23:00. Palm Springs, California
—¡Bien! ¡Aquí están!
Jonathan se acercó a la puerta y miró dentro del museo. Vio a Charlotte de pie ante una vitrina llena de cajas, botellas y frascos envueltos en etiquetas azules y plateadas. El letrero de la vitrina rezaba: PRODUCTOS ARMONÍA, CIRCA 1927.
—Charlie —dijo—. Los de Knight acaban de llegar.
Ella le miró.
—¿Qué?
Se reunió con él en el despacho y vio en la pantalla de seguridad los dos coches y la furgoneta que acababan de detenerse, los conductores y pasajeros que se apeaban bajo la lluvia.
—Lo primero que harán será sacar el servidor de la red. Hay que entretenerles. —Fue al ordenador y tecleó una orden para que apareciera el directorio de ficheros—. He copiado tu base de datos pero necesito más tiempo.
—¿Cuánto?
—Son nueve gigabytes. He tenido que descargarlo directorio por directorio. —Levantó la vista hacia ella—. Necesito al menos otros treinta minutos. Ponte el auricular y espera a que te dé la señal antes de dejar que se acerquen al servidor.
Ella miró de nuevo la pantalla de seguridad. Los agentes federales entraban apresuradamente en el edificio principal; daba la impresión de que iban en serio.
—Pensaré en algo. —Buscó alrededor, se palpó los bolsillos—. Me parece que he perdido el auricular. Debe de habérseme caído.
—No tengo otro. ¿Tienes un busca?
Ella hurgó en su bolsa de cuero, palpando con cuidado la bufanda de seda que contenía el móvil de campanillas de cristal roto.
Cuando su mano rozó un borde afilado, experimentó una punzada de emoción: el desaliento que había sentido al ver el móvil hecho añicos. Otra emoción ahogó ésta: la sensación de absoluta indefensión y soledad, cuando cinco horas atrás había oído a Forest decirle: «Te quiero» antes de colgar.
¿No se suponía que semejantes palabras daban consuelo? Y sin embargo ahora se daba cuenta, al sacar su busca, de que sus palabras le habían hecho sentirse aún más sola.
Mientras se colocaba el busca en la cintura de los tejanos, tras indicar el número a Jonathan, dijo:
—Lo tengo puesto en vibración. En cuanto hayas terminado, avísame. Así sabré que puedo dejar que los hombres de Knight se acerquen a las máquinas.
—Sí, pero sobre todo espera a que yo te llame. Si entran en el sistema mientras estoy descargando, me descubrirán. Me acusarán de falsificar pruebas y eso significará arresto. Charlotte —añadió—, no pueden detenerme, ¿lo entiendes? Y menos por una acusación de delito informático.
—Lo entiendo, Johnny. No te preocupes. No permitiré que te cojan.
—Sobre todo, mantenles lejos del servidor.
—Primero el servidor —dijo uno de los agentes a sus hombres cuando Charlotte salió del ascensor—. Eso es prioritario.
—Disculpe —dijo Charlotte—. Pero ¿quién es usted?
El hombre sacó una identificación y anunció:
—Tenemos una autorización, señora.
—Estoy segura de ello. —Charlotte miró alrededor la zona de recepción que, salvo por los recién llegados, estaba desierta. Vio despachos abiertos, también vacíos. Se preguntó si los Barclay se habrían ido a casa—. Me gustaría leer la autorización —dijo, tendiendo la mano.
El hombre rebuscó en los bolsillos interiores de su americana, echando un vistazo a su pistolera de hombro y pistola, y dijo:
—Vamos a llevarnos su sistema, señora.
—Tengo derecho a leer antes la autorización.
—Tiene ese derecho, sí, señora —dijo él.
Luego se volvió a los otros agentes y les repartió por toda la planta con instrucciones de ir primero a los despachos con ocupantes; recordó a sus hombres que se limitaran a etiquetar y fotografiar el equipo y a esperar a que llegara el asesor técnico antes de desconectar ningún aparato.
