22:00. Palm Springs, California
Ella percibió su presencia.
Aun antes de volver la espalda a los tazones mezcladores y utensilios de cocina chinos exhibidos —LA ELABORACIÓN DE UN COMPUESTO DE HIERBAS, CIRCA 1925— y mirar hacia al otro lado del museo levemente iluminado para ver a Jonathan de pie en el umbral de la puerta, los brazos cruzados, la mirada siniestra, sintió sus ojos en ella, como una caricia.
Trató de interpretar su mirada, discernir las emociones que se hallaban debajo, del modo en que tantas veces había tenido que hacerlo porque él no sabía expresar sus sentimientos con palabras. Incluso un paso tan monumental como decirle que necesitaba espacio, que necesitaba estar solo, Jonathan no había sido capaz de decírselo a la cara, ni siquiera por teléfono, ni siquiera en una carta. Le había enviado un libro de poesía, los ganadores de un premio de 1981, con una notita en la página del título: «Así es como me siento. Página 97». Había dejado que el poema de otro hablara por él. Pero ahora no supo descifrar el mensaje en sus ojos castaño oscuro. Estaba demasiado lejos, en distancia y en años.
—¡Quiero hablar con ella —retumbó de pronto una voz—, y quiero hacerlo ahora!
Jonathan se giró en redondo.
—¿Quiere hacer el favor de buscarla? —bramó el agente Knight—. Y dígale que quiero hablar con ella.
Charlotte se apresuró a entrar en el despacho donde vio al agente federal en la pantalla de seguridad, de pie en la zona de recepción de las oficinas, con los brazos en jarras, la barbilla echada hacia adelante, hacia Desmond.
Y Desmond, con aspecto nervioso y agitado, diciendo:
—Señor Knight, ya se lo he dicho, no tengo ni idea de dónde está mi prima.
—Bien —dijo Knight—, no está en su despacho y su secretaria se ha ido a casa. Al parecer se ha esfumado, ¿no?
—Será mejor que vaya —dijo Charlotte cogiendo su impermeable.
Echó un vistazo al ordenador donde una barra horizontal iba llenando lentamente toda la pantalla, indicando qué cantidad de la producción de datos había buscado hasta el momento. En una pequeña ventana superior aparecía un número que iba cambiando, era la cantidad de referencias de la palabra clave que había encontrado.
—Utilizáis efedrina en trece productos —había explicado Jonathan—. Y son productos muy populares, en especial el vino Loto Dorado. Es el segundo después del Dicha, en cuanto a ventas. ¿Sabes cuánto Loto Dorado produces en un año? Tardaremos un poco en encontrar el lote.
Jonathan estaba seguro de que la efedrina se había cogido «prestada» de uno de los otros productos y de alguna manera se había añadido a la fórmula del Dicha, el Yang Diez Mil y el Bálsamo Mei-ling. Lo que había que hacer era encontrar de qué lotes se había cogido y compararlo con los registros de producción de los productos contaminados. Desde allí comprobaría la documentación del usuario, descubriría quién tenía acceso a la base de datos de producción en aquellas fechas. Aunque Armonía Biotec tenía casi un millar de empleados en nómina, limitar su número a los que tenían ocasión y capacidad de manipular los productos no debería resultar demasiado difícil.
—El autor ha de tener derechos de servidor —había dicho Jonathan—. Tiene que ser alguien con acceso a la función «escribe nueva fórmula». O al menos alguien con acceso a esas contraseñas. El sistema registra la documentación del usuario y eso nos conducirá al culpable. Le atraparemos.
Charlotte no estaba tan segura. El tiempo se estaba agotando. No sólo les quedaban únicamente ocho horas para que el chantajista llevara a cabo su amenaza de «matar a miles de personas», sino que el equipo de respuesta del agente Knight se hallaba en camino. Y una vez ellos se hicieran cargo del asunto, no habría forma de que ella y Jonathan pudieran entrar en el sistema.
—Efectuaré una aparición —dijo poniéndose el impermeable— antes de que decida venir a buscarme. —Se interrumpió—. Le he dicho a Des que iba a revisar los apuntes financieros para ver si había alguna discrepancia que señalara a algún empleado disgustado. Será mejor que me lleve alguna prueba. ¿Puedo acceder a la contabilidad mientras esa búsqueda está en marcha?
—Abre una nueva ventana.
Charlotte se sentó y, cuando hubo accedido a los ficheros financieros, mecanografió su nombre de usuaria, frase para pasar y contraseña.
Entrada no válida. Introduzca contraseña, por favor.
—He escrito demasiado deprisa —murmuró, y reintrodujo su identificación de usuario y contraseña, tecleando con más atención.
Entrada no válida. Introduzca contraseña, por favor.
—¿Por qué no puedo entrar?
—Déjame probarlo. ¿Utilizas la misma identificación y contraseña para estos ficheros que para el sistema en general?
—No. Mi frase para pasar es «mejor salud».
Entrada no válida. Introduzca contraseña, por favor.
—Déjame probar otra cosa —dijo Jonathan cerrando la ventana y yendo directamente al sistema operativo.
—¿Esto es obra de un intruso?
—No —respondió él mientras escribía órdenes en la pantalla—. Tu contraseña está en sombras. ¿Lo ves ahí? —dijo, señalando los datos que aparecían en la pantalla—. Un pirata buscará el fichero de contraseñas. Pero un buen sistema de seguridad esconde el fichero en otro fichero y luego pone un indicador en el directorio raíz. Estoy comprobando si… mmm.
—¿Qué?
—Creía que te habían cambiado la contraseña. No es así… mira.
