12

San Francisco, California, 1928

Desperté al oír voces y gritos de: «¡Fuego!».

Corrí a mi ventana y vi las llamas sobre el cielo nocturno, el humo que se elevaba en amenazadoras nubes. Me puse la bata a toda prisa y bajé volando la escalera, donde me tropecé con el señor Lee, que también iba poniéndose un albornoz. Otros vecinos empezaron a salir de los edificios, abarrotando la calle. Oímos las campanas del coche de bomberos cerca, pero ¿cómo iban a llegar hasta el fuego?

Y entonces me di cuenta de lo que estaba ardiendo: el almacén del señor Huang.

Alguien ya había iniciado una cadena humana para arrojar cubos de agua. El señor Lee y yo nos pusimos a la cola y empezamos a pasar cubos frenéticamente, dejando caer tanta agua que los cubos llegaban al fuego medio vacíos. La gente gritaba:

—¡Dejen pasar a los bomberos! ¡Dejen pasar a los bomberos!

Y entonces oímos gritar a una mujer:

—¿Dónde está mi marido? ¿Dónde está el señor Huang? Aii-yah!

Sin pensárselo, el señor Lee se precipitó dentro. Vi las llamas y el humo tragárselo por entero. Corrí detrás de él, pero me apartaron de allí los bomberos que avanzaban con las mangueras.

—¡Tienen que sacarle de ahí! —grité—. ¡El señor Lee está ahí dentro!

El pavimento estaba mojado y resbaladizo. Perdí el equilibrio y caí al suelo, pero rápidamente unos brazos me cogieron. Me di la vuelta y vi un par de ojos con expresión preocupada.

—Gracias a Dios que estás bien —dijo Gideon.

—¡El señor Lee está ahí dentro! —exclamé.

Gideon se quitó la chaqueta sin vacilar y se abalanzó hacia el interior de la casa, protegiéndose la cara con los brazos. Yo me tapé la boca con las manos cuando me di cuenta de lo que estaba sucediendo: ahora había tres hombres en aquel infierno, tres hombres de los que dos me eran queridos como amigos y uno como mi amor.

—¡Socorro! —grité, corriendo de un bombero a otro—. ¡Tienen que salvarles! ¡Sáquenles de ahí!

Pero todo el mundo chillaba y llegaron más camiones y mangueras. Había tal confusión en el humo y el calor que no era capaz de indicar a los bomberos adónde habían ido el señor Lee y Gideon, por dónde habían entrado.

Los bomberos se abrieron paso con hachas, pero pronto las llamas los echaron fuera. Intenté entrar yo misma en el edificio, pero unas manos me agarraron y me lo impidieron.

—¡Gideon! —grité—. ¡Gideon!

Y entonces vi al señor Huang, sentado en el bordillo, acariciándose la cabeza chamuscada. Corrí hacia él. ¿Había visto al señor Lee? ¿Sabía dónde estaba Gideon?

Él negó con la cabeza, aturdido por la fuerte impresión recibida, mientras su esposa le abrazaba y gritaba su nombre una y otra vez.

Contemplé horrorizada las llamas que salían por las ventanas, lamiendo el negro firmamento, y el humo que se elevaba como fantasmas demoníacos, expandiéndose y derramándose por el aire ocultando las estrellas.

—Gideon —exclamé entre sollozos.

Y entonces la señora Po se colocó a mi lado, su pelo corto despeinado en todas direcciones. Me dijo:

—¡Vamos, vamos!

Tuvo que alejarme a la fuerza del edificio en llamas, por la calle y el callejón, mientras yo tropezaba y miraba atrás a través de las lágrimas. Gideon…

Pero cuando di la vuelta a la esquina, donde había más coches de bomberos, largas mangueras, más gente y coches, sólo vi a un hombre: Gideon, apoyado en el poste de un farol y secándose la frente.

Me precipité hacia él. Me arrojé sobre sus brazos.

Su boca en la mía sabía a fuego y calor.

Y entonces pregunté:

—¿Dónde está el señor Lee?

—Él está bien. Los dos hemos logrado salir ilesos. Él ha vuelto para ayudar a ese otro caballero. Dios mío, aquello es un infierno.

Entonces vi que habían salido por la parte trasera, por donde los camiones entregaban las hierbas y donde yo tenía mi pequeña fábrica. El fuego no había llegado tan lejos.

Me puse a sollozar y Gideon me cogió el rostro entre sus manos.

—¡Creía que te había perdido! —exclamé.

¿O fue Gideon quién lo dijo? Sus labios buscaron los míos de nuevo, en medio de aquella concurrida calle, entre la multitud que iba de un lado a otro mientras yo iba en camisón, el pelo suelto hasta más abajo de la cintura, Gideon en un elegante esmoquin, el rostro negro de hollín, los brazos entrelazados con nuestros cuerpos mientras nos ahogábamos en el ruido y el humo y el calor.

