Medianoche, Palm Springs, California
—Ya está —dijo Jonathan entrando en el museo—. Los sheriffs del Riverside County han arrestado a Brown hace media hora.
Charlotte levantó la vista de la fotografía que había estado examinando. Vio la bolsa de plástico en la mano de Jonathan; había estado en el invernadero para desenterrar su arma. Y luego vio su rostro, sombrío e inescrutable, como si estuviera combatiendo demonios interiores.
También ella se hallaba atrapada en un torbellino de emociones en conflicto: abrumador alivio porque él hubiera encontrado al autor tan pronto, con lo que ella podría ponerse a trabajar para reparar el daño, pero también desesperación, porque eso significaba que Johnny se marcharía.
—Brown lo ha confesado todo —dijo Jonathan en tono monocorde, como si pronunciara unas frases ensayadas—. La policía incluso ha encontrado en su casa disquetes que son copias de los registros que manipuló. Al parecer planeaba utilizarlos de algún modo para que la compañía apareciera como culpable.
—¿Ha dicho por qué lo ha hecho? —preguntó Charlotte con voz suave, pronunciando palabras, como Jonathan, que no tenían nada que ver con lo que realmente quería decir.
—Ha dicho que la empresa había roto una promesa que le había hecho.
—Rusty Brown —murmuró ella, el hombre que había firmado la aprobación de tres lotes de vino Loto Dorado que se habían fabricado sin efedrina y un lote de bálsamo Mei-ling, uno de Yang Diez Mil y uno de Dicha que estaban elaborados con la efedrina. Brown había aprobado los seis lotes y luego había borrado los archivos del sistema, pensando que jamás le descubrirían—. R. B. —dijo Charlotte.
—¿R. B.?
Observó la expresión sombría que asomaba bajo las espesas cejas. Comprendió que ella y Jonathan estaban hablando de Rusty Brown porque tenían que hacerlo, porque ninguno de los dos sabía cómo expresar los pensamientos más profundos, más turbulentos que compartían.
—El «R. B.» de la dirección del correo electrónico del cibercafé —dijo, sintiendo que se aproximaba el dolor, como la ola de un océano que empieza muy lejos, que rueda implacable hacia la orilla, enorme a imparable. Charlotte sabía que esta vez jamás se recuperaría del dolor que le produciría la partida de Jonathan—. Creía que era como una broma: Richard Barclay. Creía que era alguien próximo a mí. Ni siquiera conozco personalmente a Rusty Brown.
—Según Knight, Brown tiene algo personal contra los fabricantes de medicamentos, algo relacionado con el pasado. Le detuvieron por algo en su último empleo. Estuvieron a punto de condenarle pero tuvo un buen abogado.
—¿O sea que trabajaba solo? ¿Brown no cobraba de alguien de aquí?
—Dijo que le debían un ascenso y no se lo habían dado.
Jonathan entonces se quedó callado, mientras retumbaba un trueno y las vitrinas de cristal temblaban y tintineaban. Charlotte vio que una sombra cruzaba el rostro de Jonathan y una tempestad acudía a sus ojos. Jonathan miró la fotografía que ella tenía en la mano.
Ella se la tendió.
—La tomaron en 1930, cuando mi madre tenía un año.
Se la entregó, observando su mano acercarse a ella, coger la foto, retirarse.
Examinó su rostro mientras contemplaba la instantánea en blanco y negro de dos personas frente a una puerta con un cartel que decía: Armonía-Barclay Hong Kong Ltd. Llenó sus ojos y su mente con todos los detalles de Jonathan —la larga nariz recta, la barba incipiente en la barbilla, el labio inferior, húmedo y tentador— capturándole como los que aparecían en la fotografía, para conservarle porque estaba a punto de desaparecer, y esta vez sabía que sería para siempre.
Observándole la boca recordó la primera vez que se habían besado, cuando tenían dieciséis años y se encontraban en el escondrijo del sótano de Johnny. Él estaba instalando unos cables cuando de pronto levantó la mirada y dijo:
—Anoche oí un ruido extraño. Venía de la habitación de mi padre.
Charlotte, sentándose en la cama:
—¿Qué clase de ruido?
—Mi padre lloraba. Escuché ante su puerta. Era terrible… un llanto angustiado.
—¿Por qué lloraba?
—Llamé a la puerta. No me dijo que entrara, ni que me marchara. Así que intenté abrir. La puerta no estaba cerrada con llave. La abrí y le vi junto a la ventana en pijama, de pie, sollozando. Le pregunté: «¿Papá? ¿Ocurre algo, papá?». Se volvió y me miró, sin dejar de llorar, resbalándole las lágrimas por las mejillas.
—¿Y?
—Eso fue todo. Simplemente… me miró.
Al ver las lágrimas que asomaban a los ojos de Johnny, ella bajó de la cama y se sentó junto a él en el suelo.
—¿Qué podría ocurrirle? ¿Qué le habría hecho llorar?
