10

San Francisco, California, 1927

—Necesitas un nombre, Armonía —anunció inesperadamente el señor Lee una bochornosa tarde mientras trabajaba en una de sus pinturas.

Sus palabras me sobresaltaron porque creí que se refería a mi apellido, aquél en el que yo también había estado pensando. Y entonces me di cuenta de que le había entendido mal, porque nunca le había revelado mi búsqueda secreta al señor Lee.

Cuando he dicho que el ladrón que me había robado en el apartamento me había dejado mi identidad, no era del todo cierto. Sólo tenía media identidad. Era Armonía Perfecta. Pero no tenía apellido.

—Cuando encuentres a tu padre —me había dicho mi madre el último día que pasé en Singapur—, él te reconocerá como hija suya. Te dará un certificado de nacimiento como es debido y entonces llevarás su apellido.

No llevaba el apellido de la familia de mi madre porque ella les había deshonrado y se había convertido en proscrita. Había eliminado el apellido de su padre de modo que era simplemente Mei-ling. Yo había ido a América a reclamar mi apellido, pero me había encontrado con que mi padre había muerto en alta mar y lo único que me unía a él era su anillo y la carta que había dejado a mi madre.

Poco era para llevarlo ante un tribunal. Eso es lo que los abogados me dijeron, todos a los que acudí, primero chinos, después estadounidenses. Me decían:

—Esto no se sostiene.

Yo solía ir en trolebús hasta California Street y contemplar la gran casa que se erguía detrás de la alta verja: la mansión de los Barclay. Era de mi padre. Debería ser mía. Porque esto es lo que un abogado descubrió: que Richard Barclay no dejó herederos de sangre, sólo un hijo adoptivo. Por lo tanto yo era su única hija. El abogado dijo que podía reclamar aquella casa, y aunque costaría mucho dinero y mucho tiempo, era posible que ganara.

Pero no quería aquella gran casa con tantas habitaciones y ventanas. Me alegraba de vivir sobre la Lavandería Feliz, pues ahora había vuelto a trasladarme al tercer piso, al espacioso apartamento en el que fluía buen chi y tenía una orientación este-oeste que daba buena suerte, ahora que mis medicinas se vendían bien.

Lo único que deseaba era un apellido.

«No puedes demostrar que esa carta le fuera entregada a tu madre», dijo un abogado. «No puedes demostrar que Richard Barclay le entregó el anillo a tu madre», dijo otro. El tercero declaró: «Fiona Barclay es una mujer muy rica y poderosa, no ganarías, jamás te permitiría llevar su apellido». Y el cuarto se quedó mi dinero y dijo: «¿Quieres un consejo? Regresa a China».

Yo tenía diecinueve años, pero mis documentos indicaban que tenía veintiuno. Era hora de tener un apellido.

Realmente no enseñé a ningún abogado la carta de mi madre, debido a la promesa que le había hecho a ella de mostrársela sólo a mi padre. Pero era la única prueba que tenía de que él era mi padre, y ahora estaba muerto. ¿Qué iba a hacer?

Se me ocurrió llevarle la carta a Gideon; tenía la sensación de que podía fiarme de él. Pero tampoco podía confiar en lo que sentía hacia él. Era más fácil cuando estaba confundida, cuando creía que estaba enamorada de mi hermano. Pero cuando me enteré de que no teníamos parentesco alguno, que simplemente estaba enamorada de un hombre, se convirtió en una carga insoportable. Porque eso planteaba la cuestión: ¿Algún día podríamos estar juntos?

