2:00. Palm Springs, California
—¿Por qué no me has esperado, Armonía? —exclamó Gideon cuando vio el pastel de boda, los invitados, el señor Lee vestido de esmoquin.
«Pero cómo iba a hacerlo —respondió Armonía en silencio, con el corazón, para que nadie, ni siquiera Gideon, la oyera—. ¿Cómo podía esperar si ibas a estar fuera diez meses y nuestro bebé nacería al cabo de nueve?».
—Jamás amaré a nadie como te he amado a ti, Charlotte —declaró Gideon con pasión, pero ya no era Gideon sino Jonathan, y alargó los brazos y puso sus manos en los hombros de Charlotte…
Charlotte ahogó un grito.
—Eh —dijo Jonathan con voz suave, sacudiéndole los hombros—. Eh, ¿estás bien?
Ella le miró y parpadeó.
—Tenías una pesadilla —dijo él.
Charlotte se incorporó y se frotó los ojos. Había decidido echarse en el diván del despacho de su abuela y tomar una breve siesta. Consultó su reloj. Había dormido una hora.
—Debías de estar soñando —dijo él.
—Sí… Era un sueño extraño.
Ella levantó la mirada hacia él. El pelo castaño le caía sobre la frente y estaba sin afeitar. Pero sus ojos no daban muestras de fatiga.
—He encontrado algo —dijo. Olía a lluvia. ¿Había estado en el exterior?—. Sé qué es lo que persigue nuestro culpable.
Charlotte puso los pies en el suelo y esperó un momento, la cabeza apoyada en las manos. El sueño no abandonaba su mente, llenando su cerebro con un remolino de imágenes absurdas: su madre, a quien no había conocido, sentada con ella en el mirador del tejado diciendo: «Ha sido el té, Charlotte, el té…». El señor Sung haciendo girar una caja rompecabezas una y otra vez en sus manos. Su abuela apartando la cara de una alcachofa que Charlotte acababa de cocer al vapor para la cena.
La siesta no la había refrescado. En realidad, se sentía más cansada; los recuerdos la acosaban, la abrumaban.
Se levantó y fue a la cocina donde abrió el grifo y se pasó agua por la cara hasta que su sueño empezó a desmigajarse, los rostros y voces a retroceder. Cuando se secó la cara dándose unos toques con una toalla las imágenes perturbadoras habían desaparecido.
Se volvió y miró a Jonathan, sentado ante su ordenador portátil. Había estado trabajando mientras ella dormía. Tenía el pelo húmedo.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Charlotte.
—He estado repasando los ficheros que he descargado en copias de seguridad. Y he encontrado algo muy interesante en el directorio donde guardas tus fórmulas secretas. Mira. —Dio unos golpecitos a la pantalla.
Charlotte se inclinó para ver más de cerca lo que le mostraba.
—¿Los han copiado?
—Nuestro intruso al parecer no es consciente de que tu sistema consigna automáticamente cuando se accede a los ficheros y se copian. Y mira esto —añadió—. Mira las horas y fechas de estos accesos.
—¡No lo hicieron todo de golpe! ¡Lo ha estado haciendo toda la noche!
—¿Puedes creerlo? Ese hijo de puta ha estado entrando y saliendo durante las últimas doce horas, copiando un fichero cada vez para que no le pilláramos. Pero éste es vital, Charlie. Es el más reciente.
Ella miró hacia donde él señalaba.
—Esta fórmula se ha copiado después de que Knight desconectara todos los terminales.
—Esto significa que en algún sitio hay un módem escondido.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Podrás encontrarlo?
Jonathan sonrió.
—Oh, lo encontraré. Ya he puesto en marcha la búsqueda. —Dejó el ordenador y fue a mirar los planos de las instalaciones, aún desplegados sobre el escritorio—. Una manera de entrar en un sistema —dijo, examinando los planos— es incapacitar el dial-back en uno de los módems. Sin embargo, tu sistema lo habría registrado. Como no es así, sabemos que hay un módem escondido, que se conectó a la red y envió una autorrespuesta.
—¿Cómo vamos a encontrarlo?
