San Francisco, California, 1957-1958
Nunca jamás había visto a la señora Katsulis tan intranquila e inquieta.
Llevaba ocho años trabajando para mí, y en todo ese tiempo siempre había sido una mujer fuerte, estable y sensata, cualidades por las que la había contratado.
La señora Katsulis era la compañera de Iris, una enfermera diplomada con experiencia en el trato de adultos con deficiencias en el desarrollo. Así es como lo llamaban los médicos occidentales; decían que mi hija padecía «deficiencias en el desarrollo». Los médicos chinos declaraban que se trataba de un bloqueo del flujo entre sus cincuenta y nueve meridianos. Gideon escuchaba a los médicos occidentales y quería que Iris probara medicaciones con nombres que sonaban a mala suerte como metilfenidato y clorpromazina. Pero yo calmaba la sangre de mi hija y suavizaba su chi con decocciones de flores de crisantemos, Zapatilla de Señora, y hueso de dragón fosilizado. En su dormitorio coloqué almohadas rellenas de espliego y cuencos llenos de capullos de naranja; eliminé todos los espejos que reflejaban su cama para que su espíritu no se asustara cuando se viera a sí mismo mientras ella dormía; y en las paredes pinté ocho símbolos de la buena suerte en turquesa, que es el color del nordeste, también símbolo de buena suerte. Con el tiempo, la mente sin ataduras de mi hija halló la tranquilidad de modo que cuando no estaba ocupada con uno de sus enormes y complicados rompecabezas, que ella realizaba con asombrosa rapidez, podía por fin permanecer sentada quieta durante largos períodos de tiempo en la azotea o en el jardín, junto a la piscina. En esos momentos parecía normal, y los que visitaban mi casa por primera vez creían que simplemente era tímida.
Y entonces un día Iris empezó a salir y extraviarse. Hice poner cerraduras nuevas en todas las puertas, pero, igual que los rompecabezas, no había cerradura que Iris no pudiera abrir. Por esta razón la señora Katsulis adoptó la costumbre de dormir en el dormitorio de Iris. Mi hija se había convertido en una joven muy guapa y los hombres que no la conocían confundían su conducta con coquetería, con una invitación a la seducción.
El motivo por el que Iris sintió este repentino impulso de escaparse no lo sé. No tengo ni idea de qué visión la hacía salir de casa, pues daba la impresión de que buscaba algo. Una vez la seguí, y observé que caminaba con la actitud de alguien que se ha perdido y busca señales que le indiquen el camino de vuelta a casa. Cuando la detuve en la esquina, ella se limitó a sonreír y regresó conmigo. Pero me pregunté hasta dónde habría ido, qué habría visto que le hubiera hecho pensar: «He llegado».
No tuve más hijos. El señor Lee no había podido darme un bebé, y cuando él murió vi a los hombres sólo como amigos. Gideon Barclay era el dueño de mi corazón, él sería siempre el único hombre al que amaría, e Iris era la hija que creamos juntos. Esto me bastaba. Si en ocasiones pensaba en nietos, o veía los nietos de otras mujeres de mi edad, quizá sentía una punzada de dolor. Porque Iris no podría casarse, y yo, con cuarenta y nueve años y sin estar casada, sabía que ya no tendría más hijos. El linaje de Richard Barclay finalizaba con mi hija.
Y por eso, cuando la señora Katsulis acudió a mí, retorciéndose las manos, el semblante pálido como las blancas nubes que se cernían sobre la bahía, y me contó lo que había descubierto de Iris tuve dos reacciones. Al principio me enojé y me indignó que alguien hubiera tocado a mi preciosa hija, y me avergoncé porque semejante deshonor nos hubiera sobrevenido. Pero luego pensé: Iris está embarazada, qué más da quién sea el hombre, porque el linaje que iniciaron Richard y Mei-ling al fin y al cabo proseguirá.
Se lo dije a Gideon, claro, y él se indignó, como yo había previsto. Como era su padre, quiso encontrar al hombre que lo había hecho y darle su merecido. Pero eso jamás lo podríamos saber, porque Iris había salido de su habitación una noche sin despertar a la señora Katsulis y la encontramos a la mañana siguiente durmiendo en el mirador de la azotea. Todos creímos que simplemente había subido a contemplar las estrellas. Pero entonces supe que debía de haber salido a la calle también. Gracias a la buena suerte y a la atenta vigilancia de Kwan Yin mi hija no había sufrido un destino peor.
Gideon quería hablar con la policía. Ésa era su manera de actuar, a través de canales oficiales, al estilo estadounidense. Pero existía también la manera «familiar» de hacer las cosas, el estilo chino. Tenía que proteger el honor de mi hija.
