8

San Francisco, California, 1925

¿Creía aquel ladrón que me había dejado sin nada?

Se llevó mis esmeraldas y mis dólares americanos, las hierbas, ceras y aceites que yo necesitaba para las medicinas, una botella del vino tónico de mi madre, un frasco de su bálsamo secreto y mis dos teteras Yixing. ¿Creía el muy necio que las esmeraldas eran más valiosas que las medicinas?

El día que fui a la joyería llevé conmigo todos mis documentos, creyendo que tal vez los necesitara para demostrar quién era; por eso, aunque no tenía ni un centavo, conservaba mi identidad, una fotografía mía en la escuela de la Misión y la carta que mi padre había dejado a mi madre.

Informé a la señora Po del robo. Me preguntó si aun así podría pagarle el alquiler. Respondí que sí, pero ¿no iba a denunciar el robo?

—¿A quién? —preguntó.

El ladrón también había dejado mis vestidos de seda y caros zapatos y bolsos, los cuales vendí, y con el dinero compré más hierbas, minerales, compuestos, una vaporera, un colador, botes, balanzas, estopilla, piedra para picar, frascos, papel y cuerda. El necio ladrón había dejado lo más valioso de todo: el librito en el que mi madre había anotado todos sus remedios.

Los prepararía y los vendería a los habitantes de Chinatown.

Para ahorrar dinero, me mudé a un apartamento más pequeño del edificio de la señora Po, en el piso de abajo, sólo una habitación, con un calientaplatos eléctrico en lugar de cocina. Pero tenía fregadero, o sea que disponía de todo lo que necesitaba para empezar mi trabajo. La señora Po volvió a advertirme: «Nada de hombres», pues parecía creer que todas las chicas que vivían solas eran prostitutas.

Busqué a mi padre.

Primero tuve que saber cómo se escribía su apellido. Sólo se lo había oído pronunciar al joyero. ¿Era Barklay, Barklie, Barclay? Había tantas posibilidades… ¿Y dónde le encontraría? No podía volver a la joyería, no podía preguntar a la policía. Mi padre me parecía tan inalcanzable como la luna y las estrellas.

Y también el amor que había brotado en mi corazón aquel día en la joyería.

En los días y semanas que transcurrieron, no pude olvidar los ojos color ahumado y la sonrisa curvada y el modo en que el joven me había mirado con fijeza cuando entré en la tienda, como si él también hubiera sentido el rayo. Mi amor por él se convirtió en un amor prohibido, terrible, pues él era mi hermano. Cada noche me quedaba dormida con la visión de su bello rostro ante mí, pero luego se entrometía la voz del joyero, para burlarse de mí y recordarme mi pecado: «Ahí está, señor Barclay. La chica que robó el anillo de su padre».

O sea que creían que era una ladrona. Tenía que encontrar la manera de llegar hasta mi padre.

Había otro inquilino en el edificio de la señora Po, un joven de hablar suave llamado señor Lee, un artista que hacía pinturas chinas al pincel para turistas. Cuando robaron en mi apartamento, él me ofreció ayuda. Pero no quise aceptar su dinero. Cuando me mudé a una habitación más pequeña, volvió a ofrecérmela con su timidez característica. Pero no podía aceptar su caridad. Sin embargo una noche, cuando yo subía la escalera cargada con la cesta de medicinas que intentaba vender por las calles de Chinatown, el señor Lee me cogió la cesta y la subió el resto del camino. Me invitó a pasar a su casa a tomar el té. Me habló de él: era de Hawai y esperaba traer a su familia a California, y yo le hablé de mí y de mi búsqueda de cierta persona.

Fue entonces cuando me enteré de que las personas que tenían teléfono aparecían en un libro de la ciudad. El señor Lee, que tenía teléfono en su estudio de Stockton, me enseñó este libro y yo leí con gran excitación los nombres que allí aparecían; no había ningún Barklay ni Barklie, ¡pero sí Barclay!

No encontré a ningún Richard, pero anoté de todos modos las direcciones; quizá estos Barclay estaban emparentados y me indicarían dónde se hallaba mi padre. Y entonces me atreví de nuevo a salir de Chinatown.

La primera casa a la que fui era de un hombre rico, una mansión sobre una colina, y cuando vi las ventanas saledizas y las columnas, los céspedes y jardines, la vista de la bahía, pensé: mi padre viviría en una casa como ésta.

Cuando me encontraba en la acera, mirando a través de la valla de hierro forjado, se me aproximó un policía y me preguntó qué hacía. No le dije la verdad —¿me habría creído?— sino que declaré que sólo estaba admirando la casa. Él me instó a que me marchara.

Viajé por la ciudad, en tranvías y trolebuses, pero sobre todo andando kilómetros y kilómetros, entrando en barrios extraños donde las amas de casa me miraban con recelo. Una y otra vez volvía a la gran casa de la colina, cada vez estaba más segura de que era la casa de mi padre.

Y entonces un día, mientras me encontraba en la esquina preguntándome cómo podría acercarme a la puerta, vi que un automóvil emergía del garaje situado detrás de la mansión; lentamente avanzó por el largo sendero hasta llegar a la calle, y allí el vehículo se detuvo y me ofreció una clara visión del conductor.

Era el joven de la joyería. El joven que había robado mi corazón. Mi hermano.

