17

San Francisco, California, 1942

—Lo siento, señora Lee, pero voy a tener que pedirle que se marche.

Mientras inspeccionaba los cristales rotos en el suelo de mi sala de estar, causados por una piedra que había sido lanzada a nuestra ventana, me pregunté si el mundo entero se había vuelto loco.

Guerra en todos los continentes, y ahora en la ciudad, donde gamberros rompían las ventanas de personas con ojos de forma diferente.

—Si por mí fuera… —prosiguió mi casero con aire de disculpa—, bueno, quiero decir que algunos de mis mejores amigos son chinos. Pero los vecinos se quejan. Tienen miedo de convertirse también en objetivos.

—Nos mudaremos, señor Klein —dije—. Mi hija y yo no nos quedaremos donde no somos bien acogidos.

Y así, una vez más, me encontré sin hogar.

Cuando vendí nuestra casa de Oakland tras la muerte del señor Lee, regresé a San Francisco donde descubrí que no podía comprar una casa, ni aun siendo ciudadana estadounidense, porque era una mujer sin marido y la ley exigía la firma del marido. Gideon se ofreció a comprarme una casa, pero ya me había hecho suficientes favores en el transcurso de los años y yo deseaba seguir independiente. Le dije que me contentaba con alquilar, pensando que sería lo mismo. No había previsto que habría una guerra mundial, no había visto la tormenta que se avecinaba que pronto perturbaría mi vida y la de tantas personas más. No sabía el odio que los prejuicios ciegos podía generar.

Los chinos que vivían fuera de Chinatown habían colocado carteles en sus casas: «No somos japoneses; somos chinos». Algunos incluso llevaban letreros en la espalda para impedir ser atacados por las calles. Yo no tenía ninguno de estos carteles y por tanto se nos acusaba de ser el enemigo.

Pero compartíamos ese enemigo. Cuando leí algo acerca de la caída de Singapur y de que todos los chinos habían sido acorralados, recordé aquel día cuando tenía dieciséis años y un digno caballero se detuvo en la acera para darnos dinero. Mi abuelo. ¿Habría logrado escapar antes de la invasión de los japoneses? ¿Y el resto de la familia de mi madre que vivía en la gran casa de Peacock Lane, Elegancia Dorada y Amanecer Estival, esposas de los dos hermanos de mi madre, Primer Joven Amo y Segundo Joven Amo, y sus hermanastras Orquídea de la Luna y Casia de la Luna? ¿Habrían escapado, o eran víctimas de la guerra?

En mi fábrica yo había consolado a trabajadores cuyas parientes femeninas habían sido violadas y asesinadas por soldados japoneses. Organicé actos para recaudar fondos destinados al Socorro de China Unida. Envié mis medicinas a las zonas de China devastadas por la guerra. Insté a mis trabajadores a que boicotearan los productos japoneses. Y luego rompieron la ventana de mi sala de estar con una piedra envuelta en una nota que decía: «Asquerosa japonesa».

Sabía que no sería fácil encontrar un lugar donde vivir mi hija y yo.

—No sé adónde nos enviarán —me había dicho Gideon la noche que se enroló—. Es por la naturaleza de lo que voy a hacer… construir puentes y carreteras… es confidencial. Pero cuando llegue, el ejército informará a mi esposa y a mi madre. O sea que si me necesitas, acude a ellas, Armonía, y ellas te dirán dónde puedes localizarme.

Yo sabía que no podría acudir a Olivia; ella no me diría dónde se encontraba Gideon. También sospechaba que Fiona no me ayudaría. Pero tenía que pensar en Iris. Ahora mi hija contaba trece años y había que vigilarla constantemente. Se había convertido en una bonita muchacha que atraía las miradas de los hombres y muchachos adondequiera que fuera. Iris no conocía el peligro que representaban los hombres. Aún estaba encerrada en su prisión; no aprendió a hablar; existía en un mundo propio.

—¿Has pensado en ingresarla en alguna institución? —me había preguntado un día Gideon cuando estábamos repasando los libros de Armonía-Barclay Ltd. Pero percibí en su voz que no lo decía en serio. Él quería a Iris tanto como yo, y no soportaría tenerla encerrada lejos. Pero también se preocupaba a medida que se iba haciendo mujer. Se había dado cuenta de cómo la miraban los hombres y sabía que intentarían aprovecharse de ella.