—Creo que lo sé.
—¿Qué?
—Creo que quería decirme que se sentía solo pero no sabía cómo hacerlo.
—¿Qué hiciste?
—Me marché. Cerré la puerta y me marché. Oh, Charlie, ¿por qué no me lo dijo? Se notaba en el aire, como si fuera humo. Mi rico e influyente padre de pie en pijama llorando porque se sentía solo. ¿Por qué no me dijo cómo se sentía? Quizá le hubiera podido ayudar.
¿Por qué no puedes tú decir cómo te sientes?, tuvo ganas de preguntarle ella. Pero eso habría sido cruel, decirle a Johnny que se había visto reflejado en un espejo. Así que en lugar de hacerlo le consoló, cogiéndole en brazos, el muchacho solitario que lloraba por su solitario padre, y entonces le consoló con sus labios. Después de ese día se besaron mucho, en los meses que siguieron, y exploraron y experimentaron, complaciéndose en el placer que podían darse el uno al otro. Pero por un acuerdo tácito, nunca llegaron hasta el final. Los dos querían que la primera vez fuera especial, y los dos sabían que cuando llegara el momento, sería el momento oportuno.
Llegó un año después, cuando le tocó a Johnny el turno de consolarla a ella, envolviéndola en sus brazos y estrechándola contra sí mientras canturreaba algo triste en escocés. Ella hundió su rostro en la aspereza de su camisa y por fin cedió al llanto, sollozando con fuertes estremecimientos mientras Johnny la apretaba contra su pecho y la mecía porque comprendía lo que era perder a un ser querido, una madre o un tío que era como un padre. Pero esta vez, el consuelo no había terminado con un beso.
Charlotte regresó al presente.
—Siempre supe que tío Gideon y yo no éramos verdaderos parientes, que él era hijo adoptivo de mi bisabuelo. Pero ahora…
—¿Qué?
—Mira la fotografía. Esta mujer es mi abuela, Armonía Perfecta. Tenía veintidós años cuando tomaron esta foto.
—Era muy guapa —murmuró Jonathan.
—Ahora mira al hombre. Es tío Gideon.
—Lo sé. Le reconozco.
—Pero mírale bien, Johnny, observa el modo en que contempla a mi madre. Es una mirada de amor. ¿Y ves la expresión de mi abuela? Es una expresión triste. Johnny, esta fotografía fue tomada cuando abrieron su primera oficina en Hong Kong, cuando empezaron a suministrar remedios a base de hierbas a la compañía Explotaciones Mineras de Titanio. Se supone que era un acontecimiento feliz. Pero mi abuela tiene una expresión de tristeza. ¿Por qué?
—¿Tú que crees, Charlotte?
—La forma en que Gideon la mira, el amor que expresan sus ojos, y la infelicidad que asoma en los de ella… Johnny, mi madre nació siete meses después de que mi abuela se casara con el señor Lee. Me dijeron que había nacido dos meses antes de tiempo. Pero no lo creo. Creo que mi abuela ya estaba embarazada cuando se casó. Y creo que el señor Lee no era el padre de mi madre. Lo era Gideon Barclay. Tío Gideon en realidad era mi abuelo.
—Probablemente tengas razón —convino Jonathan devolviéndole la fotografía—. Era un buen hombre, ya sabes que yo siempre tuve una cierta admiración por él.
—Johnny, el agente Knight insiste en que Armonía Biotec es responsable de esas muertes. Nos perseguirá con cualquier cosa que tenga. Soy capaz de capear esa tormenta, Jonathan. Armonía Biotec sobrevivirá a la batalla. Pero ¿qué ocurrirá con el GB4204?
Jonathan sabía que Charlotte había puesto a su fórmula el nombre de GB4204 en memoria de Gideon Barclay. Él había lamentado sinceramente la muerte de Gideon Barclay, pero su tristeza no era tanto por él mismo como por Charlotte, quien se había quedado desconsolada. Tenían diecisiete años y Jonathan había ido con ella cada día al hospital donde permanecía sentada junto a la cama de su tío en la unidad de cuidados intensivos, cogiéndole de la mano, hablándole con voz suave aunque él se hallaba en estado de coma y las enfermeras decían que no oía. Johnny jamás olvidaría la noche en que Gideon murió, porque también había señalado el comienzo de una nueva vida.
Charlotte tenía que ir a verle. Habían pensado ir al cine. Al ver que ella no aparecía, llamó a su casa. No obtuvo respuesta. Ni siquiera la doncella respondió. Con un terrible presentimiento, él cogió su chaqueta y corrió por las oscuras calles.
En la casa había luces encendidas, pero nadie abrió la puerta. Atisbo por las ventanas; era como mirar un museo: todas aquellas habitaciones amuebladas sin nadie en ellas. Fue a la parte trasera donde un jardín terraplenado se extendía hacia la bahía. La niebla devoraba la ciudad, mientras zarcillos de vapor serpenteaban sobre la reluciente hierba, entre setos, haciendo que la humedad goteara de los árboles de cítricos y las flores doblaran sus cabezas cubiertas de rocío.