Cuando mis ojos ya no estuvieron cegados por las lágrimas pude examinar el rostro de Gideon para ver si tenía alguna herida, pero al parecer sólo tenía las mejillas manchadas y el pelo chamuscado. Le cogí de la mano y le llevé a mi apartamento, donde insistí en que se tomara una infusión de hierbas que él a su vez insistía en rechazar.

El incendio estaba controlado y por fin quedó extinguido. Algunos vecinos regresaron a sus camas mientras otros se quedaban para inspeccionar los daños producidos, meneando la cabeza. La mayoría de los residentes recordaban el gran incendio de 1906, cuando Chinatown quedó totalmente destruida.

Me vestí en el dormitorio mientras Gideon se bebía su infusión en la sala de estar. Llevaba seis semanas en casa; no había tenido noticias suyas pero había visto su fotografía en la página de ecos de sociedad del periódico.

Cuando volví a la sala de estar, me miró fijamente:

—¿Cómo es —preguntó tras un momento en el que llenamos el silencio con los ojos y ese año de separación con un ansia palpable— que cada vez que te veo estás más guapa? Estaba en una fiesta en la colina. Cuando he visto el incendio no he podido más que pensar en ti. Me he ido de allí corriendo sin decirle nada a nadie.

—Hace seis semanas que estás en casa.

¿Por qué dije esto? Sonaba como una acusación. Sonaba como si él tuviera la obligación de verme, lo cual no era cierto.

—Lo sé. Quería verte, Armonía. Pero la última vez que lo intenté me dejaste plantado, ¿lo recuerdas? Aquel día te esperé. Esperé todo el día, Armonía, y ni siquiera telefoneaste. No quería volver a pasar por lo mismo. Pero maldita sea, Armonía, he vivido este año en una apestosa jungla pensando en ti. ¿Por qué no te puedo quitar de mi cabeza?

Nos quedamos en silencio y el ruido de la calle flotó entre nosotros. Los bomberos se marchaban, los vecinos se gritaban unos a otros. Alguien había puesto música en un tocadiscos.

No podía soportar más tiempo su mirada puesta en mí, por eso me acerqué a la ventana y contemplé las ventanas ennegrecidas sobre el almacén del señor Huang.

—Gideon, me siento muy incómoda con todo esto —dije, sin estar segura de a qué me refería, si al incendio o a su súbita aparición.

—¿Por qué? —preguntó él, reuniéndose conmigo junto a la ventana y ofreciéndome una sonrisa conciliadora—. ¿Has iniciado tú el fuego?

—Yo era el objetivo.

—¡Tú! ¿Porqué?

—Porque había decidido alquilar ese espacio para mi nueva fábrica. Pero, Gideon, era un secreto. Nadie lo sabía.

Se frotó la barbilla, que aún estaba manchada de tizne, y dijo:

—Vamos a dar un paseo.

—¡Un paseo! ¿A estas horas?

—Tenemos que alejarnos de ese humo. Y podrás contarme qué es todo eso.

Nos encaminamos por Columbus Avenue hacia el Muelle de Pescadores. Me parecía extraño estar en un automóvil, tan pocas oportunidades tenía de hacerlo. Me resultaba aún extraño estar sentada al lado de Gideon, tan cerca, como si estuviéramos en un pequeño sofá, y sin embargo careciendo de intimidad, mientras el frío viento penetraba por las ventanillas abiertas y dábamos sacudidas cuando las ruedas chocaban con las vías de los trolebuses de la calle.

—O sea que crees que el incendio ha sido provocado para impedirte que montes allí tu fábrica. ¿Por qué?

Mientras observaba pasar por la ventanilla la ciudad dormida, la bahía se extendía al frente, acercándose como un muro negro. Informé a Gideon de lo que había sucedido durante el año anterior.

Mi empresa estaba creciendo. Mi nueva marca comercial —un sauce llorón en la orilla de una laguna— era conocida. Cuando veía esta imagen, la gente que no sabía leer podía estar segura de que el remedio que contenía el envase era de confianza. Pero aunque obtenía beneficios, mis pocos artículos en sus envases azules y plateados aún permanecían en los estantes entre montañas de productos Dragón Rojo, de color dorado y rojo, muchos de los cuales eran inútiles y algunos incluso peligrosos. ¿Cómo iba a escoger la gente? Mi sueño era ampliar mi pequeña fábrica, para hacer llegar mis remedios al máximo número de personas.

