15

San Francisco, California, 1936

El día en que el Dragón por fin vino a por mí era un día de frío viento y caliente sol, con un cielo del color de la porcelana azul y nubes tan blancas que resultaban cegadoras: un día de buena suerte. Me vestí con atención procurando no precipitarme en mi excitación y romper algo sin querer, pues entonces tendría que reprogramar mi reunión para otro día. El señor Lee fue conmigo, claro, y nos llevamos a nuestra hija. Nunca íbamos a ninguna parte sin Iris.

Mientras nos dirigíamos en coche hacia Daly City yo prestaba atención a los malos presagios; a la primera señal de mala suerte, daríamos media vuelta y volveríamos a casa. Ese día precisamente precisábamos la máxima buena suerte, porque era el día en que iba a ver cumplido mi sueño.

Cuando salí, humillada, del Club de Campo de la señora Barclay, siete años atrás, fui directa al señor Lee y le dije que pagaría el pasaje de su familia a California. También les daría empleo, si me hacía un favor a cambio. Le pedí que se casara conmigo.

Para una mujer china éste es un acto vergonzoso. Pero el señor Lee no lo trató como tal. Me respondió con honor y dignidad. Sabía que estaba embarazada y dijo que no le importaba. No mencionamos el amor, pero creo que él me amaba. Ahora pienso que el señor Lee me había amado todos aquellos años en Chinatown, cuando yo utilizaba su teléfono, cuando nuestros apartamentos iban de arriba abajo según cambiaban nuestras circunstancias, cuando le observaba pintar sus visiones internas y él me escuchaba mis sueños. Expresó este amor callado aceptando al hijo de otro hombre como propio. Todo el mundo nos creyó cuando dijimos que Iris había nacido dos meses antes de tiempo, porque resultó ser una niña pequeña y frágil, que estuvo a punto de no sobrevivir a sus primeras semanas.

No engañé a Gideon. Aquella noche, ocho años atrás, cuando se quedó ante mi puerta mirando mi recepción nupcial, me preguntó:

—¿Por qué, Armonía? ¿Por qué no esperaste?

Siete meses más tarde tuvo su respuesta.

Iris se convirtió en el centro de mi universo. ¡Cómo iba a ser de otro modo! En sus venas corría la sangre de mi honrado padre, Richard Barclay, y del dueño de mi corazón, mi amado Gideon. Una niña dulce y encantadora, en cuanto me la pusieron en los brazos mi nuevo sueño nació: por Iris convertiría mi pequeña empresa en un imperio.

Volví a ser china. Después de aquel día en el Club de Campo no volví jamás a intentar ser blanca. Sólo vi a Fiona Barclay en una ocasión, cuando Gideon y Olivia se casaron y el señor Lee y yo asistimos a la boda. Su hijo nació seis meses después de Iris. Le llamaron Adrian, por el abuelo de Olivia. Esto debería haber constituido el punto de separación de mi querido Gideon y yo, pero estábamos unidos por dos cosas: saber que Iris era nuestra —aunque nunca hablamos de ello— y el contrato que Gideon había conseguido con la empresa Explotaciones Mineras de Titanio. Éramos socios y así seguimos.

El señor Lee fue un buen padre para Iris y un marido respetable para mí. Como la empresa Productos Herbales Chinos Armonía Perfecta florecía y nuestros beneficios aumentaban sin cesar, mi erudito esposo podía ejercer tranquilamente su arte con absoluta entrega, creando pinturas tan inspiradas y magníficas que empezaron a estar muy solicitadas. A la sazón yo no lo sabía, pero el día en que el Dragón regresó a mi vida, el señor Lee acababa de empezar lo que sería la obra maestra de su vida.

Cuando llegamos a Daly City, el señor Lee se desvió de la carretera principal y nos llevó a través de huertos y bosquecillos llenos de verdor y buena suerte, y cuando por fin llegamos a una alta verja y un cartel que rezaba Taft & Sons Cider, dije a Iris:

—Mira, ¿ves todos esos edificios?

Pero por supuesto no los veía. Iris no entendía lo que yo decía. No miraba adonde yo señalaba. No me miraba cuando le hablaba. Sus ojos estaba en todas partes, arriba en el cielo, abajo en la hierba, aquí y allá, siempre revoloteando como un par de mariposas atrapadas en una jaula invisible.

—Retrasada —dijeron los especialistas—. No le pasa nada a su oído o a su vista, señora Lee. El problema de su hija reside en el cerebro. Nunca hablará, nunca entenderá siquiera lo que le digan.

Aun así, cogí a Iris de la mano y la conduje hacia los grandes edificios de una fábrica. Iba a mostrarle la maquinaria y las cintas transportadoras, los almacenes y las oficinas; iba a describirle la gran cantidad de trabajadores que habría allí, fabricando, etiquetando y envasando todas las maravillosas medicinas producidas por la empresa Productos Herbales Chinos Armonía Perfecta. Yo siempre trataría a mi hija como una niña normal, porque ¿quién sabía con seguridad que su cerebro no entendía mis palabras? Y ¿quién sabía si algún día no me miraría de pronto y diría: «Sí, veo»?

El vigilante de la fábrica, un anciano caballero vestido con mono de faena azul, nos saludó con la mano y se aproximó con su escoba. Dijo hola a Iris pero ella no le reconoció, aunque le había visto varias veces. El hombre se metió la mano en el bolsillo y sacó un caramelo. Pero cuando se lo ofreció, Iris no lo cogió. Miraba hacia el sol con los ojos entrecerrados y después bajó la vista a sus zapatos y luego miró por encima de su hombro y otra vez hacia el cielo.

Di las gracias al vigilante y le cogí el caramelo. No se lo di a Iris, porque ella no entendía lo que era dar y recibir. Le acerqué el caramelo a los labios e inmediatamente ella lo aceptó en su boca, masticándolo sin dejar de mover sus ojos, investigando, buscando un lugar donde posarse.

—Qué bonita es —murmuró el vigilante.

Y lo era. Aunque, como yo, el padre de Iris era estadounidense, mi hija poseía los ojos rasgados y los pómulos altos de sus antepasados chinos. Recordaba haber visto una vez una fotografía de mi madre, Mei-ling, cuando era niña. Iris se le parecía.

Por fin el agente inmobiliario llegó en su coche, pero cuando vi la expresión de su cara cuando se apeó, supe enseguida que algo iba mal.

—Lo siento, señora Lee —dijo mientras el viento arreciaba y una nube tapaba el sol—. El propietario se ha echado atrás.

—Pero no es posible —dije, sabiendo ya lo que iba a decir y preguntándome por qué no lo había previsto.

El señor Osgood sorbió por la nariz, echó una mirada al viejo vigilante, que estaba apoyado sobre una escoba, y dijo:

—Bueno, lo siento, pero le han hecho una oferta mejor y la ha aceptado.