O sea que, efectivamente, era la casa de mi padre. Él era uno de los hombres más ricos de San Francisco.

Yo no podía acudir a la puerta de una casa tan elegante, pero había otro modo de ponerme en contacto con mi padre. El señor Lee amablemente me permitió utilizar su teléfono, enseñándome a hablar y oír por él, a pedir a la operadora el número que aparecía en el libro.

La primera vez que oí la voz de la dama al otro extremo de la línea decir: «Residencia Barclay» me quedé muda. «¿Quién es, por favor?», dijo la voz. Escuché atemorizada. Y entonces volví a dejar el auricular en su sitio.

La tercera vez que telefoneé respondió una dama diferente, y cuando me quedé callada preguntó:

—¿Eres la muchacha que robó el anillo de mi esposo?

Su voz era fría y dura. Colgué el auricular.

El señor Lee, siempre tranquilo y de hablar suave, sugirió que probara a llamar a otra hora del día, cuando las damas no se hallaban en casa solas. Así que aquella tarde volví a su taller, y esta vez respondió un hombre.

—Gideon Barclay —dijo.

Yo permanecí en silencio.

—¿Diga? ¿Hay alguien ahí? —Hizo una pausa. Y luego dijo en un tono más amable—. ¿Eres la chica de la joyería?

Quise hablar. Tenía la boca abierta pero no me salió la voz. Sólo era capaz de pensar en los policías que me habían acosado, y en las doncellas y amas de casa que me habían mirado con desprecio, y todos los prejuicios que había encontrado en esta gran ciudad. Me llevé la mano al pecho y pensé que el anillo de mi padre estaba allí, pesado y tranquilizador, lo único suyo que yo poseía. «Me lo quitarán».

—¿Te has enterado de algo? —me preguntó el señor Lee al verme colgar sin decir nada.

Sí, me había enterado de algo. Gideon. Mi hermano se llamaba Gideon.

Escribí al reverendo Peterson y le dije que me encontraba a salvo y que había localizado a la familia de mi padre. Le pregunté si mi madre había muerto y cuándo había sucedido y si había tenido un funeral respetable, pues el miedo de que no hubiera muerto empezaba a acosarme, ¿qué hija abandona a su madre cuando ésta se halla tan enferma?

La carta me fue devuelta con una nota explicativa de una de las señoras de la escuela de la misión: el reverendo Peterson había sido trasladado a una misión en el interior de China. Así que no supe si mi madre había muerto. O si vivía en alguna parte, sola y enferma.

Yo no lograba vender mis medicinas.

Cada día salía con mi cesta de mimbre y anunciaba a voces:

—¡Se vende buena salud! ¡Larga vida por veinticinco centavos! ¡Té de la suerte, sólo un centavo!

Pero me di cuenta de que muchos de los remedios de mi madre ya eran conocidos por los chinos, y la gente se los preparaba en su casa y decían:

—¿Para qué voy a pagar por ellos?

También caí en la cuenta de que la gente no compraría lo que no conocía, cuando estaba acostumbrada a comprar lo que conocía. Entré en las herboristerías y vi los paquetes rojos y dorados de la Compañía de Salud Dragón Rojo. Todos los habitantes de Chinatown compraban medicinas e infusiones Dragón Rojo. No había espacio para alguien nuevo.

Con el tiempo tuve que buscar trabajo para ganar dinero: planchar la ropa de la señora Po, barrer el salón de té del señor Chin, llevar paquetes para compradores demasiado cargados. Empleaba el dinero en comprar más ingredientes para mis remedios, los cuales preparaba hasta entrada la noche en el único quemador eléctrico: triturar, mezclar, agitar, hervir, mezclar. Creía tanto en las medicinas de mi madre que sabía que mi racha de mala suerte no duraría mucho.

Cuando ya no pude pagar la habitación planchando ropa, me mudé al sótano donde no tenía ninguna ventana y el espacio donde vivir no ocupaba más que cinco de mis pies, de la punta al talón, en una dirección, y seis en la otra. Mi cama era un colchón de paja en el suelo. A medida que mis circunstancias empeoraban, también mi ánimo se iba hundiendo. Los vecinos más ancianos, que también vivían en apretadas habitaciones de sótano, decían que a continuación sólo se podía ir a la tumba.

Pero yo no quería perder la esperanza.

Conservé mi pequeña cocina y logré encontrar los ingredientes que necesitaba para las medicinas de mi madre. No quería ir a la iglesia local a recibir limosna, no quería mendigar dinero, pues mi madre me había enseñado que era preferible la tumba que el tazón de mendigo. Había sociedades benéficas en Chinatown que ayudaban a las personas necesitadas, pero estaban formadas por clanes. Los inmigrantes de Hong Kong y Shanghai, Cantón y Pekín, y pequeñas aldeas de las provincias interiores de China, encontraban la sociedad que estaba formada por su clan y allí se ocupaban de ellos. Pero yo era de Singapur, y no era totalmente china, así que era una extranjera incluso en Chinatown.

Cuando no me quedaba dinero para comida, iba a la parte trasera del restaurante de Wong Lo con cuyo cocinero había entablado amistad. Él me daba las sobras de lo que había preparado aquella noche: huesos de pollo con cartílagos, piel de pescado, los tallos cortados de las verduras, la piel exterior de la cebolla, el corazón de una col. Yo hervía todo esto en mi pequeña cocina y me preparaba una sopa.