Una noche había hablado con el señor Lee hasta altas horas, mientras yo y mis trabajadoras tomábamos té después de una jornada de trabajo embotellando, etiquetando y envolviendo. El señor Lee sugirió que rebajara mis precios en un centavo, pues los chinos no dejan pasar una ganga. Pero cuando al día siguiente recorrí las tiendas, descubrí que todos los precios de la marca Dragón Rojo habían bajado un centavo.

Y entonces se me ocurrió la idea de vender mis productos fuera de las herboristerías, por ejemplo en tiendas de comestibles, puestos de cigarrillos, incluso en los talleres de reparación de bicicletas. Y pocos días después de discutir la idea con el señor Lee, los productos Dragón Rojo aparecieron en las tiendas de comestibles, cigarrillos y talleres de reparación de bicicletas.

Esta coincidencia me desconcertó hasta que inventé un nuevo tipo de pastilla para el mal aliento, una tableta cuadrada, plana y dura, compuesta principalmente por regaliz y mentol, y antes incluso de servirla a las tiendas Dragón Rojo ya tenía un nuevo producto similar, salvo que afirmaba que era eficaz contra el mal aliento y contra el dolor de garganta.

Por fin, cuando decidí añadir tinte rojo a mi tónico Loto Dorado, para recordar a la gente que se trataba de un tónico para la sangre y también porque pensé que era un color más adecuado que el ámbar original, Dragón Rojo añadió tinte rojo a su popular bálsamo para la piel, añadiendo la afirmación de que «fortalece la sangre».

Así que me di cuenta de que alguien estaba entregando mis secretos a la Compañía de Salud Dragón Rojo.

Gideon dijo:

—Diría que tienes un espía entre tus filas, Armonía. Alguien que informa a Dragón Rojo de lo que está pasando en tu casa.

—El señor Huang ha dicho que el incendio no ha sido accidental. Un bombero ha encontrado una lata de petróleo vacía y trapos. Mi empresa es muy pequeña, Gideon —dije—, y Dragón Rojo es muy grande. ¿Por qué lo harían?

El viento azotaba el hermoso cabello de mi apuesto Gideon mientras él hablaba por encima del rugido del motor de su automóvil.

—Sé lo grandes que son, Armonía. En todas partes donde he estado trabajando he visto a los obreros usar productos Dragón Rojo. Personalmente creo que son de inferior calidad. —Me sonrió—. No son excelentes como los tuyos. Por desgracia, Dragón Rojo tiene contratos con todas las grandes empresas extranjeras. Como Explotaciones Mineras de Titanio, los que me han contratado. La empresa proporciona a sus trabajadores alojamiento, comida y medicinas como beneficios adicionales.

Nos detuvimos ante un semáforo y vimos pasar un camión. El semáforo cambió y nos pusimos en marcha de nuevo.

—Dragón Rojo se trasladó al sudeste asiático hace unos veinte años —explicó Gideon— y se vinculó con casi todas las empresas extranjeras. Los trabajadores nativos reciben productos Dragón Rojo en el trabajo, se los llevan a casa, sus esposas los usan, y cuando van al pueblo a comprar más medicinas, ven la conocida etiqueta roja y dorada y ya está. Todo el mundo compra Dragón Rojo simplemente porque está ahí, no porque sea bueno.

Puse una mano en el salpicadero, preguntándome cómo podía viajar la gente de aquella manera, a tanta velocidad.

—Dragón Rojo es muy grande, ¿por qué van tras una pequeña empresa como la mía?

Él me obsequió con una sonrisa maravillosa.

—Debes de resultar una buena competencia para ellos, si se toman la molestia de ponerte un espía. ¿Conoces al propietario de Dragón Rojo?

Había visto su fotografía en los periódicos. Se trataba de un chino al que le gustaba el jazz y acudía a tabernas clandestinas con mujeres blancas, un hombre al que no le importaba que sus medicinas fueran de inferior calidad, que incluso perjudicaran a quien las usara o que anunciaran falsas ventajas.

Me quedé en silencio mientras avanzábamos veloces por la autopista que se curvaba con la bahía, compitiendo con la luna como si también ella se moviera veloz junto al agua negra. Habíamos dejado muy atrás Chinatown, el Muelle de Pescadores y el puerto deportivo. Al frente se encontraba Fort Point y más allá el Golden Gate.

Por fin Gideon hizo salir su coche de la carretera y se metió en un pequeño camino de polvo hasta que llegamos a un acantilado cubierto de hierba; yo lancé un suspiro de alivio. Detuvo el coche y se apeó; luego dio la vuelta, abrió mi portezuela y me ofreció la mano para ayudarme a salir al aire nocturno.

Me llevó hasta el borde del acantilado donde el viento azotaba nuestra ropa y quería arrebatarnos el cabello.