Cuando les vio dirigirse rápidos y decididos hacia los despachos, ajenos a su insistencia de leer antes la autorización, Charlotte dejó con brusquedad los papeles en el escritorio de recepción y salió apresurada tras los agentes, atisbando en los despachos para ver quién quedaba aún. También buscaba a Valerius Knight.
Le encontró fuera de la sala de fotocopias, mostrando al jefe del equipo un plano del recinto de Biotec, señalando edificios, la ubicación de los diversos departamentos.
—Ah, señorita Lee, veo que ha vuelto a aparecer.
—Conozco mis derechos, agente Knight. Sus agentes han de anunciar su identidad e intenciones antes de entrar en el recinto.
Él esbozó una rápida sonrisa.
—Salvo, claro está, en casos en que ese anuncio provocara la destrucción de pruebas.
—Oh, vamos. ¿Ha visto a alguien borrando ficheros como un loco?
—Eso es precisamente lo que mi equipo tiene que impedir.
Cuando Charlotte vio el mapa que el agente tenía entre las manos, en el que se indicaba la ubicación de cada terminal de ordenador de Armonía Biotec, se dio cuenta de que Valerius Knight no había permanecido ocioso las últimas cuatro horas. También reparó en que el museo no aparecía en su plano.
—¿Se llevan todos los ordenadores? —preguntó.
—El sistema completo y hasta el último disquete —dijo él—. Empezando por el servidor de la red. Por cierto, necesitaré que abra el armario de la instalación eléctrica, si no le importa.
Charlotte se dio unos golpecitos en la barbilla.
—Insisto en que sus hombres hagan una relación detallada de todo lo que se llevan.
—Claro. Es el procedimiento de costumbre.
—Y quiero que mi administrador del sistema esté cerca cuando lo hagan.
—Ya he hablado con él. Lamentablemente vive al otro lado del cañón Saguaro, que actualmente se encuentra inundado. Bueno, ¿abrimos el armario de la red?
Como Armonía era una empresa farmacéutica con fórmulas confidenciales en su base de datos, el armario de aire acondicionado donde estaba alojado el servidor de la red se guardaba bajo extremas medidas de seguridad. Mientras Charlotte acompañaba de mala gana al agente Knight por el corredor, tratando de pensar cómo iba a entretenerle, explicó que las medidas de seguridad eran tales que una sola persona no podía acceder al centro de la red; eran precisas dos personas para desbloquear la puerta.
—Normalmente somos mi administrador del sistema y yo.
—Estoy seguro de que encontraremos a alguien que tenga una tarjeta llave aparte de usted.
—No estoy tan segura. Al parecer todo el mundo se ha marchado…
—¿Qué demonios está sucediendo? —estalló Adrian saliendo de su despacho—. ¡Algún hijo de puta acaba de entrometerse y me ha dicho que no puedo usar mi ordenador! ¡Y ahora el muy cabrón lo está grabando en vídeo!
Margo también apareció.
—¿Qué van a buscar exactamente en nuestros ordenadores?
—Huellas digitales, señora Barclay. Creo que esos productos fueron alterados aquí, en Armonía Biotec. También creo que averiguaremos quién lo hizo buscando la evidencia en sus ficheros.
—¿Está sugiriendo que hubo sabotaje? ¿Quizá un empleado disgustado?
—Oh, el motivo podría ser cualquier cosa. —Sonrió—. Incluso podría ser algo como encubrir un desfalco en la empresa.
Ella le miró a los ojos con tanta dureza que incluso a Knight le costó sostenerle la mirada.
—¿Está sugiriendo que somos sospechosos?
—En estos momentos, señora, sospecho de todo el mundo.
—Nosotros somos Barclays —dijo ella con frialdad—. No malversamos fondos, ni estafamos ni cometemos delitos.
—Perdóneme, señora, pero ya he oído eso muchas veces.