—Pero eso no es legal. Yo le di a usted un depósito. Ese cheque es vinculante, señor Osgood.

—Sí, bueno. —Se metió la mano en la chaqueta y sacó un cheque—. Se lo devuelvo. El propietario ha recibido una oferta mejor.

No era la primera vez que oía esas palabras.

La primera vez fue con motivo de un gran envío de hierbas procedentes de Shanghai. Debido a la creciente competencia en China entre Jiang Jieshi y Mao Zedong por alcanzar el poder, y las incursiones japonesas en las ciudades costeras, las importaciones de China eran cada vez más escasas. Pero yo tenía un contrato vigente con la Compañía Comercial Eastwinds y las hierbas que desaparecían de los muelles eran mías. Más adelante descubrí que había un trato secreto y el envío completo de hierbas raras, minerales y especias fue a parar a la Compañía de Salud Dragón Rojo. En el segundo incidente estuvo implicado un comerciante de antigüedades especializado en rarezas orientales. Me había informado con gran excitación de un libro que se había descubierto hacía poco tiempo, de más de cuatrocientos años de antigüedad, que se creía había sido escrito por el doctor Li Shizhen, el gran médico de la dinastía Ming. Supuestamente contenía muchas recetas medicinales desconocidas hasta entonces. Me prometió el libro; éste acabó en posesión de Dragón Rojo.

Y ahora también se quedaba con mi fábrica, mi sueño.

—¿Quién es ese comprador que paga más? —pregunté, sujetando a mi hija mientras ella tiraba de mi mano y la hacía oscilar de un lado a otro, como el viento, como si quisiera marcharse de aquel lugar de mala suerte. Yo ya sabía la respuesta, pero quería oírla, quería que este hombre pronunciara las palabras ante mí.

Él se aclaró la garganta y no me miró a los ojos.

—La Compañía de Salud Dragón Rojo.

Tuve la sensación de que la vida se me escapaba. Apoyé una mano en el brazo de mi esposo para sostenerme.

—Señor Osgood —dije—, el propietario de la Compañía de Salud Dragón Rojo es una persona poco escrupulosa que carece de honor.

—Bueno, sé que está usted afectada…

—Intentó destruir el almacén del señor Huang incendiándolo. Pagó a una espía para que le contara mis secretos. Me robó. Y elabora a conciencia venenos que dañan a gente inocente.

—Bueno, yo no sé nada de todo esto, yo sólo…

—Se ha deshonrado usted, señor Osgood.

—¡Yo! ¡Espere un momento!

—¿Cuánto le ha pagado él para que me devuelva mi depósito, señor Osgood?

Cuando me llegaron los papeles legales una semana más tarde, me hallaba en mi despacho de Chinatown, una pequeña habitación sobre la Compañía Comercial Huang. El propietario de la Compañía de Salud Dragón Rojo me demandaba por difamación y por infligirle tensión emocional intencionadamente.

Telefoneé de inmediato a Gideon. Me dije que lo hacía porque él era mi socio en el negocio y tenía que saber lo que pasaba. Me dije que era porque este asunto iría a los tribunales y sabía que Gideon estaba relacionado con los mejores abogados de la ciudad. Me di muchas razones de por qué le había llamado a él y no a mi esposo, o a mi abogado, o al señor Huang o a cualquier otra persona que pudiera ayudarme. Conocía la verdadera razón. Estaba asustada y necesitaba a Gideon.

Era la primera vez que ponía los pies en la mansión de los Barclay desde el día en que entregara a Fiona Barclay el anillo de mi padre.

El interior de la casa parecía no haber cambiado en esos nueve años: el mismo mobiliario victoriano, el terciopelo y las borlas y los cojines de ganchillo, y una amplia colección de cachivaches que cubrían cada centímetro de espacio disponible. Gideon había dicho que Olivia estaba llevando a cabo una sutil campaña para convencer a Fiona para redecorar la casa. Gideon, Olivia y su hijo de siete años, Adrian, ocupaban un ala de la casa, y mientras eran libres de redecorar sus estancias como desearan —cosa que hicieron, según me contó Gideon, con la pasión de Olivia por el nuevo diseño de interiores procedente de Europa: Bauhaus, tubos de acero y madera moldeada escandinava—, Fiona les prohibió cambiar un cenicero, un pequeño cuadro en el resto de la mansión.

El estudio donde me reuní con Gideon y su abogado era claustrofóbico, decorado con un recargado papel pintado victoriano y alfombras con estampados florales. Sabía que Olivia quería pasar por esta casa como una tormenta, barriendo todas las chucherías, desnudando las paredes, enrollando las alfombras, colocando moderno linóleo, instalando muebles de líneas suaves y elegantes y tapicerías satinadas, liberando de trastos todas las superficies. Muy moderno, muy eficiente. Yo lo sabía porque es lo que habría hecho de haber sido mi casa.

No me sentía feliz en la casa donde el señor Lee, Iris y yo vivíamos en Oakland. El feng shui era muy malo. La casa estaba situada en una pendiente de forma que nuestra suerte rodaba colina abajo. En algún momento del pasado se había añadido una habitación, con lo que el plano de la planta había pasado de ser un agradable cuadrado a una forma irregular. Al principio esa habitación añadida había sido la de Iris, pero cuando era pequeña y nos dimos cuenta de que no se desarrollaba con normalidad, la trasladé de aquel dormitorio de mala suerte y la puse en el nuestro. La sala de estar tenía forma de L, lo que produce una sensación de algo incompleto, y cuando vi cuánto le costaba a mi hija aprender y andar, que su mente parecía tener carencias en algunos puntos, supe que era debido a la sala de estar de mala suerte. Quise comprar una casa en San Francisco. Pero mi esposo era chino y sufríamos limitaciones; en Oakland, las leyes de la propiedad eran más indulgentes.

La casa de Gideon tenía buen chi, salvo que su flujo estaba bloqueado por tanta madera oscura y confusión de objetos. Olivia lo sabía, igual que yo. Por eso sabía qué haría ella para alterar la casa, para hacer que entraran la suerte y la prosperidad. Y quizá un segundo hijo.

Olivia había tenido dos abortos y le habían aconsejado que no volviera a quedar embarazada. Le di a Gideon una botella de vino Loto Dorado para Olivia, pero no sé si lo tomó. En cuanto a mi propia esterilidad con el señor Lee, el Loto Dorado no podía hacer nada. A menudo, en la época de Chinatown, le había considerado un alma buena que se sentiría a gusto en un monasterio, trabajando en algún manuscrito místico. Y en nuestra noche de bodas, cuando lloró suavemente en mis brazos al confesarme que no podría darme un segundo hijo, le consolé. Iba a tener el hijo de Gideon. Sería suficiente.