—¿Charlotte? —llamó él con suavidad.
Cruzó un césped sembrado de hojas caídas.
—¿Charlie?
Ella estaba en algún lugar en la niebla, lo percibía.
Entonces la encontró, una forma espectral inclinada hacia la bahía, atisbando en la espesa niebla. Él no dijo una sola palabra. Cuando se aproximaba, ella se volvió y se fundieron en un abrazo que era más elocuente que todas las palabras que pudieran pronunciar. Él se quitó la chaqueta y la extendió sobre la hierba y cubrió el cuerpo de Charlotte con el suyo. Ella contuvo los sollozos hasta que por fin la forma suave de hacerle el amor de Johnny los liberó y ella se aferró a él y lloró hasta que el corazón se le partió en dos.
—Sé que el GB4204 no puede devolverme a mi tío —dijo ahora con voz suave, incapaz de apartar los ojos de la fotografía, pensando en Gideon y la noche en que murió, así como en el tacto del cuerpo de Johnny por primera vez—. Pero sufrió tanto al final que juré que encontraría la manera de impedir que otras personas tuvieran que sufrir igual. Sé que me oyó, Johnny. Estaba en coma, pero sé que me oyó. Y ahora siento que de algún modo le he decepcionado… —Alzó sus ojos húmedos—. Ahora entiendo otras cosas. El contrato original entre Armonía-Barclay y la compañía Explotaciones Mineras de Titanio que se exhibe en el museo. La placa indica que fue un regalo de boda de Gideon Barclay a Armonía Perfecta Lee. Es posible que ya lo supiera, pero lo había olvidado. Ahora sé por qué mi abuela estaba vinculada con una familia que la había tratado tan mal.
Él sonrió, con gentileza, una sonrisa que recordaba la que ella había visto en la neblina, cuando la había mirado con tanto amor y ternura.
—Puede que aquí no hayas encontrado a un saboteador —dijo Jonathan, refiriéndose al museo—. Pero al menos has encontrado las respuestas a algunas preguntas.
El momento se prolongó, la expresión de Jonathan se volvió sombría y reflexiva de nuevo y por un instante ella temió que fuera a besarla como había hecho un rato antes, en una explosión de furiosa pasión, un beso duro que había ocupado el lugar de un grito.
Pero dijo:
—Charlie, me quedo.
Ella le miró fijamente.
—¿Qué? ¡No!, no puedes. ¡No hay razón para que te quedes! Johnny —exclamó de pronto, apartándose de él—. Tienes que irte a casa. Y tienes que prometerme que nunca regresarás.
Él la miró con asombro.
—¿Por qué?
—Johnny, han sucedido muchas cosas desde aquel día en el restaurante italiano cuando te dejé. Tengo una vida organizada, y tú también. Pertenecemos a dos mundos diferentes.
—No me marcharé hasta que hayamos aclarado las cosas, Charlie —replicó él, enojado—. No voy a marcharme dejando las cosas como están entre nosotros.
—Las cosas entre nosotros están como deben estar, Johnny. No podemos volver atrás. Y no podemos avanzar. Somos como el móvil de campanillas de cristal que no puede repararse. Johnny —dijo—, has recibido dos llamadas mientras estabas fuera. Han entrado en tu ordenador. No he podido evitar oírlas.
Él la miró sin decir nada.
—Una era de tu compañero —prosiguió—. La otra de tu esposa. Las he oído las dos sin querer.
Charlotte inventó una excusa para ir a la cafetería y le dejó solo. Cuando regresó con agua caliente para el té, Jonathan se hallaba en plena conversación con Quentin. Ella no quería escuchar, pero cuando oyó una parte de lo que decían, se sintió impulsada a escuchar el resto.
Era un curioso intercambio, el acento británico de Johnny y el estadounidense de Quentin, pero Johnny estaba en América y Quentin en Londres.
—Bueno, John, te lo aseguro, no aceptarán a nadie más —decía su compañero con deje del Medio Oeste—. Insisten en que seas tú. Yo no soy suficiente. Tú eres el famoso.
—Por Dios, Quentin —dijo Jonathan—. No empieces con eso otra vez.
Del ordenador llegó una carcajada, pero sonaba amarga.
—John, sabes que me importa un comino. Y de todos modos eso fue una riña creada por los medios de comunicación. Pero el problema es que esa gente no lo sabe. Y necesitamos esa cuenta. La competencia está creciendo como loca en este campo. Ya sabes que si conseguimos este contrato dominaremos el terreno. Pero maldita sea, John, no se conformarán conmigo. Insisten en que asistas a la reunión o no celebrarán la maldita reunión. Bueno, me he tomado la libertad de reservarte un asiento en un vuelo desde Los Ángeles. Tienes que cogerlo, amigo mío, o ya podemos despedirnos de ese contrato.