—Mira eso, Armonía —dijo Gideon, señalando con el brazo—. ¿Qué ves?

Veía el cielo nocturno y un océano salpicado de estrellas y la eternidad.

Paseamos por la hierba, aspirando el olor salado del mar. Éramos las únicas personas en aquel promontorio verde, y eso me hizo sentir como si fuéramos las dos únicas personas que existieran en la Tierra.

—Van a construir un puente allí, Armonía, para unir esos dos puntos, San Francisco y el puerto deportivo.

Aii-yah! —exclamé en un susurro—. ¡Está demasiado lejos! El agua es demasiado profunda. ¡El puente caería!

Él se rió.

—No será un puente normal, Armonía, sino un puente suspendido. Estará sujeto. ¡Mira! —Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un pequeño bloc de notas. Pasó algunas páginas llenas de diagramas y números hasta que encontró una página en blanco. Hablaba mientras dibujaba a la luz de la luna—: Se me ocurrió esta idea una noche, en un sueño. Lo que tenemos que hacer es fabricar tres grandes bloques base de cemento preparados separadamente que encajen uno con otro mediante una configuración de escalera. ¿Lo ves?

Miré pero no vi nada. Mis ojos estaban fijos en su mano, no en lo que estaba dibujando. Gideon tenía una manos hermosas, delgadas, expresivas, manos de poeta, pensé, no de constructor.

—El objeto de este anclaje… —prosiguió, dibujando líneas por aquí y por allí, arcos y flechas, llenando espacios rápidamente con tinta, para formar un dibujo que para mí no significaba nada, pero que a todas luces era la imagen que él tenía en su mente— es resistir el tirón de los cables debido a su propio peso así como resistir la carga.

—¿Los cables sostienen el puente?

Me miró con una amplia sonrisa.

—¡Exactamente! Existe mucha oposición a la construcción de un puente sobre el Golden Gate. La gente dice que desfigurará el paisaje. ¡Pero no es así! Será un hermoso monumento a cómo el hombre y la naturaleza pueden trabajar juntos. ¡Con armonía! —añadió con una de sus alegres carcajadas que tanto me gustaban.

Hizo ademán de guardarse el cuaderno pero yo tímidamente le puse una mano en la muñeca y quise coger la página en la que él había escrito. Sin dejar de reír, la arrancó y me la dio. Mientras yo guardaba con esmero el boceto en el bolsillo de mi vestido, Gideon paseó la mirada por la bahía y dijo:

—Todo el mundo dice que no se puede realizar. Que los vientos, las nieblas y las mareas no lo permitirán. Pero puede hacerse, Armonía. Y yo soy el hombre que lo hará.

—Sí, lo eres. Sé que puedes hacerlo.

Se volvió a mí, taladrándome los ojos con su mirada mientras me cogía los brazos.

—Crees en mí, ¿verdad? Lo veo en tus ojos. ¿Sabías que me miras como no lo ha hecho jamás ninguna mujer? Y cuando yo te miro, me siento como nunca me he sentido.

Yo también. Y sabía a qué era debido. Nos comunicábamos mentalmente.

De pronto sus labios estaban sobre los míos. Mis brazos estaban en torno a su cuello. Esta vez no fue el beso frenético debido al pánico y a los edificios en llamas; estaba besando a mi amado Gideon como había soñado, tiernamente, con amor.

Él se apartó y me miró con sus ojos grises llenos de asombro.

—Cásate conmigo, Armonía —dijo sin rodeos. Y entonces me miró con sorpresa—. ¡Sí! —dijo, riendo—. ¡Eso es! ¡Nos casaremos!

Yo estaba demasiado desconcertada para responder.

Él confundió mi vacilación.

—Puedo ocuparme de ti, Armonía. Tengo veintiséis años y por fin me estoy creando un nombre en mi profesión. Contigo como esposa…

—Oh, Gideon —exclamé, viendo que hablaba realmente en serio—. ¡No podemos casarnos! ¿Has olvidado lo que ocurrió en el drugstore?

—¡No es posible que aún pienses en aquel hombre! Armonía, era un ignorante propietario de una pequeña tienda.

—Gideon, a mí se me considera una «mujer de color». La ley dice que no puedo casarme con un hombre blanco.

—Esa ley a nosotros no nos concierne. Armonía, eres estadounidense.

—Pero también soy china.

—Y resulta que yo estoy enamorado de las dos.

—Sí, y entras y sales de mi vida una y otra vez —exclamé—. ¡Cómo la lluvia, que no sabes nunca cuándo viene, cuándo se marchará, si será una lluvia suave o una tormenta! Quiero estabilidad, Gideon. Quiero un hogar…

—Pero si eso es lo que estoy diciendo. No volveré a marcharme. Cuando haya finalizado este contrato, me quedaré en San Francisco. Ya me he ofrecido para trabajar en el proyecto. Me han dicho que tengo muchas posibilidades de conseguirlo. Di que te casarás conmigo, Armonía, di que harás completa mi vida.