Yo me hacía acompañar por Iris a todas partes. Ella constituía una imagen familiar en la fábrica de Daly City, donde los trabajadores la mimaban y le daban caramelos. Viajaba conmigo cuando visitaba tiendas de hierbas y químicos y granjas locales donde compraba algunas de mis hierbas. Iba conmigo al cine, aunque normalmente nos marchábamos a media película porque no podía estarse quieta; escuchábamos la radio juntas por la noche y, aunque yo sabía que no lo entendía, se reía con Jack Benny y Amos y Andy.

Tenía que encontrar un hogar seguro y permanente para mi hija.

Yo conservaba aún la carta de mi padre, en la que decía a mi madre que volvía a casa para divorciarse. Lamentaba que la señora Barclay tuviera que ver aquella parte, pero para probarle que Iris era nieta de su marido tendría que leer la carta entera. Si no estaba dispuesta a ayudarme a mí, seguro que querría hacer algo por la descendiente de Richard.

Volví a permanecer de pie entre aquellas magníficas columnas, pero esta vez me sentía más segura que cuando había estado allí a los diecinueve años para pedir el apellido de mi padre. Ahora tenía una hija en la que debía pensar.

—Desearía ver a la señora Barclay, por favor —dije a la doncella que me abrió la puerta.

Me hizo pasar, franqueando la gran entrada que recordaba de seis años atrás, la última vez que había estado allí, durante mi batalla con Dragón Rojo. Pero el interior había cambiado. Habían desaparecido el recargado mobiliario victoriano y el papel pintado de flores. Ahora había espacio y luz.

Me llevaron abajo, a la biblioteca, donde vi que los mullidos sofás habían desaparecido así como los escritorios repletos de cachivaches. Ahora la estancia apenas estaba amueblada, con sillas de aluminio y mesas nuevas de plástico. Lo único que abundaba eran los anteproyectos que estaban clavados al papel pintado amarillo pálido de la pared, que mostraban dónde iban a eliminarse y añadirse muros, cómo iba a cambiar la planta baja. Había grandes libros de muestras de tejidos y montones de muestras de alfombras y cortinas, y cuando crucé la puerta, Olivia sostenía en alto una muestra de satén rosa y decía:

—¿Qué opinas, Margo, querida?

Podían ser madre e hija. Margo, con trece años, había crecido alta y espigada. Tenía el pelo rubio como el de Olivia y lo llevaba peinado al estilo paje como ella. Ambas vestían falda recta hasta el tobillo y jersey, ambas se volvieron para mirarme con redondos ojos azules.

Sabía que la familia de Margo había perdido una gran suma de dinero en la crisis de 1929; como su fortuna había ido menguando sin cesar y el padre de Margo se dio a la bebida y se quedó sin empleo, la madre de Margo, de la misma hermandad de mujeres que Olivia, se había visto obligada a buscar trabajo en una fábrica para mantener a la familia. Para hacer un favor a su amiga, Olivia invitaba con frecuencia a Margo a pasar unos días en la mansión de los Barclay. Pero yo a veces me preguntaba si Margo era la hija que Olivia nunca tuvo[8].

Adrian, de trece años, se encontraba también en la biblioteca, tumbado sobre su estómago y hojeando una revista. Levantó la mirada cuando Iris y yo entramos y vi que intercambiaba una mirada con Margo. Cuando Olivia preguntó: «¿Qué puedo hacer por vosotras?» en un tono que indicaba que había interrumpido algo, vi que Margo hacía un rápido gesto que hizo que Adrian reprimiera la risa: se llevó los dedos a las sienes y tiró de los ojos hacia atrás.

—He venido a ver a la señora Barclay —dije—. La madre de Gideon.

—No se puede molestar a Fiona. No se encuentra bien y no puede recibir visitas.

Los ojos de Olivia se posaron en Iris unos instantes. Aunque mi hija podía ser tomada por china, la influencia estadounidense era evidente en sus facciones. Me pregunté si Olivia buscaba en ella señales de Gideon y si las había encontrado.