Charlotte se inclinó hacia adelante y observó la pantalla.
—¿Qué significa eso?
Volviendo al subdirectorio financiero, Jonathan intentó abrirlo de nuevo.
Entrada incorrecta. Introduzca contraseña, por favor.
—Te han bloqueado el acceso.
—¡Bloqueado el acceso! ¿Quieres decir que lo ha hecho el intruso?
—Si es así —dijo Jonathan—, es posible que tengamos entre manos un problema mayor que simples fórmulas falsificadas.
—¿Por qué? No puede robarnos. Tenemos copias de seguridad de los programas de contabilidad.
—¿Alguna vez has oído hablar del salami?
—¿Quieres hacerte el gracioso?
—Es un tipo de ataque a la integridad de los datos almacenados en los sistemas. Lo típico es que se introduzca un ataque salami en un caballo de Troya, normalmente un programa autorizado que contiene un software de ataque.
—¿Como qué?
—Bueno, como por ejemplo —dijo él, hablando con rapidez en tono sincopado mientras abría y cerraba programas, sus dedos más rápidos que sus palabras—, instalas un nuevo software para evaluar la eficiencia horas-empleado, ¿de acuerdo? Un programita inocente. Pero lo que no sabes es que dentro de ese software hay instrucciones que realizan funciones no autorizadas. ¿Has oído hablar de los virus informáticos? Pues un ataque salami es algo parecido, salvo que en lugar de degradar o destrozar un sistema elimina datos, poquitos cada vez para que no se note, de ahí que se le llame «salami». Suele utilizarse para datos financieros.
—Pero disponemos de un programa de seguridad que nos alerta cuando se han modificado los datos.
—¿A la décima de centavo? Estás utilizando software Dianuba, Charlie. Redondea tres decimales, y como se supone que lo hace, tu sistema de seguridad no detectará nada insólito. Un intruso que empleara un ataque salami podría canalizar esas décimas de centavo a una cuenta específica. Charlotte, las ganancias anuales de tu compañía ascienden a millones. Todos esos centavos que no se detectan y van a una cuenta privada se sumarán y tú nunca te enterarás. —Giró en redondo en la silla—. Charlotte, ¿a quién has dicho que ibas a revisar los ficheros de contabilidad?
—A Desmond —respondió—. Y a Adrian y a Margo. Oh, Dios mío…
Jonathan se puso en pie; era mucho más alto que ella y la miró con expresión turbulenta.
—Ahora escúchame. Estamos acorralando a ese hijo de puta. Le atraparemos, Charlie. Confía en mí, ¿de acuerdo?
La cogió por los brazos. Charlotte sintió la presión de sus manos, como si tratara de introducirle la fuerza a través de ellas. Ella hizo un gesto de asentimiento. Y realmente confiaba en él. Pese a lo que había causado su ruptura diez años atrás, Charlotte seguía confiando en Jonathan.
Cuando ella se hubo ido, Jonathan volvió a la pantalla de seguridad que mostraba a Valerius Knight y Desmond Barclay enzarzados en un intercambio poco amistoso.
Jonathan examinó al primo de Charlotte. Físicamente, Desmond había cambiado desde la última vez que Jonathan le había visto, veinte años atrás. La espesa cabellera negra de su juventud se le había aclarado considerablemente mientras su cuerpo, antes atlético y musculoso, había engordado. Jonathan se preguntó por qué llevaría gafas de sol. Era de noche y llovía, ¿por qué Desmond lucía lentes oscuras?
Mientras observaba a Desmond que se paseaba por la zona de recepción metido en su largo abrigo de cuero negro, que llevaba puesto desde hacía cuatro horas, como si estuviera perpetuamente a punto de salir al exterior, Jonathan decidió que aunque con el paso del tiempo Desmond había cambiado físicamente, su personalidad parecía ser la misma. La cadena de oro y anillo rosado, y el modo en que parecía pavonearse frente a Valerius Knight, completaban el cuadro de un hombre inseguro que constantemente tenía necesidad de demostrarse algo a sí mismo.
Jonathan recordó una de las últimas veces que se había encontrado con Desmond; había sido en la sala de estar de Charlotte, esperando a que ella bajara. Iban a ir a Menlo Park donde el «Club Informático Casero» celebraba un encuentro para intercambiar componentes informáticos. Desmond había aparecido vestido con un chándal de la universidad de Stanford, aunque se acababa de graduar del instituto y aún no había empezado a ir a la universidad. Se había puesto aquel atuendo, sospechó Jonathan, para encubrir un complejo de inferioridad inhibidor. Desmond no dejaba pasar ninguna oportunidad de que Jonathan se enterara de que él era «mejor», aunque el padre de Jonathan probablemente era más rico que el de Desmond.
—Eso es porque es adoptado —había dicho Charlotte en una ocasión en defensa de Desmond, cuando Jonathan había estado a punto de llegar a las manos con el otro muchacho debido a un comentario sarcástico que había hecho referente a que los escoceses sólo eran buenos para el whisky y la camorra. Sólo tenían dieciséis años y Jonathan aún no había aprendido a controlar su genio; Charlotte había tenido que intervenir en más de una ocasión—. Desmond es muy inseguro. Intenta compensar lo que él cree que son insuficiencias humillando a los demás. No lo hace con mala intención.
Jonathan por fin se calmó, decidiendo que no debía de ser demasiado divertido tener a Adrian y Margo Barclay por padres; Adrian era un pesado fanfarrón y Margo una barracuda en la piscina. ¿Qué diría Desmond, había pensado Jonathan a menudo, si supiera que su madre se había acercado a su rival?
Porque habían sido rivales, y Charlotte era el premio.