Pero la escena de la tienda seguía acosándome: el camarero, los clientes que miraban y no decían nada, la ira de Gideon y su indefensión.

—¿Y Olivia? —pregunté.

—¿Olivia? —Puso ceño—. ¿Qué le ocurre? Ella y yo sólo somos amigos.

Pero yo había visto en las fotos del periódico cómo miraba a Gideon. No era una mirada de simples amigos.

—¿Y tu madre? —pregunté.

—Mamá lo entenderá cuando le diga cuánto te quiero. Tal vez parezca una mujer fría e insensible, Armonía, pero comprende el amor. Ella y Richard Barclay compartieron una pasión que pocos son lo bastante afortunados de conocer. Y quizá eso sea lo que la ha convertido en lo que es hoy: conoció a Richard cuando era viuda, cuando luchaba por seguir adelante sola con un hijo. El suyo fue un romance de libro de cuentos, y entonces le perdió. Ella entiende el amor, Armonía. Entenderá el nuestro.

Reprimí las lágrimas. La carta que había escrito Richard Barclay a mi madre… «Un matrimonio sin amor… me casé con Fiona por piedad… la habían abandonado…». Gideon jamás debería saberlo.

Me cogió las manos.

—Armonía, fuiste a ver a mi madre aquel día con la esperanza de que te reconociera como la hija de su marido. Querías el apellido de tu padre. Tenías derecho. No debería haberte tratado como lo hizo, no debería haberte quitado el anillo. Pero si te casas conmigo, Armonía, yo te daré el apellido de tu padre. Y te devolveré el anillo.

Hice un gesto de negación con la cabeza, incapaz de hablar, tan repleto sentía mi corazón. Luego dije:

—No me casaré contigo por esas razones, Gideon. Todo lo que ha ocurrido antes… el pasado, mi padre, nuestras madres… estas cosas ahora no significan nada para mí porque mi vida empieza ahora, en este momento, contigo. Sí, amor mío, me casaré contigo.

Él me atrajo hacia sí y murmuró:

—Me has hecho el hombre más feliz del mundo.

Y me besó de nuevo.

Hicimos el amor allí mismo, bajo las estrellas, sobre el Golden Gate, en el lugar donde el sueño de Gideon, y el mío, estaban a punto de comenzar.

Me enfrenté a las ocho muchachas que trabajaban para mí.

—Una de vosotras está revelando mis secretos a la empresa Dragón Rojo. ¿Quién es?

Por la forma en que se miraron entre sí, bajaron la mirada, y protestaron débilmente diciendo que no sabían de qué hablaba, supe que estaban encubriendo a la culpable.

¿Cómo resolver el problema? ¿Qué me aconsejaría Gideon?

Pese a la desagradable situación en que me encontraba, sonreí. ¿Cómo podía no sonreír cada vez que pensaba en mi amado Gideon? Llevaba ausente tan sólo cinco semanas y ya contaba los días que faltaban para su regreso. Diez meses parecían una eternidad. Pero una vez volviera a casa, se quedaría y no volvería a marcharse nunca.

—He sido buena con vosotras —dije a las chicas—. Esperaba un poco de lealtad a cambio. Lo que una de vosotras ha estado haciendo está perjudicando a esta empresa, y por lo tanto perjudicando a las demás trabajadoras. ¿Eso es lo que queréis?

Parecían avergonzadas y no se atrevían a mirarme a los ojos. ¿Qué podía hacer? Sin duda no era cuestión de despedirlas a todas por la traición de una sola.

Pensé en pedirle consejo al señor Lee, pero él tenía sus propios problemas, que le abrumaban. Los apuros económicos de su familia seguían cargando sus espaldas de modo que a los treinta años aparentaba tener sesenta. Le ofrecí un préstamo pero no quiso aceptarlo. Y como estaba preocupado, no se concentraba en el poco trabajo que se le presentaba. Ahora que mis etiquetas estaban diseñadas y las imprimía una empresa de Oakland, yo no tenía más trabajo para el señor Lee. De vez en cuando le decía que alguien había entrado en mi fábrica y preguntado por el hombre que había pintado mis etiquetas y si podría pensar en la posibilidad de efectuar una pintura más grande para un particular. El señor Lee se animaba un tiempo y se afanaba con sus tintas y pinceles, pero pronto perdía el entusiasmo y se censuraba diciendo que era un fracaso y no terminaba la pintura. Yo tenía que asegurarle que el cliente —que no existía más que en mi imaginación— lo comprendería y esperaría a que el cuadro estuviera terminado.