Cuando la gente en las calles se volvió sorda a mis gritos, me pregunté si la señora Po podría ser mi primera clienta, pues sus manos siempre estaban muy agrietadas debido a la lejía de la lavandería. Sabía que si lograba convencerla de que probara mis remedios, le gustarían y se lo contaría a sus amigas y clientas. Así que un día le di un pequeño tarro de cristal del bálsamo de mi madre. Ella me preguntó:

—¿Cómo se llama?

En secreto yo lo llamaba la medicina que curaba las heridas de una americana que no sabía quién era.

—No tiene nombre —respondí.

—¿Para qué sirve?

«Para calmar los pies ennegrecidos de mi madre cuando ya no podía caminar sobre sus “lirios de oro”».

—Cura la piel —dije.

—¿Y qué más?

—Eso es todo.

—¡Bah! ¿Me gastaré dinero en una medicina que sólo cura una cosa? —Me mostró un frasco de ungüento Celestial Dragón Rojo—. Lee la etiqueta —dijo con orgullo.

La leí y no pude creer que aquel ungüento curara tantas cosas, desde dolor de garganta hasta hemorroides.

—Claro que no siempre va bien —añadió—. Mi esposo aún tiene fuertes dolores de cabeza. Yo le digo, usa más ungüento, usa todo el tarro, entonces el dolor de cabeza te pasará.

Yo le ofrecí la fea botella en la que guardaba el vino tónico de mi madre.

—Por favor, pruebe esto —dije.

—¡Bah! Tengo un tónico mejor. —Lo sacó de detrás del mostrador. Era una bonita botella roja con letras doradas. Lo probé. Cuando vio la mueca que hacía, dijo—: Lo amargo cura mejor. Si no sabes esto tus medicinas no son buenas.

Pero mi madre siempre decía: «Complace a las papilas gustativas y el estómago las seguirá».

Empezaba a sentirme desanimada. La señora Po era Chinatown; ella representaba a toda la gente a la que yo quería vender mis medicinas. Si no la convencía a ella, ¿qué esperanza tenía de convencer a miles de personas?

Así que empleé mi preciado dinero y compré productos Dragón Rojo para probarlos yo misma. Descubrí que las infusiones eran amargas, los bálsamos olían mal, las hierbas eran de mala calidad. Al parecer la gente las compraba simplemente porque todo el mundo lo hacía. También observé que cada remedio Dragón Rojo curaba más de una dolencia. Para la mentalidad ahorrativa y pragmática de los chinos, la medicina que curaba más males era la más popular. ¿Por qué comprar seis medicinas si se podían curar seis males por el precio de una?

Me senté en el suelo para comparar. En primer lugar, separé los remedios que había preparado yo misma en mi cocina. Tenía doce remedios para doce dolencias. Luego separé el ungüento Dragón Rojo que «eleva el vigor, expele los gusanos, enfría el hígado caliente, calienta el bazo y disuelve las verrugas», y el Té Dragón Rojo que «previene las paperas, alivia el dolor de muelas, cura las irregularidades menstruales, repone la deficiencia de yin».

Me pregunté cómo era posible que un remedio operara tantas maravillas. Los paquetes no indicaban qué hierbas contenían. Pero no importaba. Los chinos pensaban: Todo esto en un frasco. Una compra muy sensata.

Pensé en el bálsamo de mi madre que la señora Po había rechazado. Era una sencilla receta a base de mentol, cera, eucalipto, petrolato y alcanfor para curar la piel magullada o herida o dañada. Era eficaz y rápido. Pero no era suficiente. ¿Sería posible añadirle ingredientes para que el bálsamo sirviera también para otros males?

Mientras reflexionaba sobre este misterio, fregaba suelos para el señor Chin y cacerolas para Wong Lo hasta tener las manos en carne viva, planchaba para la señora Po y hacía recados para los compradores hasta agotar mi cuerpo; con el dinero compraba más hierbas y las mezclaba con mi bálsamo: aceite de almendras para nutrir la piel, y cigarra en polvo para las alergias de la piel; flores de crisantemo para reducir los abscesos y raíz de kudzu para aliviar los dolores musculares; ruibarbo para reducir la hinchazón y yeso para combatir el sarpullido. Trabajaba día y noche ante mi calientaplatos, tratando de encontrar el equilibrio correcto de los ingredientes; ni demasiada cantidad, que haría tóxico mi ungüento, ni tan poca como para que no sirviera de nada. Compré un pequeño despertador con una fuerte alarma para dormir mientras los frutos de gardenia hervían a fuego lento y despertar a tiempo para colar el caldo, añadir más agua, dejarlo hervir a fuego lento y dormir un poco más.

Cuando me faltaba dinero para comprar una hierba, trabajaba en la Compañía Comercial del señor Huang para ganarlo. Me quedaba junto a su puerta trasera a medianoche para recibir un envío importado de hierbas de China, luego trabajaba toda la noche clasificándolas e inspeccionándolas, eliminando el polvo y las impurezas y las partes no medicinales de las plantas. Luego separaba con cuidado las flores, los tallos y las raíces, las lavaba y secaba, y las dejaba expuestas para que el señor Huang por la mañana las examinara. Por este trabajo recibía una medida de Yunnan Baiyao, que se llama «barniz de la montaña», una fuerte droga que detiene la hemorragia y cura rápidamente las heridas.