Gideon regresó a San Francisco exactamente un año después de haber zarpado a las ocho de la mañana en aquel barco, llevándose consigo mi corazón. En aquellos doce meses me dediqué a mis medicinas, a elaborar mis remedios que ya eran conocidos en Chinatown, a mejorarlos y a difundirlos todo lo que podía. Incluso empecé a visitar pacientes; sobre todo a los ancianos que no podían pagarse a un practicante médico más experto, o a los que no podían pagar nada. Era un humilde comienzo y la gente me miraba con reserva debido a mi juventud, pero empezó a correrse la voz y mi reputación fue en aumento. O sea que en aquella época no estaba muy desanimada; los días ocupados y las noches llenas de sueño no dejaban espacio para la añoranza. Pero cuando leí en el periódico que había llegado un gran trasatlántico, y los apellidos de algunos pasajeros notables, y luego vi una fotografía de Gideon en una fiesta de bienvenida celebrada en la mansión de los Barclay a la que habían sido invitados incluso el alcalde de San Francisco y varias conocidas estrellas de cine y políticos, sentí que mi corazón volvía a latir con fuerza y me hacía sentir de nuevo un dulce pesar.

La chica rubia, Olivia, aparecía en la fotografía con Gideon, iban cogidos del brazo, y por la forma en que le miraba, su sonrisa tan radiante, el modo en que él sonreía mirando directamente a la cámara —esta «amiga de la familia» cuya foto él llevaba en la cartera— supe que mi amor secreto era vano.

O sea que cuando me envió una nota a través de un mensajero, en la que me preguntaba si podía venir a verme, no di respuesta. Cuando una semana más tarde recibí otro recado, envié de regreso al mensajero. La tercera nota me la entregó el propio Gideon.

Por entonces yo tenía alquilada una pequeña habitación en la parte trasera de la Compañía Comercial del señor Huang, de modo que las hierbas y minerales que le compraba no salían del recinto, sino que iban directamente a los bancos de trabajo y fregaderos y fogones donde mi pequeño personal formado por cuatro chicas me ayudaban a elaborar, empaquetar y entregar mis remedios.

Constituíamos una empresa humilde. Cada pequeño paquete, cada botellita, cada jarra de cerámica se llenaba a mano, se etiquetaba, se envolvía y se metía en cajas. Una de mis chicas se sentaba ante un atestado escritorio y escribía laboriosamente las etiquetas en chino y en inglés, la fecha de fabricación, las hierbas que contenía el envase. La mayoría de herbolarios no indicaban los ingredientes por miedo a que otros copiaran el producto. Pero hay personas alérgicas a ciertas hierbas, como yo lo soy al estramonio, y podían sufrir reacciones adversas graves.

Al principio los herbolarios locales eran reacios a adquirir mis remedios; decían: «Tenemos muchos de la marca Dragón Rojo. ¿Por qué comprar la tuya?». Así que los recorrí todos y entregué a cada uno tres botellas de Loto Dorado, tres paquetes de Dicha, tres frascos de bálsamo Mei-ling y les dije:

—Quédense con todo el dinero que saquen de esto. El siguiente lote que me encarguen, lo recibirán en depósito.

Yo tenía mucha fe en mis productos. Los herbolarios vendieron esos nueve y me llamaron pidiendo más. Entonces fue cuando empecé a tener beneficios.

Cuando vendía algo a un amigo o vecino, decía:

—Si esto no le cura, le devolveré el dinero.

Con la excepción de la señora Po, a todos les daba vergüenza devolverme el remedio; creo que quizá se curaban por vergüenza.

Y así pues, el día que se cumplía el aniversario de haber recibido respuesta a mis plegarias, cuando Kwan Yin habló con la voz de mi madre y me enseñó a escuchar con los ojos y los recuerdos en lugar de hacerlo con los oídos, Gideon Barclay volvió a entrar en mi vida.

Yo llevaba un delantal de carnicero, el pelo largo recogido en un gorro quirúrgico blanco, y removía el delicado bálsamo sobre el fuego, disolviendo la cera sólida hasta que adquiriera la consistencia adecuada antes de añadir el petrolato y la primera de las hierbas, cuando me di cuenta de que mis chicas habían dejado de chismorrear: mi pequeña fábrica nunca estaba en silencio. Me volví y vi lo que ocurría: había un estadounidense alto que llenaba todo el vano de la puerta, su rostro más moreno de lo que yo recordaba, con el cabello un poco más largo. Sonreía, aunque no con una expresión tan infantil como aquel día en el drugstore.