Haciéndole caso omiso, Margo se volvió a Charlotte.
—He preparado esa rueda de prensa. A las nueve. Estarán las emisoras locales y la CNN.
El agente Knight miró a Charlotte.
—¿Y qué objetivo tiene esa rueda de prensa?
—Preservar el buen nombre de mi empresa —respondió ella, tirándose de los puños del jersey y mirando disimuladamente su reloj. Sólo habían transcurrido cinco minutos. ¿Cómo iba a entretenerles otros veinticinco?
—Agente Knight, he estado repasando los registros —dijo— y estoy segura de que puedo encontrar el origen de la manipulación si me da más tiempo.
Él alzó las cejas.
—¿Puedo preguntar dónde ha estado realizando esta búsqueda? No recuerdo haberla visto en su despacho.
—Este recinto es muy grande, agente Knight. Tenemos terminales en todas partes.
Él siguió mirándola mientras asentía con lentitud.
—Estoy seguro de ello. —La miró un largo momento más y luego dijo—: Abra este armario, por favor.
—¿Cuánto durará esto? —preguntó Adrian con impaciencia mirando con ceño la puerta abierta de su despacho, en cuyo interior podía ver al agente, debajo de un escritorio, poniendo etiquetas en cables y cordones—. Necesito acceder a mis ficheros.
Charlotte pensó que Adrian Barclay tenía mejor aspecto que hacía unos instantes. Había mejorado el color de su semblante, e incluso parecía un poco más alto. Miró a Margo, quien había salido del despacho de su esposo detrás de éste. También ella parecía mucho más segura de sí misma.
—Nos llevamos el sistema al laboratorio de delitos informáticos, señor Barclay —explicó Knight con paciencia—. A partir de este momento, nadie tiene permiso para acceder a esos ficheros.
—¡Pero no pueden hacer eso! —bramó Adrian.
Knight se puso en jarras y dijo con aire cansado:
—Bueno, ¿quién más tiene tarjeta llave de esta habitación?
—Yo no tengo ni idea de dónde está la mía —dijo Margo, observando su despacho en el que un agente acababa de entrar.
Por las demás puertas abiertas salían ruidos al ser retirado rápida y metódicamente todo el sistema. Pronto los agentes iban a bloquearlo por completo y a llevarse todo el equipo. Charlotte palpó el busca bajo su jersey y rogó que pudiera entretenerles el tiempo suficiente para que Jonathan terminara la descarga. Aún tenían que transcurrir veinte minutos.
—Nunca he necesitado abrir esa cosa —dijo Margo, señalando el armario de la red, y cuando Charlotte oyó el deje de desprecio en la voz de la mujer, recordó que, aparte del correo electrónico, Margo nunca había confiado mucho en los ordenadores. ¿Sabría que los ficheros borrados permanecían en el disco duro?
—Iré a buscar mi tarjeta —dijo Charlotte—. Y creo que Desmond tiene una, si aún no se ha marchado.
Yendo apresurada por el pasillo miró atrás y vio que Adrian se había retirado a un rincón, con el móvil pegado a la oreja. Margo volvía a estar de pie cerca del agente Knight y ambos parecían compartir un chiste. Los agentes federales trabajaban en silencio y con eficacia, etiquetando, fotografiando, desenchufando máquinas que ya estaban apagadas y envolviéndolas en plástico, cogiendo disquetes, metiéndolos en bolsas protectoras. Charlotte se preguntó dónde se encontraban Desmond y el señor Sung mientras se desarrollaban los hechos.
Cuando se aproximaba a su propio despacho, vio que la puerta estaba entreabierta. Recordaba claramente haberla cerrado con llave cuando había salido un rato antes. ¿Habría entrado algún agente? No vio a nadie dentro. Y su ordenador estaba encendido. Cuando se acercó al escritorio, se dio cuenta de que había un nuevo mensaje en la pantalla y percibió en el aire una fragancia que le resultaba conocida pero no lograba identificar.