—¿Lo ves? —dijo Charlotte con suavidad entrando en el despacho. Johnny había desconectado y estaba cerrando su ordenador portátil—. Dos mundos diferentes.
—No tan diferentes —murmuró él desenchufando los periféricos y empezando a guardarlo todo en los muchos compartimentos de su bolsa negra.
Ella le observaba, reconociendo los movimientos rápidos y bruscos que siempre señalaban cuándo Johnny estaba enfadado o frustrado.
—¿Qué ha querido decir con eso de que eres el famoso?
—Quentin y yo buscamos y atrapamos a un grupo de piratas informáticos que estaban causando estragos en toda Europa. Los Ocho de Amsterdam.
—Sí, he oído hablar de ellos.
—Por alguna razón, yo acabé en el candelero y Quentin apenas fue mencionado. Por eso estos nuevos clientes creen que si sólo tratan con Quentin no están recibiendo el tratamiento completo.
—¿Cómo acabaste siendo socio de Quentin?
—Trabajábamos juntos para la ASN —respondió en tono neutro, sin mirar a Charlotte, moviendo sus manos con rapidez al recoger cables, tenazas y cajitas negras, al meterlos en los bolsillos de la bolsa y al cerrar las cremalleras—. No me marché de la agencia en términos amistosos, Charlie, como te dije; en realidad fue una ruptura muy desagradable.
Charlotte le miró fijamente, volviendo a oír la curiosa nota de amargura que parecía filtrarse en su voz cada vez que se planteaba el tema.
—¿Qué ocurrió? —preguntó.
Él por fin se volvió y la miró con una expresión franca.
—Por alguna razón —dijo, sosteniéndole la mirada—, los rusos se enteraron de mi reunión con su agente en el Centro de Visitantes en el puente del Golden Gate. Mi operación, en la que había trabajado durante meses, organizando, planeando, efectuando contactos… ¡Dios mío, era uno de los proyectos más duros en los que jamás había trabajado! ¡Fue como una maldita farsa! De pronto aparecieron agentes de todas partes, acusándose unos a otros. Una enorme vergüenza para ambos gobiernos. ¡Y entonces me dijeron que debía disculparme ante los soviéticos!
—¿Lo hiciste?
—Claro que no. Me dijeron que o lo hacía o me marchaba de la agencia. Alguien tenía que pagar el pato y ése iba a ser yo. Quentin protestó en mi nombre. Incluso amenazó con marcharse si me despedían, aunque estaba en lista para un buen ascenso. Cuando me despidieron, Quentin se marchó conmigo.
Se puso de nuevo a recoger su equipo y a meterlo en la bolsa.
—Así que decidimos trabajar juntos. A Quentin le gusta Londres, y yo ya tenía residencia allí, por eso elegimos Londres.
«Y a Londres debes regresar…».
—Quentin es mi mejor amigo —prosiguió Jonathan abrochándose el chaleco y poniéndose la americana—. Abandonó una prometedora carrera en la ASN por mí. Fui su padrino de boda. Soy padrino de su hija. Quent es más un hermano que un amigo.
—¿Y por eso has decidido dejarlo todo?
Él consultó su reloj.
—Tengo reserva en el vuelo de las tres. Debería llegar a tiempo.
Se metió la mano en el bolsillo del impermeable y sacó unas llaves de coche con un llavero de Alpha Rents.
Se detuvo y contempló a Charlotte. Ella se había preparado una taza de té, abriendo con esfuerzo el paquete, sacando la bolsita, introduciéndola en el agua caliente, moviéndola arriba y abajo, arriba y abajo, para mantener de este modo las manos ocupadas, para mantener la mente cerrada, retirando la bolsita usada y colocándola en el fregadero, hasta observar cómo el té residual se escurría por el desagüe de aluminio.
—¿Vas a casarte con Forest? —preguntó Jonathan de pronto.
Ella se giró en redondo, mirándole con sobresalto.
—¿Sabes lo de Forest?
—He visto la fotografía que está en su escritorio. Está firmada: «Con todo mi amor».
—Te enviaré una participación cuando hayamos fijado la fecha.
Él hizo un gesto de asentimiento con lentitud, pensativo. Ella vio una oscura corriente oculta en sus ojos castaños y la tensión en su mandíbula. Los sentimientos de Johnny tratando de aflorar a la superficie. Él la miró a la cara.
—No, no me marcho por Quentin —dijo, respondiendo por fin a la pregunta de Charlotte—. He decidido marcharme porque tienes razón. No podemos volver atrás y no podemos ir hacia adelante. Los dos sabemos qué es lo que se interpone entre nosotros, lo que se interpondrá siempre entre nosotros. Un hombre puede perdonar muchas cosas, Charlie, pero no la traición. Eso nunca. No volveré, Charlie, te doy mi palabra.