—Hola, Armonía —saludó.

Mis chicas ahogaron unas risitas y se pusieron a trabajar de nuevo. Yo dejé a Judy Wong a cargo del bálsamo mientras salía afuera con Gideon, sin siquiera quitarme el delantal y el gorro. Fue una breve conversación. Había venido para decirme que no permanecería mucho tiempo en casa, que ya tenía otro trabajo en Panamá. Pero ya tenía su título de ingeniero, podía construir puentes, presas, carreteras en cualquier parte del mundo. Y había mucha demanda.

¿Era eso lo que había venido a decirme? ¿Que su presencia nunca sería constante en mi vida? ¿Que nuestro destino era disfrutar tan sólo de encuentros robados entre un encargo y otro en países distantes?

Echó una mirada a las chicas que trabajaban y dijo:

—Parece que te van bien las cosas desde la última vez que nos vimos. ¿Eres feliz, Armonía?

—Estoy muy ocupada, tengo las horas llenas.

Él se había acercado más, aquella tarde más de un año antes, tanto que ella vio un pequeño defecto en su ojo derecho, una mancha dorada que flotaba en el iris gris ahumado.

—¿Eres feliz? —repitió con voz más suave.

Si Gideon me hubiera besado entonces, me habría rendido a él. Habría abandonado Chinatown y mis medicinas y le habría seguido a los confines de la Tierra.

Pero de pronto se apartó y su semblante se ensombreció.

—No vas a decírmelo, ¿verdad? ¿Por qué eres tan misteriosa, Armonía? ¿Por qué no puedo dejar de pensar en ti?

—No debes pensar en mí —dije.

—¿Por qué no?

«Porque quiero el apellido de tu padre. Quiero ser reconocida como su hija, su única hija. Te depondría, Gideon. Nos convertiríamos en rivales».

—Porque yo soy china y tú estadounidense —fue lo que dije.

—Maldita sea, Armonía, ¿todavía piensas en aquel camarero del drugstore?

Cómo no iba a hacerlo. Ser tratada peor que un perro debido a la forma de mis ojos.

—Quiero hablar contigo. De acuerdo, si lo personal te molesta, llamémoslo una reunión de trabajo. Me interesa invertir en tus medicinas. No tienes por qué trabajar en una habitación trasera con cuatro chicas. Podrías comprar una fábrica y distribuir tus productos en todo Estados Unidos. ¿Te gustaría?

Sí, me gustaría, pero ¿con qué dinero iba a hacerlo? Y luego comprendí: él quería darme dinero.

Meneé la cabeza. Una cosa era cuando creía que era mi hermano, darme dinero. Pero ahora que ni siquiera éramos parientes, resultaba impensable.

Le dije que tenía que volver a mi trabajo. Él no quiso marcharse hasta que accediera a cenar con él la noche siguiente. Accedí. No aparecí. Y después de ese día no volví a tener noticias de él.

Una bochornosa tarde un año después, cuando el señor Lee estaba pintando laboriosamente anunció de pronto, y de forma inesperada, que yo necesitaba un apellido.

Disfrutaba viéndole trabajar, pues utilizaba sus cuadros para trasmitir la admiración taoísta por la belleza de la naturaleza. El señor Lee daba cada pincelada de la manera tradicional, precisa, besando con el pincel el papel de arroz y dejando el color detrás, la imagen de su visión interior. Pintaba tigres que saltaban fuera del papel y asombrosos paisajes suspendidos entre el cielo y la tierra. La gente lanzaba exclamaciones de admiración por el don que poseía, pues sus pinturas eran las que mejor imitaban la realidad de todos los artistas de Chinatown. Creo que el secreto de su habilidad procedía del hecho de que cada mañana, cuando preparaba sus piedras de tinta y pinceles de piel de cordero, el señor Lee rogaba en silencio para ser iluminado interiormente.