Añadí al bálsamo de mi madre muchos ingredientes nuevos. Pero ¿serían eficaces todos juntos? ¿Y cómo lo averiguaría?

Necesitaba un paciente. La señora Po no quería darme sus manos agrietadas, su esposo prefería continuar con sus migrañas, el señor Huang declinó educadamente la oportunidad de curar su eczema y el señor Lee no padecía ninguna dolencia física.

Al final, sólo existía una manera verdaderamente digna de confianza de probar mi ungüento.

Me quemé yo misma. Dormí con una almohada hasta que me dolió el cuello. Fui al parque del Golden Gate y dejé que los mosquitos me picaran. Me aplicaba mi bálsamo y determinaba qué iba bien y qué no, aumentando las medidas de un ingrediente, disminuyendo las de otro. Cuando me salió un sarpullido, preparé un nuevo bote de bálsamo, suprimiendo el estramonio, que es bueno como anestesia tópica. La siguiente vez no tuve sarpullido. Por fin, tras mucho experimentar conmigo misma, mi nuevo bálsamo aliviaba las quemaduras, calmaba los picores, aliviaba mis dolores. Me parecía que había preparado la medicina perfecta.

Y entonces la señora Po vino y me dijo que había alguien que necesitaba mi habitación, alguien que tenía dinero. Me dijo que me marchara. Le supliqué. Le dije que tenía una nueva medicina que vendería en las calles.

—Dos días —dijo, mostrándome dos dedos.

Nunca había conocido tanta hambre.

Ni siquiera durante algunos de nuestros peores días en Singapur, cuando mi madre no tenía pacientes ni vino para vender, ni dinero para comprar los ingredientes para preparar el vino; ni siquiera durante esos períodos había yo conocido tanta hambre como conocí esos sombríos días en Chinatown.

Mientras me abría paso a través de la multitud en Grant Avenue, con la cesta a cuestas y anunciando a voces mi mercancía, procuraba no mirar la comida que se exhibía en los escaparates, pues la boca se me hacía agua al ver el suculento pato de Pekín y pescado entero al vapor. Respiraba por la boca para no inhalar los aromas de las gambas fritas y del crujiente pollo relleno de arroz. Trataba de no mirar a un niño que hundía sus dientes en una roja porción de sandía fresca, a una anciana que se metía semillas de girasol en la boca, escupiendo las cascaras con modestia, a un hombre trajeado de pie junto a un puesto de comida metiéndose humeantes fideos en la boca.

No debía pensar en la comida…

Un día, cuando por fin tuve que detenerme en la esquina, pues mi cesta pesaba cada vez más y me sentía mareada, de pronto noté una mano en mi brazo y solté un grito.

Y cuando me volví dos ojos grises que me habían acosado durante un año me miraban.

—Espera —dijo Gideon Barclay—. No corras, por favor. No voy a hacerte daño.

Yo no habría podido correr aunque hubiera querido, porque me hallaba bajo un encantamiento. Él iba vestido con un elegante blazer azul marino y pantalones blancos, y cuando se quitó el sombrero, el sol de inmediato se reflejó en su cabello castaño, besándolo en diferentes puntos con tonos amarronados y dorados.

—Te he estado buscando desde aquel día en la joyería. ¿Eres tú quién ha estado llamando a nuestra casa?

Hice un gesto de asentimiento.

—¿Por qué?

—Estoy buscando a mi padre.

—Ah —exclamó él—. Bueno, eso es fácil. Dime cómo se llama y preguntaré entre el personal de mi casa. Aunque no recuerdo que tengamos empleados a muchos chinos…

—Richard Barclay —dije mientras la gente pasaba por nuestro lado como un río fluyendo alrededor de una isla.

Gideon se me quedó mirando con fijeza.

—¿Qué has dicho?

—Mi padre es Richard Barclay. Tengo su anillo para poder demostrarlo.

—Bueno, el joyero reconoció el anillo. No podía confundirse puesto que mi madre se lo había encargado especialmente para él. Pero… ¿cómo ha llegado a tus manos? Mi padre lo llevaba cuando murió.

—¿Murió? ¿Richard Barclay está muerto?

—Murió en alta mar hace diecisiete años. Regresaba de Singapur…

Aii-yah! —exclamé, y Gideon tuvo que sujetarme y ayudarme a salir de entre la multitud—. ¡Muerto! —grité en chino—. ¡Después de tantos años! ¡Mi padre está muerto!

Me llevó a un portal que quedaba retirado entre dos tiendas. Desde allí, una escalera conducía a despachos y apartamentos situados en los pisos superiores. El portal era un refugio oscuro y tranquilo. Un buen lugar para llorar.

—Bueno, ¿qué es todo eso? —me preguntó Gideon al cabo de unos minutos, observando cómo me secaba los ojos con el pañuelo que él me había dado.

Le conté mi historia, y cuando terminé él meneó la cabeza, estupefacto.

—Perdimos el contacto con mi padre durante un tiempo. Había ido a Singapur en viaje de negocios y durante varias semanas no recibimos ninguna comunicación suya. Y de pronto, mi madre recibió un telegrama en el que le decía que zarpaba aquella noche para San Francisco. Pero el barco se hundió durante una tormenta en el Pacífico, murieron todos los pasajeros y la tripulación. Creíamos que llevaba puesto su anillo. Pero ¿dices que se lo dio a tu madre?