Aquel día en la sala de estar de Charlotte, cuando Desmond había aparecido de pronto, como siempre hacían sus padres, como si fueran los dueños de la casa, había mirado a Jonathan de arriba abajo, fijándose en aquel desgarbado cuerpo, el pelo largo y lacio, la tez pálida del pirata informático antisistema, y había dicho: «Jamás la tendrás».
Irónicamente, con el tiempo resultó que Desmond tuvo razón.
Jonathan volvió al escritorio, consultó su reloj y se sentó ante su ordenador portátil. Marcó el módem y un momento después un mensaje en la pantalla le informó de que la conexión estaba «esperando respuesta».
Varias veces en las últimas cuatro horas había intentado ponerse en contacto con su compañero. Al parecer Quentin no había pasado la noche en su cama.
Seguía sin responder. Ni su contestador. Ni el desvío de llamada. No era propio de Quentin estar ilocalizable.
El icono Mensajes destellaba. Quentin. Pero cuando Jonathan abrió el fichero, no apareció en la pantalla el rostro juvenil de su socio sino las facciones aristocráticas de su esposa. Pulsó Play y el rostro cobró vida, moviéndose los labios de Adele en perfecta sincronía con la voz grabada: «No podía dormir. Necesitaba saber cuándo regresarás. ¿O tendré que volver a dar una excusa?».
Jonathan se quedó helado y maravillado, como siempre, ante la belleza y perfección de Adele, incluso después de pasar una noche de insomnio. Pero no cabía confundir el significado que se escondía tras el labio inferior fruncido. Tenían previsto ir a pasar el fin de semana en la finca rural de uno de los amigos de Adele, un lord o una lady, donde beberían champán en el desayuno e irían a montar a caballo, a cazar o a hacer apuestas, según el grupo que se encontrara allí, quizá con esmoquin y vestido de cóctel en una pradera bajo la luz de la luna, mesas en la húmeda hierba, mayordomos sirviendo en vajilla de porcelana y copas de cristal.
Hubo un tiempo en que a Adele le encantaba dar excusas por Jonathan, informando al grupo de que él no podía asistir porque había sido requerido para una misión secreta urgente. El trabajo de Jonathan en proyectos confidenciales para empresas internacionales y gobiernos extranjeros había añadido cierta vivacidad a la vida siempre correcta de Adele.
Pero ahora ya no le gustaba excusar sus ausencias.
Jonathan cogió su teléfono móvil, marcó el número de su casa y escuchó sonar el aparato al otro extremo de la línea. Adele había enviado su mensaje a las cinco y veinte de la madrugada, hora de Londres. Ahora eran las seis.
No obtuvo respuesta.
Mientras Charlotte se apresuraba bajo la lluvia, tapándose los ojos con la mano cuando relampagueaba, se preguntó si las cosas podrían empeorar. La llamada que había recibido antes, cuando había sonado el teléfono del escritorio de su abuela, era de un miembro del grupo asesor de la FDA en Washington D. C., alguien «amigo» de Armonía Biotec que estaba en favor de aprobar el GB4204. «Han dejado tu caso pendiente, Charlotte —había dicho la mujer—, en espera de los resultados de la investigación de las tres muertes debidas a productos Armonía».
—¿Y si encuentran que mi empresa es responsable?
—Entonces tendrás que conformarte; tardarán años en aprobar la fórmula. Pero la noticia es peor, Charlotte. No debería decírtelo, pero personalmente estoy a favor de los productos a base de hierbas. Me gusta tu empresa y me gusta lo que siempre has defendido. Tienes que saber, Charlotte, que Synatech ha presentado su propia fórmula contra el cáncer. Eso es todo lo que puedo decirte, salvo advertirte que si tu caso quedara pendiente demasiado tiempo, Synatech se te adelantará.
«No —pensó mientras avanzaba bajo la lluvia con la mano sobre el pecho para notar la tranquilizadora presencia del relicario de la dinastía Chang—. Nuestra fórmula tiene que salir primero. Prometí…».
—¡Charlotte! —oyó que Desmond gritaba cuando bajó del ascensor. ¡Gracias a Dios que estás aquí!
Ella se quitó el impermeable y lo sacudió.
—¿Qué ocurre?
—Creía que quizá te habías marchado a casa.
—Mi coche aún está en el aparcamiento, Des. Y no me iría sin decírtelo.
Se volvió a Valerius Knight, quien la miraba con aire pensativo.
—Posee el don de aparecer en el momento oportuno —dijo el hombre—. ¿Tiene una bola de cristal?
—¿Me necesitaba para algo, agente Knight?
—Tengo malas noticias. Ha habido una cuarta víctima, en Chicago.
Charlotte se llevó la mano a la boca.
—Oh, Dios mío, no.
—Un anciano. No ha muerto, pero está muy grave. Le han llevado al hospital. Se había tomado unas dosis de lo que ustedes llaman cura para la impotencia…
—Yang Diez Mil.
—Todavía no disponemos de los análisis finales de sangre, pero sus síntomas coinciden con los de la toxicidad de la efedrina.
Consultó su reloj y luego comprobó la hora en el reloj de pared; un hombre ansioso por la hora, pensó Charlotte. O que espera a alguien.
—Desmond —dijo, volviéndose a su primo—. Ocúpate de averiguar todo lo que puedas de la última víctima, su familia…
—Lo haré. Oye, Charlotte.
—¿Sí?
—¿Has encontrado algo ya? ¿En los archivos financieros?