En esta tarde bochornosa, un año después de que Gideon entrara en mi vida y saliera de ella, el señor Lee alzó la mirada de lo que estaba pintando y me miró con ojos pálidos llenos de curiosidad. Ver a un chino con semejantes ojos era inusual. Pero todo en el señor Lee era inusual. Me dijo que aún no había cumplido los treinta, pero aparentaba más edad. El cabello empezaba a faltarle sobre la frente, y llevaba gafas muy gruesas. Tenía los hombros inclinados hacia adelante debido a tantos años de trabajar encorvado sobre sus pinturas, y también porque se sabía muy alto. Tímido, modesto y reservado, el señor Lee pertenecía a otra época, pensaba yo a menudo, una era distante de eruditos conventuales que vestían túnicas de susurrante seda y contemplaban la naturaleza de los ángeles.

En los últimos dos años literalmente había descendido en el mundo, pues ahora vivía debajo de mí, en la pequeña habitación que yo había ocupado durante un breve espacio de tiempo. Aunque era un artista excelente, el mejor de Chinatown, era terriblemente lento, demasiado lento para los turistas, que querían cuadros pintados deprisa aunque de menor calidad. Mientras otros artistas se cambiaban de casa y prosperaban, el señor Lee poco a poco perdía terreno. Ahora vendía pocos cuadros y temía que tendría que volver a su familia con gran pérdida de dignidad. Como en otra época yo había declinado su generosa caridad, ahora él declinaba la mía. Si no podía triunfar en California por mérito propio, se tragaría su orgullo y regresaría a Hawai.

—Necesitas un nombre —dijo ahora con una voz suave, dejando el pincel.

No se refería a Barclay, pues no había hablado con él de un problema tan personal. Hablaba de mis remedios.

Yo sabía que tenía razón. A medida que mi modesta reputación iba difundiéndose, la gente entraba en las herboristerías y pedía al propietario:

—Necesito un poco de ese bálsamo rosa que elabora la chica que vive encima de la Lavandería Feliz.

Muy incómodo y desagradable. Al cliente le resultaba más fácil decir: «Necesito bálsamo Dragón Rojo».

Pero ¿qué nombre iba a poner a mis medicinas? ¿Qué símbolo elegiría? La Compañía de Salud Dragón Rojo utilizaba el rojo y el oro, los colores de la buena suerte y, por supuesto, el símbolo del dragón, que todos los chinos reconocen como poderoso símbolo de buena suerte. Y aunque mis remedios resultaban atractivos en sus bonitas botellas y envoltorios, no destacaban en los estantes como los del Dragón Rojo.

No conocía al propietario de la Compañía de Salud Dragón Rojo, pero sí su reputación. Incluso creo que algunos tenderos temían no disponer de sus productos, que eran obligados con intimidaciones a poner a la venta su mercancía. Porque ¿de qué otro modo podría explicarse que medicinas de inferior calidad —en realidad algunas incluso peligrosas, creo— estuvieran siempre en los estantes de herboristerías de calidad?

—Necesitas un símbolo, Armonía —dijo el señor Lee—. Para que tus remedios destaquen y para que la gente los recuerde.

Pero ¿cuál?, me preguntaba yo. ¿Cómo iba a poder competir con un dragón?

La gran casa de la colina estaba decorada con robustos muebles victorianos, y mientras yo permanecía sentada entre el majestuoso mobiliario, plantas en macetas, relojes de suave tictac y delicioso aroma de aceite de limón en la madera, no pude por menos de preguntarme: si mi padre viviera, ¿nos habría traído a mi madre y a mí a vivir aquí? Pues con toda seguridad el curso de nuestras vidas habría resultado muy diferente dentro de esa casa.

Había acudido allí para hablar con Fiona Barclay. Había ido para pedirle el apellido de mi padre.

Cuando entró en la estancia, me puse respetuosamente en pie. Nunca había estado en un hogar occidental, y salvo por las damas de la escuela de la Misión de Singapur, adonde había asistido para aprender inglés, nunca había conocido a una mujer occidental. Me dijo:

—Entiendo que deseas…

Y entonces se interrumpió y me miró fijamente.