—Voy a llevarla a Hawai —le dije a Gideon—. Allí tendrá a su hijo, lejos de miradas curiosas. Cuando regresemos, diré a todo el mundo que Iris se casó pero que el muchacho murió en un accidente.
—Armonía —me dijo Gideon de un modo tan tierno que deseé que me rodeara con sus brazos—, nadie se creerá esa historia.
—Claro que no. Pero todos serán educados y sabrán que deben defender el honor de mi hija. Será un secreto a voces, compartido por todos, pero del que nadie hablará.
Tuve que hacer muchos preparativos antes de llevarme a Iris a Honolulú, pues yo seguía siendo la única persona que controlaba mi empresa, la cual ahora se llamaba Productos Armonía. La fábrica de Daly City había experimentado una gran expansión y varias renovaciones, y siguiendo el consejo de Gideon finalmente había recurrido a la automatización. Había aprendido que tener en cuenta los consejos podía resultar beneficioso, pues cuando seguí el consejo del joven señor Sung de que ofreciera productos gratuitos a los empleados, la calidad empezó a mejorar enseguida, como él había previsto, ya que nadie sabía qué lote le tocaría, y así no volvimos a tener ningún problema de calidad y mi empresa siguió creciendo. En 1949, cuando se produjo un embargo de las importaciones de la República Popular China, que limitó drásticamente el suministro de hierbas, realizamos los envíos a través de Hong Kong, utilizando nuestra propia compañía, Armonía-Barclay Ltd., como proveedor. El crecimiento no paró y, a medida que la gente se interesaba más por la salud y se hacía más consciente de la importancia de las vitaminas y las hierbas, las recetas de mi madre empezaron a aparecer fuera de los límites de Chinatown, en drugstores y mercados y un nuevo fenómeno denominado tiendas de alimentación sana.
Mientras estaba redactando largas y detalladas instrucciones para mis supervisores, pues esperaba permanecer fuera casi un año, recibí una visita inesperada.
Olivia Barclay no había puesto los pies en la casa desde el día en que se marchó de ella, quince años atrás, y nos habíamos visto pocas veces desde entonces; una vez en la boda de Margo y Adrian, porque Gideon me invitó, y otra vez en el hospital donde Gideon se recuperaba de una operación en la rodilla. Yo sabía por Gideon que no era una mujer feliz, pese a ser muy rica y la reina de sus círculos sociales, pese a ser una Barclay y haberse casado con el apuesto Gideon. Todas estas cosas parecían no ser suficientes. Yo aún tenía la casa.
Ésta era, claro está, la razón de las cartas que me escribía, enviadas durante años, llenas de palabras airadas y venenosas, amenazas de dejarme sin casa, promesas de hacerme desear no haber abandonado nunca Singapur. No hablé con nadie de esas cartas, ni siquiera a Gideon; se hicieron menos frecuentes, más breves y menos vehementes, hasta que finalmente dejaron de llegar.
Al acompañar a Olivia a mi sala de estar supe lo que ella veía al mirar las paredes, los suelos y los muebles. Ella veía el insulto y la profanación de su sueño. No quedaba nada de la era victoriana, pero tampoco había dejado nada del mundo ultramoderno de Olivia. Yo había llevado China a mi nuevo hogar, de modo que cuando miró alrededor vio muebles tallados en exóticas maderas oscuras, biombos lacados en negro y dorado, pinturas en pergamino en las paredes, obras de arte escasas pero significativas como el dragón imperial de pie sobre un cofre de palisandro, las enormes lámparas hechas con jarrones adornados con dibujos de patos mandarines sobre un fondo rojo, y, dominando el salón, un trío dé grullas de latón de tamaño natural entre juncos y bambú verdigrises que parecían de verdad. Mientras servía té en unas tazas azul cobalto decoradas con mariposas y peonías, vi en sus ojos lo que pensaba Olivia. Se habría dicho que había arrojado basura en mi casa.
—No es una visita social —dijo, sin probar el té de jazmín o mis galletas de almendra y sésamo, sin siquiera molestarse en añadir educadamente: «Me siento honrada, pero estoy demasiado llena para comer».
Dijo:
—Me gustaría ir directa al grano. —Su tono afilado era como una espada. Abrió el bolso y sacó dos sobres, uno sellado y el otro no. Al entregarme el segundo dijo—: Lee éste primero.
Más cartas, pensé. Y éstas son tan importantes que tiene que entregármelas en persona.