Ella miró las lentes negras de sus Ray-Ban y pensó en el mensaje de Entrada no válida que le había aparecido en la pantalla al tratar de acceder a la base de datos financieros. ¿Sabía Desmond que los ficheros estaban bloqueados? ¿Los había bloqueado él, para averiguar qué tramaba ella realmente?
Meneó la cabeza.
—Todavía no he encontrado nada, Des. Pero estoy en ello. ¿Dónde está Margo?
Él se metió las manos en los bolsillos.
—Madre todavía se está pintando los labios, supongo.
Charlotte echó a Desmond una mirada escrutadora. Había un tono nuevo en su voz, una capa añadida de amargura cada vez que hablaba de su madre. Charlotte lo había observado por primera vez el año anterior, cuando regresó del viaje que había realizado a Europa para examinar plantas de uso farmacéutico, el mismo viaje a cuya vuelta encontró cambiado al señor Sung. A la sazón había creído que debía de ser cosa de su imaginación el que el señor Sung le pareciera diferente, porque no le era posible señalar nada específico. Pero Desmond también parecía algo cambiado. Siempre había estado orgulloso de su madre, jactándose de los muchos logros de Margo y de cuan joven y hermosa se conservaba. Pero ahora Charlotte había percibido algo distinto en su tono de voz y una actitud algo alterada.
¿Qué había ocurrido mientras ella se hallaba fuera?
—Cuando veas a Margo —dijo Charlotte, dejando a un lado este nuevo misterio para pensar en él más tarde—, dile que quiero hablar de mi declaración de prensa televisada.
—Claro. ¿Qué vas a declarar?
«Con suerte, el nombre de un asesino».
—Si no me necesita más, agente Knight…
Él volvió a consultar su reloj y le ofreció una sonrisa educada.
—Sólo estoy esperando… cierta información. ¿Me lo comunicará si se va de las instalaciones?
Charlotte se fue por el pasillo hacia el despacho de Adrian, donde encontró al director financiero de la empresa hablando con dos teléfonos móviles a la vez. A diferencia de Margo, que podía estarse seguro de que saldría de su despacho lozana, maquillada y controlada, Adrian no tenía buen aspecto. Charlotte pensó que por primera vez parecía tener todos y cada uno de sus sesenta y ocho años.
—Tengo que hablar contigo —dijo ella.
Él alzó la mano con los dedos extendidos.
—Ahora —insistió Charlotte.
Él terminó las dos llamadas y prestó toda su atención a Charlotte.
—Bien, ¿qué ocurre?
Como siempre, los ojos de Adrian sorprendieron a Charlotte. Ella se había preguntado con frecuencia si él era consciente del efecto que producía en la gente. Impresionante combinación de iris de color gris humo enmarcados por espesas pestañas negras, parecían poseer misterio y poder al mismo tiempo. Charlotte pensó que eran los ojos de los que Armonía Perfecta se había enamorado cuando atisbo por la ventana de la joyería. Eran los ojos de Gideon Barclay, porque Adrian era el hijo de Gideon Barclay.
Charlotte recordó ahora que aquellos ojos penetrantes la habían observado aquel verano cuando tenía quince años. Los Barclay se hallaban en la casa por algún asunto de la empresa, los adultos reunidos en la biblioteca: Gideon, Margo, Adrian, Olivia y la abuela de Charlotte, con el señor Sung repartiendo contratos que había que aprobar. Charlotte estaba sentada en el asiento de la ventana, observando la calle, imaginando a Johnny corriendo hacia ella por la acera, como haría al cabo de un par de semanas cuando regresara de Escocia. Percibió que alguien la observaba y se volvió, para ver los ojos grises de Adrian fijos en ella. Conocía los pensamientos alojados tras aquellos ojos: Adrian quería saber, como todos los demás, dónde había estado cuando había permanecido tres semanas desaparecida. Sin embargo, a diferencia de los demás, Adrian no se lo había preguntado.
—¿Me has bloqueado los archivos financieros? —preguntó ahora sin ambages.
Él suspiró y se frotó la nuca.
—Sí, lo siento, debería habértelo dicho. Los he bloqueado a todo el mundo hasta que esto se haya aclarado.
—No tenías derecho a hacerlo sin consultarme.
—Sí, me doy cuenta —dijo él frotándose la barba que asomaba en su mentón—. Pero…
Uno de los teléfonos sonó y cuando él fue a cogerlo, Charlotte le puso la mano encima y dijo:
—Adrian, ¿qué está pasando? ¿Con quién has hablado durante las últimas tres horas?
—¿Con quién crees? Con nuestros inversores, por supuesto.
—¿Para tranquilizarles diciendo que todo irá bien?
Gracias al micrófono que Jonathan había instalado en el despacho de Adrian, Charlotte había escuchado algunas de sus conversaciones, pero aún no había podido reunir las piezas del rompecabezas. Adrian parecía estar metido en problemas.
—Charlotte, ¿cómo demonios quieres que haga eso si no sé que todo irá bien? Además —prosiguió, cansado—, eso pertenece al ámbito de mi mujer… ella es la portavoz. ¡Margo podría hacer que Exxon pareciera Greenpeace!
El teléfono dejó de sonar y al instante empezó a hacerlo el otro.
—No te preocupes por los inversores, Adrian —dijo Charlotte—. Si llega el caso, les devolveremos su dinero.
Él se volvió, pasándose los gruesos dedos por el pelo gris.
—No podemos hacer eso —dijo con voz suave.
—¿Por qué no?
Adrian se acercó a la ventana y, separando las cortinas, miró hacia la tormenta. Normalmente el panorama que se veía desde el despacho ejecutivo de Adrian era una impresionante vista del monte San Jacinto con su cumbre nevada y campos de golf verde esmeralda. Ahora era un lodazal de viento, lluvia y relámpagos.