No sé qué se considera belleza entre las mujeres norteamericanas, pero a mi me pareció que Fiona Barclay era guapa. Tenía habilidad con los cosméticos y llevaba un peinado que yo había visto en una revista; su ropa era de seda y estaba bien confeccionada a medida. Y tenía una actitud elegante y digna, que iba con su papel de dueña de aquella casa. Le calculé unos cuarenta y cinco años, aunque detecté cierta dificultad respiratoria en el modo en que hablaba, como la suegra de la señora Po, una mujer de edad avanzada, cuando había pasado un día fumando su pipa.

—¿Eres la muchacha que tiene el anillo de mi esposo? —preguntó después de dejar de mirarme fijamente.

—Le presento mis respetos, Primera Esposa.

—Yo no soy ninguna Primera Esposa. Soy la «única» esposa y ese anillo me pertenece.

—Perdone, pero este anillo es lo único que tengo de mi padre.

No me invitó a sentarme ni me ofreció té. Quizá los estadounidenses tenían una manera diferente de honrar a los invitados.

—¿Tu padre? —exclamó.

Entró otra persona en la habitación; reconocí a la chica de la fotografía que Gideon llevaba en su cartera. Olivia, de quien Gideon había dicho era amiga suya. Ahora la vi más de cerca, observé lo bonita que era, lo brillante que era su pelo rubio como el de una estrella de cine. Recordé que dos años atrás, en el drugstore, Gideon había dicho que Olivia tenía diecisiete años, lo cual significaba que ahora tenía diecinueve, la misma edad que yo. Ella sonrió y me preguntó si me gustaría tomar un poco de té.

Pero la señora Barclay interpuso:

—Nada de té, Olivia. Esta persona no se quedará mucho rato. —Clavó su fría mirada en mí—. Afirmas que Richard era tu padre. ¿Tienes alguna prueba? ¿Tienes una licencia matrimonial?

La licencia era falsa; en ella aparecía el nombre Richard Smith para que yo pudiera entrar en Estados Unidos.

—¿Un certificado de nacimiento?

También eso había sido falsificado.

—Jovencita, no sé cuál es tu plan y no me importa. Pero ese anillo es mío y quiero que me lo devuelvas.

—No tengo ningún plan…

—¿Qué ocurre? ¿Quieres parte de su herencia? ¿Dinero? ¿Quieres acaso vivir en esta casa?

Negué con la cabeza.

—No quiero nada de todo esto.

—Algo debes de querer.

—Quiero su apellido.

La mujer me miró con fijeza mientras Olivia nos observaba con desconcierto.

—No hablarás en serio.

—Es mi apellido. Usted es la única que puede dármelo legalmente.

La viuda de Richard Barclay me contempló un largo momento mientras escuchábamos una tarde llena de ruidos como campanillas del trolebús y, a lo lejos, sirenas que alertaban de que había niebla en la bahía.

—No debería dedicarte ni un minuto más de mi tiempo —dijo por fin la señora Barclay—, pero confieso que siento curiosidad por la indignante historia que te has inventado. ¿Cómo conoció mi marido a tu madre?

Le conté que Richard había recibido una paliza y mi madre había cuidado de él. Le hablé de su amnesia y graves heridas. No le conté que todo esto había tenido lugar en secreto encima de la tienda de sedas de la señora Wah, ni que mi madre y Richard en realidad no estaban casados la primera vez que hicieron el amor.

—¿Amnesia? Entonces, ¿cómo sabes quién era él?

Le hablé del anillo y la joyería y le conté que oí al joyero dirigirse al joven llamándole señor Barclay; no le dije que Gideon me había llevado a un drugstore y había querido invitarme a tomar un sundae de chocolate caliente. Creo que Gideon cumplió su palabra de decirle a su madre que no me había encontrado.

—Pero hay más —añadí con esperanza—. Aunque mi padre no recordaba nada de sí mismo, recordaba San Francisco, y contó historias a mi madre…

Fiona alzó una mano para interrumpirle.

—Basta. Nada de lo que me has contado constituye ninguna prueba.

