16

3:00. Palm Springs, California

—¡Johnny! ¡Johnny! —Charlotte entró precipitadamente en el despacho, sin aliento—. ¡He encontrado algo!

Él estaba de espaldas al suelo debajo del escritorio.

—Un segundo —dijo él, y ella oyó el chasquido de algo que era cortado—. Bien. —Se impulsó fuera de debajo del escritorio, se incorporó y, dejando a un lado las tijeras de cortar alambre y el destornillador, se limpió el leve polvillo de la frente.

Charlotte le tendió el periódico.

—He encontrado esto en una de las vitrinas. ¡El señor Sung era hijo del competidor de mi abuela, el hombre que intentó destruir su empresa!

Jonathan acercó el amarillento periódico a la luz. Era la primera página del San Francisco Chronicle, fechado en 1936; el titular decía: Dragón vencido por sauce. Jonathan examinó el artículo.

—¿El padre del señor Sung alteraba sus productos con efedrina?

—¿Nuestro chantajista podría ser el señor Sung utilizando la efedrina como una especie de justicia divina?

Jonathan se puso en pie y se sacudió el polvo que se encontraba en la ropa.

—O alguien que quiere que el señor Sung parezca culpable.

—Johnny —dijo Charlotte viéndole abrir un compartimento lateral de su bolsa negra y sacar una bobina de alambre de cobre—, Rusty Brown no pudo ser contratado a través de los canales normales. Nuestro departamento de personal comprueba los antecedentes. Y sin embargo ese hombre fue detenido por manipular fórmulas en una empresa farmacéutica. ¡No sólo fue detenido, sino que le sometieron a juicio! Es imposible que a la señora Ferguson se le pasara eso por alto. Debió de aceptarle alguien por encima del director de personal. Y el señor Sung tiene autoridad para ello.

Jonathan se puso unos apretados guantes negros.

—Si Sung es nuestro hombre, ¿por qué te ha entregado una caja rompecabezas que te ha hecho investigar en el museo? Si es culpable, ¿por qué iba a hacerlo?

—No lo sé. Tengo la cabeza a punto de explotar.

Charlotte se masajeaba el cuello mientras inspeccionaba el pequeño despacho que había cerrado seis meses atrás, cuando creyó que jamás volvería a poner los pies en él. Pero ahora vio los platos de la cafetería, los paquetes de té, el impermeable de Jonathan colgado de un gancho junto a su jersey, las tazas de café, el equipo electrónico, los disquetes y las páginas impresas en el ordenador. El pequeño despacho de su abuela, cuya finalidad en un principio era su modesto uso por parte de una anciana china y sus recuerdos, se había convertido en el puesto de mando de la batalla.

Se volvió a Jonathan.

—Hay más —dijo—. Lee el resto del artículo.

Jonathan terminó de leer la historia en silencio mientras los truenos retumbaban en el desierto azotado por la tormenta.

—Un artículo bastante sensacionalista —dijo al cabo de un momento—. Describe todo lo que tu abuela vestía, hasta sus pendientes, sus expresiones de cara, si parecía enfadada o triste. ¡Y todas estas referencias a Gideon Barclay! ¡Parece más propio de un tabloide de supermercado que del San Francisco Chronicle!

—¿Has leído lo que dice de mi madre?

—No significa nada, Charlie. ¿Qué sabían en esa época?

—La llaman retrasada.

—¿Tu abuela dijo alguna vez que lo era?

Charlotte iba a menear la cabeza pero se detuvo.

—¿Qué dices? —preguntó Jonathan.

—No estoy segura. Pero ahora me parece recordar… susurros detrás de puertas cerradas. Siempre supe que había algo especial referente a mi madre, algo diferente. Quizá lo oí sin querer, quizá sólo lo percibía. Pero, Johnny, no se me ocurrió que tuviera algún problema «mental». Creía que quizá poseía el talento de su padre, el señor Lee.

—Salvo que ahora sabes que el señor Lee no era su padre.

—No. Mi sospecha es correcta. ¡Eso —y señaló enojada el periódico— sin duda lo confirma!

Johnny dejó el periódico fuera de la vista, escondiéndole a Charlotte las palabras hirientes y ofensivas referentes a la impotencia del señor Lee, el horrible relato de Armonía Perfecta elaborando un afrodisíaco para su marido.

—Me extrañaba por qué mi aspecto no era más chino —dijo Charlotte—. Examinaba fotografías del señor Lee y me preguntaba por qué mi madre y yo no nos parecíamos más a él. La abuela solía decirme que era porque Richard Barclay tenía un yang fuerte, que mi aspecto físico estaba regido por mi bisabuelo. Pero no es así. No tuve un abuelo chino. Tuve un abuelo americano. —Se frotó los brazos, temblando—. Dios mío, Johnny, estoy empezando a comprender.

Él se encontraba ante la consola de seguridad, examinando los sectores desiertos. Se volvió y miró a Charlotte.

—¿El qué?

Ella le miró con sus ojos verde claro llenos de perplejidad y asombro.

—Aquel verano —dijo—, cuando tenía quince años…

Era un caluroso domingo de julio y su abuela preparaba una barbacoa en la terraza. Los Barclay estaban presentes, claro: el delgaducho Desmond se encontraba en la piscina, exhibiéndose, mientras su madre, Margo, vestida con un llamativo traje de baño negro y de gasa, alardeaba de que uno de los profesores de su hijo había declarado que Desmond era el muchacho de catorce años más brillante que jamás había conocido. Tío Adrian se hallaba dentro de casa, hablando por teléfono como de costumbre, mientras tía Olivia, con un sarong hawaiano, ayudaba a la abuela de Charlotte con las fuentes de costillas, filetes de cerdo y alas de pollo, todo ello marinado en salsa de soja y raíz de jengibre.

Había más de cincuenta personas en la fiesta, riendo, bebiendo y hablando de Vietnam y Watergate, pero a Charlotte le parecía el lugar más solitario de la Tierra. Porque Johnny no estaba allí.

Tío Gideon la encontró en el mirador del tejado, llorando.

—¿Por qué tiene que marcharse Johnny? —dijo entre sollozos cuando él le preguntó qué le ocurría—. No tiene por qué ir a Escocia todos los veranos. Él es americano. Debería quedarse aquí.

—¿Te ha contado por qué va?

Charlotte se sonó con el pañuelo que él le había prestado.

—A Johnny no le gusta hablar de sus sentimientos.

—¿Le has preguntado?

Ella negó con la cabeza, pensando que septiembre quedaba muy lejos y que se moriría de soledad hasta que Johnny regresara.

—¿Qué dice tu abuela? —preguntó tío Gideon.

—¡Oh, no puedo hablar con la abuela de esto! ¡No lo entendería!

—¿Crees que no? —dijo él con una sonrisa paciente—. A mí me parece una mujer muy sensata.

Charlotte se miró con aire taciturno las manos que tenía sobre el regazo.

—No puedo hablarle de esto. No lo entendería.

—Mmm… ¿Te refieres a asuntos del corazón?

—Si la abuela lo supiera me mataría.

—No creo que fuera capaz de matar a nadie. Y sin duda no por un asunto amoroso.