—He instalado un war dialer en mi ordenador —murmuró mientras trazaba una línea con la yema del dedo—. ¿Has visto la película Juegos de guerra? Un war dialer es un software que marca cientos de números, buscando un módem al que conectarse. Mientras dormías he introducido los parámetros de los números telefónicos de esta región. Seguirá marcando hasta que encuentre un módem activo en esta instalación. Lo he conectado a mi busca para que me avise cuando el marcador encuentre algo.
Ella le vio examinar los planos, frunciendo el entrecejo mientras estudiaba líneas, arcos y cuadrados, concentrado con la misma intensidad que si estuviera resolviendo una caja rompecabezas. Era la misma expresión que tenía en el rostro cuando había colgado después de hablar con su socio, cuando había dicho que algo le pasaba a Quentin. El mismo ceño había aparecido entonces, mientras sopesaba la situación y decidía qué hacer; Charlotte quiso ayudarle diciéndole que se marchara a casa. Pero entonces había aparecido el mensaje: LOLOLOLOL y se había quedado.
Justo una hora antes, Charlotte le había insistido que se marchara. Ahora se alegraba de que no lo hubiera hecho.
—Johnny —dijo revolviendo en su bolsa de piel, sacando un peine con el mango dorado escondido bajo el móvil de campanillas de cristal roto—. Tenemos que encontrar la relación entre este intruso y Rusty Brown. Quizá ha sido alguien que trabajaba con Brown, o alguien que descubrió lo del sabotaje de Brown y ha decidido aprovecharse de ello. Brown ha insistido en que trabajaba solo. Y ésa es su forma de actuar, según su historial delictivo.
Jonathan había sacado una pluma de su bolsillo y estaba trazando una línea a lo largo del diagrama.
—¡El historial delictivo de Rusty! —exclamó Charlotte, y se soltó el pelo—. ¿Cómo consiguió pasar nuestro proceso de selección? En su ficha no se menciona ninguna detención. He llamado a la señora Ferguson, la directora de personal, a su casa pero me ha salido el contestador automático. Le he dejado el mensaje de que es urgente que llame. Lamentablemente vive al otro lado de un arroyo que en estos momentos es una furiosa avenida de agua. No podemos llegar hasta allí en coche. —Charlotte levantó la mirada hacia la pantalla de seguridad que entonces mostraba una zona de recepción vacía—. ¿Dónde están todos?
—Knight y sus hombres se han marchado —respondió Jonathan, siguiendo con su tarea de trazar la línea—. Le he dado una copia de lo que he descargado. Con eso se ha conformado de momento. Se la ha llevado al laboratorio, donde la examinarán para ver si encuentran pruebas del delito de Rusty Brown. Han dejado a un hombre de guardia en la sala del ordenador central, pero no importa. Aun así entraremos en el sistema.
—Lo que aún me desconcierta, Johnny —dijo Charlotte, apartándose de la pantalla de seguridad— es cómo lo hará. ¿Cómo puede forzar a la gente que ingiera algo que se les ha advertido que no tomen?
Él se irguió, guardando la pluma de nuevo en su bolsillo. Cuando vio la larga cabellera negra derramándose libre sobre sus hombros, se detuvo. Una visión de aquel mismo cabello, muchos años atrás, apareció en su mente: sedosas trenzas extendidas sobre la hierba húmeda de rocío, los ojos de Charlotte cerrados, una sonrisa sublime en sus labios.
Desvió la mirada.
—Lo descubriremos cuando examinemos tu sistema. Bueno, sólo nos quedan dos cosas por hacer y tendremos a nuestra paloma. En primer lugar, tenemos que entrar.
—De acuerdo —dijo ella, separando la silla del escritorio.
—No, me refiero a mí.
—Pero no conoces mi contraseña. Incluso me has dicho, cuando has llegado, que no querías saberla.
—Forma parte de mi test de penetración hecho a medida del usuario —dijo sentándose—, cuando finjo ser el intruso. De este modo encuentro agujeros en esa seguridad que no pueden ser determinados con otros medios. Empieza con la introducción de los datos. No quería que me dijeras tu contraseña. Ahora observa.
—¿Quieres decir que vas a adivinarlo?
