años he deseado a mi propia hermana. Al parecer es algo de familia.
Se volvió para mirarles.
—Recuerdo haber oído un día a la abuela Olivia contarle a mi querida madre adoptiva que odiaba a tu abuela porque el abuelo Gideon estaba enamorado de ella. Olivia le dijo a Margo que todo había ido bien mientras Armonía creía que Gideon era su hermano. Pero él tiró de la manta revelando que era hijo adoptivo de Richard Barclay y entonces se hicieron amantes. ¿Ves la ironía del asunto, Charlotte? —Se rió—. ¡Es lo contrario de tú y yo! ¡Tú no sabías que yo era tu hermano y ahora lo sabes!
La lluvia caía sobre los cristales de las ventanas del techo con gran estruendo.
—¿No es para morirse de risa? —dijo Desmond con voz tranquila, contemplando el vaso que sostenía en la mano—. Toda mi vida he tenido la sensación de que no valía nada porque no era un Barclay auténtico. ¡Y resulta que soy el único Barclay de toda la familia Barclay! ¡Ja! ¡Igual que en tu caso, Charlotte, mi bisabuelo fue Richard! Eso nos hace algo aristocráticos, ¿sabes? Todos estos años creciendo y sintiéndome como un extraño, ¡y ahora resulta que los extraños son mi padre y mi abuelo!
Se apartó de la máquina de juego y se acercó a las puertas de cristal que daban a una cascada creada en la roca natural de la montaña. Sobre el fondo de la tormenta, el reflejo de Desmond era de un blanco fantasmal.
—Desmond —dijo Charlotte—, ¿qué es todo esto? ¿Por qué descubrir quién eres te ha impulsado a querer destruir la empresa?
—Y sigo queriéndolo —dijo él—. Tengo intención de llegar hasta el final, Charlotte. Haz esas declaraciones a la prensa y no mataré a miles de personas inocentes.
—Pero ¿por qué?
Él sonrió con aire juguetón.
—Para que yo lo sepa y tú lo averigües.
Ella le miró con impaciencia.
—No creo que puedas hacerlo.
—Créeme, sí puedo.
—¿Cómo? No puedes obligar a la gente a ingerir algo contra lo que se les ha prevenido.
—Oh, no les obligaré. Querrán hacerlo.
Ella le miró fijamente mientras un trueno retumbaba en las montañas haciendo temblar el suelo y vacilar las luces.
—Son las fórmulas confidenciales —dijo ella por fin—. Es eso, ¿no?
Él hizo un guiño.
—Ésa es mi lista hermana. Sí, las fórmulas confidenciales. Las que actualmente están en desarrollo y que podrían hacernos ganar millones, posiblemente incluso millardos[10].
—¿O sea que intentas venderlas a otra empresa? ¿A Synatech, quizá?
—Oh, no, eso es demasiado corriente. Estamos en una nueva era, Charlotte. Hay que ir acorde con los tiempos. Voy a publicar las fórmulas en Internet.
—¿Y qué conseguirás con ello? —preguntó Charlotte.
Desmond miró a Jonathan.
—Braveheart sabe de qué estoy hablando, ¿verdad?
—Maldita sea, Desmond —exclamó Charlotte.
—¿Sabes cuántas víctimas de cáncer hay en el mundo, Charlotte? —preguntó Desmond—. ¿Cuánta gente espera desesperada… cualquier posible cura? Distribuiré esas fórmulas y en un abrir y cerrar de ojos cientos de pequeñas farmacias de todo el mundo empezarán a elaborar los medicamentos con la esperanza de ganar millones. Y, créeme, la gente los comprará.
—Pero ¿de qué manera matará eso? Esas fórmulas están en la categoría de experimentales, pero tú y yo sabemos que algunas de ellas realmente funcionan mientras que otras… —se interrumpió—. Dios mío, vas a alterarlas.
—Cada vez eres más lista.
—¿Vas a volverlas mortales?
—Ya las he alterado.
—No saldrá bien, Desmond. Lo único que tengo que hacer es enviar un aviso desde Armonía Biotec.
—Oh, vamos, Charlotte. En primer lugar, no sabes qué fórmulas he alterado y cuáles tengo intención de publicar. ¿Y cómo vas a enviar el aviso? ¿A través de las páginas de prensa? Hay millones de páginas de prensa, millones de salas de charla y millones de websites. Pregúntaselo a Braveheart, él te lo dirá.