Charlotte sonrió a su pesar. Tío Gideon siempre había sabido animarla, que ella recordara. Por eso le adoraba. También contribuía el hecho de que era terriblemente guapo, con sus anchos hombros bronceados y los ojos gris plateado que hacían juego con su pelo canoso. Aunque Charlotte sabía que era muy viejo —más de sesenta— tío Gideon le parecía muy sexy.

—La abuela es tan estricta… —dijo con un suspiro—. Si supiera que me he enamorado de Johnny no me dejaría volver a ir a su casa.

—Y Johnny… ¿qué siente? Por ti, quiero decir.

Ella se encogió de hombros.

—Cree que sólo somos amigos.

—O sea que no le has confesado tus sentimientos.

—¡Oh, no! ¡Nunca lo haré! Al menos hasta que lo haga él.

—A veces eso no es lo mejor, Charlotte. A veces, si esperas a que la otra persona dé el primer paso, esperas demasiado y lo pierdes todo.

—Entonces, ¿debería decírselo? ¿Debo decirle a Johnny que le quiero?

—Bueno, no quería decir eso exactamente. Tienes que ir con cuidado con la forma en que se lo dices.

—¡Estoy tan confusa! Tengo estos sentimientos… cuando estoy con Johnny…

—Charlotte —dijo Gideon con suavidad—, ¿quieres decirme alguna cosa? ¿Tú y Johnny habéis…?

Ella tardó unos instantes en comprender a qué se refería.

—¡Oh, no, tío Gideon! ¡Nada de eso! —Y entonces le miró con aire inocente y dijo—: ¿Eso le haría quedarse? ¿Qué le dejara besarme?

Gideon se frotó la mandíbula y luego la nuca.

—No creo que sea la manera de encontrar respuesta. No tienes que precipitarte a hacer esas cosas, Charlotte.

—Mi amiga Melanie tiene un novio y se están besando todo el rato.

—Charlotte —dijo él despacio, como si eligiera sus palabras con cuidado—, ¿tu abuela te ha hablado… de algo?

—¿De algo?

—Bueno, de la vida, del amor. —Extendió las manos—. De los chicos.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Ah —exclamó él. Y repitió—: Ah —pensativo.

—¿Por qué se va Johnny, tío Gideon? ¿Por qué me deja cada verano?

—Quizá esté tratando de comprender algo.

—¿Como qué?

Gideon se quedó pensativo, sentado en el banco de madera, con el viento alborotándole el cabello, mientras Charlotte esperaba sus sabias palabras que calmarían sus sentimientos. Dijo exactamente lo que ella quería oír:

—Te diré lo que haremos. ¿Qué te parece un picnic? Sólo tú y yo. En el parque. Mañana.

Al día siguiente fue a recogerla, puntual. A Charlotte le pareció extraño que su abuela aún estuviera en casa. Era lunes y pleno día, a esa hora siempre estaba en la fábrica. Y normalmente también por la noche, y los fines de semana también, porque siempre había algo que vigilar, o corregir, o arreglar, o planificar, y la abuela nunca se limitaba a dejar que su personal lo hiciera.

Pero aquel mediodía, cuando tío Gideon llegó para llevar a Charlotte de picnic al parque, estaba en casa. Y para mayor asombro de Charlotte, cuando estaban a punto de cruzar el umbral de la puerta, la abuela la acogió en sus brazos, abrazándola con fuerza, y murmuró:

—Que te diviertas, Charlotte.

Había lágrimas en los ojos de la abuela, cuyo significado Charlotte no comprendió hasta mucho más tarde, años más tarde.

—Johnny —dijo ahora Charlotte—, si mi madre era retrasada, ¿cómo llegó a casarse? ¿Se curó? ¿O es posible que nunca se casara y la historia de un joven marido que murió en un accidente de buceo fue un mito inventado para ocultar el hecho de que yo era ilegítima? Seguro que Margo y Adrian lo saben. Tienen la edad que tendría mi madre. Siempre he imaginado que habían sido amigos. Pero ese artículo de periódico… —Se le quebró la voz—. Dice que Iris Lee era demasiado simple mentalmente incluso para mantenerse sentada quieta, que tuvieron que sacarla de la sala del tribunal. Johnny, ¿cómo es posible que no me enterara de nada todos estos años? ¿Y cómo murió en realidad? ¡Cuántos secretos y mentiras! La abuela me contó que mi madre había muerto al caerse por una escalera. Pero ¿fue así, Johnny, realmente?

—Hay maneras de averiguarlo, buscando en Internet, estadísticas públicas, archivos de los periódicos —dijo Jonathan, mirándola a la cara y poniendo las manos sobre sus hombros—. Pero ahora tenemos que llegar al centro de esa red y necesito que distraigas al agente que está de guardia.

Se interrumpió, presionando sus dedos en la carne de Charlotte, ardientes sus ojos de emociones y sentimientos que habían estado reprimidos demasiado tiempo.

Charlotte creyó que iba a besarla. Y luego que era ella quien iba a besarle a él.

—Lo que yo estaba haciendo allí —dijo él apartándose y señalando la parte posterior del escritorio— era unas conexiones creativas. Nuestro intruso ha estado accediendo al sistema a través de un terminal de la casa, y lo más probable es que aún esté haciéndolo. Voy a redirigir el camino para que la próxima vez que se conecte para copiar una fórmula venga directo a nosotros. Nuestro amigo se encontrará una gran sorpresa.

Ella miró la pantalla del ordenador.

—Pero si le haces llegar aquí, no encontrará las formulas y desconectará.

—Mira más de cerca.

Sus ojos se abrieron de par en par.

—¿Fórmulas falsas?

—Con etiquetas invisibles, cadenas silenciosas de código que he unido y que actúan como una especie de faros buscadores. Lo único que tiene que hacer es descargar uno y podré iniciar una búsqueda. En cuestión de minutos sabremos dónde está.

Se volvió a la pantalla de seguridad; en ella se veía el aparcamiento, unos cuantos coches abandonados bajo la lluvia. Pulsó una tecla de la consola y aparecieron los despachos de la tercera planta.

—Todavía está ahí —dijo Jonathan, refiriéndose al agente federal que había sido apostado para proteger la sala de la red—. Necesitaré unos diez minutos con el servidor de red. ¿Puedes distraerle ese tiempo?

Ella miró a Jonathan un momento, percibiendo su indecisión en el aire, sus conflictos internos y su confusión, porque eran los mismos que ella tenía. Sabía que los dos hacían grandes esfuerzos para mantenerse concentrados en el asunto que tenían entre manos, pero veintiséis años de una historia apasionada tiraban de ellos sin cesar para acercarlos, como una malévola fuerza de gravedad. Y cada vez resultaba más difícil resistirse a ella.

Charlotte miró al hombre que aparecía en la pantalla. Era corpulento, con el cabello rubio cortado al estilo militar y el cuello y los brazos de un jugador de fútbol. Charlotte dudaba de que se distrajera con facilidad.

—Tengo una idea —dijo—. Pero requiere una parada rápida en el camino.

—Hola —dijo, sonriendo mientras se acercaba a él—. Soy la señorita Lee, creo que ya sabe quién soy, ¿no?

El agente se levantó de la silla y se situó entre Charlotte y la puerta que daba acceso a la red.

—Buenas noches, señorita —murmuró—, claro que sé quien es.