Ella le vio recoger su impermeable y colgárselo al hombro, coger luego su bolsa negra y salir del despacho, cruzar el museo y, sin más, traspasar la puerta, dejando que ésta se cerrara con un susurro tras de él, mientras Charlotte permanecía con la mirada fija en la puerta cerrada, perpleja, preguntándose qué había ocurrido, esperando que la puerta de pronto se abriera y Jonathan volviera a entrar, diciendo que no hablaba en serio, que se quedaba. Pero al ver que la puerta seguía cerrada, se volvió a la pantalla de seguridad y le vio andar decidido bajo la lluvia, un hombre de paso airado y resuelto. No miró atrás, y cuando llegó al coche, subió, puso el motor en marcha y se alejó.
¿Qué había sucedido? Un minuto insistía en quedarse, y al siguiente hacía el equipaje y se marchaba. ¿Era la llamada de Quentin lo que le había hecho cambiar de idea? ¿La urgente reunión tan vital para su empresa? ¿O había ocurrido algo durante la otra llamada, la que había efectuado a su esposa mientras Charlotte se encontraba fuera del despacho?
¿Y qué había querido decir con lo de una traición imperdonable? ¿De quién?
El llanto que se había estado formando en su garganta, como aquella noche brumosa en que murió tío Gideon, por fin estalló. Charlotte se apretó los dedos a los ojos y se apoyó en el mostrador de la cocina mientras su llanto arreciaba y las lágrimas le resbalaban por las mejillas, y sintió una oleada inmensa de dolor que la golpeaba como una ola sísmica.
No podía quitarse una imagen de la cabeza.
Mientras Johnny se encontraba en el invernadero, desenterrando su arma, Charlotte había permanecido aquí, mirando la pantalla de su ordenador cuando llegó la videollamada de Londres. Apareció de pronto un rostro en la pantalla, que la sobresaltó y la dejó paralizada: Adele Sutherland miraba directamente a Charlotte —o eso parecía— y decía: «Hemos recibido una invitación para la apertura de la temporada de ópera, Jonathan. El palco real. Por favor, dime que estarás aquí. Significa mucho para mí».
Charlotte se había quedado inmovilizada. Estaba viendo y oyendo realmente, por primera vez, a la mujer que había logrado atrapar a Johnny después de que él hubiera dicho a Charlotte, a través de un poema, que necesitaba seguir solo su camino. Ella examinó el rostro, buscando pruebas de la perversa hechicera que ella había imaginado todos aquellos años. Charlotte sabía que Adele era hija de un lord, que poseía un título: «Honorable». Y por eso Charlotte había imaginado unas facciones marcadas: nariz aristocrática y cejas arqueadas. En cambio vio un rostro atractivo, redondo y afable, enmarcado por una nube de suave cabello castaño. La actitud de Adele también era suave, cuando dijo: «Hola, Johnny. Me pregunto dónde estás».
Eso era lo peor, que se hubiera casado con alguien agradable.
Y entonces pensó: Una invitación a la ópera. El palco real. Johnny asistía a la ópera con la realeza.
Realmente vivimos en dos mundos diferentes…
Cogió su taza de té y se obligó a inhalar la calmante fragancia, esforzándose por recuperar el equilibrio y la armonía y reprimir las lágrimas, tensándose su pecho a causa del llanto contenido. Se llevó una mano al pecho y palpó el colgante de ámbar y plata sobre su grueso jersey. Rememoró el día en que ella y Johnny habían ido a Wallgree en Powell y se habían sentado en la cabina fotográfica para tomarse pequeñas fotografías en blanco y negro, Charlotte en el regazo de Johnny y él rodeándole la cintura con los brazos. Más tarde, mientras ella yacía en su cama reviviendo la sensación que le había causado el roce del cuerpo de Jonathan bajo el suyo mientras se removía en su regazo hasta que notó una dureza que le hizo ahogar la risa y Johnny se sonrojó, eligió la mejor fotografía, separó los dos rostros y los colocó en las dos mitades del relicario, de cara, para que cuando lo cerrara, ella y Johnny se besaran eternamente.
«¡Oh, Johnny! —exclamó su corazón herido—. ¿Adele conoce tu época de pirata informático? ¿Sabe, algo de las detenciones por ganar miles de dólares con llamadas telefónicas ilegales? ¿Le has hablado de los días y noches que pasamos juntos, cuando nos jurábamos devoción eterna? ¡Johnny! —tenía ganas de gritar—, ¡no es justo! Adele no tiene contigo la historia que tengo yo. ¿Por qué la elegiste a ella y no a mí?».
El vapor de su té seguía elevándose y penetrando en su cabeza, operando poco a poco su magia curativa. Charlotte se sentía acongojada. Necesitaba dormir. Mañana aclararía sus emociones e iniciaría el doloroso proceso de reconstruir las barreras en torno a su corazón y devolver a Johnny a la pequeña cámara donde le había mantenido los últimos diez años, guardándole a él y todos sus recuerdos y proseguir con la tarea de crearse una vida para sí. Telefonearía a Forest por la mañana y le pediría que se reuniera con ella. Ahora necesitaba su estabilidad y consistencia, un hombre tan previsible como la salida del sol e igual de reconfortante.