Pero ahora sabía cómo se sentía Olivia. Simpatizaba profundamente con ella, aunque ella no lo sabía.

En el estudio sólo éramos cuatro. O porque sabía que yo iba a ir, o por pura coincidencia, Fiona Barclay aquel día no estaba en casa. Había llevado a su nieto Adrian al parque, junto con la hija de una amiga de Olivia, una niña de la misma edad que Adrian, Margo, que pasaba las vacaciones con los Barclay.

Cuando el señor Winterborn, abogado de Gideon y hombre muy respetado en el mundo jurídico, terminó de revisar los papeles que yo le había entregado, dijo:

—Esto no tiene buena pinta, señora Lee. En absoluto. —Me miró por encima de sus gafas bifocales—. ¿Dijo usted estas cosas delante de testigos?

Además del señor Osgood, estaba presente el vigilante, que había oído cada una de mis palabras.

—Sí.

—Dice usted que sus acusaciones son ciertas: las fórmulas robadas, el incendio de la Compañía Comercial Huang. ¿Tiene pruebas?

Miré a Gideon.

—¿Del incendio? No, no tengo ninguna prueba.

—¿Y de la acusación de que Dragón Rojo elabora productos tóxicos que perjudican a las personas desprevenidas?

—Eso es cierto. He estado junto al lecho de víctimas de Dragón Rojo.

—Tengo ciertos conocimientos del ámbito de los productos farmacéuticos, señora Lee, y como usted misma ya sabe, los productos de hierbas no están regulados federalmente. No existe ninguna ley que ordene advertir algo en las etiquetas. Así que, básicamente, se deja al conocimiento del comprador. —Se quitó las gafas y, dejándolas sobre la mesita que había junto a su silla, dijo—: Aquí hay mucho dinero en juego, señora Lee. Su empresa va extraordinariamente bien, considerando el resto de la economía. —El mundo se hallaba, por supuesto, inmerso en una profunda depresión, muchas personas se habían quedado sin trabajo, mucha gente había perdido todo lo que tenía depositado en el banco. Incluso los Barclay habían sufrido, pues habían perdido casi la mitad de sus inversiones. Pero mi empresa prosperaba porque cuando uno no puede pagar un médico recurre a la automedicación—. Este hombre intentará quitarle todo lo que tiene. Podría quedarse con su empresa, su casa, su coche, incluso su tetera.

—¿Y nosotros? —intervino Olivia colocando un cigarrillo en una larga boquilla y encendiéndolo con un encendedor de oro—. ¿Pueden tocarnos algo a nosotros?

Cuando había telefoneado a Gideon para decirle que le necesitaba, él había dicho que fuera enseguida. Mi llamada había interrumpido un partido de tenis. Olivia aún vestía su falda y blusa blancas, como si este asunto fuera una breve diversión antes de volver a su juego.

El señor Winterborn dijo:

—En la demanda no se les menciona ni a usted ni a su esposo, señora Barclay, y lo más probable es que no lo hagan. Como su participación en la empresa Productos Herbales Chinos Armonía Perfecta se limita a la división de exportación, ubicada en Hong Kong, no están relacionados con las operaciones de San Francisco.

Nuestro contrato con Explotaciones Mineras de Titanio había llevado a otros, de modo que pronto estuvimos distribuyendo mis remedios por todo el sudeste asiático. Como habíamos importado hierbas de Hong Kong, para elaborar los compuestos, y luego volvíamos a enviarlos allí, era lógico que tuviéramos una planta en Hong Kong. Gideon era el director de Armonía-Barclay Ltd., fue lo que le ayudó a hacerse rico y triunfar a los treinta y cuatro años.

—Hasta ahora, señora Barclay —repitió el señor Winterborn—, no parece que puedan hacerles nada a usted y su esposo.

Ella se recostó en la silla y lanzó una larga bocanada de humo. Detrás del humo vi sus ojos fijos en mí. Al ver el modo en que se sentaba en la silla de respaldo alto, una bronceada pierna cruzada en gesto informal sobre la otra, recordé la época en que Olivia había sido amable conmigo. Pero eso fue antes de que Gideon me pidiera que me casara con él y antes de que se lo pidiera a ella porque yo me había casado con el señor Lee.

Aparté la mirada de Olivia y miré por la puerta abierta hacia el espacioso salón. Al fondo, unos grandes ventanales daban a la curva norte de la ciudad y, más allá, la bahía. Era posible ver el nuevo puente en construcción: las dos torres y los cables de suspensión que sujetaban las cubiertas que parecían estirarse para unirse una con otra. Recordé la noche en que Gideon y yo permanecimos en aquel promontorio y él me describió su sueño de construir un puente que el mundo jamás había visto.

El puente del Golden Gate sería monumental, pero no era de Gideon.

—Señora Lee —dijo el señor Winterborn—, ¿cuántas fórmulas diría que le robó Dragón Rojo?

Volví al presente.

—Cuatro, que yo sepa con certeza. Quizá cinco o seis.

¿Por qué, Gideon —tenía ganas de preguntar—, ese puente no es tuyo? ¿El estado rechazó tu oferta? ¿Alguien sobornó a la Comisión o tenía algún pariente en ella y por eso le dieron el encargo? Gideon nunca volvió a hablar del puente del Golden Gate después de aquella noche que pasamos bajo las estrellas, o sea que no supe cuál había sido la causa de que su sueño se desvaneciera.

—Necesitaremos pruebas sólidas y tangibles, señora Lee.

Yo escuchaba el tictac del ornado reloj del abuelo, que marcaba con un susurro el transcurrir de los minutos. Pensé en las dos cubiertas del puente, que se estiraban para unirse una con otra, del modo en que a veces tenía la sensación de que hacíamos Gideon y yo, durante momentos capturados en que, discutiendo envíos, costes y beneficios en nuestra empresa asiática, le veía mirarme y nuestros ojos se encontraban y por un instante percibíamos el deseo del otro. Sospechaba que él no era feliz en su matrimonio.

—Olivia —dijo Gideon, levantándose con brusquedad y pasándose los dedos por el cabello para echárselos hacia atrás. Iba vestido de blanco igual que su esposa: pantalones, jersey, zapatos. Pero Gideon no daba la impresión de estar ansioso por volver a su partido de tenis—, ¿podríamos tomar un poco de café?

—Claro —respondió ella poniéndose en pie. Se volvió a mí y me preguntó—: ¿Le apetece un poco de café, señora Lee?

Interpreté claramente el significado: yo no formaba parte del «podríamos» de Gideon.

—Gracias —respondí.