—Qué lío tan terrible. No sabe cuánto agradezco la rapidez con que ha reaccionado su equipo. ¡Cuanto antes cojamos a la persona que está saboteando mi empresa, mejor! —Le ofreció la bandeja que había cogido en la cafetería—. He pensado que a lo mejor le gustaría comer algo. —A esta hora no había mucho que elegir, y el servicio de comida caliente había cerrado hacía rato. Pero había encontrado café y bollos con mermelada de frambuesa de aspecto relativamente fresco.

—No, gracias, señorita, estoy bien.

—Pero hace cuatro horas que está aquí sentado. Debe de tener hambre.

—Estoy bien, gracias.

Charlotte vio que, pese a declinar su oferta, sus ojos se posaban en los gruesos bollos, que ella había colocado del modo más tentador posible, rebosantes de mermelada.

—Falta mucho para que llegue mañana —dijo ella, dejando la bandeja en el escritorio más próximo y ofreciéndole una taza de plástico—. ¿Leche y azúcar?

—No, gracias, estoy bien —dijo él, alzando una mano.

Charlotte examinó la bandeja.

—Bueno, si no le importa, yo tengo un hambre atroz. Ha sido un día muy largo y lleno de tensión.

Eligió uno de los bollos, se volvió y se puso frente a él mientras daba un mordisco al bollo, procurando que la mermelada se saliera por un lado.

—¡Uy! —exclamó, cogiendo una servilleta—. Siempre me pasa lo mismo. —Se rió con la boca llena y se limpió la barbilla—. Mmmm… están más tiernos de lo que creía. Nuestra cocina elabora los mejores bollos… primero los fríen en abundante aceite y luego los rellenan de crema, chocolate o mermelada, y luego los espolvorean con canela y azúcar. Pruebe uno caliente cuando pueda… la parte exterior está crujiente y el centro se derrite en la boca.

Vio que el hombre se pasaba con gesto rápido la lengua por los labios.

—¿Está seguro de que no quiere uno? —Le tendió el plato—. Un bollo no le hará daño. No se lo diré a nadie, si es que no debe comerlo —añadió con un guiño.

Él volvió a declinar su ofrecimiento pero no sin vacilar, según observó Charlotte, así que ella siguió comiendo su bollo, comentando cada bocado, declarando que tendría que ponerse a régimen un mes pues la pastelería era tan rica y dulce y deliciosa. Cuando vio que los ojos del agente se iban al plato y se desviaban, volvió a ofrecérselo, y esta vez él dijo:

—Bueno…

—¡Sálveme de mí misma! —exclamó ella con una carcajada y casi dándole un golpecito con el plato.

—Supongo que por uno no pasará nada —dijo—. Muchas gracias, señorita —añadió, aceptando una taza de café.

Cuando las luces del techo parpadearon, Charlotte dijo:

—¡Vaya nochecita! En esta zona no llueve mucho, pero cuando lo hace casi esperas ver a Noé navegando.

—Sí, señorita.

Charlotte, apoyada en la pared opuesta a la sala de los ordenadores, se cruzó de brazos y dijo:

—No debe de ser muy divertido pasarse la noche aquí sentado, solo.

—No, no mucho —dijo él, poniéndose en la boca el último bocado de bollo y secándose los labios con una servilleta de papel.

—Tome otro —ofreció ella, señalando la bandeja.

No fue necesario convencerle.

Charlotte miró por el pasillo hacia donde Jonathan esperaba. Luego observó al agente zamparse otro bollo sin perder tiempo. Cuando vio que había tragado el resto del café, Charlotte dijo:

—¿No se aburre? Quiero decir, estando aquí solo. ¿No le dejan leer revistas? Si quiere yo podría…

—Estoy bien, señorita. Gracias por el café y los bollos.

Ella siguió apoyada en la pared, con los brazos cruzados. Consultó el reloj de pared. Sólo faltaban dos horas y media para que finalizara el plazo a las seis. Se metió la mano en el bolsillo del jersey, consciente de que el agente la observaba con atención. Ella no le miró cuando sacó la pequeña caja rompecabezas y empezó con gestos lentos a darle vueltas en sus manos.

Mientras trataba de sacar la primera pieza, Charlotte se puso a tararear suavemente. El agente mantenía los ojos fijos en las manos de Charlotte cuando ésta encontró la segunda pieza y la deslizó lentamente hacia un lado, sin dejar de tararear. La melodía era una sencilla nana que recordaba de su infancia, y la tarareaba con aire distraído mientras trataba de deshacer el rompecabezas con gestos lentos, rítmica e hipnóticamente. La tormenta que bramaba fuera apenas podía oírse en el interior de aquellas paredes insonorizadas. El diseño interior de las oficinas de Armonía Biotec era obra de Margo Barclay, quien personalmente había elegido las alfombras azul pálido, la tela de fibra natural de color beige en las paredes, las separaciones azules y plateadas de los cubículos de las secretarias y la iluminación suave e indirecta. La idea era crear un ambiente sosegado y de buen gusto. En aquella noche tormentosa daba la impresión de ser un capullo protector.

La primera vez que el agente bostezó, tapándose la boca con la mano, Charlotte no le miró. Con el siguiente bostezo sin disimular, le miró de soslayo. El tercero fue acompañado por un rápido parpadeo, el de un hombre que intentaba mantenerse despierto.

Tardó unos minutos más de lo que ella esperaba pero el jarabe que había inyectado en la mermelada de frambuesa por fin hizo su efecto. Aunque no estaba aprobada federalmente la fabricación de productos de opio, el laboratorio de Armonía Biotec disponía de un abundante suministro de Papaver somniferum con fines de investigación. Más comúnmente conocida como «amapola», somniferum significaba «inductor del sueño».

Mientras el agente permanecía desplomado en la silla, dormitando con la barbilla sobre el pecho, Jonathan se deslizó con sigilo en la sala de la red y se puso a trabajar.

—¡Bien! —exclamó Jonathan diez minutos más tarde mientras guardaba su equipo y volvía al pasillo—. Ya está. La próxima vez que marque se conectará con nosotros. —Echó un vistazo al agente, que seguía roncando suavemente—. Tengo que hacer una cosa más, pero en la tabla de comunicaciones. Puedo hacerlo solo. Charlie, vuelve al museo y vigila esa conexión. En cuanto llegue, avísame por el busca. Casi le tenemos, Charlie. —Le dio un apretón en el brazo—. Aguanta un poco más.

Charlotte vio desaparecer a Jonathan por la escalera del lado noroeste del edificio, luego se dirigió apresurada hacia la del lado sudeste. Cuando llegó al rellano de arriba, la pesada puerta de metal se cerró tras ella. Charlotte estuvo a punto de lanzar un grito cuando de pronto alguien salió de las sombras y le bloqueó el paso.

—¡Desmond! —exclamó, resonando su voz en la desierta escalera—. ¡No aparezcas de ese modo! Por poco no me da un ataque al corazón.

—¿Quieres un trago? —preguntó él ofreciéndole una petaca de plata.

Ella olió el licor en su aliento y se fijó en su aspecto desaliñado. Desmond parecía no haberse afeitado en veinticuatro horas, llevaba el cabello despeinado y lucía una mancha seca de lo que parecía mostaza en la pechera de su jersey negro de cuello en pico. Muy poco propio de Desmond, quien tenía obsesión por su imagen, igual que su madre. El alcohol era especialmente sorprendente.