—Te apuesto lo que quieras a que la consigo en tres tentativas.
—Espera —dijo Charlotte, poniendo una mano sobre el brazo de Jonathan—, el técnico de Knight ha descubierto un programa de seguridad cuya existencia ni siquiera yo conocía. Si haces dos intentos no validos, el tercero hará que el sistema borre todos los datos.
Él meneó la cabeza, la mirada intensa.
—Eso ha sido cosa mía, Charlie. Se me ha ocurrido después de descargar todos esos ficheros, no quería que los federales se llevaran la red, aún podríamos necesitarla. Así que he entrado y cambiado las contraseñas, y luego he implantado el falso mensaje de borrar los ficheros.
A la orden de Nombre del usuario, Jonathan escribió: «Charlotte Lee» y pulsó Enter.
La siguiente orden fue: Contraseña. Mientras mecanografiaba aparecieron asteriscos en la pantalla. Pulsó Enter y apareció un nuevo mensaje:
Bienvenido a Armonía Biotec
Charlotte se quedó perpleja.
—¿Cómo lo has hecho?
—Simple investigación por encima del hombro —respondió él, mecanografiando con rapidez—. Así es como los criminales roban los números de cuentas bancarias. Un tipo mira por encima de tu hombro cuando introduces información en un cajero automático.
—Pero cuando he escrito mi contraseña, en la pantalla sólo han salido asteriscos, como ahora. Aunque hubieras mirado…
—También escuchaba. Seis pulsaciones, y no has pulsado la barra espaciadora ni el retorno manual. Claro que —añadió, repasando los datos aparecidos en la pantalla— me ha ayudado el hecho de saber algo de ti. La contraseña que la gente utiliza con más frecuencia es su nombre o el de su perro. También usan su fecha de nacimiento, o la matrícula del coche, o el sitio donde nacieron. Palabras como mago y enano son muy populares. Te sorprendería la cantidad de gente que simplemente utiliza la misma letra o el mismo número varias veces, como siete sietes.
—Aun así hay que adivinar mucho —dijo Charlotte pasándose el peine por el cabello; luego se lo recogió con el broche y arrojó el peine dentro de su bolsa de piel.
—La mayor parte de intrusos consiguen adivinar la contraseña en menos de diez tentativas, y si quieren entrar en un sistema que no dispone de protección contra introducciones erróneas múltiples, entran. Pero, como he dicho, en este caso yo ya sabía algo de ti, tenía una base por donde empezar. Cuando he oído el número de letras de que constaba, se me ha ocurrido cuál era la contraseña.
Charlotte la había elegido porque nadie conocía esa palabra: su nombre verdadero.
Jonathan de pronto estiró los brazos hacia adelante, haciendo chasquear los nudillos. Se levantó, se acercó a la pequeña cocina donde llenó el hervidor y lo puso al fuego.
—Nos quedan menos de cuatro horas y necesitaré un poco de combustible.
Abrió la cremallera de un compartimento lateral de su bolsa y sacó un paquete de café, filtros y una caja de galletas escocesas.
En cuanto vio el conocido envase de cuadros escoceses rojos y amarillos, Charlotte sintió simultáneamente alegría y dolor.
Volvían a tener diecisiete años, Charlotte estaba sentada en la cama del escondite del sótano de Jonathan. Comían galletas escocesas y él le mostró su último artilugio, un juego de ordenador llamado Pong, a la sazón sólo disponible en salas de juegos y bares. Pero Johnny tenía uno porque acababa de regresar de Escocia, donde había pasado el verano, y su padre, que tenía que marcharse enseguida para asistir a una conferencia internacional en Perú, había consolado a su hijo con un juguete caro. Jonathan comía y reía y hablaba al mismo tiempo, explicando que originalmente se llamaba «Ping Pong» pero la empresa Atari lo había tenido que cambiar porque vulneraba una marca ya registrada.