Se acercó a una esquina del estudio y tiró del cordón de la campanilla. Cuando apareció una doncella, Olivia pidió café y pastel de sésamo. Cuando regresó a su silla, dando unos golpecitos a su cigarrillo para echar la ceniza en un cenicero de cristal, dijo:

—De veras, Gideon, ¿crees que es prudente que te vincules con este caso? Quiero decir, piensa en lo que podría perjudicar al apellido Barclay.

Él siguió con la vista fija en mis papeles, hojeándolos, con el entrecejo fruncido.

—Por el amor de Dios, Olivia, qué cosas dices.

Ella me miró y sonrió.

—Estoy segura de que la señora Lee estará de acuerdo en que protejamos el apellido Barclay.

Seguía llamándome señora Lee como si yo fuera mayor que ella, aunque las dos teníamos veintiocho años. Lo hacía para recordarme mi apellido chino, yo lo sabía, y que no había conseguido lo que había ido a buscar a aquella casa nueve años antes: el derecho a llevar el apellido de mi padre. Lo hacía para recordarme también que ella sí era una Barclay, que aquélla era su casa, que Gideon era suyo. Olivia de alguna manera había triunfado en una carrera que yo ni siquiera sabía que estábamos disputando.

—Tu esposa tiene razón, Gideon —declaró el señor Winterborn—. Ahora mismo no estás vinculado con el caso. Pero la Compañía Dragón Rojo es poderosa y tiene mucho dinero. Si deciden ir tras de ti también, tal vez no ganes.

Gideon devolvió los papeles al abogado.

—Estaré al lado de Armonía —dijo con voz tranquila— pase lo que pase.

—Muy noble por tu parte —dijo Olivia con una sonrisa fija.

—Señora Lee —dijo el señor Winterborn, poniéndose de pie; era un hombre alto, delgado casi hasta la flaqueza, con el pelo blanco y penetrantes ojos azules—. Puede estar segura de que Dragón Rojo presentará buenas razones contra usted. Nosotros presentaremos otras aún más fuertes. En primer lugar, quiero ver sus libros de producción. Compararemos las fechas desde cuando usted experimentó o fabricó sus fórmulas hasta cuando Dragón Rojo sacó las suyas.

—No tengo libros de producción, señor Winterborn.

Él se quedó callado, me miró, luego miró a Gideon y después de nuevo a mí.

—Bueno, en ese caso, cualquier nota o carta en la que usted mencione las fórmulas, cualquier registro escrito que esté fechado y sea comprobable.

—Tengo el libro de recetas de mi madre. Contiene fechas y fórmulas.

Él se desabrochó la chaqueta azul oscuro y metió las manos en los bolsillos de los pantalones. Gestos esmerados mientras su mente trabajaba.

—Supongo que eso tendrá que ser suficiente —dijo—. Si es lo único que tiene usted. También necesitaré saber los nombres de todas las personas que han trabajado para usted digamos que en los últimos diez años. —Se interrumpió y me miró con aire interrogativo—. Tiene anotados los datos de las personas que han trabajado para usted, ¿no?

—Señor Winterborn —expliqué—, Chinatown no es como San Francisco. Allí, una chica viene a mi fábrica y me dice que tiene hambre, necesita dinero, tiene problemas. La llevo a la sala de envasado y pido a una de las otras que le enseñe a poner etiquetas en las cajas. Al finalizar la jornada, le doy su dinero. Al día siguiente quizá vuelva, quizá no.

—Efectuó usted unos comentarios muy desfavorables referentes a Dragón Rojo, señora Lee, y si no podemos encontrar algo que los respalde, lo perderá usted todo. Lo entiende, ¿verdad?

—Él me robó.

El hombre se pasó la mano por el cabello.

—Sí, lo entiendo. Pero necesitamos pruebas. Si podemos encontrar al menos un caso en el que sus derechos hayan sido violados, la prueba de una sola fórmula robada…

Había una fórmula que yo sabía con seguridad que Dragón Rojo me la había robado, y lo había puesto por escrito para demostrarlo. Pero ¿cómo podía hablar de ello allí, con aquel hombre a quien acababa de conocer y delante de Gideon y de Olivia?

—Le entregaré el libro de recetas de mi madre. Algunas fórmulas están fechadas.

Él se frotó la barbilla.

—Tal vez no sea válido ante un tribunal. Los registros escritos pueden falsificarse. ¿Tiene alguna carta en la que describa una fórmula?

—Tengo una —dije de mala gana—. Era una fórmula secreta que saqué de una antigua receta escrita en un papiro. Nadie sabía que estaba trabajando en ella. Y Dragón Rojo no poseía ese papiro…

—Adelante.

Miré a Olivia, pero no tropecé con los ojos de Gideon.

—Había un problema con la fórmula, así que la envié a un químico para que la analizara. Me escribió para decirme que eliminara un ingrediente, cosa que hice. Una semana más tarde, Dragón Rojo lanzó un nuevo producto. Era la misma fórmula que yo había descubierto en el papiro y contenía el ingrediente que yo había eliminado de la mía.

—Eso indica —señaló el señor Winterborn con una sonrisa complacida— que la fórmula le fue robada antes de recibir la respuesta del químico. ¿Aún conserva esas cartas, señora Lee?

—Sí.

—¡Bien, eso es un comienzo! —Se frotó las manos—. Por cierto, ¿de qué medicina se trata?

—Se llama Yang Diez Mil.

—Qué nombre tan poco usual.

—En chino es un nombre muy bueno. Diez mil es un número mágico en los cálculos chinos, muy poderoso. Y yang es el principio masculino. El Yang Diez Mil es un tónico para la potencia.

—¿Un tónico para lo potencia? —Arqueó sus cejas plateadas—. Dios mío, ¿quiere usted decir que es…?

—Es un afrodisíaco.

El día en que comenzó el juicio yo tenía grandes esperanzas aunque también un poco de miedo. El señor Winterborn y su personal habían trabajado incansables para preparar una buena defensa para mí, que en realidad era una acusación contra la Compañía de Salud Dragón Rojo. El personal del señor Winterborn había seguido la pista de las chicas que trabajaron para mí años atrás y consiguieron sus declaraciones. Repasaron a conciencia el libro de recetas de mi madre y compararon las fórmulas y fechas que éste contenía con las de los productos Dragón Rojo y encontraron ocho casos en los que yo había creado un remedio y una semana más tarde Dragón Rojo lo tenía en el mercado. También obtuvimos el testimonio del señor Huang que, después de nuestro acuerdo verbal de alquiler, había sido abordado por un representante de la Compañía de Salud Dragón Rojo para alquilar el mismo espacio.

El señor Winterborn me aseguró que, con suerte, la Compañía Dragón Rojo retiraría la demanda y se resolvería todo el asunto, de forma tranquila y fuera de los tribunales, en cuestión de días.