—Porque no lo tenemos —respondió con voz suave.
—¿Que no tenemos qué?
Adrian se volvió y miró a Charlotte con expresión vacía, sus ojos grises como una fría neblina.
—El dinero de los inversores, Charlotte —dijo—. No lo tenemos.
Jonathan mantenía la vista fija en la pantalla del ordenador. La barra horizontal casi estaba llena; la búsqueda casi había terminado.
Por fin:
Búsqueda finalizada. Encontrados sesenta y ocho pares.
Jonathan escribió deprisa: «escasez de efedrina».
Esperó con impaciencia mientras observaba el icono de la pequeña lupa moverse en círculos junto a la palabra: «Buscando…».
Y entonces:
0 pares encontrados.
Jonathan volvió a intentarlo: «escasez de lote de efedrina».
0 pares encontrados.
—Maldita sea —exclamó en un susurro. Tamborileó con los dedos sobre el teclado.
Probó: «efedrina extra».
0 pares encontrados.
«Exceso de efedrina».
0 pares encontrados.
Volvió a pensar, observando el cursor que parpadeaba constante en la pantalla. Entonces escribió: «Busca por fecha» e introdujo el mes y los días dentro de los cuales se habían fabricado las fórmulas falsificadas.
2 pares encontrados.
Hizo aparecer los dos pares y comparó las fechas. Las dos fórmulas que contenían efedrina se habían producido el mismo día que el Dicha y el bálsamo Mei-ling habían sido alterados. Y no se registraba que faltara esa sustancia.
Hizo aparecer entonces los registros de actividad de toda la semana y revisó la lista de productos fabricados. Cuando llegó al último, volvió al primero y los repasó de nuevo lentamente, leyendo la fecha y hora de cada producto registrado.
Faltaban tres fechas. Los ficheros habían sido borrados.
Jonathan se apartó del ordenador y miró la pantalla de seguridad. Charlotte se encontraba en el despacho de Adrian con expresión muy furiosa.
—Mantén la calma, Charlie —murmuró Jonathan—. Estamos cerca. No lo estropees ahora.
Y de pronto recordó otra noche, mucho tiempo atrás, cuando él y Charlotte habían transgredido la ley, qué fría había permanecido ella en los momentos de más presión. Fue la noche en que él le mostró su primera «caja azul», un dispositivo que imitaba los tonos de marcar, permitiendo efectuar llamadas telefónicas gratis. Era ilegal, lo que confirió emoción cuando los dos jóvenes de quince años se escabulleron por la noche y se metieron en una cabina telefónica de la esquina de Geary y Van Ness donde Jonathan enseñó a Charlotte a colocar la caja azul en el aparato y luego marcar y oír sonar el teléfono al otro extremo sin haber puesto un solo centavo. Era plena noche y Charlotte se apretaba a él mientras él le sostenía el teléfono pegado a la oreja.
La diversión terminó aquella misma noche cuando él estaba hurgando en un cubo de basura colocado detrás de la compañía telefónica, sacando viejos manuales y papeles impresos mientras Charlotte esperaba, temblando en la oscuridad, una compañera de delito friolera pero leal. Cuando media hora más tarde se hallaban en la comisaría de policía, esperando a que llegaran el padre de Jonathan y la abuela de Charlotte para llevárselos, Jonathan admiró la valentía de Charlotte. Ambos sabían que el castigo sería severo: lo más probable era que les prohibiera verse otra vez.
Eso era lo que más le asustaba, recordó ahora. Más que cualquier castigo policial, más que cualquier cosa que su padre pudiera hacerle: el hecho de que le arrebataran a Charlotte.
—¿Has jugado con el dinero de los inversores? —preguntó Charlotte alzando la voz.
—No era un juego, Charlotte —se defendió Adrian—. Era una cosa segura. Podemos llegar a convertir esos millones en cientos de millones.
—¡Adrian, no tenías ningún derecho! Dios mío, ¿qué has hecho? ¡Esto podría destruir la compañía! ¿Te das cuenta? ¡Y no puedo creer que fueras tan ambicioso! ¡Maldita sea, Adrian!
Él le tendió los brazos.
—Oye, no se ha perdido nada todavía. Nadie ha pedido nada. En cuanto este asunto de la falsificación se aclare…
—Ya estamos teniendo una publicidad lo bastante devastadora, Adrian. ¡Las ventas están bajando! ¡Y ahora ha habido una cuarta víctima!
—¿Qué?
—Ponte al teléfono y diles a tus inversores que les devolverás personalmente su dinero.
—¡No puedo hacerlo! —exclamó él—. ¿De dónde voy a sacarlo?
—No me importa de dónde lo saques —dijo ella sin inflexión en la voz—. ¡Pero no vas a tocar la prima de los empleados! Ese dinero se lo prometió la empresa a ellos. Si intentas siquiera utilizarlo…
—No estás siendo razonable, Charlotte.
Ella le miró furiosa, el rostro enrojecido de ira.
—Hazlo —dijo, y salió del despacho con grandes pasos.
Adrian se quedó de pie un largo momento, mirando fijamente la puerta de madera de teca tallada a mano que Charlotte había cerrado al salir —una puerta que indicaba a los demás que éste era el despacho de un hombre muy poderoso— y luego se volvió hacia el ventanal y, apoyando las manos en el frío cristal, contempló la tormenta.
Jamás se había sentido tan viejo, tan indefenso, tan inútil.
¿Charlotte creía realmente que había empleado ese dinero por ambición? ¿Que tenía ansia de más dinero?
Descansó la frente sobre el cristal y cerró los ojos.