—¿Por qué haces esto?
—¡Porque la empresa es mía por derecho! —rugió, sobresaltándoles. ¡Soy el único heredero de Richard Barclay! Armonía Biotec empezó con su hija. Cuando ella murió, debería haber pasado a mí.
—¡Dios mío, Desmond, eres retorcido! ¿Estás diciendo realmente que si no puedes tener la empresa la destruirás?
Él consultó su reloj.
—Decídete —espetó—. Son casi las seis. —Cruzó la habitación hasta un antiguo teléfono de pago que había colgado en la pared—. Te lo haré más fácil. Aquí tengo el número de las noticias del Canal Siete. Puedes efectuar tus declaraciones por teléfono.
Cuando Jonathan hizo un movimiento súbito hacia un armario que había junto a las máquinas de juego, Desmond dijo:
—Yo de ti no lo probaría. Quédate donde estás y mi mayordomo no se convertirá en Jean-Claude Van Damme. Con cuchillos. —Añadió con una sonrisa—: Parece esmirriado pero es cinturón negro en varias artes marciales.
—Desmond —dijo Charlotte casi suplicante—, esto no tiene sentido. ¿Qué ganas con ello? En cualquiera de los dos casos, si hago la declaración o si te dejo publicar esas fórmulas… la compañía se arruinará. Perderás tu empleo, tu inversión, ¡probablemente esta casa! ¡Matar la empresa Armonía es como un suicidio!
Él levantó el auricular, lo contempló un momento; luego colgó y dijo:
—Bueno… hay una tercera posibilidad.
—¿Y cuál es?
—Que me cedas Armonía Biotec.
Un trueno retumbó y resonó. Las llamas de la chimenea bailaron a merced de una corriente invisible.
—Así que es eso —dijo Charlotte—. Eso es lo que perseguías. Quieres que te dé mi empresa.
—Es mía.
—Olvidas que también soy heredera de Armonía Perfecta. Y yo soy la mayor.
—¡Y yo soy el varón! —gritó él.
Echando una mirada a Jonathan, Charlotte dijo:
—De acuerdo, no discutiré eso ahora. Pero, por el amor de Dios, Des, ¿por qué no acudiste a mí en un principio? ¿Por qué mataste a personas inocentes? ¿Por qué esos ridículos mensajes? ¿Por qué esa estúpida rueda de prensa y el plazo?
—Bueno, en primer lugar, querida hermanita, no esperaba que dijeras: «Ah, bien, tienes razón, la empresa es tuya». También lo he hecho porque quería hacerte sufrir.
—¿Por qué?
—Porque tenías todo lo que yo no tenía.
—¿Cómo puedes decir eso? —exclamó ella.
—Tu abuela te quería, Charlotte. ¿Sabes cómo ha sido mi vida con Margo? ¿Hasta qué extremos llegaba para demostrar al mundo cuánto me quería? Aquellas grandes fiestas, poniéndome sólo a mí en nuestra tarjeta de Navidad anual, alardeando ante todo el mundo de lo magnífico que era su hijo. Durante mucho tiempo creí que mi nombre era «Eres adoptado pero». Ella empezaba así todas las frases. O decía: «Te queremos como si fueras nuestro». Me sentía como un perro extraviado que ella hubiera acogido.
Contempló el vaso que tenía en la mano.
—Creo —dijo con voz suave— que si hubiera sabido que era un auténtico Barclay, el nieto del gran Richard Barclay, creo que habría podido amarme.
Alzó los ojos hacia Charlotte.
—Esa casa también debería haber ido a parar a mí. En cambio, la vieja te la dejó a ti y tú no la quisiste y la vendiste a unos extraños.
—Se la ofrecí a Margo y Adrian —dijo ella.
—¡Ofreciste vendérsela! —volvió a gritar—. ¡Intentaste venderles lo que ya les pertenecía… lo que me pertenecía a mí!
—Desmond, escucha, podemos arreglar esto…
—No me des órdenes, Charlotte. Y no, no podemos «arreglar esto». Cédeme todo el control o destruiré la empresa Armonía y a ti.
—Desmond —intervino Jonathan, con un ojo puesto en el mayordomo—, que yo recuerde, nunca tuviste mucho tiempo para la informática. Estoy impresionado. Al parecer has recibido clases. Eres consciente, por supuesto, de que transmitir aunque sólo sea una fórmula por Internet te llevaría días, o incluso semanas, para que llegara al número de personas al que tú deseas que llegue.