—La doncella te acompañará a la puerta —dijo, y volvió su atención a las muestras de cortinas.

Pero recordaba dónde se encontraba el dormitorio de Fiona, así que cogí a mi hija de la mano, salí con ella de la biblioteca y subí la gran escalinata.

Una vez arriba vi que allí persistía la influencia victoriana. Cuando la doncella me hizo entrar en la habitación y vi a la madre de Gideon, el frágil estado de su salud, comprendí cómo Olivia había logrado realizar los cambios que estaba realizando: Fiona Barclay no bajaba al piso de abajo. No sabía lo que su nuera estaba haciendo, no sabía que Olivia estaba sacando de la casa poco a poco todo el mobiliario de Fiona y, con él, el espíritu de Fiona.

Fiona Barclay se hallaba sentada en un sillón junto a la ventana, contemplando la bahía. Tenía sesenta años pero aparentaba ochenta.

—Señora Barclay —dije, preguntándome si el desequilibrio que habían sufrido sus pulmones toda la vida se estaba cobrando su precio por fin.

Ella se volvió a mí.

—Vete —me dijo al verme.

—Necesito su ayuda, señora Barclay. Necesito saber dónde se encuentra Gideon.

—Te confundes si crees que voy a ayudarte.

—¿Por qué me desprecia tanto?

—Porque te interpusiste entre mi hijo y yo.

—No me casé con él.

—Da igual, el daño ya estaba hecho. Cuando regresó de Panamá hace catorce años, el día de tu boda, me dijo cosas terribles. Me acusó de haberte vuelto contra él. Mi hijo y yo hemos sido como extraños desde entonces.

En ese momento debería haber sacado la carta de mi padre y habérsela mostrado como prueba. Pero también reparé en el tono azulado de los labios y uñas de Fiona, y supe que tenía el corazón delicado y que no viviría mucho tiempo. Así que dejé la carta en el bolso y decidí averiguar dónde estaba Gideon a través de otros medios.

Cuando me iba, vi que miraba a Iris.

—¿Qué le pasa a la niña? —preguntó Fiona—. ¿Es retrasada?

Antes de que pudiera responder, la señora Barclay se levantó con esfuerzo y, con ayuda de su bastón, se dirigió penosamente hacia un armario de madera oscura muy trabajada. Abrió las puertas de cristal, buscó en su interior y sacó una pequeña caja cuadrada de marquetería. Mientras caminaba con ella, oí que algo sonaba dentro.

Para mi sorpresa, intentó dársela a Iris. Por supuesto, mi hija no lo vio o no sabía que debía cogerlo.

La señora Barclay hizo sonar la caja ante Iris, y cuando captó su atención por un instante, hizo una cosa curiosa. Sosteniendo la caja de forma que Iris la viera, manteniéndola ante sus ojos errantes, Fiona cogió la cajita y pareció mover uno de sus lados.

Caí en la cuenta de lo que era: una caja rompecabezas. Éstas eran un invento japonés y se vendían en toda Chinatown, pero yo nunca había intentado abrir ninguna.

Estaba a punto de asegurar a la señora Barclay que mi hija no sabría qué hacer con una caja rompecabezas, cuando de pronto los ojos de Iris quedaron atrapados y enfocados en la cajita. Fiona había abierto una segunda pieza, apenas un centímetro, y ahora sus dedos presionaban el otro lado de la caja y se movió una tercera pieza. Luego volvió a colocar las tres piezas en su posición original, en el orden en que las había movido, de modo que la caja volvió a parecer una única pieza sin costuras.

Iris cogió la caja de inmediato, la volvió una y otra vez en sus manos y, para mi asombro, empezó a mover rápida y fácilmente las tres piezas en el orden correcto, como si lo hubiera hecho un centenar de veces, y luego, para mayor asombro mío, siguió —la pieza número cuatro, número cinco, seis, siete— moviendo sin vacilar las piezas y sin detenerse a examinar la madera para prever los movimientos. Sus manos y dedos volaban como si tuvieran mente propia, hasta que, ante mis ojos perplejos, la caja estuvo abierta y mostró su contenido: un caramelo.