Pero yo tenía una prueba: la carta que Richard Barclay dejó a mi madre. La señora Barclay reconocería su letra, su firma. La llevaba en mi bolso y cuando hurgué en él la señora Barclay dijo:

—Esto me resulta demasiado doloroso. No debería haber accedido a verte. —Ahora respiraba con dificultad—. Dame el anillo de mi esposo y no llamaré a la policía.

—Pero tengo una prueba —dije mientras sacaba la carta. La señora Barclay sólo tendría que leer una parte de ella para saber que yo era hija de Richard.

—No me interesa lo que tú llamas prueba —dijo, respirando cada vez con mayor dificultad.

—Fiona… —empezó a decir Olivia con expresión preocupada.

La señora Barclay le hizo una seña de que no interviniera. Llevándose una mano al pecho, dijo con voz tensa:

—No debería tener que explicártelo. Pero por si crees que se trata de un asunto frívolo, Richard Barclay era mi querido esposo. Me quería mucho, nos éramos fieles, y venir tú aquí con tus sucias historias… —De pronto empezó a jadear.

Oliva se precipitó a ayudarla a sentarse en una silla.

—El anillo… —susurró con voz ronca la señora Barclay—. Debo tener…

Olivia salió apresuradamente al pasillo y gritó:

—¡Llamen al doctor Hafner! ¡La señora Barclay tiene un ataque! ¡Deprisa!

Cuando regresó, precipitándose al lado de la señora Barclay, Olivia hurgó en el cuello del vestido de Fiona intentando desabrochárselo. Pero la señora Barclay ahora tenía grandes dificultades para respirar, apartó a Olivia y abrió la boca de par en par, tratando de inhalar grandes bocanadas de aire.

—¡Fiona, no te esfuerces! —dijo Olivia—. Oh, Dios mío…

Dejando mi bolso sobre una pulida mesa, volví a guardar la carta y saqué una botellita de vino Loto Dorado, que siempre llevaba conmigo como primer auxilio. Se lo tendí a Olivia.

—Dale esto.

—¿No ves que no puede respirar? ¡Se está ahogando!

Me acerqué a Fiona y le pasé un brazo sobre los hombros, apretándole la botella abierta a los labios.

—No se esfuerce. Tiene aire en los pulmones, es suficiente. Trague esto. Le calmará el espasmo.

El primer trago le hizo toser, escupir y ahogarse más aún. Pero yo insistí.

—Procure tragarlo.

Le eché un poco más, que acabó resbalándole por la barbilla.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Olivia.

Los ojos de la señora Barclay estaban desorbitados de terror. Vi que los labios empezaban a amoratársele. Volvió a toser, escupiendo el vino.

—¡Vas a ahogarla! —gritó Olivia tratando de apartarme de la señora Barclay.

Ahora se precipitó más gente en la habitación. Alguien dijo:

—¡Abrid las ventanas, que entre un poco de aire!

Otro anunció:

—¡El doctor Hafner está en camino!

Yo les hice caso omiso e intenté de nuevo que Fiona tragara un poco de Loto Dorado. No lo hacía por amor a la señora Barclay; no me gustaba aquella mujer. Lo hacía por Gideon.

La cuarta vez tragó el vino. La señora Barclay tosió menos y su respiración trabajosa y ronca empezó a calmarse. Al llenarse sus pulmones, se desplomó en mis brazos. La dejé hundirse en la mullida silla tapizada y luego me retiré para que los demás se ocuparan de ella. Un hombre corpulento con un delantal de jardinero cogió en brazos a la mujer semiinconsciente y la sacó de la habitación.

Al cabo de unos minutos me quedé sola. Nadie me dijo nada, nadie me miró siquiera.

Mientras esperaba en aquel gran salón silencioso, saqué la carta de mi padre y la leí, aunque la había leído tantas veces que me la sabía de memoria:

Te dejo de mala gana, mi preciosa Mei-ling. Pero antes de que podamos casarnos tengo que ocuparme de un asunto en casa, y debo hacerlo personalmente. Estoy atado a un matrimonio sin amor, cariño. Me casé con una mujer por piedad porque ella y su hijo habían sido abandonados por un sinvergüenza. No deseo seguir viviendo con Fiona. Les diré a mis abogados que redacten un acuerdo para proveer para ella y Gideon, y después regresaré a ti, mi amor, y después viviremos verdaderamente felices.