Por fin, mirando a las ocho chicas, decidí que no podía hacer nada. Antes de marcharse, Gideon me había hecho prometer que no haría nada para llamar la atención de la Compañía Dragón Rojo. Tenía que dejar mis planes en suspenso, no intentar siquiera expandirme un poco ni experimentar con nuevos remedios… simplemente suspender mi vida hasta que él regresara.

—El siguiente incendio podría ser de tu casa —dijo cuando acababa de romper el alba sobre la bahía y regresábamos al coche. Gideon sólo disponía de tres horas para preparar el equipaje e ir al muelle.

Volvió a coger mi rostro en sus manos y dijo:

—Prométemelo, amor mío. No harás nada. Ningún cambio, ningún despido ni nueva contratación. No confío en ese bastardo de Dragón Rojo. Déjale que crea que ha conseguido asustarte.

Así que dejé que las chicas volvieran al trabajo, y cuando me volví, vi a un hombre uniformado en el umbral de la puerta. Por un instante pensé que era un policía. Luego vi su piel oscura. Los africanos no vestían uniforme de la policía de San Francisco, como tampoco lo hacían los chinos. Me preguntó si yo era Armonía Perfecta y luego me dijo que la señora Barclay deseaba hablar conmigo.

Lo había estado esperando. Gideon me había prometido que le hablaría a su madre de nuestro compromiso antes de partir. Me pregunté cuál sería su reacción. Ahora iba a descubrirlo.

Había previsto muchas reacciones, desde ofrecerme dinero a amenazarme. Lo que no esperaba era encontrar a una sonriente y amable Fiona Barclay sentada en la parte trasera de un largo y reluciente automóvil —el hombre uniformado era su chófer— invitándome a almorzar con ella en su club.

—Tenemos que dejar atrás el pasado —dijo con calidez en su voz—. Respeto los deseos de mi hijo. Serás un miembro de la familia. Es hora de que nos conozcamos tú y yo.

Fijamos una fecha para la semana siguiente, en que ella me recogería en aquel largo y reluciente coche.

Me preocupaba mi ropa y trataba de elegir el cheongsam perfecto.

Pero cada vestido que me probaba ante el espejo de cuerpo entero me daba la impresión de que sería un terrible error ponérmelo. ¡La señora Barclay no querría ir a almorzar con su nuera china! En esta ocasión yo debía ser estadounidense.

Dejé Chinatown y acudí a un salón de belleza de Clay Street donde me hice cortar el cabello, que me llegaba hasta la cintura, a lo garçon y luego rizármelo para imitar el aspecto de Clara Bow tal como aparecía en la portada de Photoplay. Compré los últimos cosméticos: pintalabios y pintauñas color «sangre de toro» de la marca Elizabeth Arden. Finalmente adquirí un vestido a la última moda: gasa de color zafiro con estampados en azul oscuro, adornado con abalorios, borlas y lazos. La vendedora me dijo que en París se denominaba «vestido de cóctel».

Cuando llegó el largo automóvil de la señora Barclay, mis vecinos de Chinatown se quedaron en la acera a admirar y efectuar comentarios, y para despedirme con la mano. La señora Barclay sonrió y me dijo que tenía un aspecto encantador y que estaba deseando presentarme a sus amigas.

El club estaba situado en el Palacio de las Bellas Artes. En otro tiempo había sido una residencia privada, según explicó la señora Barclay, pero ahora se había convertido en club social de señoras donde jugaban al tenis y celebraban fiestas benéficas para recaudar fondos. Yo estaba tan nerviosa y el corazón me latía con tanta fuerza que no oía nada de lo que ella me decía. Mis ojos se desorbitaron cuando el coche pasó entre las magníficas puertas de hierro forjado y un hombre uniformado nos abrió la puerta y nos escoltó al subir la escalinata hasta un elegante vestíbulo.

Dentro, nos encontramos en un magnífico salón, donde grupos de damas ataviadas con elegantes vestidos charlaban ociosas y tomaban té entre pequeñas palmeras plantadas en macetas de mimbre. El club era como un gran hotel; yo me sentía abrumada.

El comedor, llamado Salón del Jardín, tenía un alto techo de cristal que dejaba entrar la luz del sol difusa; la estancia estaba llena de plantas y flores, y unos músicos tocaban violines y arpas, llenado el aire de deliciosa música. Mientras seguíamos al maître hasta una mesa, yo me sentía tan llena de alegría por estar en semejante lugar y de ser tratada con tanta amabilidad por la madre de Gideon, que creía estar soñando.

Y entonces oí sin querer un susurro:

—Creía que este club tenía ciertas normas.

Entonces vi cómo me miraban todas las mujeres.