No tenía nada que ver con querer ser más rico de lo que ya era. No tenía nada que ver con el dinero. Era una cuestión sencilla. Lo único que Adrian Barclay quería era hacer algo totalmente por sí solo. Quería tener el mérito de haber realizado algo más que el simple hecho de heredar un apellido, quería algo de su absoluta creación, sin haberlo heredado ni haberlo recibido en bandeja de plata.
Dejó escapar un rápido y seco sollozo. ¡Dios, qué lío! Y había estado tan seguro de haber encontrado por fin su respuesta.
La respuesta a cómo seguir a un padre que llega a casa procedente de la guerra cargado de medallas, que construye puentes monumentales, que parece marchar a través de las junglas riéndose de los tigres. Que Adrian recordara, siempre le decían: «Ah, ¿eres el hijo de Gideon Barclay?». Y entonces las puertas se le abrían, las invitaciones le llegaban, las mujeres le decían que sí. No por él, sino por quién le había engendrado.
El asunto en el que estaba trabajando en secreto con el dinero de los inversores le habría proporcionado algo propio, una creación enteramente suya, desde el primer concepto hasta el resultado final: una aldea modelo en el tercer mundo, independiente, autosuficiente, con recursos propios, el invento de Adrian Barclay, concebido en su mente, esbozado en su ordenador, financiado con sus propias hábiles inversiones, y que algún día funcionaría con eficacia en algún punto de África y América Latina, los aldeanos felices, bien alimentados, viviendo en hogares limpios y asistiendo a escuelas, iglesias y hospitales limpios y modernos.
Una idea brillante que sería aplaudida y reconocida en todo el mundo, y el mérito sería suyo.
Adrian levantó la cabeza y vio su fantasmal reflejo en el cristal, y detrás de él, otra figura. Se volvió. Margo se hallaba de pie junto a la puerta de teca, como si hubiera atravesado la madera como un espíritu. Su hermosa Margo que, después de todos esos años, aún quería que se enorgulleciera de él. No había sido capaz de darle un hijo; quizá la fama y el reconocimiento fueran el mejor sustituto.
Margo contemplaba a su esposo sobre el fondo de la tormenta. Había oído el intercambio que había mantenido con Charlotte. Había sentido deseos de ir tras Charlotte como una tigresa, arañarla y efectuar un ofrecimiento a Adrian de los huesos de aquella zorra.
Sería capaz de matar por él.
Adrian, su salvador —quien se ocupó de ella y la protegió de tener que llevar una vida de hombres y sexo—; Adrian, quien comprendía todo lo que había detrás de sus insinuaciones sexuales, quien sabía por qué coqueteaba y seducía, como había hecho con el agente Knight, fingiendo que le encontraba deseable, enviándole señales de que le interesaba.
Lo hacía porque eso siempre les alejaba. Se acercaban con ímpetu, con dientes y uñas afilados, y corrían, como hacía Valerius Knight, cogiéndole simpatía y luego poniéndose tensos, aclarándose la garganta y asegurándose de que ella veía el anillo de casado en su mano izquierda. Rechazada de este modo, Margo quedaba entonces libre de tener que preocuparse por si algún hombre se le insinuaba a ella, quedaba libre de la política del sexo, libre del período del sexo.
También entonces llovía, aquella noche años atrás en que Margo, con siete años, despertó de una pesadilla. Había recorrido todo el largo y temible pasillo, pasando por delante de la habitación de «tío» Gideon hasta la de Adrian. Había tirado de la manga de su pijama y dicho: «Tengo miedo». Los dos niños no se conocían muy bien, Margo acababa de llegar a casa de los Barclay, con Gideon a quien llamaba «tío» y la mujer mayor, Fiona, a quien llamaba «tiíta». Sólo iba a quedarse unos días, hasta que su madre regresara a por ella. Pero tenía pesadillas, incluso aquí, a muchos kilómetros de distancia de su casa, y le daba miedo dormir sola.
Si dormía sola vendrían el alcohol… y el dolor.
Sin decir una palabra Adrian, de siete años, había levantado su manta y Margo se había metido en la cama junto a él. Había dormido sin hacer ruido, y sin soñar.
Margo recordaba muy poco de su infancia en Filadelfia; recordaba los elegantes muebles de una gran casa, candelabros, mujeres elegantes vestidas de blanco. Pero ese recuerdo quedaba difuminado en los bordes; quedaba el olor a alcohol seguido de dolor. Y en la estación de tren, mamá diciendo: «Deprisa, Margo. No mires atrás. Hagas lo que hagas, no mires atrás».
Y Margo no lo había hecho. En sesenta y dos años, nunca había mirado atrás.
Hasta esta noche.
Ahora los recuerdos acudían a ella atropelladamente —no recuerdos de antes, de cuando yacía en la cama y se preguntaba si iba a oler el alcohol y a sentir el dolor— sino recuerdos de la gran casa de San Francisco, donde había crecido descubriendo que la envidia de los demás —de tu casa, de tu ropa, de tu éxito— te ayudaba a olvidar la sensación de suciedad que te provocaban las manos de los hombres en tu cuerpo y la vista de los dólares pasando de la mano de un extraño a la de tu padre.
«La Depresión nos ha dejado en una situación muy mala», recordaba Margo haber oído que su madre decía a la de Gideon, Fiona, muchos años atrás, para explicar por qué le gustaría que su hija permaneciera con los Barclay «un poco más de tiempo, para dar a mi hija todas las ventajas». La madre de Margo, una vieja amiga del colegio de Fiona, tenía que ir a recogerla al cabo de un tiempo. Pero nunca fue. Unos meses después de que el padre de Margo muriera bajo las ruedas de un tren suburbano —«ha tropezado», dijeron los testigos—, la madre de Margo se fue de este mundo a base de ginebra y píldoras para dormir. Después de ese suceso no se podía consentir que Margo dejara la casa de los Barclay, que dejara la cama de Adrian.