Ése era el momento alegre. El doloroso era seis años más tarde, una lluviosa noche en Boston, cuando Jonathan le anunció que sería hacker del MIT. Lo habían celebrado con vino tinto y galletas escocesas, y luego habían hecho el amor de un modo lento y maravilloso sobre la colcha de Madrás en el apartamento de Jonathan. Se pasaron la noche acurrucados bajo las sábanas, con veintitrés años de edad y planeando su futuro juntos, esbozando cada uno el perfil del otro: ella descubriría una cura para el cáncer, él iba a construir el superordenador más rápido del mundo. Serían apasionados, dos jóvenes misiles lanzados al futuro. E iban a viajar, a ver mundo. «Estaremos en el Bósforo —había dicho Charlotte— y contemplaremos el sol ponerse tras las cúpulas y chapiteles de Estambul». «En Venecia —había dicho Johnny—, tomaremos cappucino en la plaza de San Marcos y observaremos subir la marea». Iban a hacerlo todo, probarlo todo, experimentar todo lo que la vida les pudiera ofrecer. Cuando Charlotte se marchó al día siguiente a San Francisco, Jonathan fue a despedirla al aeropuerto y ella nunca le había visto tan radiante y feliz.
Y luego, doce meses más tarde, había llegado el libro de poesía, haciendo añicos su mundo, poniendo fin a sus sueños para siempre.
Jonathan retiró el agua del fuego cuando empezó a hervir y sacó un cono de metal articulado de su bolsa negra. Abrió el cono y lo colocó sobre un tazón, puso en él un pequeño filtro de papel y dos cucharadas colmadas de café molido de rico aroma.
—Nunca viajo sin mi café —explicó mientras preparaba dos tazas—. ¿Sigues tomándolo solo? Si quieres tengo leche en polvo.
—Solo —respondió ella. Entonces dijo de pronto, sorprendiéndose a sí misma—. Johnny, ¿eres feliz?
Él se giró en redondo, una expresión de asombro en su rostro. Y luego la expresión se volvió sombría.
—Como todo el mundo, supongo.
Ella no pudo contenerse. Había estado esperando formular esa pregunta durante las últimas ocho horas.
—¿Tu matrimonio va bien?
—No puedo quejarme —respondió él con expresión críptica, acariciando con la mirada el pelo de Charlotte, que ahora estaba peinado y recogido—. La vida con Adele es cómoda. Previsible.
Charlotte se dio la vuelta. Parecía describirles a ella y a Forest.
Jonathan le observó la parte posterior de la cabeza, donde su reluciente cabello negro estaba despeinado a causa de la siesta, un punto al que el peine no había llegado. Deseaba alargar el brazo y alisárselo, pero Adele acudió de nuevo a su mente, y la conversación que habían mantenido por videoteléfono justo después de medianoche, mientras Charlotte estaba en la cafetería. Los ojos de Adele brillaban a causa de las lágrimas cuando dijo:
—Estás con ella, ¿verdad? Quentin sólo me ha dicho que estabas con un caso. Pero has ido a ayudarla a ella, ¿no es así?
Jonathan no entendía cómo un asunto que él se esmeraba tanto en no plantear parecía estar presente de todos modos, sustancial, interponiéndose entre ellos. El dolor que dejaba traslucir la voz de Adele… qué podía hacer él salvo responder: Sí, estoy ayudándola. Adele se merecía esa sinceridad, se merecía eso, al menos.
Cuando Jonathan dejó el hervidor de agua junto a la caja de té, los ojos de Charlotte la siguieron y se posaron en la caja.
—Aún no puedo quitarme de la cabeza lo que he soñado —dijo—. Hay algo referente a ese té que se supone que debo saber.
—Ya lo has averiguado. Forma parte de un lote contaminado.
Ella puso ceño.
—Hay algo más. Pero no logro… —Le miró a él—. Mi abuela creía en toda clase de supersticiones y lo que yo consideraba tonterías anticuadas. Me decía que como provenimos de un largo linaje de hijas sin madre, en nuestros momentos de necesidad oímos la voz de nuestra madre. Yo realmente nunca la creí. Pero contaba que ella había oído a su madre muchos años atrás, cuando se veía obligada a vivir en un sótano y se moría de hambre y no conseguía vender sus medicinas. Decía que su madre le habló desde el cielo y le dijo que hiciera las medicinas agradables a la vista para que la gente las comprara. Y esta noche, yo estaba a punto de beber el té… Johnny, he oído esa voz tan fuerte y clara como si hubieras hablado tú.