Eres una chica lista, Charlotte —decía el mensaje—. No has dicho nada de mí a los federales. Ja ja. Pueden buscar todo lo que quieran en el sistema. Jamás me encontrarán en él. Sólo te quedan siete horas.
No mencionaba la rueda de prensa. El intruso le había dicho que le escribiera para comunicarle para cuándo estaba prevista, pero Charlotte no había tenido ocasión de hacerlo porque no sabía para cuándo la había preparado Margo. Y sin embargo no le preguntaba por ello, lo que resultaba extraño.
Era como si ya lo supiera.
También sabía lo de los agentes de la FDA. ¿Cómo era posible? Pero por alguna razón no parecía saber nada de Jonathan.
Charlotte abrió un cajón de su escritorio y sacó su tarjeta de seguridad y se la metió en el bolsillo. Consultó su reloj. Quedaban quince minutos. Consideró por un instante la posibilidad de decirle a Knight que no lograba encontrar su tarjeta, pero tenía la sensación de que no la creería. Decidió de todos modos que la mejor manera de entretenerle era mostrarse cooperativa.
Cuando salía de su despacho, cayó en la cuenta de que el perfume que se percibía en el aire era Organza, de Givenchy.
El favorito de Margo actualmente.
Antes de reunirse con Knight y los demás, Charlotte entró en la sala de descanso de los empleados, donde el frigorífico estaba cubierto de notas y memorandos sujetos por imanes. Eligió el imán más grande, lo pasó por encima de su tarjeta de seguridad, volvió a colocar el imán en su lugar y se apresuró a regresar junto a los demás.
Ahora el señor Sung se encontraba allí, vestido aún con el traje gris que llevaba cuando había llegado a la oficina, horas atrás. A diferencia del agente Knight, que ahora estaba en mangas de camisa, con la corbata aflojada y el cuello de la camisa desabrochado, una sombra en la mandíbula, el señor Sung iba tan pulcro como si el día acabara de empezar.
Charlotte le oyó decir a Knight:
—Resultaría muy útil que pudieran dejar nuestro sistema intacto. Tenemos que efectuar modelos de fórmulas y hemos de procesar los cheques de los empleados con la prima. ¿No podría hacer que sus hombres examinaran el sistema aquí mismo?
Knight habló como si estuviera orando desde el púlpito:
—El protocolo, señor Sung, exige que nos llevemos el sistema de aquí y lo examinemos en el laboratorio del FBI. De ese modo nos aseguramos de que no se altera durante nuestra investigación. —Knight esbozó una amplia sonrisa—. Como abogado, señor, apreciará el hecho de que tenemos que ir con mucho cuidado para preservar la evidencia. Si examináramos el sistema aquí, dejaríamos abierta la posibilidad de que se manipulara, por ejemplo borrando o alterando ficheros.
—¿Qué evidencia es un maldito ordenador? —bramó Adrian reuniéndose con ellos, cerrando con un golpe, airado el teléfono móvil.
—No es sólo evidencia, señor Barclay —dijo Knight sin alzar la voz—. Creo que las fórmulas fueron alteradas aquí, en Armonía Biotec, en su sistema. Por lo tanto su ordenador también es el instrumento del delito. Piense que es —dijo, ensanchando su sonrisa— como una pistola humeante. —Se volvió a Charlotte—. ¿Ha encontrado su tarjeta llave? El señor Sung ha ofrecido la suya.
Charlotte sacó su tarjeta y titubeó. Si el truco del imán no funcionaba, iban a pillar a Jonathan efectuando la descarga.
El señor Sung entró primero, introduciendo su tarjeta por la rendija de metal practicada en la jamba de la puerta. Un aviso digital confirmó la secuencia número uno y a continuación anunció: «Inserte segunda tarjeta por favor».