Se llevó la frágil taza de porcelana a los labios.
Y mañana empezaría el proceso de atender a la empresa. Se sentaría con Adrian, Margo y Desmond…
No bebas ese té.
Charlotte ahogó un grito. La taza se le escapó de los dedos y se estrelló sobre el mostrador.
Se giró en redondo:
—¡Quién está ahí!
Escuchó pero sólo oyó el rugido sordo de la lluvia tras las paredes.
El té está envenenado.
Alzó la vista hacia la pantalla de seguridad y vio tan sólo el aparcamiento mojado por la lluvia. Se precipitó al museo donde encendió todas las luces, pero lo único que vio fue las silenciosas vitrinas que alojaban sus polvorientos recuerdos.
¿Quién había hablado?
Volvió apresurada al despacho y, tras recoger la taza de té, se sentó ante el ordenador y accedió a los registros de producción del número de lote que figuraba en el envase. Sesenta segundos más tarde obtuvo la respuesta: Rusty Brown había aprobado ese lote.
—Oh, Dios mío —susurró.
¡El té era tóxico! ¿Cuántos productos más estaban contaminados? ¿Cómo había podido manipular tantos productos?
Con la mirada fija en la pantalla del ordenador, tratando de comprender cómo era posible que hubiera sucedido semejante calamidad, Charlotte empezó a darse cuenta de algo que había estado presente de un modo velado en su mente. Había evitado afrontarlo; no le quedaba energía. Pero ahora, con los dedos apoyados en el teclado, trató de dar forma a lo que le preocupaba.
Volvió a dirigir la mirada hacia la pantalla de seguridad, esta vez para ver al agente Knight, vestido con impermeable, dirigirse hacia la furgoneta camuflada en la que había llegado su equipo.
Era algo que Jonathan había dicho de Knight…
Cuando lo dijo le pareció extraño, pero no hizo caso, había otras muchas cosas en las que pensar. Pero ahora recordó sus palabras: «Knight ha dicho que Brown tiene algo personal contra los fabricantes de medicamentos, algo relacionado con su pasado. Le detuvieron por algo en su último empleo. Estuvieron a punto de condenarle pero tuvo un buen abogado».
Charlotte frunció el entrecejo. Armonía Biotec tenía unas normas estrictas en cuanto a contratación de personal que incluían la atenta investigación del pasado del candidato. ¿Cómo un hombre con esas características había conseguido que le contrataran?
Accedió rápidamente al directorio de personal e hizo aparecer el fichero de Rusty Brown. Éste contenía su historia personal, lugar y fecha de nacimiento, experiencia laboral. No mencionaba ninguna detención. Le habían contratado seis meses atrás, al día siguiente del funeral de la abuela.
Charlotte se sobresaltó al oír de pronto la alerta de correo. Antes de pulsar siquiera Leer nuevo correo ya sabía lo que vería.
No anules la rueda de prensa, Charlotte. Han cogido a Rusty Brown pero no me han cogido a mí. Él no es tu hombre. Haz lo que te digo o morirán miles de personas.
—Oh, Dios mío —exclamó Charlotte en un murmullo.
Tras asegurarse de que la puerta del museo quedaba bien cerrada después de salir, Charlotte se dirigió bajo la lluvia al edificio de oficinas principal, donde subió por la escalera de emergencia en lugar de hacerlo en ascensor. Cuando llegó a la tercera planta, abrió la puerta y asomó la cabeza. El pasillo se hallaba desierto. Pero al aproximarse con sigilo a la zona de recepción principal oyó voces.
Al doblar la esquina vio al señor Sung y a Margo hablando con uno de los agentes federales. A Adrian se le oía en su despacho, gritando al teléfono. Desmond no se encontraba a la vista.
Charlotte logró llegar a su despacho sin ser vista; allí cogió su bolso y las llaves de su coche y regresó en silencio al pasillo alfombrado, bajó la escalera y salió a la lluvia. Se colocó tras el volante de su BMW, lo puso en marcha y se alejó del aparcamiento a gran velocidad.
Llovía con intensidad. Puso los limpiaparabrisas a velocidad máxima y aun así apenas veía la carretera al frente. Inclinada hacia adelante, tratando de orientarse, pensó: ¿Por dónde habrías ido tú, por Palm Canyon Road o por la autopista? Tenía que alcanzar a Jonathan antes de que entrara en el complicado sistema de autopistas de Los Ángeles o jamás le encontraría.