Escruté el rostro de Gideon para ver si me creía, y vi que no era así. No aceptaba mi historia. «Cree que le robé el anillo a su padre. Llamará a la policía». Yo poseía la prueba que le haría cambiar de idea: la carta que su padre había dejado a mi madre. Pero no había sido escrita para que otros ojos la leyeran, esta carta entre dos amantes. Había prometido a mi madre que sólo se la mostraría a Richard, para probarle quién era yo. Ni siquiera su hijo tenía que verla, aunque entonces sabría que yo decía la verdad.

Pero había otra razón por la que no podía mostrarle la carta a Gideon. Era por lo que estaba escrito en ella, lo que su padre había dicho a mi madre, algo que heriría a Gideon y le causaría dolor. Y eso era algo que yo no podía hacer.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con amabilidad.

Se lo dije.

—Armonía Perfecta —dijo él— para una muchacha perfectamente bella.

Y de pronto me ofreció un regalo de lo más extraordinario. ¡Dijo que quería invitarme a un día!

Él se rió al ver mi confusión, echando la cabeza hacia atrás y mostrando sus blanquísimos dientes.

—No —explicó—, no el día que viene antes del lunes[5]. Un sundae es un postre helado. Apuesto a que nunca has tomado ninguno. Un helado con chocolate caliente y nueces y nata y una cereza encima. Hay un drugstore aquí al lado.

Me sorprendió cogiéndome la cesta y colgándosela al hombro, aii-yah!, ¡un hombre llevando la carga de una mujer! La gente nos miraba, pero a mi hermano no parecía importarle.

Pregunté para qué servía el sundae y él me dijo que servía para comerlo. Yo pregunté:

—¿Qué es lo que cura? ¿El exceso de yang? ¿El exceso de calor en el hígado?

—No cura nada. Sólo tiene buen sabor.

—Entonces, ¿por qué lo compramos en un drugstore[6]?

Él volvió a reírse y me sorprendió una vez más tomándome del brazo. Pero entonces recordé que era mi hermano y por lo tanto le estaba permitido tocarme. Pero su roce me resultaba perturbador. Yo llevaba un jersey de manga larga pero notaba el calor de sus dedos en mi carne. Sentía la leve presión de su apretón, un gesto posesivo que me agradaba y asustaba. Mis pies le siguieron por educación, pero mi corazón le siguió por voluntad propia.

El drugstore no se parecía a las herboristerías chinas. Aquí las paredes estaban muy separadas y el techo era alto, y las medicinas se guardaban bajo cristal o en estantes detrás del mostrador. No vi barriles ni sacos que contuvieran hierbas, ni balanzas para pesar y medir, ni carteles que mostraran los meridianos del cuerpo humano. Todo estaba escrupulosamente limpio y ordenado.

Me acerqué al mostrador de cristal porque la medicina occidental despertaba mi curiosidad, y mientras observaba con desconcierto lo que allí se exponía, Gideon dijo:

—Ya que estoy aquí, aprovecharé para comprar algo para mi garganta.

Mientras él elegía unas pastillas para la garganta entre la gran variedad que se ofrecía en diversos sabores y cajas, recorrí con la vista la exposición de remedios exhibidos bajo el cristal, asombrándome sus curiosos nombres: Anti-catar, Gas-Ex, Dis-pepso. Nombres muy desagradables. Quizá el nombre feo era lo que eliminaba las enfermedades.

Gideon pagó su caja de pastillas y luego me llevó a la parte donde se encontraban unas mesitas junto a una «fuente de soda». Yo me daba perfecta cuenta de cómo nos miraban los otros clientes, pero Gideon o era ajeno a ellas o no le importaban. Yo había vivido lo suficiente en San Francisco para interpretar esas miradas. Decían: hombre blanco con mujer china.

Gideon apartó una silla para mí y luego se sentó él, descolgándose mi cesta del hombro y colocándola en el suelo. La mesa era pequeña, hecha de mármol con delgadas patas de metal, y las sillas no resultaban muy cómodas. Quizá no se esperaba que nos quedáramos mucho rato, sino que comiéramos nuestro helado y dejáramos sitio para los siguientes clientes.

Él miró mi cesta.

—¿Cómo va el negocio?

—La suerte me favorece —respondí, tirando con timidez de mis puños gastados.

Él examinó mi modesta mercancía: feas botellas entre paquetes envueltos en papel marrón y atados con cordel, y los frascos de mermelada desparejados que utilizaba para mi nuevo bálsamo. Gideon sonrió y dijo en tono de broma:

—Necesitas un buen hombre anuncio.

No entendí a qué se refería, pero lo dijo de una manera divertida. De aquella manera en que su voz se quebraba a veces y la risita que añadía de vez en cuando. Me reí, y rápidamente me tapé la boca con la mano.

—Tienes una risa muy bonita, Armonía. No la escondas.

Entonces vi que miraba mi vestido, la seda deshilachada en algunos sitios, los cierres remendados con diferentes hilos de color, el cuello de mandarín gastado. Y mi jersey de manga larga con agujeros en los codos.