—Bueno, prima —dijo—, ¿qué haces merodeando por aquí a estas horas? Creía que te habías ido a casa.

—He venido a buscar cierta información.

Se pasó la mano por la boca.

—¿Y la has encontrado?

—Desmond —dijo ella observándole de cerca el rostro—, ¿sabes dónde oyó hablar mi abuela de esa hierba rara del Caribe? ¿Quién le habló de ella?

Él se encogió de hombros, apoyándose en la pared.

—La vieja y yo no hablábamos mucho.

—¿Sabes cómo logró Rusty Brown que le contrataran?

Él la miró con los ojos desenfocados.

—¿Quién?

—Uno de nuestros técnicos de producción. La policía le ha detenido hace tres horas.

—Ah, él. No sé nada —¡hip!— de él.

—Estás borracho.

Charlotte se dirigió hacia las escaleras pero él le cogió el brazo.

—No lo bastante —dijo él con una sonrisa torcida—. ¿Sabes lo que está ocurriendo, Charlotte? Mi padre está a punto de perder millones de dólares. En realidad, no me sorprendería que fuera a la cárcel por jugar con el dinero de los inversores. Creyeron que iban a hacerse ricos con el GB4204. En cambio, la FDA aplazará su aprobación, o sea que nunca llegará, nunca será aprobada. Mi padre será un convicto. —Se rió—. Me gusta esa idea.

Charlotte le examinó. Su bello rostro parecía haberse descolgado, las atractivas facciones ya no eran tan perfectas, como si se hubieran cansado de mantenerlo todo junto.

—Desmond —dijo lentamente, observando su reacción—, estás cambiado. ¿Qué ocurrió mientras yo estuve fuera el año pasado?

—¿El año pasado?

—Fui a Europa, estuve allí un mes. ¿Ocurrió algo mientras yo no estaba aquí?

—¿Si ocurrió algo? Déjame pensar, qué ocurrió… —Se encogió de hombros—. No se me ocurre nada. ¿Por qué?

—¿Estás mandándome mensajes por el correo electrónico?

—¿Cómo?

—¿Me has mandado mensajes por el correo electrónico?

Él la miró parpadeando.

—¿Porqué iba a hacerlo? —Tomó un trago de la petaca—. Creo que mi padre estaría guapo con el traje a rayas, ¿no crees?

—Nunca te había oído hablar así.

Él se le acercó y le susurró al oído.

—Eso es porque no has escuchado. —Le soltó el brazo y se apoyó en la pared, impidiéndole el paso—. Voy a contarte un secreto.

Ella volvió la cabeza pues su aliento olía fuertemente a alcohol.

—Cuando yo era un escuálido muchacho de catorce años tenía tendencia a curiosear. Un día revolvía el escritorio de mami cuando encontré una carta que le había escrito papá. ¿No te parece extraño? ¿Que un esposo escriba a su esposa si vive con ella? Bueno, decía que te quiero y todo eso y algo de que siempre estaré contigo y me haces andar con la cabeza muy alta. No tengo ni idea de a qué venía eso, pero había una frase que me pareció turbadora. En realidad, es una joya tal que la memoricé. Papá decía, y cito textualmente: «Es terrible que un padre tenga a un absoluto perdedor por hijo».

Desmond dejó de apoyarse y se pasó la mano por el cabello alborotado. Charlotte reparó en las manchas de sudor que había bajo sus brazos.

—¿Qué pensarías tú de eso? La abuela Olivia estaba obsesionada con tener un nieto auténtico, un Barclay auténtico, como ella decía. ¡Como si mi padre lo fuera! ¡Ja! Gideon era adoptado, pero Olivia parecía haber olvidado ese detalle. Así que, desde el día en que nació mi padre, Olivia metió en la cabecita de su precioso Adrian que él era un Barclay y que su único objetivo en la Tierra era producir futuros Barclays. Bueno, eso no sucedió. Por contra, me tuvieron a mí. ¡Ja!

Charlotte hizo ademán de cogerle la petaca.

—Dame eso —dijo.

Pero él esquivó su mano y dio otro largo trago.

—¿Sabías que la noche en que murió la abuela Olivia llamó a su hijo junto a ella y le dijo: «Adrian, me has defraudado»? Las últimas palabras de una madre a su hijo. Adrian Barclay, hijo del gran Gideon Barclay, no tenía cojones[7] para darle un heredero.

Se tambaleó hacia atrás y chocó contra la barandilla metálica.

Charlotte hizo ademán de agarrarle.

—¡Des! Vas a caerte por las escaleras. Dame esa botella.

—Y después está mi madre, claro. Ahora la espina es ella.

—No digas eso. Siempre la has adorado, Des.

Él soltó un fuerte y resonante eructo.

—A veces incluso los ojos de los adoradores se abren.

—¿Ocurrió algo mientras yo estuve fuera el año pasado? Cuando regresé habías cambiado. Y también el señor Sung. ¿Qué pasó?

—Ah, el señor Sung. El grande e inescrutable Woodrow Sung.

Al ver que él no decía nada más, Charlotte señaló:

—Cuando el señor Sung acompañó a mi abuela al Caribe, ¿sabes por qué decidió en el último minuto no acompañarla en el barco?

Desmond se encogió de hombros.

—¿No dijo que era porque se mareaba?

—Pero ¿por qué no lo dijo hasta el último minuto? No se prepara un viaje en barco y, cuando se está a punto de embarcar, de pronto se recuerda que se marea uno.

—Me has pillado, Charlotte. —Desmond ahogó otro eructo—. Me entregó en adopción. La firma de Sung está en todas partes. —Tomó otro trago de la petaca, sujetándose a la barandilla como si estuviera en un barco en movimiento—. ¿Sabías que mis padres no se casaron por amor? Vivían juntos desde que tenían siete años. Al parecer mi maternal abuela dejó a su hija con los Barclay y no fue a recogerla. —Desmond frunció el entrecejo—. ¿Crees que alguna vez lo hicieron? ¿Sabes que no puedo imaginarme a mis padres haciendo el amor? Bueno, me parece que en este caso es así. Mi madre es tan castrante, que apuesto a que a mi padre no se le levantó ni una sola vez con ella.

—Desmond —dijo Charlotte—, deja que te ayude a subir a un taxi. Necesitas dormir.

—Y después, por supuesto, estaba la Casa. Con C mayúscula. Olivia estaba obsesionada con esa casa. —Hipó y se secó la barbilla—. ¿Nunca te pareció extraño que mi madre pasara allí tanto tiempo? Francamente, yo prefería nuestra piscina, era mucho más nueva y estaba caliente. Aquella vieja piscina de los Barclay había sido construida a principios de siglo.

—Entonces ¿por qué veníais tanto?

—Olivia insistía. Venía y decía: «Margo, ¿cuánto hace que tú y Desmond no vais a la Casa?». Por qué lo toleraba tu abuela es algo que nunca sabré.

—Mi abuela era una mujer generosa, su casa siempre estaba abierta a amigos y visitantes.

—Nosotros íbamos cada semana, por el amor de Dios. ¿Por qué?

«Somos familia, Charlotte. Esta casa es suya igual que nuestra».

Él tomó otro trago.

—Por Dios, Olivia estaba obsesionada. Se pasaba horas ante su escritorio escribiendo cartas… montones de cartas.