—Jonathan tiene razón, Des —se apresuró a convenir Charlotte—. No tienes capacidad para hacerlo.
Desmond miró primero a Charlotte y después a Jonathan; y luego, lentamente, sonrió.
—Ah, ¿y es aquí dónde se supone que digo: «En realidad, tengo preparada una pequeña demostración»? Me acerco a mi ordenador y digo: «¡Observad!», transmito una fórmula y los federales entran corriendo por esa puerta. ¿Es eso lo que habéis planeado? Por Dios, qué diáfana puedes ser a veces, Charlotte. ¿Has oído hablar alguna vez de spamming? ¿Hot keys? ¿Macros? ¿Envíos cruzados? Tecleo una orden de tres teclas y antes de que tengas tiempo de decir: «Ahí van los beneficios», la preciada fórmula GB4204 de Charlotte ha llegado a medio millón de direcciones.
Jonathan lanzó una mirada de precaución a Charlotte.
—Supongo que has estado tomando lecciones, Des —dijo mientras mentalmente calculaba la distancia que le separaba del armario cerrado hacia donde Desmond no dejaba de mirar.
—Bueno, tener un hijo de diecisiete años que ha estado pegado a un ordenador desde que salió del vientre de su madre sin duda me ha servido de ayuda. La primera vez en la vida que ese muchacho se da cuenta de que tiene padre.
—Realmente no crees que vas a conseguirlo, ¿verdad? —dijo Jonathan, una mano en el brazo de Charlotte, indicándole que diera despacio un paso atrás—. Enviar por Internet propiedad intelectual, como por ejemplo una fórmula registrada robada, es un delito federal.
Desmond le echó una mirada fulminante.
—Y tú tampoco me des órdenes. Sé lo que es legal y lo que no lo es. Podría argumentar que, como tengo parte de la propiedad de la empresa, sólo cogería lo que es mío. Y además, una vez alterada la fórmula, ¿sigue siendo una fórmula de Armonía? Una pregunta interesante, creo. Pero ahora no tenemos tiempo de hablar de eso. —Cogió un montón de documentos legales, grapados y encuadernados con unas tapas azules—. Me he tomado la libertad de redactarlo todo. Lo único que tienes que hacer, Charlotte, es firmar en la línea de puntos.
Ella clavó la vista en los papeles como si le estuviera tendiendo una serpiente.
—¡No hablarás en serio!
—Absolutamente en serio, hermanita. Firma los papeles y tú y Braveheart podéis marcharos a casa, felices pensando que habéis salvado miles de vidas… y las vuestras también.
—Me sorprende que tengas tantas ansias de poder. Nunca me había dado la impresión de que te interesara tanto llegar a dirigir la empresa.
—No creo que Desmond quiera dirigir la empresa —declaró Jonathan con calma, alejándose un poco más.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Charlotte.
—No vas desencaminado, Braveheart. —Desmond se encogió de hombros—. Supongo que no sirve de nada mantenerlo en secreto. Si quieres saberlo, hermanita, tengo intención de venderla.
—¡Venderla!
—¿Crees que no sé que Synatech se puso en contacto contigo hace unos ocho meses para hacerte una oferta de compra? Una oferta, añadiría yo, que habría supuesto una buena cantidad de dinero para tus bolsillos. Bueno, como he dicho, he hablado con ellos…
De pronto sonaron en toda la casa las campanillas del timbre de la puerta. En cuanto el mayordomo desapareció, Jonathan cruzó la sala con grandes pasos hacia el armario cerrado. Un momento más tarde regresó el mayordomo.
—Señor Barclay —empezó a decir.
Inmediatamente detrás de él apareció Valerius Knight.
—Oh, Dios mío —murmuró Desmond, dejando su vaso—. Ha llegado Elliot Ness.
Knight se acercó a él, con un ordenador portátil en la mano.
—¿Es su ordenador personal, señor Barclay?
—¿Qué hace usted con eso?
—¿Quiere hacer el favor de identificarlo?
Desmond vaciló. Luego dijo:
—Es evidente que ya lo saben.
—Sí o no, por favor.
—Claro que es mío.
—Señor Barclay, queda usted detenido por sospechoso de manipulación de producto y conspiración para cometer fraude…
—¿Qué?