—Estás muy pálida —dijo—. ¿Comes lo suficiente?

—Más de lo que puedo comer —dije yo, aunque no había comido nada desde el día anterior—. Tengo que tirar las sobras.

Él hizo una señal al camarero.

—Bueno, espera a probar la salsa de chocolate caliente que hacen aquí. Añaden pasas, eso es lo que la hace tan especial.

De pronto mi estómago emitió un ruido, y yo puse allí mi mano en gesto de vergüenza. Gideon se rió. Y entonces me vio la mano y su sonrisa se esfumó. También yo bajé la mirada y vi para mi tortura que se me había subido la manga del jersey y se veía la muñeca vendada.

—¿Te has hecho daño?

—No es nada.

Él alargó el brazo.

—Déjame verlo —dijo.

Deslicé mi mano hacia él, consciente de que el corazón me latía con fuerza y el rostro me ardía. Cuando sus dedos tocaron los míos, sentí que el calor penetraba en mi sangre y corría por mis venas. «Es mi hermano —me dije—. Tenemos el mismo padre». Me subió la manga un poco más y cuando vio las heridas recientes de picaduras y quemaduras, frunció el entrecejo y preguntó:

—¿Qué es todo esto?

Le conté lo de mi bálsamo y cómo había descubierto lo que era eficaz y lo que no.

—Dios mío —exclamó—, ¿estás experimentando contigo misma?

—¿Con quién iba a hacerlo si no?

—¿Por un maldito ungüento?

Miré a Gideon Barclay a los ojos y de pronto sentí deseos de descargar mi corazón.

—Chinatown está llena de medicinas. La gente compra muchos remedios cada día. Pagan por los que más prometen. Pero estos remedios se anuncian con falsas afirmaciones. No cumplen lo que sus etiquetas prometen. La gente gasta su dinero, se va a casa y no se cura. Las medicinas de mi madre alivian muchos males, pero ¿cómo voy a convencer a la gente, si utilizan los remedios Dragón Rojo y yo soy nueva en Chinatown y sólo una muchacha?

Me interrumpí porque aun cuando él era mi hermano seguía siendo un extraño, y un hombre, y yo no estaba habituada a efectuar largos discursos a un hombre extraño.

—Quiero —añadí más modestamente— preparar una medicina que pueda comprarla todo el mundo, que resulte útil a todo el mundo.

—¡Suena ambicioso! —Bajó la mirada a mi vendaje y puso ceño—. Pero hay una manera mejor que experimentar contigo misma. ¿Cómo te lo permite tu familia?

—No tengo familia.

Me miró lleno de asombro.

—Dios mío, ¿quieres decir que vives sola? Pero si no puedes tener más de… bueno, ¿cuántos años tienes?

¿Le decía la verdad, que tenía diecisiete años? ¿O lo que indicaban mis papeles, diecinueve?

—Lo siento —dijo él antes de que pudiera responder—. No tengo derecho a preguntarte eso.

Se quedó callado y me contempló un largo momento, primero con seriedad y después su expresión pasó a ser de leve perplejidad. Sentí que mi rostro también pasaba de la timidez al desconcierto. Y cuando Gideon sonrió, yo también lo hice, como si hubiéramos llegado a un acuerdo tácito. Eso me hizo pensar en algo que mi madre me había dicho en una ocasión respecto a ella y a mi padre, cuando le cuidaba en la habitación de encima de la tienda de sedas de la señora Wah: «Nos comunicamos con los ojos», dijo mi madre.

A la sazón no entendí a qué se refería. Pero ahora, sosteniendo la mirada a Gideon, lo comprendí.

—¿Puedes hablarme de mi padre? —pedí—. No llegué a conocerle.

—Yo tampoco le conocí apenas. Tenía cinco años cuando se marchó a Singapur.

Había algo que yo tenía que saber.

—En la joyería…

—¡Ah, eso! Lamento lo del policía. ¡No sabía que estaba allí!

—Había una chica contigo… rubia, muy guapa.

—Sí, Olivia.

—¿Es… tu hermana? ¿Tengo una hermanastra con el pelo amarillo y la piel blanca?

—Oh, no, su familia y la mía son amigas. Conozco a Olivia desde… bueno, a ver: vino a mi fiesta cuando cumplí trece años. Olivia tiene seis años menos que yo, o sea que diría que hace diez años que la conozco. Claro que en esa época la diferencia entre un niño de trece años y una niña de siete es mucho mayor que entre un joven de veintitrés y una chica de diecisiete. Somos amigos desde entonces —dijo con una sonrisa.

¿Buenos amigos?, tuve ganas de preguntar.

—¿Puedo ver el anillo de mi padre?

Al verme titubear añadió:

—No te preocupes, no voy a quitártelo.

Retiré la cadena de debajo de mi vestido y Gideon se inclinó para examinar el anillo.

—Es el de mi padre. Exactamente tal como lo recuerdo.

Me apresuré a guardarlo de nuevo. Mientras lo hacía, Gideon me miró de un modo extraño.

—Perdona que te diga una cosa, pero no parece que nades en la abundancia. Quiero decir, tu aspecto es bastante pobre.

Sus palabras me dolieron, pero no creo que él se diera cuenta. Hablaba con la franqueza estadounidense que un chino jamás emplearía.

—Podrías vender ese anillo por mucho dinero —dijo.