—¿Cartas? ¿A quién, con qué motivo?

Desmond se encogió de hombros.

—Tenía ese horrible papel de carta… con un gran blasón impreso. Era de Fiona. Supongo que Olivia lo encontraba muy elegante. —Intentó tomar otro trago, pero la petaca estaba vacía. La volvió del revés, sacudiéndola, y la dejó caer al suelo—. Siempre me sentí inferior a todos vosotros —murmuró—. Cuanto más se jactaba mi madre de mí, más inútil me sentía. Yo no era un auténtico Barclay. Bueno, en realidad ellos tampoco, pero yo era… —se inclinó hacia Charlotte y dijo en un susurro— adoptado. Era un extraño. Olivia había sido amiga de Fiona, y después Margo se convirtió en la protegida de Olivia. Un bonito grupito muy unido, diría yo. Y entonces, al otro lado de la calle, estabais tú y tu madre. ¡Las auténticas Barclay!

Desmond se echó hacia atrás y soltó una carcajada.

Su risa se extinguió en un segundo y sus ojos se nublaron con una expresión taciturna. Mirando fijamente un punto por encima de la cabeza de Charlotte, dijo con voz suave:

—¿Sabes lo que es imaginar a tu padre mirándote como si fueras algo que se le ha metido en el zapato?

Bajó la mirada y enfocó sus ojos turbios en Charlotte.

—Oh, me olvidaba. No sabes lo que es tener un padre que te mire de ningún modo. Nunca lo tuviste, ¿verdad, Charlotte?

—Desmond, pide un taxi y márchate a casa.

Hizo ademán de pasar por su lado pero él alargó la mano y sus dedos se curvaron en torno al brazo de Charlotte con fuerza.

—A ver, dicen que era una especie de as del buceo, ¿no? Qué extraño que tu abuela no tuviera ninguna fotografía suya. ¿Alguna vez piensas en eso?

—Suéltame, Des.

Él se inclinó hacia ella, envolviéndola en vapores de bourbon.

—¿No te lo has preguntado nunca? Lo de tu madre, quiero decir. Tanto secreto en torno a ella, como algodón. ¿Sabes lo que pienso? Pienso que debía de tener algo extraño.

Ella forcejeó para soltarse.

—No tengo por qué escuchar esto.

—Nadie creyó ni por un minuto que el señor Lee fuera el padre de tu madre. ¿Lo sabías? Hubo un juicio en los años treinta… salió a la luz que el señor Lee era impotente. Así que adivina quién era el padre de tu madre. ¿Sabes lo que yo oí?

—Desmond…

—Oí que cuando tú tenías quince años te parecías a tu abuela cuando tenía esa edad, cuando Gideon conoció a Armonía Perfecta.

—¿Qué insinúas?

—Tú desapareciste aquel verano, durante tres semanas. Mi abuelo también. Él no quiso decir a nadie dónde había estado, ni a su esposa, la abuela Olivia. Y tú no quisiste decirme dónde habías estado.

—No era asunto tuyo. Además, Gideon era mi tío.

—Y mi abuelo; también tu abuelo, si los rumores son ciertos. Apuesto a que a tu Braveheart sí se lo dijiste.

—Sí, a Johnny se lo dije. ¿Y qué?

—¿Adónde te llevó el gran Gideon? Te llevó a algún sitio, ¿no? Todo el mundo sabía que a mi cachondo abuelo le gustaban las chinas.

—Eres repugnante.

Desmond se echó a reír.

—Bueno, ¿Braveheart todavía está aquí?

—¡Deja de llamarle así! —Dio un tirón con el brazo y se liberó—. Y ¿qué tienes contra Johnny? ¡Él nunca te hizo nada!

—No, salvo robarte de mi lado.

—Desmond, tú nunca me tuviste. Te lo dije hace mucho tiempo. Somos primos…

—En realidad no. No de sangre. Soy adoptado, ¿lo recuerdas?

—No importa, Des. Crecimos juntos. Eres como un hermano para mí. No puedo sentir por ti otra cosa.

—¿Cómo lo sabrás si no lo pruebas?

De pronto la besó en la boca, introduciéndole la lengua a la fuerza entre los labios.

Ella le apartó y le dio una bofetada.

—Desmond, vete a casa. Estás borracho.

Cuando se volvió y bajó corriendo la escalera, oyó que gritaba:

—¡Piensa en tu madre idiota, Charlotte! ¡Piensa en ella!

Mientras Jonathan regresaba bajo la lluvia, pensó en otra noche lluviosa, en Boston, cuando él y Charlotte se habían acurrucado bajo las sábanas, tejiendo el tapiz de sus sueños.

Fue la noche siguiente cuando escribió el poema, inmediatamente después de que ella se marchara del aeropuerto. Él había regresado a su pequeño apartamento y se había sentado en la penumbra, entre los restos que persistían del perfume de Charlotte y de su risa, y compuso el poema, directamente del corazón al papel, sin cambiar ni una sola palabra o coma de principio a fin.

Cuando al día siguiente lo envió al prestigioso concurso de poesía que anualmente celebraba la Universidad de la Costa Este no se lo dijo a Charlotte. Ni siquiera sabía por qué lo enviaba, porque creía que no lo elegirían. Él no era poeta, sólo un técnico informático que aspiraba a formar parte de la élite.

Durante un año entero no le habló de ello: de que su poema había sido elegido entre cinco mil, ni del dinero que había recibido como premio, ni del hecho de que su poema iba a ser publicado en un libro junto con otros ganadores. No le contó nada de todo esto porque había decidido dejar que su poema hablara por sí mismo. El poema era mucho más elocuente de lo que jamás podrían ser sus propias palabras.

Y entonces llegó el libro. Era la primavera de 1981. Él se lo envió y esperó su respuesta durante agónicos días.

Y después ella telefoneó…

—¿Charlie? —la llamó al entrar en el museo, quitándose el empapado impermeable y cerrando la puerta con llave—. Charlie, ¿dónde estás? —Rodeó las vitrinas y miró en el despacho. Ella no se encontraba allí. Había salido del edificio principal veinte minutos antes.

Se acercó a la pantalla de seguridad y empezó a pulsar botones rápidamente, haciendo aparecer una escena tras otra: el agente federal despertando y consultando su reloj; la cafetería, desierta; la planta de producción donde un portero en mono de faena fregaba el suelo. Pero Charlotte no estaba en ningún sitio.

¿Dónde estaba?

—Maldita sea, Charlotte —exclamó en un susurro pulsando más botones para que aparecieran en la pantalla el muelle de envíos, el vestíbulo principal, el aparcamiento—, ¿dónde estás?

Se detuvo cuando vio una figura tambaleándose bajo la lluvia: Desmond, sin paraguas ni americana, haciendo eses entre los coches aparcados. Resbaló y se estrelló contra una minifurgoneta, agarrándose al tirador de la puerta antes de caer en un charco. Luego se levantó con dificultad y consiguió llegar hasta un Cadillac negro, donde se apoyó mientras hurgaba en sus bolsillos.

Un minuto más tarde se hallaba tras el volante poniendo el coche en marcha.

Después de ver a Desmond salir del aparcamiento, con las luces de frenado encendidas todo el rato, Jonathan siguió pasando pantallas cada vez más ansioso al no ver ni rastro de Charlotte.