Pero la madre de Gideon parecía ajena a las miradas y susurros cuando finalmente llegamos a nuestra mesa. Allí se encontraba Olivia. Yo no esperaba que la señora Barclay también la hubiese invitado a ella. La boca de Olivia sonreía pero sus ojos indicaban: «Jamás te perdonaré».

Entonces fue cuando empecé a darme cuenta de que había cometido un terrible error.

Cuando vi cómo iban vestidas Fiona, Olivia y las demás mujeres, con sencillos jerseys y faldas plisadas en tonos beige, blanco y pastel, comprendí lo horrible que debía de ser mi apariencia con mi cabello rizado, mis labios y uñas encarnados y mi vestido de cóctel parisino.

Qué mal gusto tenía la prometida mestiza de Gideon.

La comida me resultó extraña. Empezamos con huevos de pescado —«caviar», dijo que era la señora Barclay— y cometí el error de tomar varias cucharadas enormes, lo cual sería un cumplido a la anfitriona en una comida china pero allí resultaba incorrecto, según me enteré más tarde. A continuación vino la «alcachofa», que yo no tenía ni idea de cómo se comía.

La señora que tenía a mi derecha se volvió a mí con una sonrisa y me dijo:

—Así que, señorita…

—Me llamo Armonía.

—¿Juega al bridge?

No supe qué responder. ¿A qué se refería?

—¿Juega al tenis? —preguntó.

Dije que no con la cabeza.

Hablaban de un lado a otro de la mesa, hablaban delante de mí y a mi alrededor, de otros miembros, de vacaciones, películas recientes y libros, temas de los que no me era posible hablar.

La señora que se sentaba a mi izquierda me preguntó:

—¿Dónde ha dicho que vivía, querida?

¿Cómo iba a decirle: «Encima de la Lavandería Feliz»? Ni siquiera podía mencionar Chinatown.

—En Jackson Street —respondí.

—¡Ah! ¿Está cerca de los Lovecraft? Ellos viven en Jackson, cerca de Borderick.

Y caí en la cuenta de que se refería a Jackson Street colina arriba, mientras que yo hablaba de Jackson Street colina abajo, en Chinatown.

—No les conozco —dije.

Otra señora observó:

—Tiene un acento delicioso, querida. ¿De dónde es usted, si me permite preguntarlo?

—De Singapur.

—Ah, mi esposo y yo estuvimos allí hace tres años. Tuvimos la agradable experiencia de conocer al señor Somerset Maugham en el Raffles Hotel. ¿Le conoce?

Yo no tenía ni idea de quién era.

Y entonces llegó por fin un momento que sabía desde el principio que llegaría.

En esta ocasión fue el maître en lugar de un simple camarero. Aquel camarero era joven, este hombre era mayor. Pero en aquel momento parecían exactamente iguales.

—Lo lamento, señora Barclay, los otros miembros me han pedido… —y murmuró el resto del recado en privado, fuera del alcance de nuestro oído.

Pero todas sabíamos qué estaba diciendo. Las otras señoras de nuestra mesa de pronto tenían otras cosas a las que mirar, doblaban y redoblaban la servilleta, hacían girar las copas de cristal sobre sus delicados pies. Sólo Olivia mantenía la vista fija en mí, como si esperara a ver mi reacción.

—Dígales a los otros miembros, Steven —dijo con voz suave la señora Barclay— que esta joven está comprometida con mi hijo y pronto será mi nuera. Y como ves tiene el mismo derecho que yo a estar aquí.

El hombre enrojeció de tal modo que sentí lástima por él.

Y entonces fue cuando me di cuenta de cómo sería mi vida con Gideon: llena de comida que yo no sabía cómo se debía comer, murmuraciones que no entendería, juegos llamados «bridge» y «polo» y gente mirándome fijamente, tosiendo con incomodidad, siempre encontrando la manera de invitarnos a marcharnos.

Me levanté de la silla y dije:

—Muchas gracias por invitarme a almorzar, señora Barclay. —Miré a las otras señoras—. Ha sido un placer conocerlas.

Me fui directamente del Country Club a Chinatown donde me lavé el cabello rizado, me froté el Elizabeth Arden de la cara y uñas, doblé mi vestido parisino y me puse el cheongsam. Luego me dirigí a mi pequeña fábrica situada detrás de la Compañía Comercial del señor Huang y despedí a las ocho muchachas, diciéndoles que se marcharan enseguida, y cerré con llave el local. Luego fui al apartamento del señor Lee donde le dije:

—Voy a buscar otro sitio para ampliar mi fábrica. Quiero que cree una campaña de publicidad para mí, con carteles, anuncios en revistas y vallas. Voy a presentar a Dragón Rojo una batalla que no olvidarán. —Y añadí—: También le daré dinero para que traiga a su familia de Hawai y les daré empleo en mi fábrica. No se trata de caridad ni de un préstamo. Le daré el dinero a cambio de un favor que le voy a pedir.