Cuando abrí la primera, retirando con cuidado los papeles que había dentro, sentí que el corazón me daba un vuelco. Supe enseguida que Olivia había venido a darme malas noticias, que había venido con mala suerte, pues su carta no había sido escrita por ella, el remite del sobre era de una agencia de detectives privados de Hong Kong.
—He tardado quince años en obtener esta información —dijo, sacando un cigarrillo de su bolso y encendiéndolo sin pedir permiso—. Nunca creí que fueras hija de Richard Barclay. O que, si lo eras, él se hubiera casado con tu madre. Me ha costado mucho dinero y trabajo obtener esta información; con la guerra se perdieron muchos archivos, y también personas. Pero el hombre al que contraté por fin logró descubrir lo que yo necesitaba saber.
No miré los papeles. Mantuve mis ojos fijos en los de ella.
—¿Y qué es lo que descubrió? —pregunté con voz suave.
—Que yo tenía razón. Tu madre y Richard Barclay no se casaron legalmente.
—No —dije—. Legalmente no. No obstante eran marido y mujer.
—De un modo que no tendría ninguna fuerza ante un tribunal. Tu certificado de nacimiento es falso, igual que tus papeles de ciudadanía. Estoy segura de que los tribunales encontrarían muy interesante, señora Lee, saber que entraste en este país con papeles falsos. Imagino que te enviarán de nuevo a Singapur.
—¿Y esto? —pregunté, mirando el sobre sellado.
—Mi hombre incluyó esto con su informe. Indica que es personal para ti.
¿Por qué no lo había abierto, un simple papel pegado con pegamento, cuando había investigado mi vida entera? Contenía una carta del reverendo Peterson, el hombre que nos había ayudado a mi madre y a mí tantos años atrás.
Perdóname, Armonía —había escrito—. Este hombre me ha engañado. Ha fingido que también era clérigo y cuando descubrí que me habían engañado y le había confiado información que no tenía que oír nadie, le busqué y le pedí al menos que te hiciera llegar esta carta, si le era posible. No sé dónde estás, Armonía, pero sin duda el cliente de este detective te conoce, ya que está investigando tus orígenes. Como he revelado la verdad a este hombre, también debo revelártela a ti, para que no sea utilizada en tu contra; una verdad, mi querida Armonía, que mucho tiempo atrás juré que jamás revelaría.
Tu madre no murió el año que tú partiste hacia América.
El resto acudió a mí en imágenes en lugar de palabras, que saltaban del papel como escenas de película en una pantalla: mi madre enterándose de la nueva Ley de Inmigración que iba a ser aprobada en Estados Unidos que prohibiría que incluso los hijos de ciudadanos estadounidenses entraran en el país; mi madre acudiendo al reverendo Peterson en busca de ayuda; los dos ideando un plan que consistía en alterar el año de mi nacimiento, de modo que tuviera dieciocho años en lugar de dieciséis y por tanto pudiera viajar como adulto; fingir mi madre una enfermedad grave para que yo la abandonara y empezara mi nueva vida con mi padre en Estados Unidos.
Le hablé a este charlatán —escribía el reverendo Peterson— de Mei-ling y mi engaño, la falsificación de documentos oficiales, y ahora eso puede ser usado contra ti. Lo lamento verdaderamente. Pero no lamento tanto haber roto la promesa que hice a tu madre, porque al escribirte, con esta noticia, soy libre de darte otras noticias más felices. He dicho que tu madre no murió el año en que partiste de Singapur. No murió al año siguiente, ni al siguiente. Un día acudió a mí, unos meses después de que partieras, para contarme una historia de lo más fantástica: su padre había ido a buscarla, dijo. La había buscado por Malay Street donde le dijo que al desterrarse, al convertirse en un ser inexistente, le había conferido honor a él, y por eso le pedía que volviera a casa.
Les visité allí, Mei-ling encantada en el jardín de su padre, sirviéndonos té y esos divinos pastelillos por los que es famosa. Nunca había visto a una mujer tan feliz. Y yo sabía el porqué: era, Armonía, porque ibas a encontrar a tu padre, Richard Barclay.
Le pregunté por qué había fingido que iba a morir. Me respondió que de otro modo tú nunca la habrías abandonado. Si ella no podía estar con el hombre al que amaba, le bastaba con que lo estuviera su hija.
Y entonces, cuando los dos estuvimos solos y fuera del alcance del oído de otras personas, tu madre me contó algo extraordinario. Dijo que en cuanto regresó a casa de su padre, se puso a buscar tu paradero en América. Tenía que hacerlo sola, sin la ayuda de su padre, pues tú eras un secreto latente entre ellos, tú, Armonía, eras la vergüenza de su familia. Pero Mei-ling necesitaba saber que estabas bien, que habías encontrado a tu padre. Estas preguntas le ardían en el corazón mientras escribía una carta tras otra a San Francisco y aguardaba largas semanas su respuesta. Por fin recibió noticias en forma de un recorte de periódico, en el que se anunciaba tu compromiso con Gideon Barclay. Quiso escribirte enseguida.