Rogué para tener suerte cuando dejé a Iris al cuidado de una de las primas del señor Lee, a quien yo había ayudado a venir de Hawai.

Ambas fingimos que Iris me hacía gestos de despedida, aunque en realidad su mano estaba intentado alcanzar algo que sólo sus activos ojos veían.

El sol brillaba el primer día del juicio. Y cuando me detuve para elevar la mirada al cielo, en la escalinata del palacio de justicia, vi un pájaro de largo cuello emprender el vuelo desde el tejado y lo tomé por una señal de buena suerte.

El hombre al que yo imaginaba como el Dragón llegó al palacio de justicia vestido con modestia y con actitud seria. Estaba en la sesentena, tenía el cabello negro como el azabache y el rostro sin arrugas; era un apuesto chino conocido por su atractivo y generosidad, y también por su predisposición hacia los clubes nocturnos y mujeres blancas. Como si quisiera realzar su imagen de playboy, llegó en compañía de su hijo de dieciocho años, quien se sentó detrás de él al otro lado de la barandilla; un muchacho sereno con el rostro alargado vestido con traje oscuro y cuello almidonado.

Me complació ver que había cuatro mujeres en el jurado, lo cual el señor Winterborn me dijo que era sumamente insólito y me aseguró que ayudaría a mi causa. Lo tomé por otra señal de buena suerte. También me alivió ver que la sala de justicia se hallaba casi vacía, salvo por Gideon y Olivia que se sentaron en la primera fila y el señor Lee unos asientos separado. No habría público que presenciara esta pérdida de honor, y cuando el abogado de Dragón Rojo se puso en pie para efectuar sus comentarios iniciales, su voz resonó en la gran sala.

El señor Osgood, el agente inmobiliario, fue el primero en testificar, y después lo hizo el vigilante, quien me lanzó una mirada de disculpa al corroborar el testimonio del señor Osgood. Pero Dragón Rojo no se detuvo aquí. Presentaron testigo tras testigo en la sala del tribunal, que declararon que me habían oído efectuar comentarios despectivos acerca de Dragón Rojo. Algunos eran válidos, la mayoría eran falsedades.

Y en los siguientes días procedieron a desmontar mis alegaciones una a una: presentaron documentos y libros de los últimos diez años, con fórmulas y sus fechas de fabricación. Eran las fórmulas que Dragón Rojo me había robado, pero estaban fechadas con anterioridad. Sabía que esas anotaciones eran falsas, pero no tenía medios para demostrarlo. Presentaron a mujeres que habían trabajado para mí que declararon que en ningún momento hubo una espía de Dragón Rojo entre ellas. Por fin se presentó la prueba de que el Dragón había estado fuera del país cuando se produjo el incendio en el almacén del señor Huang.

Desmontaron mi propia declaración de una forma brillante. El señor Winterborn llamó a la señora Po al estrado, y bajo su interrogatorio ella habló radiante del nuevo ungüento que yo le había dado en el bonito tarro y que le había curado la piel agrietada, el insomnio y los dolores de cabeza de su esposo. Y sí, recordaba exactamente cuándo se lo había dado, justo dos semanas después del Año Nuevo chino porque acababa de instalar un nuevo sistema de plancha al vapor en su lavandería. Esto fue semanas antes de que Dragón Rojo sacara al mercado su nuevo ungüento de fórmula exacta a la mía y presentado también en un bonito tarro.

Sentí una leve sensación de triunfo. Pero entonces el abogado de Dragón Rojo se puso en pie y dijo:

—Señora Po, ¿puede decirnos quién era presidente en la época de este incidente?

—¿Qué? —preguntó ella—. ¿Presidente?

—El presidente de Estados Unidos.

Yo sabía que la señora Po no se interesaba por los asuntos que trascendían Chinatown. Sabía por qué aquel hombre había hecho aquella pregunta. Cuando la mujer respondió: «¿George Washington?», el tribunal prorrumpió en carcajadas.

Pero ahora había público. Creo que eran trabajadores de la fábrica Dragón Rojo, pues aplaudían cada pequeña victoria por parte del Dragón y abucheaban las mías.

El libro de remedios de mi madre fue manoseado, leído, copiado, fotografiado y examinado hasta que empezó a descoyuntarse. El señor Winterborn presentó testigos que testificaron en relación a la fecha en que yo había creado fórmulas específicas. Dragón Rojo trajo expertos que demostraron que las fórmulas tenían mil años de antigüedad. El hecho de que Dragón Rojo no fabricara esos compuestos hasta que yo preparé los míos no era ninguna prueba de que me los hubieran robado.

Por último se hizo evidente que el juicio no iba bien para mí o para la Compañía de Productos Herbales Chinos Armonía Perfecta.

El señor Winterborn había dicho que esperaba no tener que presentar el Yang Diez Mil, debido a la delicada naturaleza del producto. Pero cuando fue evidente que estaba perdiendo la batalla, me advirtió que las cosas podrían ponerse un poco feas. Yo no tenía opción. No me era posible encontrar más testigos que apoyaran mis reclamaciones. Muchos de los que habían trabajado conmigo en el transcurso de los años o tenían miedo o quizá habían sido sobornados. No era ningún secreto que el propietario de la Compañía de Salud Dragón Rojo tenía vínculos con el hampa china.

—La alegación más perjudicial —explicó el señor Winterborn una noche tras un día devastador en el juzgado— no es que Dragón Rojo robara fórmulas o tuviera un espía en su fábrica sino que fabrica y vende medicinas letales a conciencia. Si podemos cogerle en esto, podríamos ganar. Pero para ello me temo que tendremos que presentar el Yang Diez Mil.

—Entonces lo haremos —dije.

—Tendremos que hacer más cosas, señora Lee. ¿Puede encontrar a alguna de esas personas que enfermaron a causa del Hombre Fuerte? —Así es como Dragón Rojo llamaba a su fórmula del Yang Diez Mil: Tónico Hombre Fuerte—. ¿Puede encontrar a alguna viuda que testifique?

Gideon dijo:

—Dios mío, no puede pedir a una pobre mujer que se siente en ese estrado y diga al mundo entero que su marido murió porque tomó un afrodisíaco.

—Las encontraré —declaré.

Cada noche mientras duró el juicio mi esposo y yo íbamos a nuestra casa de Oakland, donde daba de comer a Iris, la bañaba y la acostaba, y luego revisaba mis notas de la jornada y repasaba lo que iba a suceder al día siguiente, mientras el señor Lee se retiraba a su estudio a pintar en silencio.