—¿Y era tu madre?
—¿Cómo voy a saberlo? Nunca le oí la voz. Pero en el sueño que acabo de tener me ha vuelto a hablar, señalándome el té… supongo que tengo que creer que le ocurre algo.
Él la miró con ojos escrutadores, como si intentara penetrar en su mente y ver con sus propios ojos el sueño y su misterioso mensaje.
—Evócalo de nuevo, Charlie —dijo—. Recuerda el sueño paso a paso. Si estás recibiendo un mensaje tienes que oírlo.
Aceptando el café, Charlotte pensó: «Sigue siendo supersticioso, como en los viejos tiempos, cuando regresaba de las Highlands con cuentos de campos de batalla encantados y mujeres que se transformaban en focas».
Mientras la veía mojar una galleta en el café y llevársela a sus húmedos y sonrosados labios, sacando su pequeña lengua de la boca, Jonathan pensó en los tiempos pasados en que había observado comer a Charlotte, siempre con el gusto con que hacía todas las cosas. Como en el café de Boston, cuando ella pidió más aliño para la ensalada y luego se la comió junto con bocados de palito de pan con mantequilla, sin dejar de hablar, con fruición: «Es lo único en lo que mi abuela y yo estábamos de acuerdo, Johnny, que la medicina occidental y la medicina china podían trabajar juntas. Ella solía decirme: “Charlotte, la medicina occidental es nueva y rápida, la china es antigua y lenta. Muy buen equilibrio, como el yin y el yang”. Pero yo he decidido no estudiar medicina, Johnny. La muerte de tío Gideon me convenció de que los médicos no pueden ayudar. No pueden hacer nada si no tienen las medicinas adecuadas».
Estaba tan animada aquella lluviosa tarde, primero escuchándole mientras él hablaba de ser un hacker del MIT, riendo de sus historias de invasión de ordenadores cuando estaba en Cambridge y luego lanzándose a contarle su propio sueño con entusiasmo desbocado. «¡Biotecnología, Johnny! —había dicho con sus ojos verdes inflamados con visiones—. ¡Es el futuro! Y estoy intentando convencer a la abuela del potencial que tiene en sus manos. ¡El almacén de Armonía es un cofre del tesoro lleno de hierbas curativas! Pero la abuela sigue envasándolas tal como lo ha hecho durante años. Yo intento hacerle ver que esas hierbas pueden analizarse a nivel molecular y llevarse a sus límites curativos más extremos. ¡Mira ese sauce! ¡Los extractos herbales hechos con su corteza han curado dolores de cabeza, dolor y fiebre durante miles de años! Una vez los químicos descubrieron la estructura molecular en que se basaba el poder curativo del sauce, fueron capaces de sintetizar la medicina. ¡Y ahora lo llamamos aspirina! ¡La empresa Armonía está situada en una verdadera cueva de Aladino de la curación! ¡Estoy decidida a encontrarlas, Johnny! ¡Hasta la última!».
Aquella noche hicieron el amor en el apartamento de Johnny, toda la noche, para celebrar que estaban juntos en Estados Unidos, para tejer sus diferentes sueños y formar un único tapiz con ellos. Y luego un año más tarde él le envió el libro Ganadores de la Corona de Laurel de Plata de Poesía 1981 y la urdimbre y la trama de sus sueños entretejidos se deshizo hasta que los hilos estuvieron enmarañados de forma irrecuperable.
¿Y si él no hubiera aprovechado la oportunidad y desnudado sus sentimientos en aquel poema… habrían seguido siendo amantes? Si él se hubiera guardado el libro para sí, ¿ella le habría llamado para decirle que necesitaba su espacio, su libertad? Y luego, seis años más tarde, ¿se habría reunido con él en San Francisco? ¿Habrían hecho el amor en lugar de que Charlotte le traicionara de un modo tan monstruoso?