Dos agentes con impermeables mojados se pusieron al instante a ambos lados de Desmond, le cogieron las muñecas y le pusieron las esposas.
—Queda arrestado —prosiguió Knight— por sospechoso de espionaje industrial, fraude y piratería.
—¡Un momento! ¿Qué pruebas tienen?
—La prueba está aquí, señor Barclay —dijo Knight, mostrándole el ordenador.
Desmond sonrió.
—Muéstreme un solo fichero de ese ordenador.
—Puedo enseñarle treinta y ocho —declaró Knight mostrándole un disquete—. Estos ficheros fueron borrados del directorio, por supuesto, pero los hemos encontrado. Todavía estaban en el disco duro.
—Parece que Robbie no te enseñó lo suficiente —intervino Jonathan mientras pasaba los dedos por la superficie del armario.
—Llévese el ordenador —dijo Desmond encogiéndose de hombros—. No me importa. No tienen ninguna prueba de nada. Pero, realmente, Charlotte, me has decepcionado. Te he advertido que no avisaras a los federales. Ahora tendré que cumplir mi amenaza.
—Bueno, técnicamente —dijo Jonathan— no ha sido Charlotte quien ha alertado a Knight de tu ordenador escondido. He sido yo. También ha sido idea mía que hiciera que su técnico utilizara un programa para encontrar ficheros borrados.
—No importa —dijo Desmond—. Arrestarme no me detendrá. Estaré en la calle dentro de unos días, quizá dentro de unas horas. Y entonces haré que tú y Charlotte deseéis no haber… Eh, ¿adónde vais vosotros?
A una señal de Jonathan, otros dos hombres de Knight entraron en la habitación y se dirigieron hacia el armario, el cual abrieron dejando al descubierto un centro de juegos informáticos. De inmediato se pusieron a etiquetar los cables, los hilos y los enchufes, con celeridad, en silencio, como habían hecho en los despachos de Armonía Biotec. Cuando desconectaron la unidad central de la pantalla, Desmond protestó:
—No pueden llevarse eso.
Knight se acercó a él con dos zancadas y le mostró un papel para que Desmond lo leyera.
—Tenemos autorización para llevarnos todo el equipo que sea sospechoso, señor Barclay.
Desmond se echó a reír.
—Adelante. Ese disco duro tiene cuatro gigas, por cierto. Muchos ficheros para examinar. A ver, quizá haya guardado las fórmulas robadas en «Cartas a tía Matilda». O quizá están alojados en algún lugar de mi directorio de recursos Alpha World. ¡Eh! ¡«Impuestos de los años 1986-1996»! ¡Ése sí que es un fichero grande!
—Por alguna razón, Desmond —intervino Jonathan cuando se reunió con los agentes ante el armario del ordenador, abriendo cajones e inspeccionando estantes—, no creo que seas tan estúpido como para guardar las fórmulas robadas en tu disco duro.
—¿Quieres examinar mis disquetes? —preguntó Desmond—. Abre ese armario. Sí, ése.
Jonathan abrió una puerta y quedaron expuestos unos estantes atestados de juegos, equipo de deporte y, en la parte inferior, cajas de zapatos llenas de disquetes.
—Sírvete tú mismo —dijo Desmond con una sonrisa ligeramente triunfante.
Jonathan intercambió una mirada con Charlotte; ambos pensaban lo mismo: tardarían semanas o meses en revisar todos aquellos ficheros.
Knight se acercó, se detuvo y echó un vistazo a las cajas.
—Dios mío —exclamó.
—No saben cómo me estoy divirtiendo —dijo Desmond.
Los ojos de Jonathan examinaron los estantes, pasando los ojos por las cajas de un viejo Monopoly y de un Cluedo, un rompecabezas de quinientas piezas, un Intelect y unas damas. Cuando sus ojos se posaron en una caja decorada con vistosos dragones y brujos, la sacó.
—Veo que ahora juegas a juegos de ordenador, Des —dijo sosteniendo en alto la caja—. Recuerdo que solías burlarte de mí por jugar a Pong y a Asteroides. ¿En qué nivel estás?
—¿Eh?
Jonathan sacudió la caja, la abrió, dejó caer el disquete en su mano abierta.
—¿Ya has llegado a Dragonmaster?
Desmond carraspeó.