Me quedé sin habla. Nunca había visto a Iris tanto rato quieta; tampoco había visto nunca que sus ojos permanecieran en un objeto tanto rato. Nunca le había visto hacer nada, y mucho menos abrir una caja rompecabezas.

—Puede quedarse con la caja —dijo Fiona hundiéndose en su sillón—. Y ahora tengo que pediros a ti y a tu hija que os marchéis. Estoy muy cansada. Lamento no poder ayudarte.

—¡Mira esto! —La señora Fong me tendió un bote con gesto violento. Levanté la mirada de mi escritorio y miré con ceño la sustancia verdosa.

—¿Qué es?

—¡Se suponía que era bálsamo Mei-ling! Señora Lee, tenemos que cortar esto de raíz. No es bueno.

La señora Fong era una de mis inspectoras, una perfeccionista que se tomaba su tarea muy en serio. Era la tercera vez en tres días que acudía a mí con un producto defectuoso.

—Trabajo negligente —dijo—. No se toman interés. —Señaló con la cabeza en dirección al edificio principal de la fábrica donde el trabajo no cesaba, ahora que con la guerra había aumentado la demanda de medicinas—. Se les paga. Van a casa. No les importa. —Se refería a las trescientas personas que ahora estaban empleadas en la empresa Armonía Perfecta.

Ver un lote de bálsamo Mei-ling estropeado me alteró. De no haber sido por la señora Fong, se habría enviado y quién sabe qué perjuicios podía haber causado a los desprevenidos clientes.

Dejé mi escritorio y me acerqué a un aparador chino lacado que había bajo mi ventana. Allí tenía un calientaplatos eléctrico, un hervidor y tres teteras de barro rojo de Yixing, y una variedad de tés, cada uno para una necesidad precisa. Mi necesidad ese día era calmar mi energía yang flotante. Había estado sufriendo de insomnio y ansiedad, pues Iris y yo aún no teníamos donde vivir. Las casas de los propietarios que querían alquilamos una vivienda estaban situadas en zonas de mala suerte o incluso en barrios peligrosos. Los lugares de buena suerte de la ciudad, donde fluía chi positivo y los números de la calle estaban llenos de suerte también eran lugares donde los blancos no querían a los chinos.

Mientras me servía una taza de té y metía en ella dos cápsulas de Dicha, miré por la ventana hacia el complejo de la empresa Armonía Perfecta y me pregunté: ¿Mi empresa se estaba haciendo tan grande que me resultaba imposible controlarla? El vino Loto Dorado y el Yang Diez Mil se vendían tan bien en toda Asia que nuestras oficinas de Hong Kong apenas daban abasto a servir los pedidos. Los dos remedios se habían convertido en curalotodos entre los pobres y se utilizaban como primeros auxilios en las regiones en guerra. En Estados Unidos, los suministros médicos eran bajos debido a que todo se canalizaba hacia el esfuerzo bélico, y por eso cada vez más no chinos se atrevían a entrar en las herboristerías, en busca de remedios caseros. Cuando vi formarse las nubes de la guerra, empecé a almacenar reservas de ingredientes importados, de modo que cuando el ataque de los japoneses a Pearl Harbor interrumpió todo el comercio con Asia, mis almacenes se encontraban llenos. La producción en mi fábrica nunca había sido tan alta.

Y, pese a la cinta transportadora y nuevas cubas de cobre, todas las fases de la fabricación se realizaban a mano, como el tarro de bálsamo que la señora Fong me había mostrado; aquel tarro había pasado por docenas de etapas antes de estar listo para ir a la tienda. ¿En qué punto de la cadena se había estropeado?

Los compuestos se elaboraban en enormes cubas y luego se repartían en tarros donde se dejaban enfriar y solidificar. Después se llevaban a los largos bancos de trabajo donde unas mujeres tapaban los tarros, tras lo cual otro grupo de mujeres les ponía etiqueta. La siguiente fase consistía en envolver el tarro en una hoja con instrucciones de uso y advertencias y, por fin, se enrollaba alrededor un atractivo papel azul y plateado. Un sello que semejaba un sello de correos, con la fecha y el número de lote del compuesto, cerraba el envoltorio final.