Doblé la carta con cuidado y volví a guardarla; levanté la vista al techo, como si pudiera ver a su través y saber lo que estaba sucediendo en las habitaciones del piso de arriba.

«Richard Barclay era mi querido esposo. Y nos éramos fieles».

Esta carta demostraba que el anillo era mío y que tenía derecho al apellido Barclay. Pero si se la mostraba a Fiona, destrozaría con ello sus preciados recuerdos de Richard, y la ilusión de un amor que ella creía se dispensaban. Manteniendo la carta en secreto no tendría ninguna prueba para reclamar legalmente el anillo y ella podía hacerme arrestar.

Entonces, ¿qué iba a hacer?

Olivia entró en el salón.

—Fiona pregunta por ti —dijo—. ¿Quieres venir por aquí?

Al pie de la escalera, Olivia se volvió a mí y me dijo:

—Has sido muy valiente y amable. Especialmente después de que ella te tratara como lo ha hecho. No sé qué hay entre tú y la señora Barclay, pero creo que ella ha sido muy antipática contigo. Por cierto, gracias por lo que has hecho.

Cuando seguía a Olivia por la escalera que ascendía al piso de arriba, vi lo grande que era realmente la casa y lo llena que estaba de objetos lujosos y recuerdos de un glorioso pasado. En todas partes colgaban cuadros, de antepasados vestidos con trajes antiguos, una casa llena de generaciones de espíritus, muy parecida a la casa de mi madre en Singapur que ella se había visto obligada a abandonar. Fiona Barclay lo tenía todo, mientras yo no tenía nada.

Tomé una decisión. Le entregaría la carta y reclamaría mi apellido.

Sin embargo, cuando entré en el dormitorio y miré alrededor, vi fotografías por todas partes: pequeñas instantáneas, retratos pintados, fotos recortadas de los periódicos, un verdadero santuario a mi padre. Fiona había conservado vivo a su esposo y su amor por él en esta habitación. Y entonces vi otras fotografías: de un bebé, de un niño que empezaba a andar, un crío con pantalones cortos, un muchachito con equipo de tenis y un joven con pantalones largos y blazer, su hijo, mi querido Gideon.

«Mi madre era viuda y yo era un bebé cuando se casó con Richard Barclay», me había contado Gideon en el drugstore, y sin embargo Richard había escrito en su carta que se había casado con Fiona por lástima, porque un sinvergüenza la había abandonado.

¡Gideon no sabía esto! Fiona debía de haberle contado alguna historia noble, diciéndole quizá que su padre había muerto en una guerra como un héroe, de la misma forma que mi madre había hecho comunicar a su padre que había muerto en la bahía cuando trataba de salvar a un niño que se ahogaba.

¡Qué estrecha de miras había sido yo! Sólo había pensado en mí y en Fiona Barclay. No había tenido en cuenta el corazón de otra persona, mi querido Gideon, a quien heriría lo que yo llevaba encima aquel día.

—Estoy respirando mejor de lo que he respirado en años —dijo la señora Barclay desde su cama con cuatro postes. Ahora iba vestida con satén y encaje, y estaba recostada sobre mullidas almohadas blancas—. Olivia me ha dicho que me has dado una medicina tuya.

Saqué la botella de Loto Dorado y se la ofrecí. Ella examinó la etiqueta.

—Haré que mi farmacéutico la analice, por supuesto. Quizá pueda prepararme un poco para mí. —Dejó la botella a un lado—. Ahora, por favor, ¿quieres darme el anillo de mi esposo?

Fijé la mirada en la mano que me tendía. Pensé en por qué había acudido a aquella casa, pensé en lo que tenía en mi bolso. Miré a la mujer que era la madre de Gideon y luego miré la pequeña fotografía que estaba en un marco de plata junto a la cama: Gideon cuando era niño.