De la misma manera que no se había ni dudado de que se casaría con Adrian. Él era el único que conocía su secreto, que su padre la había vendido a otros hombres para el sexo. Adrian era el único que la había visto llorar en sueños, él era la única persona que sabía que para Margo las relaciones sexuales serían imposibles, y que él la amaba y quería casarse con ella de todos modos. Eso era porque ella comprendía el secreto de él: el dolor secreto de creerse inferior.
Todos esos años se había portado muy bien con ella, amándola y respetándola, procurando mantener sus propias aventuras discretas y breves. Y ella había sido buena con él, formándole mientras él se iba debilitando poco a poco a la sombra de su padre, adorando a Adrian mientras todos los demás adoraban a Gideon.
Al observarle ahora, allí de pie con aire más indefenso de lo que jamás le había visto, Margo se sorprendió pensando en otra noche, treinta y ocho años atrás, cuando la niebla nocturna había traído a la abuela de Charlotte, Armonía Perfecta, al umbral de su puerta con un bebé en brazos. Qué hermosa visión, aquellos puños en miniatura, aquella sonrosada tez… ¡un bebé! ¡Un regalo de Dios!
—Me ocuparé de él —había dicho Margo, sin preguntar de dónde había salido el niño ni por qué Armonía lo había traído en secreto y sin importarle lo que los demás iban a decir. Ella y Adrian lo llamaron Desmond, nombre sacado de una novela romántica.
—¿Nos has oído? —dijo ahora Adrian—. ¿Nos has oído a Charlotte y a mí?
Había tanto miedo en su voz, que parecía un niño pequeño otra vez. También daba la impresión de ser más bajito, como si estuviera volviendo a ser el jovencito que sabía que nunca podría compararse con su padre. Margo no estaba asustada por lo que estaba pasando, no tenía miedo de Charlotte ni de nadie. Pero sabía que Adrian sí, y por eso había venido a tranquilizarle, a tomarle en sus brazos y decirle: «No tengas miedo, todo irá bien».
—Adrian, tengo miedo —dijo en cambio.
Él abrió sus brazos y ella se dejó abrazar. Y mientras él la abrazaba, Margo sintió que los brazos de Adrian aumentaban su presión, oyó su voz hacerse más potente, la voz de un hombre que recuperaba el control.
—No te preocupes, cariño —dijo—. Todo irá bien.
Tras entrar precipitadamente en el museo, Charlotte cerró la puerta con llave y se apresuró a cruzar la habitación hasta el despacho donde Jonathan arrancaba una hoja de la impresora.
—Creía que me seguían —dijo, dirigiéndose directamente hacia la pantalla de seguridad y pulsando teclas para ver diferentes localizaciones en una secuencia rápida.
—¿Quién?
—No lo sé —respondió con los ojos fijos en la pantalla.
Pero todo el recinto de la fábrica, interior y exterior, parecía desierto; los edificios tenían casi el aspecto de estar abandonados a la implacable lluvia.
—He oído tu conversación con Adrian.
—¡Me han entrado ganas de estrangularle! —dijo Charlotte, pulsando las teclas de la consola, con lágrimas en los ojos—. ¡Y Desmond! —Se giró en redondo, una columna de ira—. ¿Sabes lo que me ha dicho? Quiere que venda la empresa. ¿Puedes creerlo? Hemos recibido algunas ofertas. Desmond dice que si aceptamos una oferta ahora, aún podemos sacar beneficios. ¡Dios mío! ¡Des ha mantenido conversaciones particulares con Synatech durante semanas! Le he preguntado claramente si ha hablado con ellos de nuestra fórmula del GB4204. Él jura que no. ¡Pero yo no le creo! ¡Qué familia! —exclamó. Se volvió y se quedó con los brazos en jarras, mirando a Jonathan furiosa como si estuviera delante de los tres Barclay—. Me guardan rencor porque heredé la casa. ¿Sabías que la abuela me la dejó a mí? Margo creía que se la dejaría a ella y Adrian. Le ofrecí vendérsela a un precio muy razonable. Margo se indignó. Dijo que la casa le pertenecía a ella y no estaba dispuesta a comprar lo que ya era suyo. Entonces le dije al señor Sung que encontrara comprador, ¡y lo encontró! —A través de las lágrimas que no lograba reprimir, Charlotte pasó la mirada del gran ordenador al más pequeño que estaba conectado con la impresora, y por fin volvió a mirar a Jonathan—. ¡Dime que tienes buenas noticias! ¡Dime que esta pesadilla acabará pronto!
Con dos zancadas Jonathan se plantó a su lado y la atrajo hacia sí con tanta rapidez que ella ahogó un grito. Sus bocas se encontraron con una urgencia que dejó a Charlotte sin aliento. Y cuando Jonathan se apartó ella vio un rostro lleno de furia y pasión como el de ella.
Jonathan le mostró una hoja impresa en el ordenador.
—Tres lotes de Loto Dorado que no llevaban efedrina.
Charlotte le miró fijamente, los labios aún ardientes a causa del beso. Se sentía extraviada, como si el mundo hubiera desaparecido bajo sus pies. Bajó la mirada hacia la impresora, sin saber por un instante qué era o dónde se encontraba ella… Charlotte ni siquiera estaba segura de quién era ella.