Y eso era sólo para un tarro de bálsamo Mei-ling. La empresa Armonía Perfecta también producía píldoras, cataplasmas, infusiones, elixires, ungüentos, tónicos, polvos, aceites aromáticos y especias saludables para cocinar. ¿Cómo iba a poder vigilar cada paso de cada operación?

Tomé un sorbo de té y saboreé su sabor calmante. ¿El mundo entero estaba lleno de mala suerte? ¿Ya no quedaba buena suerte?

Sí, la había, pues en aquel momento vi, reflejada en el cristal de la ventana, la imagen de mi hija sentada tranquilamente en el rincón de mi despacho, intentando abrir una nueva caja rompecabezas. Jamás olvidaría lo quieta que se había mantenido su cabeza aquella primera vez, cuando había abierto la caja rompecabezas de la señora Barclay, lo serena que había parecido mientras tenía los ojos fijos, por primera vez en su vida, en una cosa durante largo rato. Después de ese día le compré más cajas, tantas como pude encontrar —aunque eran cada vez más escasas puesto que se fabricaban en Japón— pues parecían proporcionarle un gran placer, como si su mente por fin descansara, trabajando juntos sus distraídos componentes.

Todos se maravillaban al verla. Yo no era capaz de resolver la más sencilla de las cajas rompecabezas, ni siquiera la que sólo requería ocho movimientos. El señor Winkler, el contable de mi empresa y hombre orgulloso de su mente aguda, había tardado un día completo en resolver lo que Iris podía hacer en cuestión de minutos. La llevé a otro especialista que confirmó que de algún modo en el cerebro de mi hija existía lo que podría ser un intelecto brillante, pero que se veía obstaculizado por un defecto desconocido que tal vez nunca se llegaría a descubrir.

Dejé mi té y miré a la señora Fong.

—Vamos a ver —dije.

Iris se quedó al cuidado de mi secretaria, una mujer de edad madura, muy capaz, que había tenido hijos y que quería mucho a mi hija, y acompañé a la señora Fong a la gran estructura donde se fabricaba Inteligencia Hermosa. En cuanto entramos asaltó mis oídos un estruendo que empezaba en un extremo de la amplia estancia, donde los trabajadores llenaban los tarros sacando bálsamo líquido de los calderos de acero, hasta los bancos de trabajo en el centro donde las mujeres reían y charlaban mientras sus ágiles dedos clasificaban, organizaban y tapaban los tarros, mezclándose el ruido del cristal con sus voces. Miles de tarros eran tapados y etiquetados mientras los trabajadores se movían con rapidez entre las mesas, cogiendo y depositando, dando voces, el aire impregnado del olor de la cola preparada a partir de harina de arroz, y del humo de cigarrillos de las mujeres que tomaban un descanso en un rincón, y el acre aroma de té y fideos al vapor.

Gideon había descrito una vez en broma mi fábrica como un manicomio. Intentó persuadirme de que la «occidentalizara». Pero visité una moderna planta farmacéutica y me asombró lo que vi. ¿Dónde estaba el feng shui? ¿Dónde estaban el incienso y las plegarias a los espíritus favorables? ¿Dónde estaba el cuidado con que se preparaban las hierbas sólo en los días propicios? Aquel laboratorio que visité fabricaba sus compuestos todos los días sin consultar antes con un adivino para saber si aquel día era oportuno. Los científicos occidentales mezclaban buena suerte con mala suerte, permitían que el agua corriera por los fregaderos con lo que sus beneficios se marchaban por el desagüe, las paredes eran blancas y las luces demasiado fuertes de modo que había demasiado yang, ningún equilibrio.

No, no modernizaría. Ni siquiera por mi amado Gideon.

Acompañada por la señora Fong, inspeccioné las cubas y descubrí que la fórmula variaba de un lote a otro. También vi a mujeres fumando en sus puestos de trabajo, lo cual estaba prohibido. Asimismo se consumían almuerzos, de modo que el Dicha y el vino Loto Dorado compartían el espacio con rollitos de huevo y brotes de alubias.