Por fin volví a mi apartamento donde me senté y escribí una carta a Gideon.

Cuando oí que llamaban a la puerta, pensé: «Ah, un invitado que llega tarde». Pero cuando abrí y vi a Gideon allí de pie, me quedé paralizada con la puerta abierta sólo unos centímetros.

—Sé que debería haberte avisado —se apresuró a decir—. Pero quería venir directamente aquí. —Se interrumpió y me miró—. Armonía, te has cortado el pelo.

Me llevé la mano a la melena lisa china que me llegaba justo debajo de las orejas.

—No te esperaba hasta dentro de ocho meses —dije.

La sorpresa me había inmovilizado. Creía estar viendo un fantasma.

—Cancelé mi contrato. Cuando recibí tu carta.

Vi el dolor y la confusión en sus ojos, vi mi carta en su mano, la que le había escrito diciéndole que no podía casarme con él.

—Armonía, ¿qué ha ocurrido? ¿Mi madre te ha dicho algo? ¿Qué te ha dicho? ¿Te ha convencido de que no te cases conmigo? Dios mío, Armonía, no pensarás que permitiré que algo me impida casarme contigo, ¿verdad?

—Tu madre ha sido muy amable conmigo. Me invitó a almorzar.

Él puso la mano en el pomo de la puerta.

—Por favor, déjame entrar. Tenemos que hablar.

Pero yo no quería dejarle pasar.

—Jamás encajaría en tu mundo, Gideon —dije, mi voz casi una súplica—. Y tú nunca encajarías en el mío.

—Entonces crearemos nuestro propio mundo, Armonía. Toma —dijo, sonriendo mientras me tendía un sobre—. Esto es para ti. Es mi regalo de boda. Iba a esperar hasta que nos casáramos, pero me parece que es mejor ahora.

—¿Qué es?

Abrió el sobre y desplegó varias hojas que estaban unidas.

—Es un contrato entre la empresa Explotaciones Mineras de Titanio y Remedios Chinos Armonía Perfecta, que declara que Armonía tiene derechos exclusivos para la distribución y suministro de sus productos al personal de Explotaciones Mineras de Titanio.

Yo le miré, confundida. Su sonrisa se ensanchó.

—Me costó un poco, Armonía, pero conseguí que accedieran a utilizar sólo tus productos. Eso significa miles de trabajadores en toda Asia, Armonía, todos ellos utilizando tus tónicos y ungüentos. ¡Es tu salida al mercado de exportación! Esos trabajadores llevarán tu tónico Loto Dorado a sus esposas e hijos y todos ellos volverán a comprarlo. Dragón Rojo ya no dominará el mercado. Bueno, ¿no vas a decir nada?

—No sabía que ibas a hacer esto.

—Quería darte una sorpresa. Tenía muchos planes para cuando regresara, pero, Dios mío, cuando recibí tu carta en la que decías que habías cambiado de opinión, por poco me vuelvo loco. Por eso me marché antes. Les dije que había surgido una emergencia en casa. Pero observarás que mi nombre también aparece en ese contrato —añadió con una sonrisa—. En tu carta no decías por qué habías cambiado de opinión, así que añadí una cláusula que haría que volvieras a cambiarla. Somos socios, Armonía. Este contrato es entre Explotaciones Mineras de Titanio y tú y yo.

Cogí los papeles y me quedé mirándolos.

—Eres mi vida, Armonía, mi alma —prosiguió él con pasión—. No puedo vivir sin ti. No me importa lo que piense mi madre. Si tengo que elegir entre ella y tú, te elijo a ti. Te lo estoy suplicando, Armonía. Di que te casarás conmigo.

Bajé la mirada al contrato que tenía en la mano, apenas capaz de leer a través de las lágrimas los términos que garantizaban que yo sería la única proveedora de productos medicinales y hierbas al personal de Explotaciones Mineras de Titanio, que tenía sucursales en países que reconocí enseguida como territorio único de la Compañía de Salud Dragón Rojo. Sentí que el corazón me subía a la garganta al comprender el terrible error que había cometido.

No me sentí capaz de mirar la expresión confundida de Gideon cuando retrocedí un paso, abriendo más la puerta para que viera a la gente que se hallaba reunida en mi apartamento, el pastel de boda cortado, el señor Lee vestido con esmoquin de novio.

—¿Quién acaba de casarse? —preguntó Gideon.

Con su regalo de boda en mi mano, y mi secreto de dos meses de edad agitándose en mi vientre, respondí:

—Yo.