Cuando dio un paso al frente Charlotte sintió que el pulso se le aceleraba. ¿Qué le harían a Jonathan si le pillaban? Estaba manipulando las evidencias en un delito federal.
«Se está jugando su carrera para salvar mi empresa».
La tarjeta se le cayó de los dedos y aterrizó suavemente sobre la alfombra.
—Lo siento —murmuró Charlotte recogiéndola.
«¡Vamos, Johnny! ¡Llámame!».
Respiró hondo y contuvo el aliento mientras pasaba su tarjeta por la ranura. Al ver que no sucedía nada, el agente Knight dijo con sequedad:
—Creo que la ha puesto al revés.
Charlotte dio la vuelta a la tarjeta y volvió a pasarla. Transcurrió una fracción de segundo antes de que apareciera la inscripción: «Tarjeta no válida. Inserte segunda tarjeta por favor».
—¿Me permite? —dijo Knight, tendiéndole la mano.
Ella le entregó la tarjeta y él la probó, pasándola más de una vez por una cara y por la otra. Nada.
—Nunca había ocurrido —dijo Charlotte, mirando a Knight y sosteniéndole su escrutadora mirada—. ¿Cree que es posible que hayan manipulado la cerradura?
Consultó el reloj de la pared. Habían transcurrido veinte minutos, faltaban diez.
—No se preocupe —dijo Knight—. Venimos preparados. ¿Randall? —llamó—. Necesitamos el soplete. —Su sonrisa ahora se había transformado en un gesto ceñudo—. Tardaremos una hora, pero lo abriremos, puede estar segura de ello.
Charlotte sintió que se relajaba. Una hora era tiempo más que suficiente.
—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó de pronto Margo—. ¡Qué métodos tan brutales! —Giró sobre sus talones y volvió a entrar en su despacho con paso majestuoso, reapareciendo un momento más tarde con una tarjeta llave—. Tenga. No sé si funciona, nunca he tenido que utilizarla.
Antes de que Charlotte pudiera reaccionar, Knight deslizó la tarjeta por la ranura, apareció una luz verde en la visualización digital y la puerta se abrió.
Charlotte miró la hora en su reloj. Jonathan aún necesitaba ocho minutos.
—Agente Knight, ¿podrían esperar un momento sus hombres? —preguntó—. Los procesadores de datos del departamento de contabilidad llegarán dentro de unos minutos para empezar su turno y preparar los cheques con la prima…
—Señorita Lee, nos hallamos ante tres homicidios y un posible cuarto. No podemos perder tiempo. Podría haber más vidas en juego. Creo que los cheques pueden esperar un día o dos, ¿no le parece? —Se alejó y preguntó—: ¿Dónde está O’Banyon? Decidle que tenemos el servidor.
Mientras esperaba, confiando en que el tal O’Banyon llegara tarde, Charlotte miró a Margo, Adrian y al señor Sung, y se preguntó si uno de ellos podía ser el culpable. «Nuestro amigo entiende lo suficiente de ordenadores para falsificar una fórmula —había dicho Jonathan—, pero no sabe que al borrar un fichero éste no se destruye».
Charlotte sabía que los tres tenían cierta experiencia con ordenadores, pero no mucha. El señor Sung utilizaba su ordenador como procesador de textos y para realizar investigaciones legales sobre la Red; Adrian utilizaba el suyo para el mercado de valores y para leer el Wall Street Journal; Margo probablemente utilizaba el suyo en raras ocasiones.
Charlotte pensó en Desmond, cuya ausencia destacaba por el momento. Él despreciaba los ordenadores. Charlotte recordó que, cuando eran adolescentes, se burlaba de Jonathan y su electrónica. Cuando Jonathan dijo: «Algún día los ordenadores lo harán funcionar todo», Desmond respondió con malicia: «A mí no me harán funcionar».