Su padre, tu abuelo, lo descubrió y le recordó que había devuelto el honor a la familia borrando de su vida a su hija ilegítima engendrada por un diablo extranjero. Pero traer a la hija de vuelta a Singapur sería volver a traer el deshonor a la familia. Mei-ling no sabía qué hacer. No podía ir a América y estar contigo debido a las leyes que prohibían que los chinos entraran en Estados Unidos. Y no podía pedirte que regresaras a Singapur.
Oró a Kwan Yin, y la respuesta le llegó de un modo curioso. Tu madre me dijo que la Diosa le habló a través de la voz de su madre. La madre de Mei-ling había muerto muchos años atrás, cuando Mei-ling no era más que una niña. La voz dijo: «Armonía ya no pertenece a este mundo, tiene trabajo que hacer en el Nuevo Mundo. Déjala en manos de su destino».
Mei-ling jamás te escribió, aunque le dolía en el alma estar separada de ti. Sabía que su madre había hablado con sabiduría, pues si Mei-ling te hubiera escrito tú habrías regresado, lo que habría arruinado dos vidas.
Clavé la vista en estas palabras y la sabiduría de mi madre me hizo llorar de emoción. Tenía razón. Si hubiera tenido noticias de ella, habría regresado. Y aunque no lo hubiera hecho, ¿mis cartas no habrían llevado vergüenza y deshonor a la casa de su padre cada vez que hubieran llegado?
El reverendo Peterson había añadido unas palabras al final de su carta, que leí a través de las lágrimas:
Lamento decirte que tu amada madre falleció hace poco tiempo, pero lo hizo en paz; había vivido feliz durante treinta años en la casa de su padre, elaborando medicinas, cuidando de la gente. Cuando murió, tenía una botella de vino Loto Dorado de Armonía Perfecta en sus manos, la bella etiqueta con el sauce azul y plateado sobre el pecho. Estaba orgullosa de lo que había conseguido su hija. Y sé que no pasó ni un solo día sin pensar que tú vivías en casa de tu padre, Richard Barclay.
Dejé la carta en mi regazo y miré a Olivia. Ella había venido con intención de asustarme. En cambio me había devuelto la vida de mi madre. Había venido con la intención de arrebatarme esta casa.
—Puedes hacer lo que quieras con la información que el detective te ha dado —dije—. Pero jamás tendrás la casa de mi padre.
Aquella misma noche apareció Gideon ante mi puerta, mientras yo preparaba nuestras maletas.
—Olivia acaba de llegar a casa. Estaba muy trastornada por algo. Me ha dicho que había venido a verte. Armonía, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué ha venido Olivia? ¿Qué te ha dicho?
Le mostré la carta del reverendo Peterson y después lloré en brazos de mi amado: de alegría, de tristeza, por la felicidad de mi madre, por su muerte. Él se quedó conmigo aquella noche; mi amado Gideon se quedó conmigo y se marchó justo antes del amanecer, mientras yo dormía.
Al día siguiente, cuando Iris, la señora Katsulis y yo estábamos a punto de subir a bordo del vuelo de la Pan Am a Hawai, vi a Gideon avanzar apresurado entre la multitud. Pensé que había ido a despedirnos, pero observé que llevaba una maleta.
—Le he dicho a Olivia que quiero el divorcio. Me voy a Hawai contigo y nuestra hija.
Regresamos diez meses más tarde con Charlotte, que había nacido en Hilo, una tranquila ciudad donde nadie nos conocía. Como yo había previsto, nadie creyó mi historia del joven marido de Iris que había muerto en un accidente de buceo, pero todo el mundo la aceptó y guardó el secreto.
Mientras nos hallábamos en Hawai, Gideon y yo tejimos sueños de nuestra vida juntos. Pero cuando llegamos a San Francisco nos enteramos de que no se podrían hacer realidad.
Olivia no concedió el divorcio a Gideon. Yo ya lo esperaba. ¿Por qué iba a cederme las dos cosas, casa y marido, a mí? Pero también había problemas en la familia, y se necesitaban la fuerza y la orientación de Gideon. En el ojo del huracán se hallaba la incapacidad de Margo de quedar embarazada.
Margo y Adrian llevaban siete años casados y aún no tenían hijos. Ahora Margo quería adoptar un huérfano pero Olivia no quería; insistía que su nuera acudiera a un especialista y encontrara la manera de tener un heredero propio. Olivia quería que su nieto fuera un Barclay.