Consultó su reloj. Hacía treinta minutos que se habían separado en la sala de los ordenadores. ¿Adónde había ido?

Se acercó al ordenador, pulsó el icono de correo electrónico y después: Comprueba anfitrión por si hay nuevo correo.

Nada.

Volvió a la pantalla de seguridad y pulsó botones hasta que estuvo de nuevo en el edificio principal donde vio al agente federal meneando la cabeza y mirando alrededor con timidez. Jonathan observó al hombre deshacerse de una servilleta y una taza de papel, sacudirse la ropa, enderezarse la corbata y retomar su posición frente a la sala de la red como si nada hubiera pasado.

Jonathan prosiguió su búsqueda, cada vez más preocupado: la planta de envasado, el laboratorio de investigación, la sala de control y el centro de visitantes.

Ni rastro.

Jonathan cogió su impermeable y, cuando se disponía a volver a salir a la tormenta, sonó la alerta en su ordenador portátil. Tenía una llamada telefónica.

Titubeó un instante y luego se apresuró a pulsar una tecla; con suerte sería una respuesta a las llamadas que había hecho a diferentes amigos que aún tenía en la agencia. Pero, para su sorpresa, se trataba de Adele, su rostro redondo y afable mirándole con una sonrisa triste:

—¿Sabes ya cuándo vuelves a casa, Johnny? Tengo que enviar una respuesta a Buckingham Palace. ¿Qué les digo?

La expresión de sus ojos y su tono de voz le dolieron como una puñalada en el corazón. Sabía cuánto había esperado Adele esta invitación real. Había trabajado meses para conseguirla; el padre de Adele era lord, pero no tenía relaciones con la realeza. No era fácil conseguir una invitación al Palco Real. Adele parecía una niña pequeña en Navidad.

Él se conmovió.

—Dentro de unas horas sabré algo —dijo.

—¿Acepto la invitación?

Jonathan vaciló una fracción de segundo antes de decir:

—Claro. Iremos, naturalmente.

Pero ella había percibido su vacilación. Y al instante siguiente algo pareció caer tras los ojos de Adele, como unas alas que bajaran con gesto elegante.

—Adele… —empezó a decir, pero entonces algo le detuvo, clavándole donde estaba con la mirada fija en la pantalla. Un ruido al fondo.

—Tengo que colgar, cariño —dijo ella con rapidez, mirando por encima del hombro—. Ha llegado el jardinero con un millón de preguntas. Te llamaré más tarde. Ten cuidado. Te quiero.

Charlotte bajó corriendo los tres tramos de escaleras, mirando con frecuencia por encima del hombro para asegurarse de que Desmond no la perseguía, y cuando llegó a la planta baja, atisbo antes para comprobar que el vestíbulo estaba desierto; entonces lo cruzó corriendo y entró en los servicios de señoras. Encendió la luz y su visión se llenó con la cerámica de color rosa pálido, la porcelana rosa y el papel pintado blanco y rosa.

Se apoyó en la puerta y cerró los ojos. «Todo el mundo sabía que a mi cachondo abuelo le gustaban las chinas». Oh, Desmond, estás muy equivocado. Tú y todos los demás estáis tan equivocados…

—El parque no es por aquí, tío Gideon —había dicho la Charlotte de quince años cuando se encaminaban hacia el sur en el Embarcadero.

—Oh, no vamos al parque del Golden Gate, Charlotte.

Ella no le había hostigado. Sería otra de las sorpresas de tío Gideon.

En el curso de los años la había sorprendido muchas veces, con regalos y salidas especiales, pero esta vez se dio cuenta de que se trataba de algo muy especial cuando tomaron el desvío hacia el aeropuerto internacional de San Francisco. Y luego, cuando él sacó dos maletas del maletero de su coche y dos pasaportes con un billete de primera clase en cada uno de ellos, comprendió que ésta iba a ser una aventura con A mayúscula.

No fue necesario que él le dijera adónde iban. Al fin y al cabo, volaban en la compañía Singapore Airlines. Y después de veintiuna horas y media de jugar a las cartas, ver películas de cine, dormir y comer, llegaron a un bochornoso paraíso en tecnicolor.

Se registraron en el Raffles Hotel, dos habitaciones contiguas, y luego se sumergieron sin retraso en la pintoresca y animada ciudad donde mujeres policía con uniformes blancos dirigían el tráfico en las intersecciones y vendedores de cebollas permanecían acuclillados en las aceras con sus productos exhibidos delante para ser examinados.

Mientras Charlotte y su tío dejaban atrás los rascacielos y modernas carreteras de Singapur, exploraron las estrechas calles y callejuelas abarrotadas de pequeñas tiendas, puestos de comida y boutiques. Gideon le explicó que había estado en Singapur en dos ocasiones anteriores.

—La última vez —dijo— fue cuando tu abuela me trajo aquí para mostrarme el lugar donde ella había nacido.

Se detuvieron frente a una pequeña tienda con un letrero que decía: SEDAS WAH, CIRCA 1884. Tío Gideon explicó:

—Tu abuela nació aquí, en una habitación de arriba.

Charlotte ya había oído la historia de su abuela; aquella romántica historia de Mei-ling salvando al apuesto Richard Barclay que había sido atacado por unos ladrones, cuidándole en secreto, ocupándose de él, enamorándose. Cuando Charlotte había llevado a casa a Johnny para curarle un corte que se había hecho en la frente, se preguntó si para Mei-ling había sido algo parecido, tener a alguien a quien amas sentado tan quieto y callado mientras le aplicabas ungüentos y bálsamos. Johnny la había observado con ojos llenos de confianza. ¿Richard Barclay había mirado a Mei-ling del mismo modo?

—Te confiaré un secreto —dijo Gideon cuando permanecían de pie ante la tienda de sedas—. Tu abuela no es tan vieja como todo el mundo cree. En realidad tiene dos años menos. Pídele que te cuente la historia de los papeles de inmigración falsificados.

—¿Cuándo fue la primera vez que estuviste aquí, tío Gideon? —preguntó Charlotte, y la expresión del hombre se ensombreció ante los recuerdos enterrados.

—Hace treinta años, durante la guerra. Estuve prisionero en la prisión Changi, donde los hombres hacían cosas inhumanas a otros hombres. Lo único que me mantuvo con vida durante ese infierno fueron los recuerdos de la mujer a la que amaba y a la que había prometido que regresaría junto a ella.

A la sazón, Charlotte, recordando las medallas de guerra que había visto, creyó que se refería a su esposa, tía Olivia.

Gideon la llevó al Templo de las Mil Luces, donde vieron una réplica de la huella de Buda. Visitaron la estatua de sir Stamford Raffles en la orilla oriental del río Singapur, que señalaba el lugar adonde el inglés llegó por primera vez en 1819. Asistieron a un festival indio donde hombres santos con taparrabos desfilaron con ganchos, agujas y espetones clavados en su carne. Comieron chow mein y cerdo kung pao en puestos de comida callejeros; asistieron a una ópera china al aire libre donde los actores y actrices, ataviados con vistosos atuendos y complicados maquillajes, deslumbraban a la multitud con representaciones de antiguas leyendas y mitos. Fueron a Tiong Bahru Road y escucharon las dulces melodías que pájaros encerrados en trabajadas jaulas de bambú entonaban para deleite de los transeúntes.