—En los registros de las fechas hay un vacío —dijo Jonathan con voz torpe, como si también él estuviera haciendo esfuerzos por recuperar el equilibrio—. Alguien ha borrado tres registros de producción.
Ella seguía mirándole fijamente. Johnny acababa de besarla por primera vez en diecisiete años, y ahora hablaba de registros borrados.
—¿Cómo lo has descubierto? —se sorprendió preguntando.
—Cuando he visto que no encontraba ficheros que indicaran escasez de efedrina, me he dado cuenta de que no los habrían dejado en el sistema, el culpable no habría sido tan estúpido. He supuesto que los habría borrado. Al parecer lo hizo.
Charlotte sintió chasquear y resquebrajarse el aire alrededor de ella, a causa de la tormenta, sin duda, se dijo para sus adentros. No podía proceder de Johnny. La corriente eléctrica que sentía inundarle el cuerpo no podía ser su deseo mutuo. La empresa, pensó. Concéntrate en la empresa.
—Pero ¿has podido recuperarlos?
—No sólo recuperarlos, sino que he aprendido algo acerca del saboteador —explicó Jonathan, mientras Charlotte se preguntaba cómo podía hablar de aquel modo tan práctico cuando ambos estaban a punto de arder debido a la energía que estaban generando. ¿Él también la sentía? ¿O era sólo producto de su imaginación? Pero entonces vio las pupilas dilatadas de Jonathan, la conocida palpitación en su cuello, y Charlotte comprendió que también él hacía esfuerzos por controlarse.
—La mayoría de la gente cree que cuando se borra un fichero, éste realmente desaparece —explicó— dejando un espacio en el disco duro. No es así. Cuando borras un fichero se sube una bandera, lo que alerta al sistema de que hay espacio disponible para nuevos datos. El fichero borrado aún está allí, y sigue allí hasta que se escriben nuevos datos encima. Lo único que he tenido que hacer ha sido aplicar una utilidad y allí estaban, recuperables.
La tierra volvió a colocarse en su lugar, con un chasquido; los pensamientos de Charlotte se fundieron y se centraron en el asunto que les ocupaba. Salvar la empresa era lo primero, pensaría más tarde en el beso de Jonathan.
—Jonathan, ¿qué has querido decir con lo de que te has enterado de algo del saboteador?
—Eso me indica que quienquiera que está implicado no es un auténtico as de la informática.
Ella leyó la hoja impresa.
—Tres lotes de Loto Dorado no llevaban efedrina. Esto significa que tres lotes de otro producto, o un lote de otros tres productos sí la llevaban.
Charlotte arrojó la hoja de papel.
—He dedicado mi vida al GB4204. No puedo perderlo todo ahora. Por eso persuadí a la abuela de que comprase una empresa de biotecnología. Para poder efectuar ensayos bioquímicos de nuestros extractos de hierbas. Sabía que había algo en los remedios de mi bisabuela que me permitiría encontrar una cura para el cáncer.
Charlotte no tuvo que convencer a Jonathan de cómo se había entregado a la fórmula GB4204. Era un monumento personal a la memoria de un hombre al que ella había adorado. Jonathan conocía la historia de la trágica muerte de su madre a causa de una caída por las escaleras, una joven viuda cuyo esposo había muerto en un accidente de buceo antes de que naciera su bebé, dejando a Charlotte a cargo de su abuela en una casa enorme llena de oscuro mobiliario y silenciosa servidumbre. Gideon Barclay había sido más que un tío para Charlotte.
Jonathan recordaba que Gideon había acudido a la comisaría de policía aquella noche en lugar de la abuela de Charlotte, había sonreído y gastado bromas a los dos jóvenes pillos mientras esperaban a que viniera el mayordomo y recogiera a Jonathan porque Robert Sutherland se hallaba fuera de la ciudad. Los dos jovenzuelos acabaron sin castigo por su robo en el cubo de basura de la compañía telefónica, el tío de Charlotte se los había llevado a tomar unas Zimburgers en Powell Street y había escuchado con interés el apasionado discurso de Jonathan sobre electrónica y comunicaciones. Gideon incluso había prometido no contarle el incidente a la abuela de Charlotte, y por lo que Jonathan sabía, había cumplido su palabra.
De pronto sonó la alerta de correo.
Cuéntame tus planes, Charlotte. Sólo te quedan ocho horas. Escríbeme a RB@outlaw.com.
Jonathan se sentó de inmediato, cerró la ventana de búsqueda de la base de datos y fue al icono de salida de la red.
—¿Qué haces? —preguntó Charlotte.
—Introducir una identificación en este sitio. Espera…
—R. B. —musitó Charlotte—. ¿Se trata de una broma?
—¿Qué quieres decir?
—¿R. B. significa Richard Barclay?
Unos instantes después, InterNIC presentó la dirección de outlaw.com.
—Es un cibercafé situado en West Hollywood.
—¡Entonces está ahí! ¡Podemos hacer que le cojan!
—Podría estar allí, o quizá no es tan estúpido. Podría estar accediendo a su correo desde esa cuenta. —Jonathan volvió a teclear, cortando y uniendo la dirección del administrador de correo a partir del encabezamiento, y luego escribió:
Este individuo nos está amenazando y acosando. ¿Puedes proporcionar su identidad?
—Bien —dijo, poniéndose de pie—. Este tal «R. B.» está esperando noticias tuyas, Charlie.
—Le he dicho a Margo que prepare una rueda de prensa. Con eso supongo que ese tipo se calmará.
—Charlie —dijo Jonathan.
—¿Qué quieres?
—La muerte de tu abuela…
—¿Qué pasa?
—¿Estás segura de que fue un accidente?