Yo le miré pasmada.

—¿Venderías tú lo único que tuvieras de tu padre? —pregunté.

Y entonces vi algo en sus ojos: la respuesta a una pregunta que le había preocupado. En aquel instante supe que Gideon Barclay me había buscado porque creía que yo era una ladrona que había robado el anillo de su padre. Me había llevado a la tienda de helados para hallar la manera de recuperarlo. Y también supe, en aquel mismo instante, que creía mi historia.

—Eres de verdad hija de mi padre, ¿no es así? —preguntó con incredulidad en la voz.

—¿Por qué ahora me crees y antes no?

—Perdona lo que voy a decirte, pero tienes aspecto de no haber tomado una comida decente en semanas. Y ese vestido ha conocido días mejores. Y estas medicinas… —señaló mi humilde cesta—. No creo que el negocio vaya muy boyante precisamente. Y apostaría a que vives en el Mark Hopkins. ¿Me equivoco?

—No puedo pedir más de lo que tengo —repliqué, tratando de imaginar cómo actuaría mi madre en aquella vergonzosa situación.

Él se inclinó hacia adelante y me tocó el brazo, sonriendo de nuevo con sus ojos.

—Si hubieras robado ese anillo, ya lo habrías vendido. El hecho de que conservar el anillo signifique para ti más que la vida misma me indica que dices la verdad.

Y una sensación maravillosa me embargó. El hijo de Richard Barclay, mi hermano, me había aceptado.

—Tienes que venir a casa conmigo —dijo con repentina excitación—. ¡Debes vivir con nosotros!

Por un instante me sentí inundada de extraña alegría y felicidad. Sí sí sí, tenía ganas de gritar. ¡Iré a vivir contigo a la casa de mi padre!

Pero al instante siguiente recordé una voz fría y dura al teléfono diciendo: «¿Eres la muchacha que robó el anillo de mi marido?», acusándome antes de darme oportunidad de defenderme siquiera. ¿Cómo iba a decirle a Gideon que no creía que a su madre le gustara la idea de aceptar a la hija de la concubina china de su esposo?

Al ver la expresión confusa, y posiblemente temerosa, en mi rostro, dijo:

—Tienes mucho tiempo para pensarlo —como para que me tranquilizara.

—¿Tienes alguna foto de mi padre? —le pregunté.

—En realidad sí.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una cartera. Mientras pasaba pequeñas fotografías en fundas de plástico, vi una de la chica rubia, Olivia. «Sólo es una amiga», había dicho él. Pero ¿era algo más? ¿Alguien llevaba la fotografía de «sólo una amiga» en el bolsillo?

—Aquí está —dijo él, inclinándose sobre la mesa para mostrármela—. Aquí estamos los tres en la playa.

Yo también me incliné hacia adelante, acercándome a Gideon, y contemplé la fotografía con reverencia. Mi padre lucía un sombrero y el rostro le quedaba en sombras. Gideon era muy pequeño, quizá no tenía más de dos años. Pero lo que me llamó la atención fue la expresión de la mujer: no sonreía, era como si a través de los años me estuviera diciendo: «Tú y tu madre no podéis tener a mi esposo».

Gideon me examinó un largo momento y luego dijo:

—Guárdate el anillo, Armonía. Inventaré una historia para mamá. Le diré que no te he encontrado.

E hizo ademán de sacar unos dólares de su cartera.

Aii-yah! —exclamé. No aceptaría su caridad, ni siquiera de mi propio hermano.

—Oh, vamos —dijo él, tratando de hacerme coger los billetes.

Yo me quedé muda de vergüenza. Cuando él se dio cuenta guardó el dinero y se quedó en silencio contemplándome una vez más.

—Nunca había conocido a nadie como tú —dijo con voz suave—. Si te pareces a tu madre, entiendo por qué mi padre…

Enrojeció y de pronto se irguió.

—¿Por qué no nos sirven? —Hizo señas al camarero—. Me muero de ganas de tomarme ese sundae. Ah, ahí viene. —Volvió a mirarme, ofreciéndome su sonrisa que alegraba mi corazón y me lo partía al mismo tiempo. Qué cruel era el destino, dejar que me enamorara y después prohibírmelo—. Armonía Perfecta —dijo él pensativo—. ¿Cómo se llamaba tu madre?

—Mei-ling, que significa Inteligencia Hermosa.

—Los chinos son únicos poniendo nombres bonitos a las cosas. La última vez que estuve en Hong Kong… trabajaba en un puente, eso es lo que hago, soy ingeniero… bueno —rió y se sonrojó—, ¡todavía estoy aprendiendo!

—¿En un tren?

—¿Qué? ¡Oh, no! Construyo cosas: carreteras, puentes, presas. Voy a lugares donde las grandes compañías tienen intereses, sobre todo el sudeste asiático: minas de estaño, plantaciones de caucho, cosas así. Bueno, cené en un restaurante llamado la Pagoda de la Montaña que se Fue Volando. ¡En Occidente se habría llamado Casa Harry!

Por fin vino el camarero a nuestra mesa y por su expresión vi enseguida que ocurría algo. La tienda no estaba llena y sin embargo había tardado mucho en venir a nuestra mesa, y ahora lo hacía a desgana. Yo sabía por qué. Y me di cuenta de que Gideon también.