Recordaba cómo era ella la última vez que la vio, en San Francisco. Sólo habían transcurrido seis años desde aquella noche en Boston, pero Charlotte había cambiado mucho. Aún poseía su visión, pero había reprimido su pasión y celo juveniles cuando dijo:
—Después de licenciarme en bioquímica, convencí a la abuela para que me diera una pequeña área que pudiera adaptar como laboratorio. Me permitió contratar a dos ayudantes pero hizo hincapié en que no abusara de las plantas que analizara, y en especial que no causara ninguna ofensa a nuestros antepasados, que descubrieron los usos medicinales de esas plantas.
Después Charlotte había adoptado una actitud de mujer de negocios:
—Tenemos que expandir nuestras áreas de investigación y desarrollo, pero para ello necesitamos fondos. He intentado persuadir a la abuela de que Armonía se convirtiera en sociedad anónima y ofreciera acciones en bolsa. ¡Por poco no le dio un ataque! Así que se me ocurrió otra idea. La convencí de que sacara una nueva línea de productos. Dije: «El tónico Loto Dorado es muy popular, ¿por qué no introducir champú y aceite corporal Loto Dorado? ¿Por qué no ambientador Dicha y polvos secantes Mei-ling? Cosméticos, vitaminas para niños. Incluso había pensado preparar productos para animales domésticos».
Mientras Jonathan observaba a Charlotte cortar con atención un tomate enano con cuchillo y tenedor como si lo estuviera diseccionando, en lugar de metérselo entero en la boca, se dio cuenta exactamente de cuánto había cambiado: Charlotte había desarrollado un perfil lleno de aristas. Ya no era redondeada y suave como había sido. Al parecer la ambición le había cincelado la redondez.
—Charlotte —dijo ahora, con repentina curiosidad por algo—, ¿cómo convenciste a tu abuela de que trasladara la fábrica aquí? Creía que jamás abandonaría San Francisco.
—Cuando investigué un poco y supe que la parte sur de California lleva a cabo más investigación y desarrollo biomédico que ningún otro sitio en el mundo, supe que era donde debía estar Armonía. Adrian lo consideró buena idea y trató de convencerla, utilizando hojas de cálculo y señalando márgenes de beneficios; llegó a llamar a esta zona una «comunidad científica». Ella hizo oídos sordos. Yo me limité a decir que nos uniríamos a una familia de empresas farmacéuticas y eso la abrió. La abuela era muy sensible a la palabra «familia».
—No me extraña que te nombrara su sucesora —murmuró él—. Tenías la misma manera de ver las cosas que ella.
—Hubo un tiempo —dijo ella con voz suave— en que tú y yo veíamos las cosas de la misma manera.
Sus ojos se encontraron, y en el espacio de tres latidos estuvieron unidos en recuerdos mutuos de un pasado compartido. Pero entonces Jonathan recordó una traición, Charlotte recordó otra y ambos regresaron al presente.
—No tenemos mucho tiempo —dijo él—. Poco más de tres horas. —Apartando su café y sacudiéndose las manos, añadió—: Primero revisaré estas fórmulas confidenciales y veré si nuestro intruso ha dejado rastro de comprobación. Después tendré que volver al edificio principal.
—¿Rastro de comprobación?
—Es un registro cronológico de las actividades del sistema. El rastro de comprobación verifica las entradas fallidas a una identificación de usuario determinada, horas de entradas extrañas, datos borrados, cambios, cosas así. Nuestro amigo ha hecho su trabajo sucio en horas de trabajo. Los intrusos atrapados son los que cometen errores estúpidos, como invadir un sistema en plena noche o utilizar la identificación de un empleado que está de vacaciones.
—¿Cómo ha entrado éste en el sistema?
—Posiblemente a través de una puerta trasera, como por ejemplo una contraseña maestra instalada por el fabricante de software, o una brecha en tu mamparo. El extremo frontal es todo seguridad, mientras tu base de datos está detrás, básicamente insegura. Pero el intruso realmente tendría que saber lo que hacía para encontrar esos puntos débiles y te aseguro que ahora no lo está haciendo. No te preocupes, encontraré sus huellas digitales en el disco duro. Y entonces tendremos a ese hijo de puta.