—He intentado hacerle ver —me dijo Gideon un día— que nosotros no somos auténticos Barclays, que Richard Barclay me adoptó. Pero a ella le conviene olvidar ese hecho, para forzar a Adrian a intervenir cada vez que Margo va a ver a un abogado o visita una agencia de adopciones.
Las dos se peleaban constantemente, suegra y nuera, y ya no disfrutaban de aquella proximidad que en otro tiempo habían tenido, cuando Olivia aún vivía en la gran casa y mostraba a la joven Margo muestras de telas para cortinas. Adrian, de casi treinta años y con un alto cargo en la oficina de San Francisco de Armonía-Barclay Ltd., se encontraba entre las dos, obedeciendo a su madre y complaciendo a su esposa, y así empezó a ir cada vez con mayor frecuencia a clubes náuticos y campos de golf y, según sospechaba Gideon, a burdeles de Nevada.
Me inquietó lo que oí, pues sabía cuánto deseaba Gideon tener nietos, y sabía que semejante discordia perturbaba la armonía interior de Margo y su equilibrio del yin y el yang y bloqueaba el flujo de su chi, lo que disminuía sus probabilidades de quedar embarazada algún día. Gideon me preguntó si podía ayudarle, si conocía alguna cura. Le recordé que mis medicinas no curan, pues ése no es el camino chino, sino que sólo restablecen el equilibrio y la armonía en el cuerpo para que éste pueda curarse por sí mismo. Pero esto era lo que Margo precisaba: recuperar la armonía.
Le di una botella de vino Loto Dorado, que yo misma había tomado cada día desde hacía años. Yo era la prueba, le dije, de los poderes equilibradores de mi medicina, pues aunque tenía cincuenta años, la mayoría de la gente me hacía más joven. La botella que le di a Gideon para Margo era de mi propio suministro especial, no procedía de mi fábrica, lo elaboraba yo misma en mi cocina, componiéndolo del mismo modo que lo había hecho mi madre, y como se había preparado el tónico Loto Dorado un millar de años atrás: se empapaban los ingredientes en un gran cuenco de cerámica lleno de fuerte licor chino, gao liang, se sellaba bien el cuenco y se dejaba reposar la mezcla durante seis meses, luego se colaba, se refrescaba con más gao liang, se volvía a sellar y se dejaba empapar durante otros seis meses. Entre los poderosos ingredientes que utilizaba se encontraban la angélica, que regula el equilibrio menstrual, gusano de seda en polvo, que calma la sangre, y placenta humana desecada. Éstos eran fuertes agentes rejuvenecedores y fertilizadores.
A Margo yo no le gustaba. No creía en las medicinas a base de hierbas, aunque eso fuera lo que la había hecho rica. Por eso cuando Gideon me dijo que se tomaba con constancia el vino Loto Dorado y me pidió más, supe que su deseo de tener un hijo era hondo y auténtico.
A principios de la primavera de 1958, descubrí que Iris volvía a estar embarazada.
Esta vez no fui a Hawai ni le dije nada a Gideon. Mantuve a Iris en sus aposentos. Informé a Gideon y a nuestros amigos de que mi hija se había caído por la escalera y se encontraba recluida en la cama debido a una parálisis temporal. Contraté a dos enfermeras para que ayudaran a la señora Katsulis y para mantener a mi hija vigilada las veinticuatro horas del día. Proporcioné a Iris tantos rompecabezas como fueron necesarios para que estuviera ocupada. Y siete meses más tarde, cuando llegó la hora, volví a hacer de comadrona de mi nieto.
Ya tenía previsto lo que debía hacer. Tras examinar el niño con atención bajo la luz, y satisfecha porque no tuviera rasgos chinos, cogí el bebé de Iris mientras ésta dormía, lo bañé y lo envolví en una manta, y en plena noche fui a casa de Margo. Le dije que me habían llamado para ir a casa de una amiga cuya hija estaba a punto de parir. La hija no estaba casada y la familia no quería el bebé. Le dije a Margo si ella quería ese bebé, que sería nuestro secreto, y que el señor Sung, que era amigo mío y podía confiar en él, conseguiría un certificado de nacimiento y papeles de adopción como si la adopción fuera legal.
Margo aceptó el bebé de una extraña con alegría. Olivia no se mostró satisfecha cuando le dieron la noticia, pero era demasiado tarde para intervenir. Y Adrian sintió alivio porque se habrían terminado las peleas. Nadie sabía que el niño adoptado era nieto de Gideon Barclay.
Le pusieron de nombre Desmond.