A la mañana siguiente leíamos en el periódico una información extrañamente distorsionada de lo sucedido el día anterior: se centraban principalmente en mí, describiendo mis «vestidos chinos» y lo que había tomado para almorzar: «bolitas al vapor y fideos chow mein traídos de Chinatown». Me calificaban de «esposa y madre que lleva un negocio» pero no se referían a mi adversario como marido y padre propietario de un negocio. Incluso se informaba de mis estados de ánimo —«La señora Lee parecía triste»— y se insinuaban elementos sensacionalistas: «La joven y bella Armonía Lee miraba con nostalgia al señor Gideon Barclay».

Por último, no pudo evitarse presentar en el juicio el Yang Diez Mil.

Subí al estrado de los testigos pese a la recomendación del señor Winterborn de que no lo hiciera. Me advirtió que los abogados de Dragón Rojo lo aprovecharían para humillarme y ponerme en evidencia. Pero era mi única oportunidad de hablar por mí misma y dejar que el jurado, y el mundo, juzgara por sí mismo mi honradez.

—Usted afirma que su tónico es inocuo, señora Lee —declaró el abogado de Dragón Rojo. Era un hombre corpulento que vestía llamativos chalecos a cuadros y era aficionado a hacer grandes gestos.

—Lo es.

—Tendrá que hablar más alto, señora Lee —casi gritó—, para que el tribunal pueda oírla.

Comprendí su estrategia. Gritaba para dar la impresión de que él y Dragón Rojo eran fuertes y yo débil.

—Lo es —repetí en la misma voz, porque sabía que el tribunal me oía y yo no permitiría que pareciera que me podía manipular.

—¿Por qué su tónico es más inocuo si se trata de la misma fórmula que el Hombre Fuerte?

Entonces vi a una mujer de pie al fondo de la sala. Me resultó familiar, pero no pude recordar de dónde la conocía. Parecía nerviosa, temerosa. Cuando sus ojos tropezaron con los míos, oí un silencioso «lo siento».

—No es la misma fórmula. El producto Dragón Rojo contiene un ingrediente más que el mío.

—Ah, esta contradicción es interesante: usted afirma que Hombre Fuerte es su fórmula y después dice que no lo es.

Un murmullo recorrió la sala como una ola.

—Creé mi tónico para un cliente en concreto; en casos especiales, cuando otros remedios fracasan, preparo fórmulas específicas.

—¿Cómo encontró esta fórmula en concreto, señora Lee?

—Encontré una receta en un papiro antiguo y preparé yo misma el compuesto.

—¿Un papiro antiguo, dice? ¿Quiere decir que esta receta tiene… cuántos años de antigüedad?

La sala quedó en silencio absoluto pues todos los presentes se hallaban pendientes de mi respuesta.

—La receta tiene más de mil años de antigüedad.

—O sea que, en realidad, no la inventó usted —dijo el abogado en tono teatral, y se produjo otro murmullo que el juez tuvo que acallar haciendo uso de su mazo.

El señor Winterborn me interrogó a continuación.

—La receta es antigua, señora Lee, pero ¿usted la cambió de algún modo?

—Sí, la adapté, con lo que resultó exclusivamente mía.

—¿Y qué sucedió después de preparar esta fórmula única?

—Mi cliente se puso enfermo después de probarla, y cuando vi cuáles eran sus síntomas (aceleración cardiaca, presión sanguínea alta) sospeché que se debía a un ingrediente de la receta. Escribí a un químico que en el pasado había realizado análisis para mí y le solicité su opinión. Él me respondió que realmente se trataba del ingrediente que yo sospechaba, y que debería eliminarlo de la fórmula, cosa que hice.

—¿Qué ingrediente era, señora Lee?

—Efedrina.

—¿O sea que no utiliza efedrina en ninguno de sus productos?

—Lo utilizo en el vino tónico Loto Dorado. La efedrina alivia el asma.

—¿O sea que no es tóxico?

—Sólo en grandes dosis. Resulta fatal a las personas que tienen el corazón débil o la presión sanguínea elevada.

—Pero ¿cómo puede saberlo el cliente?

—En la etiqueta aparece una nota que advierte que el vino contiene efedrina, que no debe ser tomado por personas con dolencias cardiacas.

Él le entregó una botella de Hombre Fuerte Dragón Rojo.

—¿Quiere hacer el favor de leer la etiqueta?

—Dice que devuelve la virilidad, el vigor y la potencia.

—¿Se mencionan los ingredientes?

—No.

—¿Se advierte que no se tome en exceso?

—No.

—Señoría, aquí tengo informes de diferentes análisis del contenido de esta botella. Ambos concluyen que Hombre Fuerte contiene una cantidad de efedrina que sobrepasa los límites de seguridad.

Hubo una explosión de murmullos en la sala, y vi a Gideon que me sonreía y hacía un guiño.

Pasado el fin de semana apareció un titular en el periódico: «Fabricante acusado de vender tónico sexual nocivo». Había un boceto de artista supuestamente de mí, pero parecía Anna May Wong, la estrella de cine china. El lunes por la mañana la calle, la acera y las escalinatas del palacio de justicia estaban tan abarrotados de gente que la policía tuvo que acudir para controlar a la multitud. Había periodistas y cámaras de televisión; también gente que intentaba conseguir un asiento en la sala.

Ahora sabía por qué el señor Winterborn no había querido que el tónico Yang Diez Mil saliera a la luz en el caso.

—¿Para qué sirve su tónico, señora Lee? —atronó el abogado de Dragón Rojo con el estilo teatral en que se dirigía a mí delante del público.

—Para el vigor masculino —respondí, sin querer reaccionar a su rudeza pues sabía que debía mostrarme cooperativa. Era difícil interpretar el talante del tribunal y del jurado. Esperaba que estuvieran de mi lado pero no lo sabía.

—¿Quiere decir para tener músculos fuertes?

—Virilidad —dije.

—¿Como por ejemplo que salga pelo en el pecho de un hombre?

Desvié la mirada hacia Gideon. Él me sonrió para demostrarme su apoyo. El público se rebulló, percibí su excitación mientras esperaban que yo pronunciara las palabras prohibidas. De pronto me encolericé. ¿Por qué me castigaban si yo era la víctima?

—El Yang Diez Mil es una fórmula para mejorar el rendimiento sexual. Y ese hombre —dije, señalando al Dragón— me robó la receta y dejó en ella un ingrediente letal, un ingrediente que yo eliminé de mi receta final. El tónico de ese hombre es un veneno.

El Dragón se puso en pie de un salto.

—¡No es veneno!

—¡Entonces bébalo! —gritó de pronto Gideon, también saltando de su asiento—. ¡Bébase una botella aquí mismo y demuestre que es inocuo!

—No tengo necesidad de ese tónico —replicó el Dragón—, ¿pero quizá usted sí?

Se armó un gran revuelo en la sala. El juez golpeaba con su mazo pero apenas se hacía oír con tanto alboroto.