La señora Fong tenía razón. A los trabajadores no les importaba el producto.

Nos retiramos a un lugar de relativa calma en el patio central, donde durante todo el día entraban y salían camiones, trayendo hierbas frescas y sacando medicinas.

—¿Qué hacemos? —dijo la señora Fong, a todas luces preocupada.

Era una empleada fiel y se tomaba como responsabilidad personal la conducta negligente de los que estaban a sus órdenes.

—Supongo que tendremos que contratar más supervisores —dije, aunque no estaba segura de que sirviera de algo. Si un centenar de empleados se comportaban con negligencia, necesitaría un centenar de supervisores para vigilarles.

—Castigue a los que obran mal —sugirió la señora Fong.

Eso significaría despedir a un centenar de obreros.

—Haga que todos vigilen a todos —dijo la señora Fong.

Eso significaría tener un centenar de espías.

No se me ocurría ninguna solución al problema.

—¿Puedo sugerir algo?

La señora Fong se giró en redondo.

—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado?

Yo también miré y vi a un joven detrás de nosotras.

—Creo que puedo ayudarles —dijo, tan bajo que apenas le oíamos. El joven chino sostenía su sombrero en las manos y se aproximó a nosotras, y a la luz del sol reparé en dos cosas: que su ropa estaba limpia pero ajada, y que cojeaba.

También me resultaba familiar.

—Salga —ordenó la señora Fong—. Tenemos guardias.

La señora Fong trabajaba conmigo desde la época en que la empresa estaba situada detrás del almacén del señor Huang en Grant Street.

—¿Cómo puede ayudarnos? —pregunté al joven, que aparentaba veintipocos años.

—Ofrezca sus productos gratis a sus empleados para su uso personal o el de su familia.

—¡Qué! —exclamó la señora Fong—. ¿Está loco? ¿Recompensar a esos negligentes?

—Los productos se han de distribuir —prosiguió el joven— según se soliciten en un punto central determinado. Cuando los empleados vayan a recoger sus productos gratuitos, no sabrán qué lote van a recibir, si uno en el que ellos personalmente han trabajado u otro.

La señora Fong se mordió el labio inferior y murmuró:

—Mmmm.

—Tal vez a los empleados no les importen los extraños —siguió diciendo el joven—, pero sí les importan ellos mismos y sus familias.

Me di cuenta de por qué había venido.

—¿Necesitas trabajo? —pregunté.

—Nadie quiere contratar a un chino. Ni siquiera a un chino con un título de derecho de la universidad de Stanford —declaró con modestia—. Me acordé de usted. Creí que tal vez me ayudaría.

—¿Por qué cojeas? —le preguntó la señora Fong.

—Me hirieron. Tengo los documentos de licenciamiento del ejército.

Aii-yah! —exclamó la señora Fong, y vi que de pronto afloraban sus instintos maternales.

Y entonces recordé su imagen durante los largos días en que se celebró el juicio, cuando él permanecía sentado en silencio detrás de su padre, el Dragón. Recordé que tenía un nombre inusual, Woodrow, por un presidente de Estados Unidos.

—Creía que no querrías trabajar para mí —dije con cautela.

—Lo que hizo mi padre estaba mal. Deshonró a nuestra familia. Soy su único hijo. Me corresponde a mí devolver el honor a nuestro apellido.

Le creí.

Mientras la señora Fong recorría la planta con el joven señor Sung, yo regresé a mi despacho donde me esperaba una enorme cantidad de papeles, así como listas de alquileres y mensajes de los pocos agentes inmobiliarios que estaban dispuestos a ayudar a una china a encontrar casa. Cuando entré y vi a Gideon dentro, de pie, tan apuesto en su uniforme, el corazón por poco no me estalló de alegría.

Le rodeé con mis brazos y él me rodeó con los suyos, permanecimos abrazados un largo momento, sin hablar, dejando que nuestros corazones se comunicaran por sí mismos. Cuando por fin se apartó, dijo:

—Mi madre ha fallecido.

No lo sabía.

—Mañana se leerá el testamento. El señor Winterborn dice que te menciona a ti. Imagino que mamá te ha dejado el anillo de tu padre.