Por último fueron a Jurong Bird Park donde se dieron un banquete a base de pollo al curry con arroz Padang mientras contemplaban los loros de llamativos colores entrar y salir de la neblina formada por una cascada.

Entonces fue cuando tío Gideon, bajo el bochornoso cielo azul, dijo:

—Charlotte, verás, las relaciones no siempre son fáciles. Lo descubrirás cuando seas mayor. La gente no siempre dice la verdad. A veces intentarán engañarte. En especial —añadió con una sonrisa— si eres una joven bonita y un muchacho se interesa por ti.

—Pero ¿cómo sabes… —empezó a decir—, quiero decir cómo sabe una chica…?

Y su voz se desvaneció en la neblina de la cascada porque no sabía qué era lo que intentaba decir. Aquella mañana, en el comedor del hotel, estaba admirando una muñeca que tío Gideon le había comprado el día anterior, y al instante siguiente estaba admirando al joven que se sentaba en la mesa de al lado. ¿La vida siempre sería tan confusa?

—Si dices a un chico que le amas —dijo Gideon— y él te dice que no te creerá hasta que se lo demuestres físicamente, no te merece. Significa que no te respeta. Y sin respeto no puede existir el amor.

Ella le confesó que conocía a chicas que ya habían ido hasta el final. Algunas de sus amigas incluso tomaban la píldora. Esa información pareció sorprenderle primero y luego entristecerle.

—El movimiento de liberación de la mujer y Woodstock —dijo, meneando la cabeza—. Los tiempos han cambiado. Pero algunas cosas permanecen inalterables, por muy antiguas que sean, Charlotte. Y una de ellas es que si un chico te quiere de verdad, no te forzará a hacer nada que no quieras hacer, no te hará «demostrarle» tu amor por él con tu cuerpo. Y a veces —prosiguió— algún chico te dirá que te quiere para conseguir lo que quiere, pero no es sincero. Pero en cambio, otras veces un chico te quiere y no sabe cómo decírtelo.

—¿Cómo se conoce la diferencia?

Gideon se rió.

—Me parece que nadie ha logrado saberlo todavía. —Y prosiguió, más serio—: Prométeme una cosa, Charlotte. Cuando llegue el momento y decidas estar en intimidad con un chico, prométeme que te asegurarás de que eso es lo que quieres hacer y de que él es con quien quieres hacerlo.

Ella se lo habría prometido allí mismo, porque Charlotte ya estaba muy segura de qué era lo que quería y que Johnny era el único con quien quería hacerlo.

Gideon la llevó entonces a un jardín botánico en Peacock Lane, donde se exhibían miles de variedades de flores, y mientras Charlotte se maravillaba, paseando de la mano de tío Gideon, ante los magníficos jardines, verjas, pagodas con aleros curvados, puentes de madera y tranquilos estanques, él le dijo:

—Antes esto era una residencia privada. Aquí es donde nació tu bisabuela, Mei-ling.

Eso fue lo único que dijo. No fue muy explícito; no le dio un sermón ni le dijo: «¿Ves, Charlotte? Éste es el hogar de tus ancestros, aquí es donde están tus raíces». No le dijo a bocajarro: «Por eso Johnny va a Escocia todos los veranos». Charlotte paseó por aquellos pequeños senderos y cruzó elegantes arcos y recorrió habitaciones resplandecientes de huertos y lirios y aves del paraíso y pensó: «Mi bisabuela paseó por estos mismos senderos y miró por las mismas ventanas. Durmió aquí, comió aquí, se entristeció aquí, fue feliz aquí». Y Charlotte sintió algo que nunca había sentido antes, una repentina conexión, una súbita sensación de pertenencia. Pensó en la habitación sobre la tienda de sedas de Wah, donde había nacido su abuela, se imaginó los muchos rostros que había visto, semejantes al suyo propio, con los pómulos altos y los ojos rasgados, y los dialectos que había oído hablar —cantones, mandarín, shangainés— y las muchas estatuas de Kwan Yin que había visto, y se sorprendió al pensar: «Aquí es donde yo empecé».

Por último, tío Gideon la llevó a una pequeña tienda de Orchard Road donde le compró un collar: un colgante de plata y ámbar en una cadena de plata con amatistas. Gideon le había enseñado a abrir el medallón.

—¿Ves? Es para poner algo dentro, un recuerdo.

Ella ya sabía qué iba a guardar dentro. Ella y Johnny, para siempre.

Echándose agua en la cara en el servicio de señoras del vestíbulo principal, Charlotte observó escurrirse el agua en el lavabo de porcelana rosa. Su suerte se escurría, como con el móvil de campanillas roto. Aún conservaba el medallón, pero hacía tiempo que había perdido a Johnny.

Cuando de pronto se abrieron las puertas, Charlotte alzó la mirada y vio en el espejo a Desmond, que se balanceaba en el umbral.

Charlotte se giró en redondo.

—¡Des!

Desmond estaba empapado a causa de la lluvia, y sus ojos, por una vez no ocultos tras unos cristales oscuros, ardían con una lujuria que alarmó a Charlotte.

—Desmond —dijo cuando él lentamente se le acercó—, has bebido demasiado. Nunca podrías…

Él se abalanzó sobre ella, agarrándola con tanta fuerza que Charlotte gritó.

—He esperado demasiado para esto —gruñó él, y pegó su boca a la de Charlotte.

Ella le apretó las manos al pecho e intentó empujarle hacia atrás, pero Desmond era más fuerte. Sintió el duro borde del lavabo clavársele en la cadera cuando él se inclinó con fuerza sobre ella, metiéndole la pierna entre los muslos.

—¡Basta! —logró gritar Charlotte tirándole del pelo y apartándole la cara.

Pero Desmond tenía la mirada vidriosa y, cuando notó su erección, Charlotte supo que era inútil tratar de razonar con él.

Utilizando movimientos de tai chi, Charlotte consiguió golpearle en las costillas, girar y darle una patada en la parte posterior de las piernas. Él aulló y se tambaleó hacia atrás. Pero cuando Charlotte intentó correr hacia la puerta, Desmond volvió a agarrarla, haciéndole perder el equilibrio y tirándola al suelo.

—¡No! —gritó ella, dando puñetazos con todas sus fuerzas, intentando arañarle la cara.

Pero él era fuerte. Con una mano le inmovilizó las muñecas sobre la cabeza y con la otra le acarició el pecho por debajo del jersey.

Ella pataleaba y retorcía su cuerpo de lado a lado, pero el peso de Desmond la mantenía inmovilizada. Y cuando él fue a bajarse la cremallera, ella pegó la espalda al suelo, haciendo toda la fuerza que le era posible con las piernas y los brazos para sacárselo de encima.

Y entonces, de pronto, Desmond realmente salió volando de espaldas, con una mirada desconcertada en el rostro.

Charlotte se incorporó y vio a Jonathan estrellando a Desmond contra la pared.

—¡Hijo de puta! —gritó, cogiendo de nuevo a Desmond y arrojándolo contra la otra pared.

Charlotte se puso en pie de un salto.

—¡No, Johnny! ¡Está borracho! ¡No sabe lo que hace!