Una vez restaurado el orden, el abogado de Dragón Rojo dijo con voz potente, dirigiéndose a mí de nuevo:

—Señora Lee, ha afirmado que usted preparó esta fórmula a petición de un cliente particular. ¿Este cliente era un hombre?

—El Yang Diez Mil es un compuesto elaborado especialmente para los hombres.

—Entonces, ¿tendrá la bondad de decir al tribunal una cosa más, señora Lee? ¿Quién era este cliente para el que preparó la poción?

El señor Winterborn se levantó.

—Protesto, señoría. La identidad del cliente no tiene importancia aquí…

—Yo creo que sí, señoría. Mi cliente opina que ha habido conspiración contra él. El nombre del cliente de la señora Lee es de importancia directa.

—Denegada la protesta. Responda a la pregunta, señora Lee.

No creía que llegaran a esto. Creía que las cartas serían confidenciales.

—Señora Lee —dijo el abogado—, tenga la bondad de indicar al tribunal el nombre del cliente para el que creó el afrodisíaco.

Me volví a Gideon. Su semblante estaba demudado.

—¿Señora Lee?

—Preparé la fórmula —dije por fin delante de todos esos extraños que me miraban boquiabiertos, periodistas y cámaras de televisión— para mi esposo, el señor Lee.

Y dichas estas palabras, que sembraron el caos en la sala, con multitud de fogonazos de cámaras de fotografiar y periodistas saliendo apresuradamente, miré a mi esposo, quien permanecía sentado con tranquila dignidad en la primera fila, la cabeza erguida.

Jamás había visto a Gideon tan encolerizado.

—¡La están crucificando!

El señor Winterborn meneó la cabeza.

—Estamos atados de manos y pies, Gideon. Armonía no ha conseguido ninguna prueba que confirme sus alegaciones. Ahora es cuestión de que el jurado decida y no creo que estén de nuestro lado.

Gideon miró furioso al abogado.

—Creía que habías dicho que el hecho de que hubiera mujeres en el jurado nos ayudaría.

—Lo creía, pero esas mujeres ahora nos resultan muy perjudiciales.

—¿Por qué?

—Porque Armonía es joven y guapa y vende drogas para el sexo a sus maridos. Es una amenaza para ellas.

—Oye —dijo Gideon—, tenemos declaraciones firmadas de químicos que afirman que el elixir Dragón Rojo es peligroso. Eso corrobora lo que Armonía ha declarado, ¿no?

—Cualquier sustancia es tóxica si se toma en cantidad suficientemente grande. Además, Gideon, en realidad no hay ninguna prueba de que nadie haya muerto por ingerir Hombre Fuerte. Ése es el problema. Estamos barajando suposiciones, no pruebas.

—Pero Armonía ha dado nombres…

—De hombres que enfermaron o murieron. Pero ¿de qué? No se realizaron autopsias. No sabemos cuál era su estado de salud antes de tomar el tónico. —Se volvió a mí y exhaló un suspiro entrecortado—. Señora Lee, creo que debería estar preparada para lo peor.

Yo no iba a abandonar las esperanzas.

—Señor Winterborn —dije—, el otro día había una mujer en la sala del tribunal… Se quedó sólo unos minutos. Me pareció que tenía miedo. Se marchó en cuanto se dio cuenta de que la había visto.

—¿Quién es?

—Al principio no lo recordaba. Y luego se me ocurrió: es Betty Chan. Trabajó para mí hace nueve años. Y estoy casi segura de que es la que me robaba las ideas y se las entregaba a Dragón Rojo. Si podemos encontrarla, y convencerla de que testifique…

—Encargaré a un detective privado que la busque.

Aquella noche yací en la cama llorando. ¿Qué futuro iba a darle ahora a mi hija? ¿Una madre sin honor? ¿Una familia sin fortuna? El señor Lee me tomó en sus brazos y me consoló. Incluso en la cama le llamaba señor Lee. Me estuvo abrazando hasta que me quedé dormida en sus dulces brazos.

Cuando a la mañana siguiente llegamos al palacio de justicia, el señor Winterborn tenía buenas noticias.

—Mi detective ha averiguado el paradero de Betty Chan. Ahora está en camino para hablar con ella.

—¿Crees que la convencerá de que venga? —preguntó Gideon. Como de costumbre él estaba a mi lado cuando nos abrimos paso entre la multitud, mientras el señor Lee y Olivia nos seguían. Los periódicos resaltaban ese hecho y hacían referencias a «la constante compañía del señor Gideon Barclay». El señor Winterborn había sugerido a Gideon que se distanciara físicamente de mí, pero por supuesto él hizo oídos sordos a este consejo.

—Depende. Pero mi hombre sabe ser persuasivo —dijo el señor Winterborn con una sonrisa—, en especial con las señoras. También le he dado instrucciones de que le haga saber de forma velada que será recompensada por sus esfuerzos. No es muy ético, pero todo este juicio ha sido una farsa.

El señor Winterborn solicitó un descanso mientras esperábamos la llegada de un nuevo testigo. El juez nos lo concedió.

Fue la hora más larga de mi vida, que pasé paseando por el pasillo, observando ambas entradas, comprobando la hora, mientras el Dragón y su considerable séquito permanecían sentados en bancos bajo las altas ventanas, hablando en voz baja y soltando de vez en cuando una carcajada. En ocasiones miraba hacia donde yo me encontraba, con expresión de triunfo, y yo me pregunté qué le había hecho a este hombre para merecer semejante animosidad.

Betty Chan no llegó.

—¿Dónde está su testigo, señor Winterborn? —preguntó el juez cuando se reanudó la sesión.

—Señoría, si pudiéramos…

—Señor Winterborn, ¿tiene o no tiene un testigo al que llamar?

—Señoría, solicito…

—Está usted acabando con la paciencia de este tribunal, señor Winterborn.

Las dos puertas de la sala se abrieron entonces y entró apresuradamente el detective privado del señor Winterborn. El público se rebulló, percibiendo que se cernía en el aire un gran drama cuando el hombre se acercó a la barandilla detrás de nosotros y dijo con voz suave:

—Betty Chan ha muerto. Acaban de rescatar su cuerpo de la bahía.

Debí de lanzar un grito, porque el juez tuvo que golpear con su mazo de nuevo para mantener el orden en la sala, y vi el semblante pálido de Gideon y luego el vasto borde vacío del fin del mundo abrirse, a punto de tragarme. Iba a perder.

Mi empresa, mi honor, mi sueño.

Cuando mi esposo se puso lentamente en pie, pensé que lo hacía para abandonar la sala. En cambio, para mi gran sorpresa, habló con voz inusitadamente fuerte:

—Yo soy el testigo, señoría. —Se volvió al señor Winterborn—. Ahora estoy preparado para testificar.