Mientras Jonathan efectuaba una búsqueda, los ojos de Charlotte se posaron una vez más en la caja de té. De pronto el inquietante sueño acudió a ella de nuevo, así como la extraña advertencia que le había sonado tan real que le había hecho caer la taza de té de las manos. ¿En verdad había oído la voz de su madre? ¿O sólo eran imaginaciones suyas?
Cogió la caja y la examinó, buscando las letras azules y plateadas y el pequeño dibujo de un sauce llorón reflejado en un lago por si veía algo que le diera alguna pista. Sacó una bolsita de té y la sostuvo en la palma de la mano. Y entonces reparó en que…
—¡Ya está! —exclamó de pronto—. ¡Esto es lo que tenía que descubrir! ¡Johnny, mira! ¡Estas bolsitas de té han sido manipuladas! ¡Este lote no se ha falsificado en la fábrica, sino después!
—Esto significa que no es obra de Rusty Brown.
—¡No! Es alguien que quiere que parezca que ha sido parte del sabotaje de Rusty Brown. ¡Apuesto a que si analizamos el resto de té de ese lote lo encontraremos intacto!
—¡Dios mío! —Jonathan se puso en pie de un salto—. ¡Se lo han hecho deliberadamente a tu caja particular de té! ¡Tú eres el blanco! —De pronto la cogió por los hombros—. Charlie. Tienes que marcharte de aquí. Enseguida.
—¿Qué?
—Tienes que ponerte a salvo.
—No…
—Llévate mi coche alquilado. Así será más difícil que te reconozcan.
—Johnny, no pienso marcharme.
—Maldita sea, no discutas conmigo. ¿Y Forest? ¿Puedes quedarte con él?
—¡He dicho que no me marcho!
—¡Por Dios, Charlie! ¡Alguien está tratando de matarte! —La cogió con más fuerza—. ¡Quiero que salgas de aquí ahora mismo! Vete lo más lejos que…
Ella se apartó.
—¿Estás loco? Y no me voy a ninguna parte. Jonathan Malcolm Sutherland, y deja de darme órdenes. Soy una mujer adulta y puedo decidir por mí misma.
Él la miró echando fuego por los ojos.
—¡Estás en peligro, por el amor de Dios!
—¡También lo estás tú y miles de personas. Y mi empresa —añadió, alzando la voz— y no tengo la más mínima intención de irme!
Sus palabras taladraron el aire resonando en el silencio, la pasión de Charlotte chocando con la de Jonathan con un fragor que competían con los truenos que retumbaban fuera.
—Bueno, me quedo —dijo más tranquila, la voz temblorosa pero llena de decisión—. Encuentra a ese hijo de puta a tu manera —dijo, señalando el ordenador con un dedo— y yo lo encontraré a la mía.
Se miraron airados en un espacio cargado de furia y deseo, hasta que por fin Charlotte giró sobre sus talones y regresó al museo, pasando por delante de vitrinas que ya había examinado, hasta que llegó a una titulada NUEVA FÁBRICA, 1936. Era un diorama de una planta de fabricación y embotelladora, completa con personas en miniatura de pie junto a una cinta transportadora en miniatura, y encima una fotografía de un grupo de gente bajo un cartel enorme: Productos Herbales Chinos Armonía Perfecta.
Y se quedó allí, temblando, el corazón latiéndole con fuerza «No pienses en el té envenenado, concéntrate en descubrir al asesino», fijándose en la figura central del grupo, su abuela, aunque resultaba difícil imaginar a esa bella mujer joven como su abuela. Armonía sólo tenía veintiocho años cuando se tomó la fotografía, aunque oficialmente tenía treinta. Iba vestida de blanco porque estaba de luto.
En la fila delantera, de pie uno junto al otro, se encontraban Margo y Adrian, de siete años de edad y formando pareja ya, Margo más alta que su futuro marido, el rostro de Adrian exhibiendo la belicosidad que aumentaría con los años.
Por supuesto, Charlotte no aparecía en la fotografía, ni Desmond o Jonathan. Ellos pertenecían a otra generación. Pero había otras personas a las que Charlotte reconoció, sonriendo de un modo que le hizo preguntarse si ocultaban algún secreto, el secreto de un asesino que quería matarla a ella…