Se decidió por la autopista y condujo todo lo deprisa que se atrevía en aquella desierta carretera resbaladiza a causa de la lluvia. Cuando se acercaba a la Interestatal Diez, apuntó sus faros a la rampa de entrada y se dirigió hacia el oeste, siguiendo los letreros que indicaban «dirección Los Ángeles». Casi no había tráfico a aquella hora. Sólo de vez en cuando veía unos faros que pasaban veloces por su lado. Al frente no se alcanzaban a ver luces de posición de vehículo alguno.
La autopista estaba escasamente iluminada en esta sección que cruzaba una zona de dunas en su mayor parte, con ocasionales interrupciones en la lluvia negra al pasar por delante de alguna valla publicitaria: anuncios de moteles, desvíos para ir al Joshua Tree National Monument y Painted Hills, cebos para jugar al bingo en la reserva india Morongo.
¿Hasta dónde habría llegado Jonathan? Le llevaba quince minutos de ventaja. Y sabía que no era un conductor lento.
Cuando pasó rápidamente por delante de la salida para ir a San Gorgonio, echó un vistazo al indicador de la gasolina y se llevó un susto. El depósito estaba casi vacío.
Unos kilómetros más adelante se hallaba la ciudad de Banning, y más allá un tramo conocido como las Badlands, una carretera sinuosa y traidora famosa por los accidentes de coche fatales que se producían en ella. Una vez en las Badlands no había teléfono de emergencia, ni salidas, ni arcenes a los que arrimarse. Quedaría atrapada.
¿Debería detenerse y poner gasolina?
Tardaría demasiado. Consultó su reloj. El vuelo de Jonathan salía al cabo de dos horas y media. Si llegaba al aeropuerto antes de que ella le alcanzara, subiría al avión enseguida.
Charlotte agarraba el volante con las palmas húmedas de sudor. La gasolina que le quedaba sólo era suficiente para regresar a Armonía Biotec. Éste era el punto sin retorno.
Aspiró profundamente apretando el acelerador para correr más.
Cuando por fin vio unas luces de posición delante, rogó en silencio: «¡Por favor! Que sea Johnny». Pero cuando estuvo más cerca vio que se trataba de un camión rojo cargado de palmeras.
Charlotte lo adelantó y trató de ir a más velocidad. Pero la superficie de la carretera estaba resbaladiza. Las primeras lluvias de California siempre hacían aflorar la gasolina que había goteado de millones de coches; aún no había llovido lo suficiente para arrastrarla.
Cuando notó que la parte trasera de su BMW coleaba, aferró con más fuerza el volante y miró con atención a través de la tormenta.
Otras luces de posición.
Sus faros inundaron el coche que iba delante cuando aceleró para colocarse detrás. Pero era un Honda blanco con cuatro pasajeros.
Se pasó al otro carril y siguió adelante.
La ciudad de Banning llegó y pasó. A continuación se encontraban las Badlands. Su indicador de gasolina señalaba que el depósito estaba vacío.
Otras luces de posición.
—Por favor —susurró—. ¡Por favor!
Pero era un Corvette azul eléctrico con dos cabezas recortadas en silueta en los asientos delanteros.
Charlotte estaba tan concentrada con la vista al frente que al principio no se percató de las luces que se le acercaban por detrás; no sólo unos faros sino también unas luces destellantes.
Un coche de policía.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó en voz alta—. ¡No! ¡No me hagáis parar ahora!
La policía hizo destellar los faros y Charlotte experimentó un breve e intenso impulso de apretar el acelerador y huir. Pero levantó el pie del pedal y se preparó para lo peor.
Sin embargo, para su sorpresa, el coche de policía la adelantó y prosiguió su camino, al parecer satisfecho de que su aviso de reducir la velocidad hubiera sido suficiente.
Respirando hondo varias veces para calmarse, aferrando el volante y procurando contenerse todo lo posible, esperó a que el coche de policía hubiera desaparecido delante antes de volver a pisar el acelerador.
Se cruzó con más salidas, más oportunidades de detenerse a poner gasolina. Pero tenía que seguir adelante, tenía que alcanzar a Jonathan…
Por fin aparecieron delante otras luces de posición. Daba la impresión de que se trataba de un vehículo bastante grande que no iba demasiado deprisa. Vigilaba con un ojo el indicador de gasolina mientras acortaba la distancia entre su coche y el otro.
Los haces de sus faros alcanzaron el parachoques trasero y un adhesivo que anunciaba: Alpha Rents.
¡Johnny!
Le hizo destellos.
¡Él aceleró!
—¡No! —gritó Charlotte, acelerando a su vez.
Se situó en el carril de al lado e intentó ponerse a su altura. Hizo sonar el claxon. Notó que el coche empezaba a parecer un hidroavión.
—¡Johnny! —gritó, procurando mantenerse junto a él, tocando el claxon y haciendo destellos.
Por su perfil tenso supo que estaba sumido en sus pensamientos, con las ventanillas cerradas, los ojos fijos en la carretera.