Mi abogado le miró perplejo; luego se volvió a mí alzando una ceja. Pero yo no tenía ni idea de lo que el señor Lee tenía en mente.

Le observé aproximarse al banquillo, aquel hombre alto y delgado que siempre me había parecido mayor de lo que era, de temperamento tranquilo, que me hacía pensar en estudiosos conventuales vestidos con túnicas de mandarín. Cuando llegó al estrado, el señor Lee sacó un sobre y se lo entregó al juez. Su voz resonó en la sala silenciosa:

—Este sobre contiene un certificado que da fe de mi perfecto estado de salud. El médico que me examinó se encuentra hoy aquí presente. —Entonces, para mi mayor sorpresa, el señor Lee se metió la mano en el bolsillo y sacó una botella—. He comprado esta botella de tónico Hombre Fuerte en la tienda de Fen Yuen de Grant Street. He pedido al propietario que sellara la botella. —El señor Lee se la entregó al juez—. Como puede ver, la botella está sellada. El propietario de la tienda también está aquí.

El público se removió, murmuró, hablando entre sí, preguntándose.

Yo me quedé paralizada cuando mi esposo pidió al juez que abriera la botella. Bajo los fogonazos de las máquinas de fotografiar y ante las cámaras de televisión, el juez lo hizo y después devolvió la botella al señor Lee.

Con un gesto complicado del que no habría creído capaz a mi esposo, se volvió al público y, antes de que yo reaccionara, se bebió el contenido entero de la botella de tónico Hombre Fuerte de Dragón Rojo.

—¡No! —grité.

Se produjo un gran alboroto en la sala. Las cámaras fotográficas no paraban de lanzar fogonazos, la gente gritaba, los periodistas se precipitaban a los teléfonos. El abogado de Dragón Rojo, furioso, intentaba decir algo al juez, mientras éste golpeaba la mesa con el mazo una y otra vez y yo corría junto a mi esposo, que permanecía en pie con la botella vacía en su mano.

Se había tomado la medicina con el estómago vacío. Sintió los efectos casi de inmediato. Cuando avisaron a un médico, el señor Lee se hallaba sentado en el suelo, la espalda apoyada en la base del estrado del juez. El corazón le latía tan deprisa que no me resultaba posible contarle el pulso; su rostro estaba pálido, la piel bañada en sudor. Temí que moriría allí mismo, escurriéndose su vida por entre mis indefensos dedos.

Le miraba muda de asombro, apenas consciente de que Gideon mantenía apartados a los curiosos, gritando:

—¡Dejen espacio! ¿Ha llegado ya el médico?

Hombres con cámaras se apretaban acercándose todo lo que podían; oí que algunas mujeres lloraban.

El señor Lee fue trasladado urgentemente al hospital.

—¿Por qué? —le pregunté en la ambulancia—. ¿Por qué lo has hecho?

Él me cogió la mano entre las suyas, sonrió levemente y dijo:

—Porque he terminado mi cuadro.

Murió aquella noche en el hospital, y los médicos dictaminaron que había sido a causa del tónico Hombre Fuerte. Después aparecieron otras personas que informaron de daños y perjuicios ocasionados por productos Dragón Rojo. Trabajadores de la fábrica Dragón Rojo enviaron informaciones anónimas a la policía y una investigación posterior reveló que los registros de producción se habían falsificado. Cuando la policía interrogó a los empleados respecto a si conocían a Betty Chan, cuyo pobre cadáver yacía en el depósito sin que nadie lo reclamara, testificaron que verdaderamente había trabajado como espía para Dragón Rojo.

Una investigación realizada por el Servicio de Hacienda descubrió libros falsos y pruebas de evasión de impuestos, blanqueo de dinero y relaciones con la mafia china. La planta se cerró, el Dragón fue arrestado sin fianza, pendiente de la investigación de las muertes debidas a sus productos. Murió allí antes de ir ajuicio, se dijo que de un ataque al corazón, aunque corrieron rumores de que se había suicidado porque no había soportado la pérdida de prestigio.

Para mi sorpresa, las ventas de los remedios Armonía Perfecta no disminuyeron, sino que en realidad aumentaron. La publicidad dada al juicio había generado tanto interés por mis medicinas, que personas que nunca las habían probado lo hicieron y se convirtieron en clientes habituales. Debido a esto, y pensando en el futuro de mi hija, aunque yo estaba de luto seguí adelante con mis planes de comprar la fábrica de Daly City. El señor Lee habría querido que lo hiciera.

Contraté a una geomántica para que revisara el feng shui. Descubrió una fuga en una cañería —«Tu dinero se escurrirá»— y una puerta que bloqueaba la corriente de chi. Repintamos los edificios con colores que armonizaban con los alrededores, colgamos móviles de campanillas para capturar e irradiar el chi bueno, y cuando vi que la dirección era el número 626 —que suma catorce, un número de muy mala suerte que significa «muerte garantizada»— lo cambié por el 888, para que nos aportara buena suerte y prosperidad.

El día de la inauguración de la fábrica, un día de buenos auspicios elegido por una adivina, contratamos a bailarinas del león para invocar la buena voluntad de los dioses. Nos reunimos todos, para que nos tomaran una fotografía de grupo, incluidos Gideon y Olivia, que llevaron a su hijo Adrian y a la niña que estaba invitada en su casa, Margo.

También hice lo necesario, a través del señor Winterborn, para prestar ayuda económica anónima al hijo de dieciocho años del Dragón, Woodrow Sung, pues ahora se había quedado sin madre y sin padre y no me parecía bien que sufriera por los pecados de su padre.

Transcurrieron varios meses hasta que me vi capaz de entrar en el estudio del señor Lee. No había visto su último cuadro desde el día en que lo había comenzado. No tenía ni idea de qué era lo que estaba creando, todas aquellas noches silenciosas durante el juicio. Pero tenía que afrontarlo, tenía que ver si contenía alguna respuesta a por qué el señor Lee se había matado.

El cuadro se hallaba donde él lo había dejado. Vi enseguida que no se trataba de los pandas, caballos y perros de templo de costumbre. El tema lo constituían seres humanos y era una escena amplia, con colinas y nubes y un océano a los lejos. Me quedé sin aliento. Jamás había visto una pintura tan bella.

Y entonces reconocí a los personajes, empecé a ver su historia y comprendí por qué el señor Lee se había bebido la poción.

Yo estaba situada en el centro de la escena, había un dragón rojo arrojándome el fuego de su boca y yo parecía correr, con los brazos extendidos hacia un hombre que no era chino. En el fondo, apenas visible como si se tratara de un fantasma, se halla la imagen de mi esposo, observándome correr hacia Gideon. En primer plano había una niña pequeña con mariposas por ojos. Y a su lado un bebé fantasma.

El bebé que él jamás podría darme.