Jonathan sacudió a Desmond como si fuera una muñeca de trapo, y luego le arrojó contra la pared con tanta fuerza que chocó con ella produciendo un crujido. Cuando Jonathan iba a agarrarle de nuevo, Charlotte le detuvo el brazo.

—¡Johnny, para! ¡Vas a matarle!

Logró apartarle y colocarse entre los dos hombres, Jonathan respirando pesadamente, echando fuego por los ojos, y Desmond despatarrado en el suelo, frotándose la parte posterior de la cabeza y diciendo:

—Ay. Eso ha dolido.

—Haré que un guardia de seguridad le acompañe a casa —dijo Charlotte, su mano en el pecho de Johnny para mantenerle quieto.

Desmond se agarró a un lavabo y se puso en pie con esfuerzo.

—No. Nada de guardias… iré por las buenas, oficial. —Se frotó la mandíbula—. Vaya, Braveheart, ¿tenías que pegarme tan fuerte? Sólo estaba dándole un beso de primo.

Jonathan se abalanzó sobre él de nuevo, pero Charlotte le cogió a tiempo.

—¡Déjale, Johnny!

—Sí —murmuró Desmond, estirándose el jersey y mirando a ambos con perplejidad—. Déjame ir. Mierda, voy a vomitar…

Desmond salió del baño tambaleándose; oyeron resonar sus pasos al cruzar el desierto vestíbulo. Y luego reinó el silencio.

Jonathan se volvió a Charlotte, escrutándole el rostro con ojos furibundos:

—¿Te ha hecho daño? ¿Necesitas un médico? Por Dios, si ese hijo de puta te ha…

—¡No! —se apresuró a interrumpirle Charlotte—. Estoy bien. Déjale. Estoy bien.

Pero temblaba terriblemente. Él la atrajo hacia sus brazos.

—Deberías haberme dejado matarle —dijo Jonathan con furia apenas controlada.

Ella se apretó a él, escuchando los fuertes latidos de su corazón.

—Des nunca ha aguantado bien el licor. Mañana ni siquiera recordará este incidente.

Jonathan se apartó y vio algo que relucía en el pecho de Charlotte, justo encima del omóplato: el collar Chang. Se acordó del día en que lo había visto por primera vez, el día que regresó de sus vacaciones estivales cuando tenían quince años. En junio había dejado a una Charlotte hosca y malhumorada. La chica que le saludó aquella tarde de setiembre había experimentado una milagrosa transformación.

—¡Oh, Johnny, has vuelto! —exclamó ella, dándole un abrazo. Y luego, antes de que él pudiera decir una sola palabra, le hizo un apresurado relato de un viaje que había hecho con su tío —«¡A Singapur!»— finalizando, para asombro de Jonathan, con la declaración de que ahora comprendía por qué él tenía que marcharse cada verano.

Eso le dejó confuso, pues él mismo no sabía por qué iba a Escocia cada verano, sólo sabía por qué regresaba.

—Charlie, tenemos que volver junto al ordenador. ¿Seguro que estás bien?

Él la sostuvo mientras corrían bajo la lluvia, y cuando llegaron al museo, Charlotte se precipitó dentro y fue directamente a donde se erguía un enorme mueble bajo un suave foco, atado con tres cuerdas de terciopelo. EL COMPLICADO ARTE DE LOS MUEBLES CHINOS, rezaba la placa. Y debajo: SECRETER, CA. 1815.

—¿Qué haces? —le preguntó Jonathan.

—Esto estuvo siempre en nuestra biblioteca, que yo recuerde —dijo Charlotte desatando una de las cuerdas de terciopelo y pisando el pequeño cuadrado de alfombra gris—. Y luego la abuela lo hizo enviar aquí para su museo.

Más alto que una persona, el mueble escritorio lacado en negro estaba cubierto de asombrosos motivos dorados y broncíneos y compuesto por multitud de cajones y departamentos, con la tapa bajada provista de plumas antiguas, secante, gafas tipo Ben Franklin. Los departamentos contenían papel de escribir, y uno de los cajones estaba abierto para dejar al descubierto cera y cuerda de sellar.

—Motivos, Johnny —dijo Charlotte registrando rápidamente los departamentos y cajones—. Tenemos que preguntarnos por qué haría alguien esto. ¿Qué ganará si destruye la empresa, o si yo muero? Desmond ha dicho algo hace un rato… ¡Aquí! —Sacó de un departamento de arriba un montón de cartas que exhibían un adornado blasón y estaban atadas con una cinta—. Siempre pensé que eran un accesorio. Pero, Johnny, estas cartas son reales. Desmond me ha dicho que Olivia tenía obsesión por algo, que se pasaba horas escribiendo cartas. Este blasón… me las ha hecho recordar.

Contempló las cartas que sostenía en la mano, grueso papel de escribir de color crema con un elegante blasón.

—Johnny, antes has dicho que si encontrábamos el motivo encontraríamos al asesino. Estas cartas fueron escritas por Olivia, la madre de Adrian. Quizá encuentre en ellas los motivos de Adrian.

—O de Margo —dijo Jonathan—. De acuerdo, todo está en su lugar, todas las trampas están puestas. Atrapar al intruso sólo es cuestión de tiempo. Tengo que realizar una última tarea, examinar las actividades de personas concretas en el sistema; las veces que se conectaron, qué hicieron, cuánto rato estuvieron.

Al notar algo diferente en la voz de Jonathan, Charlotte levantó la mirada de las cartas. Examinó su rostro unos instantes y dijo:

—¿Johnny? —Alargó el brazo y le acarició la mandíbula en la que asomaba la barba—. ¿Qué ocurre?

—Vaya pregunta —dijo él con una sonrisa forzada.

—Ya sabes a qué me refiero —dijo ella con voz suave—. Actúas de un modo distinto.

—¡Por Dios, Charlotte! ¡He encontrado a Desmond encima de ti como un animal! ¿Cómo se supone que he de actuar?

—Basta —dijo ella con voz serena, como si calmara a un caballo salvaje—. Ya ha pasado. No sabía lo que hacía. Simplemente es Des, nada más. Estoy bien.

Él la miró con los ojos llenos de furia.

—Si ese hijo de puta te ha hecho daño…

Ella levantó la vista hacia Jonathan: Johnny, que aún corría a rescatarla después de tantos años.

—Sí —dijo con un nudo en la garganta—. Estoy bien.

Y entonces pensó: «No, no es así. Johnny era diferente de algún modo, de otro modo».

—¿Ha sucedido algo mientras yo estaba con Desmond? —preguntó, escrutándole el rostro.

Y cuando vio un destello de dolor cruzar su semblante, Charlotte supo que así había sido.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. Dímelo. Por favor.

—No tiene nada que ver contigo o con la empresa, Charlie. No es nada de lo que tengas que preocuparte. Algo en casa que yo… Sonó la alerta del correo.

Otra demostración de mi poder.

www.armonia.com

Charlotte pulsó la dirección de la web, se activó el browser y unos instantes después ella y Jonathan estaban viendo la website de Armonía Biotec.

Pero había sido alterada.

—Dios mío —susurró Charlotte.

En el centro de la pantalla había una fotografía.

—¡Por todos los santos! —exclamó Jonathan, y de pronto se abalanzó sobre la pantalla haciéndola caer al suelo con un ensordecedor estrépito de cristales rotos y cegadoras chispas.