Apretó el acelerador y cobró velocidad, sintiendo que las ruedas traseras giraban velozmente. Ahora se había encendido la luz roja del indicador de gasolina. Con una desesperada embestida final aceleró, adelantó pasando a pocos centímetros del otro coche y luego, apuntalándose, giró el volante a la derecha para cortarle el paso. Vio que los faros del coche de Jonathan bajaban cuando frenó en seco.
Charlotte salió de la calzada, arrimando el coche a la cuneta, apagándose el motor cuando la gasolina por fin se agotó.
Charlotte tenía la sensación de que iba a devolver. Temblaba de tal modo que le castañeaban los dientes. Al darse cuenta de que estaba a punto de desmayarse, apoyó la cabeza sobre el volante.
—¡Eh, usted! —gritó Johnny, golpeando en la ventanilla, tratando de ver dentro—. ¿Está usted bien?
Abrió la puerta.
—¡Dios mío! ¡Charlotte!
Ella le tendió los brazos y él atrajo hacia sí el cuerpo tembloroso de Charlotte, besándola en la boca con fuerza.
—¡Dios mío! —exclamó, mientras permanecían bajo la lluvia, cogiéndole el rostro con las dos manos—. ¡Por poco nos matamos los dos!
—No ha terminado, Johnny —dijo ella entre jadeos—. Tienes que volver.
Dejaron el coche cerrado con llave junto a la carretera y regresaron a Armonía Biotec a toda velocidad; Jonathan no retiró el pie del acelerador hasta que llegaron a la entrada; apagó los faros mientras dirigía el Lincoln, sin ruido, hacia un espacio no iluminado por las farolas del aparcamiento. Cerciorándose de que nadie les veía, se precipitaron al museo, sacudiéndose la lluvia al entrar; una vez dentro, cerraron la puerta con llave a tiempo de oír sonar la alerta del correo en el ordenador.
Jonathan pulsó Leer nuevo correo y Charlotte contuvo el aliento mientras aparecía el nuevo mensaje:
Es casi la una, Charlotte. Sólo quedan cinco horas.
Sin quitarse el impermeable, Jonathan sacó su ordenador portátil, lo instaló y lo enchufó en cuestión de minutos. Pulsó una tecla y por el altavoz se oyó el ruido de marcar del teléfono. Unos instantes después apareció un mensaje en la pantalla: Marcado número de destino… se está efectuando la llamada… espere por favor…
De pronto se abrió una ventana en la pantalla y apareció el rostro de Quentin.
—Hola —dijo. Y después—: ¡John! ¡Deberías estar en un avión regresando a Londres! ¿Qué ocurre?
—Aún no puedo marcharme. Ha surgido algo.
—¿Qué? Oye…
—Quiero que hagas una llamada, Quent. Diles que el cliente con el que estoy trabajando ha sufrido un problema y no puedo dejarle, pero que puedo asistir a la reunión mediante el videoteléfono. En cualquier caso, con eso nos apuntamos un tanto… Quentin, ¿qué es ese ruido?
Se oía un constante ca-chunc, ca-chunc, ca-chunc.
Quentin se llevó la mano al oído.
—Es extraño, ¿verdad? Están excavando para construir una nueva estación de metro y está justo debajo de mi ventana.
—¿Dónde estás?
—Creía que te lo había dicho. Me alojo en el Four Seasons mientras me están arreglando el piso. Estoy seguro de que te lo dije.
Jonathan frunció el entrecejo.
—Hace veinticuatro horas aún estabas en tu piso. No recuerdo que mencionaras nada de…
—¡Lo siento! ¡No oigo nada! Pero bueno, llamarles es una genialidad. Demostrará hasta qué punto nos entregamos a nuestros clientes, les daremos a probar la lealtad que pueden esperar cuando ellos tengan problemas. ¡Me gusta, John! —Ca-chunc, ca-chunc—. ¡Escucha esto! ¡Creo que me trasladaré al Dorchester antes de que me vuelva loco! Está bien, haré esa llamada. ¡Deslúmbrales con un poco de alta tecnología! Volveré a estar contigo dentro de dos horas.
Cuando finalizó la conexión, Jonathan siguió mirando fijamente la pantalla.
—¿Qué ocurre? —preguntó Charlotte.
—Algo va mal. Conozco a Quent y noto cuándo me oculta algo. Está nervioso por algo.
—John, vete a casa. No debería haberte hecho regresar. Allí te necesitan.
Él siguió mirando con ceño la pantalla e iba a decir algo cuando volvió a sonar la alerta del correo. Apareció el nuevo mensaje:
LOLOLOLOL
—¿Qué significa eso? —preguntó ella.
—Ele o ele —respondió Jonathan, poniéndose de pie de pronto y sacudiéndose el impermeable—. Es el argot de Internet que significa «risa a carcajadas». —Volvió a sentarse y, subiéndose las mangas con movimientos rápidos y decididos, añadió—. Ese hijo de puta se está riendo de ti. Por Dios que lamentará haberlo hecho.