Por fin me quité la cadena que llevaba colgada al cuello y, por primera vez desde que mi madre me lo entregó, me separé del anillo de mi padre.

Cuando sus dedos lo envolvieron, Fiona Barclay cerró los ojos y se llevó la mano cerrada al pecho. En aquel momento, supe que estaba abrazando de nuevo a su amado Richard.

Por fin, con los ojos llorosos, dijo:

—Ahora estoy cansada. Olivia te acompañará a la puerta.

—Soy la hija de Richard Barclay —dije con voz suave. Quería que dijera que sí, delante de Olivia, delante de un testigo que se lo transmitiera a Gideon. No pedía nada más. Un simple sí.

Fiona meneó la cabeza.

—Tú no eres hija de mi marido.

Encargó al mozo de la casa que le trajera el almuerzo, y después pidió a Olivia que le ahuecara las almohadas, corriera las cortinas y le trajera una revista. Y mientras el mozo chino, a quien yo había visto de pie fuera de la habitación, le entregaba la bandeja del almuerzo a Olivia, quien a su vez se la puso sobre la falda a Fiona, me quedé clavada al suelo. ¿Qué esperaba? No lo sabía.

Fiona Barclay se puso a almorzar, comentando que a la sopa le faltaba sal, la cual se añadió.

—Señora Barclay —dije—. Antes, cuando ha entrado en el salón, se ha parado y me ha mirado fijamente. Mi aspecto le ha sorprendido. ¿Por qué? ¿Qué ha visto en él? ¿Mi parecido con su difunto esposo?

Sin levantar los ojos de la sopa ella dijo:

—Cuando la doncella me ha dicho que tenía una visita, no esperaba a una china. Gracias por devolverme el anillo. Ahora te puedes marchar.

Seguí esperando, pero finalmente Olivia se acercó a mí y dijo en tono amable:

—Ven, te acompañaré.

Pero yo aún conservaba mi dignidad. Sabía salir sola. Me volví y Fiona y dije:

—Ha sido un honor conocerte, Primera Esposa.

Bajé la escalera, cegada por el dolor y la desilusión. Y cuando llegué a la puerta principal, me pareció oír que alguien me llamaba suavemente. Vi al mozo chino salir de detrás de una cortina y hacerme señas de que me acercara a él.

—Está bien —dijo en inglés, sonriendo, cuando estuve junto a él—. Todo bien.

—¿Qué es lo que está bien?

—La señora no agradable contigo. Pero está bien. —Su sonrisa se ensanchó—. Yo meado en su sopa.

De vuelta en mi apartamento, encontré al señor Lee esperando pacientemente.

—Tengo algo para ti, Armonía —dijo, y con gesto tímido me entregó un trozo de papel.

Era la pintura en miniatura más bella que jamás había visto: un sauce llorón reflejado en un lago. Hábilmente entrelazados con las hojas y ramas había los caracteres chinos y letras inglesas que decían:

REMEDIOS CHINOS DE ARMONÍA PERFECTA

—He pensado —dijo con turbación— qué símbolo deberías usar, El Dragón Rojo es rojo y agresivo, demasiado calor, demasiado yang. Tus remedios son suaves, más yin. Esta imagen ha acudido a mí. Podemos ponerla en todos tus remedios.

—¿Puede reproducirla, señor Lee? —pregunté—. Aunque hacía dos años que nos conocíamos, aún no me dirigía a él con su nombre de pila.

—Puedo llevársela a un hombre que lo hará. Y puede hacer otras: etiquetas para tus infusiones, tus píldoras.

Me di cuenta de que él veía la misma imagen que de repente veía yo: mi línea completa de remedios colocados en estantes, con sus bonitas etiquetas nuevas azules y plateadas para que todo el mundo las reconociera.

Él sonrió y dijo:

—Ya tienes un nombre.

Y cuando vio mis lágrimas, las tomó por lágrimas de felicidad.