Charlotte se dio cuenta ahora de que, irónicamente, sí lo hacían. Desmond era la persona más informatizada y aficionada a la alta tecnología que ella conocía, y se rodeaba de los artilugios electrónicos más caros y más de última hora. «Soy lo que se conoce como un buscador de calor», había declarado pretenciosamente un día cuando estaba mostrando una nueva máquina tragaperras informatizada en su casa. La abuela de Charlotte había afirmado una vez que la sala de juegos de la casa de la colina de Desmond semejaba una nave espacial, con tantas luces destellantes y visualizaciones digitales. Incluso la casa misma funcionaba mediante un ordenador central que regulaba la temperatura, la luz, la música, la seguridad. Sin embargo, aparte de jugar una o dos horas de vez en cuando con el Myst en el ordenador de su casa, Desmond no había demostrado pasión por los ordenadores ni habilidad alguna para ellos.
¿Podían ser sospechosos los Barclay, como pensaba Knight, y como Jonathan al parecer también creía? Los cuatro tenían privilegios de contraseña para acceder a ficheros confidenciales y experiencia suficiente para variar las fórmulas. Y sin embargo ninguno era lo bastante experto como para saber que los ficheros borrados seguían en el disco duro.
Pero ¿cuáles podían ser sus motivos?, se preguntó Charlotte mientras miraba alrededor y veía que las pantallas empezaban a amontonarse en el escritorio de la recepcionista, sus cables colgando, los módems encima. Los hombres de Knight trabajaban con increíble rapidez.
Charlotte volvió a consultar el reloj de la pared. Sólo quedaban cinco minutos. Recibiría la llamada de Jonathan en cualquier momento. «Deprisa, Johnny —urgió mentalmente—. Deprisa, deprisa…».
Pensó entonces en las dos personas con quienes estaba de un modo extraño inextricablemente unida. Había dejado de llamarles tía Margo y tío Adrian mucho tiempo atrás, cuando se había enterado por su abuela de que estaba emparentada con los Barclay sólo por matrimonio. También fue entonces cuando se enteró de por qué la madre de Adrian, Olivia, y luego la esposa de Adrian, Margo, habían guardado tanto rencor a Armonía durante tantos años. Era debido a que ellas, que consideraban el apellido Barclay muy importante entre la aristocracia estadounidense, sólo poseían el apellido, mientras que Armonía y Charlotte, que no lo poseían, llevaban su sangre.
Pero ¿era eso razón suficiente para destruir la empresa? ¿Y hacerlo ahora, después de tantos años?
Se apartó un poco del grupo y se abrió el jersey para ver la visualización digital en su busca. ¿Johnny ya la había llamado y ella no se había dado cuenta?
Entonces se quedó paralizada: Batería agotándose.
¡El busca no funcionaba! ¡No había forma de que Jonathan pudiera avisarla!
—¿Qué está pasando?
Charlotte se giró en redondo y vio a Desmond avanzando con paso enérgico por el pasillo hacia ellos, un hombre nervioso vestido de negro, los ojos ocultos tras unas Ray-Ban oscuras. Al observarle, preguntándoles de nuevo qué estaba pasando, Charlotte pensó: «Él no suele ser tan violento».
Volvió a tener aquella extraña sensación, la de que Desmond de algún modo había cambiado. Él y el señor Sung. Pero Adrian y Margo no le daban esa impresión. ¿Qué sucedió el año pasado, se preguntó, mientras ella se hallaba en Europa? ¿Ocurrió algo entre Desmond y el señor Sung?
«¿Estás segura de que la muerte de tu abuela fue un accidente?». Hasta que Jonathan pronunció estas palabras no se le había ocurrido a Charlotte pensar que hubiera podido tratarse de otra cosa. Y luego le había hecho más preguntas inquietantes: ¿Hubo una investigación policial? ¿Con quién se tenía que reunir supuestamente la abuela en aquella isla? ¿Cómo logró sobrevivir el señor Sung?