Al día siguiente acudí a la gran mansión de la colina, llevando a Iris conmigo, de modo que éramos siete personas reunidas aquella tarde en el estudio que ahora era medio victoriano y medio danés moderno: mi hija y yo, Gideon y Olivia, y su hijo, Adrian, y Margo, cuyo regreso a su familia del este se había aplazado a causa del funeral.

Me costó mantener quieta a Iris. Parecía agitada. Me pregunté si era posible que recordara que había ido a esa casa unas semanas antes. Cuando alargó el brazo e hizo ademán de coger un jarrón, Olivia espetó:

—¡No toques eso!

Percibí el rencor de Olivia por nuestra presencia con la misma fuerza que la sólida silla que me sostenía. No se molestaba en disimular su resentimiento. Había vivido en aquella casa durante catorce años, su hijo había nacido allí, ella era la dueña por fin y quería que yo me marchara.

Fiona Barclay me dejó el anillo de Richard Barclay, como Gideon había supuesto. También me dejó la casa y todo su contenido.

La noche anterior a la partida de Gideon hacia el Pacífico, donde se estaba desarrollando una terrible guerra, vino a mí y me dijo:

—Olivia y los niños se marcharán enseguida. Puedes ocupar la casa en cuanto quieras.

—Hay sitio para todos.

Él hizo un gesto de negación.

—No podría vivir en la misma casa que tú, Armonía. No podría soportarlo. Y además, Olivia no querrá. Ella quería impugnar el testamento, pero yo le dije que no. La casa te pertenece a ti por derecho, Armonía.

—Pero también es vuestra —protesté.

—No. Era de Richard Barclay y tú eres carne de su carne. —Sonrió con tristeza—. En cierto modo resulta irónico. Nosotros somos Barclay y sin embargo no llevamos ni una gota de sangre Barclay en nuestra sangre. Mientras que vosotras, tú, Armonía, e Iris Lee, sois las únicas auténticas Barclay.

Todos fuimos al muelle a despedirle, donde había otras esposas y madres, y familias con lágrimas en las mejillas. Todos teníamos el mismo pensamiento: «Que regrese sano y salvo».

Observé a Gideon abrazar y besar a Olivia y luego besar a Adrian, que a la sazón contaba trece años. Incluso abrazó a Margo, también de trece años, quien impulsivamente le arrojó los brazos al cuello y le besó en la mejilla. Luego me cogió la mano y durante un largo momento me miró a los ojos, comunicándome en silencio su amor. Quiso hacer lo mismo con Iris, pero su cabeza no se estaba quieta, moviéndola de un lado a otro y arriba y abajo.

Al recordar ahora aquel día en el dormitorio de Fiona, cuando durante unos minutos los ojos de mi hija permanecieron quietos y su mente centrada, imagino lo que debió de pasar por el corazón de Fiona al contemplar a mi hija abrir con destreza la caja rompecabezas. «Aunque sospechaba que en verdad eras hija de Richard —había escrito en la carta que el señor Winterborn me entregó tras leer el testamento—, no estaba segura. Pero cuando vi a tu hija comprendí la verdad. La hermana de Richard era igual que ella. Es un rasgo de familia. O sea que sí eres hija de Richard Barclay. Y como le amé con todo mi corazón, y he seguido amándole hasta el día de hoy, te prometo que todo lo que perteneció a tu padre —su casa, su apellido, su fortuna— será tuyo. Y pido tu perdón, y el de Dios, por la forma en que te traté».

Cuando finalmente el barco de Gideon salía de la bahía, Olivia se volvió a mí y dijo:

—Mi hijo, Margo y yo nos marcharemos de la casa esta noche.

—No hay prisa —repliqué—. Quedaos, por favor. Al menos hasta que regrese Gideon.

Pero ella me miró con dureza y dijo en un tono que no daba lugar a dudas en cuanto a sus sentimientos:

—Esa casa es mía. Nos pertenece a mí y a mi hijo. Tengo intención de recuperarla. Y, aunque sea lo último que haga, me ocuparé de que desees no haber venido nunca a este país.