—No es mío. Es de mi hijo. Juega cuando me viene a visitar los fines de semana.
Jonathan dio la vuelta a la caja, examinándola.
—Deberías comprarle a tu hijo cosas más nuevas. Esta versión es vieja. Los juegos ya no vienen en disquetes. ¿O no lo sabías?
—Desmond —dijo Charlotte—, sé que Robbie consiguió este juego cuando estaba en séptimo grado. No creo que juegue con él en estos momentos.
Desmond se encogió de hombros, un gesto nervioso, rápido.
—¿Y yo qué sé con qué juega ahora? Quizá no lo ha tocado en años. Ese armario está lleno de juegos viejos.
Jonathan hizo girar el disquete en sus manos y luego lo sostuvo ante la luz.
—Me pregunto si éste ha sido utilizado para escribir en él. No parece que esté protegido.
—Es un maldito juego de ordenador —dijo Desmond, empezando a percibirse una nota de pánico en su voz.
—Los discos de juegos pueden alterarse —dijo Jonathan—. Me pregunto si esas fórmulas confidenciales no podrían estar escondidas en algún lugar en Mordred’s Castlekeep. ¿O quizá están enterradas bajo el lago de Khalila’s Sorrow?
Valerius Knight alargó el brazo y cogió la caja del juego y el disquete de las manos de Jonathan.
—Siempre he querido probar un juego de ordenador —dijo—. Éste me parece bastante sencillo.
—Oiga… —empezó a decir Desmond.
Volvieron a sonar las campanillas del timbre de la puerta, y unos instantes después aparecieron Margo y Adrian.
—¿Qué está pasando aquí? —atronó el padre de Desmond—. Acabamos de recibir una llamada de Sung para decirnos que viniéramos aquí enseguida. Ha dicho que era una emergencia.
—Al parecer me están arrestando —explicó Desmond.
—¿Qué?
—Es un error, padre. No te preocupes.
—¿Con qué motivo te arrestan, por el amor de Dios?
—Dicen que soy el culpable de haber manipulado los productos.
Adrian clavó los ojos en su hijo.
—¿Eres el responsable de esos cuatro envenenamientos, Desmond?
—Claro que no —respondió en su lugar Margo con voz áspera—. La policía ya ha arrestado al responsable.
—Sí, pero tú contrataste a Rusty Brown, ¿verdad, Desmond? —dijo Charlotte—. La señora Ferguson lo atestiguará.
Adrian miró con ceño a los agentes que desenchufaban el ordenador y lo envolvían en plástico. Luego se volvió a Desmond.
—No estás en tus cabales. ¿Contrataste a sabiendas a un hombre con antecedentes penales? ¿Por qué diablos lo hiciste?
Desmond se encogió de hombros.
—Quería darle una oportunidad de ver el error que había cometido, una oportunidad de rehabilitarse. Es un buen técnico, conoce bien su trabajo.
—Desmond —dijo Charlotte—, contrataste a propósito a Brown por sus antecedentes. Conociste su existencia por los periódicos, leíste lo de su detención y juicio y cuando salió de la cárcel le llamaste y le ofreciste un empleo. ¿Le hiciste grandes promesas, Desmond? ¿Fue así cómo le manipulaste? Y luego, cuando estaba bebiendo en el Coyote Bar Grill, después de que le negaran un aumento, le metiste en la cabeza la idea de vengarse.
—Una fantasía interesante —dijo Desmond con una carcajada poco convincente.
Jonathan revolvió en el armario, sacando cajas de zapatos llenas de disquetes, apartando esquíes y pelotas de fútbol, hasta que vio algo apretado contra la parte de atrás.
—¿Esto es fantasía? —preguntó, mostrando la falsa barba y la gorra de béisbol con una cola de caballo—. El portero de noche declaró que el hombre que invitó a beber a Rusty Brown llevaba barba y cola de caballo.
—¡Esto es ridículo! —exclamó Adrian—. ¿Y qué motivos tendría Desmond para querer destruir la empresa?
—Porque descubrió —dijo Charlotte— que Iris Lee era su madre.
Los dos Barclay se miraron unos instantes. Luego Margo dijo:
—No te creo.
—Es cierto —se oyó otra voz en la habitación—. Iris era la madre de Desmond.
Todos se volvieron para ver la figura que acababa de llegar.
Se oyó un jadeo colectivo.
—¡Abuela! —exclamó Charlotte.