Cuando ella respondió: «Él no iba en el bote, presenció el accidente desde la orilla», y Jonathan preguntó: «¿Por qué no iba con ella?», un mar de dudas e interrogantes se apoderó de ella.
En primer lugar, había ido a Europa y cuando volvió, Desmond y el señor Sung parecían haber experimentado un cambio. Y luego de pronto, seis meses atrás, su abuela había muerto en un extraño accidente de barco. Mientras Charlotte observaba el féretro que era bajado al hoyo, lo único que pensaba era que había perdido la única familia que tenía en el mundo. No se le ocurrió preguntar por qué.
Ahora sí.
—Se están llevando el sistema, querido —dijo Margo a Desmond. Alargó el brazo para apartarle un mechón de cabello de la frente, pero Desmond la esquivó.
Charlotte pensó que Desmond había cambiado en su relación con su madre.
Cuando eran niños, Charlotte había visto pocas veces a Desmond y a su madre separados. Siempre estaban juntos, como una sociedad de adoración mutua en la que Desmond alardeaba de su madre y Margo cantaba las alabanzas de su hijo. Pero Charlotte reparó ahora en que la nueva actitud de Desmond hacia su madre era casi de desprecio.
Por fin llegó O’Banyon, el técnico. Se quitó un impermeable mojado y soltó un comentario sobre la tormenta. Entró de inmediato en la sala de ordenadores y echó un rápido vistazo al equipo.
Charlotte miró alrededor de la zona de oficinas, los cubículos donde trabajaban las secretarias. ¿Podría utilizar uno de los teléfonos para llamar al museo y avisar a Jonathan? Pero ¿lo cogería?
—¿Señorita Lee?
Ella se giró en redondo. El agente Knight la miraba con expresión burlona.
—Ha dicho que quería estar presente cuando desconectemos. O’Banyon es nuestro asesor técnico. Él entiende de ordenadores —añadió con una sonrisa.
—Bueno, antes de desconectar —dijo O’Banyon contemplando el hardware y el cableado—, tengo que asegurarme de que nadie está utilizando el sistema. Si no es así, perderá todos los datos en los que esté trabajando.
—Pero también tenemos que interrumpir cualquier alteración que se esté realizando, señor O’Banyon —señaló Knight.
—Cierto… cierto —dijo el técnico mientras comprobaba las conexiones entre la pantalla, el teclado y la consola maestra—. Tenemos tres servidores —murmuró—. Bien, eso de ahí es el grupo servidor… veamos a cuál está conectada la pantalla en este momento…
Charlotte consultó la hora. Treinta y cinco minutos. ¿Habría terminado Johnny? ¿Habría intentado llamarla por el busca?
Familiarizado con la configuración informática, O’Banyon se sentó al teclado, pulsó la barra espaciadora y desapareció el texto de la pantalla, sustituido por la orden de introducir el nombre de la cuenta. Escribió el nombre del administrador del sistema, que le había dado Knight, y cuando apareció la petición de la contraseña, entró la que también Knight le había proporcionado.
Pero en lugar de acceder al instante al sistema, apareció un nuevo mensaje en la pantalla:
Entrada incorrecta. Introduzca contraseña por favor.
Con el entrecejo fruncido, O’Banyon se pasó los dedos por el pelo, que llevaba muy corto, y luego volvió a entrar la información.
Entrada incorrecta. Introduzca contraseña por favor.
Cuando estaba a punto de volver a intentarlo, apareció otro mensaje en la pantalla:
¡ATENCIÓN! ¡Tres intentos de entrada incorrecta desconectarán el sistema y borrarán todos los ficheros!
—¿Qué demonios es eso? —ladró Knight.
—Maldito programa de seguridad —espetó O’Banyon, impresionado.
—Pero ¿qué significa?
—Se trata de una protección más contra los intrusos que van probando contraseñas hasta que dan con la correcta. Se denomina píldora venenosa.
—Pero ¿realmente borrará los ficheros?
O’Banyon se encogió de hombros.
—Claro, ¿por qué no? Seguro que la empresa tiene copias de todo. —Miró a Charlotte con una sonrisa de admiración en los labios—. Fue muy lista al instalar esto. Sólo he visto un sistema de seguridad parecido en instalaciones militares secretas. No voy a robarle ni falsificar sus fórmulas, puede estar segura.
Knight se volvió a uno de sus hombres.
—Que se ponga ese administrador del sistema al teléfono —gruñó—. Su número está junto a mi ordenador portátil. Pregúntale otra vez el nombre de su cuenta y su contraseña. Quizá antes se ha equivocado. Y si eso no funciona, desconectaremos de todos modos ese maldito sistema y nos lo llevaremos.
—Bueno, tal vez no sea una buena idea —dijo O’Banyon.
—¿Por qué no? —preguntó Knight con aspereza.
El técnico señaló la parte inferior de la pantalla donde aparecía un pequeño icono rojo destellante.
—Significa que el servidor tiene un suministro ininterrumpido de energía.
—Sí. Estamos en plena tormenta. Las luces han parpadeado, O’Banyon, ¿o no lo ha notado? El servidor está protegido con un dispositivo UPS.
El técnico miró a Charlotte.
—He visto un generador en un cobertizo detrás de la planta de fabricación. Supongo que sirve para todas las instalaciones en caso de un corte de suministro eléctrico.
—Sí.
Se volvió a Knight.
—En este caso, señor, ese UPS no es una protección de la corriente, es una alarma. Avisa al ordenador de un fallo eléctrico local, no general.
Knight puso ceño.
—¿Quiere decir si la electricidad se ha cortado aquí, en la máquina?
—Exacto. El fallo eléctrico en esta máquina significaría que era local, lo cual significa a su vez que se trata de un intruso. La máquina se protege entonces borrando datos. Impresionante. La empresa no pierde nada siempre que tenga copias, pero seguro que su intruso no llega tan lejos.
—Entonces —dijo Knight despacio, controlando visiblemente su paciencia—, ¿cómo entramos en el sistema?
—Supongo que eso sería tarea del administrador del sistema de la empresa. Él es el único que puede entrar en esta bestia.
Knight estaba reflexionando sobre ello cuando el otro agente volvió para decir que la residencia del administrador del sistema no contestaba.
—Está bien —espetó Knight—, sellen esta habitación y pongan vigilancia las veinticuatro horas del día hasta que el administrador del sistema llegue. No quiero que nadie tenga acceso a los ficheros, y quiero que sus hombres desconecten todas las máquinas, incluido ese maldito Nintendo de la sala de descanso de los empleados. No quiero nada enchufado a esta red hasta que tengamos su control, ¿entendido?
—Hola a todo el mundo.
Todas las cabezas se volvieron simultáneamente.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó Adrian con aspereza.
Charlotte se volvió para ver a Jonathan allí de pie, sonriente.
—¡Jonathan! —exclamó Desmond con incredulidad.
Margo le examinó de arriba abajo.
—Vaya, vaya —dijo con sequedad.
Knight intervino.
—¿Y puedo saber quién es usted?
Jonathan le tendió la mano y dijo en tono amigable:
—Jonathan Sutherland, asesor técnico de seguridad.
Knight entrecerró los ojos.
—¿Técnico de seguridad? ¿Es el mismo Sutherland que localizó a los Ocho de Amsterdam?
—Mi compañero y yo.
Knight hizo un gesto de asentimiento.
—He oído hablar de usted.
—¿Y usted es…?
Le mostró su identificación.
—Valerius Knight, de la Food and Drug Administration.
—Lo siento, yo no he oído hablar de usted. —Jonathan se volvió a Charlotte y le tendió una hoja de papel—. He encontrado lo que estabas buscando.
—¿De qué se trata? —preguntó Knight.
—El culpable —respondió Jonathan con una sonrisa—. La persona que falsificó los tres productos.