Él dijo al camarero:

—Querríamos pedir.

Como el hombre no respondía, no nos preguntaba qué queríamos ni nos recomendaba algo, Gideon preguntó:

—¿Ocurre algo?

El camarero me miró y carraspeó.

—Si hay algún problema —dijo Gideon despacio—, me gustaría saberlo.

Él seguía sonriendo, pero vi que se trataba de una máscara para esconder la rabia que se iba formando tras sus ojos grises.

—La dirección tiene algunas normas, señor —dijo el hombre—. Lo siento, no puedo hacer…

—Tráiganos dos sundaes de chocolate y dos granizados de limón —pidió Gideon con voz neutra.

El camarero volvió a carraspear.

—Oiga, no queremos tener problemas…

—Y no tendrán ninguno si usted nos trae lo que le pido: dos sundaes de chocolate y dos granizados de limón.

Dije:

—Por favor, Gideon, no quiero ningún sundae.

Pero él estaba furioso.

—Armonía, es por principios. Estos cabrones se comportan así porque nadie hace nada al respecto.

Cuando el camarero se encogió de hombros y se alejó, Gideon hizo ademán de seguirle. Pero yo le cogí el brazo y dije:

—Está bien que un hermano defienda el honor de su hermana, pero yo no soy de aquí.

Antes de que él pudiera responder, cogí mi cesta y me marché a toda prisa de la mesa, mientras Gideon me llamaba, diciéndome que esperara, que regresara. Oí que su voz me seguía afuera y hasta el callejón. Pero allí eché a correr y di la vuelta a un camión aparcado detrás del restaurante de Wong Lo y me metí en la floristería de la señora Wu y salí por delante y me mezclé entre la multitud impersonal hasta que la voz de Gideon dejó de llamarme.

Aquella noche juré que olvidaría a mi hermano y mi amor prohibido. Me concentraría en la tarea de mejorar mi nueva medicina. Llenaría mi mente de recetas y fórmulas, nombres de hierbas y minerales; llenaría mis pensamientos con fechas propicias y fases de la luna; memorizaría pesos correctos y temperaturas adecuadas. Dedicaría mis días a la tarea de elaborar una medicina y atestaría mis noches de sueño desesperado. Y procuraría con todas mis fuerzas no pensar en él, porque sabía que él permanecería allí para siempre y yo siempre estaría pensando en él.

A la mañana siguiente, tras un escaso desayuno a base de pastelillos de arroz y té que me había dado el compasivo cocinero del restaurante de Wong Lo, me llevé mi remedio, al que había decidido llamar «Curalotodo», a la calle. Pero aunque ahora mi bálsamo curaba más cosas: manos agrietadas, quemaduras y picaduras y mordeduras; aliviaba el estómago, calmaba el dolor de cabeza, proporcionaba bienestar a la piel, disolvía los dolores de toda clase en articulaciones y músculos, seguía sin venderlo. Aumenté las curas: mi bálsamo contenía más ingredientes que el Bálsamo de Tigre. Y todo el mundo en Chinatown estaba comprando el Bálsamo de Tigre. ¿Por qué no compraban el mío?

Me di cuenta de que había tocado fondo. No me quedaban medicinas. No tenía comida, ni dinero. Mi casera me dijo que debía marcharme por la mañana ya que tenía a un inquilino de pago esperando. Mi vida se hacía pedazos, se deshilachaba como las nubes en una tormenta. ¿Cuál era la causa de tanta mala suerte? ¿Era porque el reverendo Peterson había cometido un error en mis documentos y me había cambiado de Dragón a Tigre?

Me tumbé en el suelo y lloré. Lloré por mi madre, que había muerto ya, me estaba observando desde el cielo y veía cuan bajo había caído su hija, cuan desgraciada era.

Desesperada me entregué a la misericordia de Kwan Yin. Encendí las velas y los pebetes, y me arrodillé ante la pequeña estatua de porcelana que había sido mi compañera durante la larga travesía en barco desde Singapur. Mientras me humillaba ante la diosa, apretando la frente al suelo, rezaba con tanto fervor que no me di cuenta de que había dejado de rezar a la diosa y empezado a rezar a mi madre.

«Perdóname —gritaba mi corazón—. ¡Yo no quería dejarte! ¡No quería abandonarte para que murieras sola! ¡Jamás debería haber venido! ¡Aquí no tengo padre! ¡No tengo madre!».

De pronto oí que llamaban a la puerta.

—¿Estás ahí? —preguntó la señora Po—. ¡Abre la puerta!

Pero yo no deseaba enfrentarme a mi casera en aquellos momentos. Tendría mucho tiempo por la mañana para afrontar mi negro futuro.

Chow ma! ¡Irrespetuosa! ¡Puta!

Y le oí subir la escalera pisando fuerte.

Yo estaba débil a causa del hambre y la fatiga, pero no cesé mi vigilancia ante el altar de Kwan Yin. Estaba mareada, tenía la sensación de que el alma se me escapaba por las orejas y la boca. Me zumbaban los oídos. Tras mis ojos cerrados veía visiones. Y entonces oí la voz de mi madre: «Escucha, Armonía. Pero no me escuches con los oídos o la mente. Escucha con el corazón. La respuesta está ahí».

Emití un jadeo, sobresaltada. Miré alrededor de mi humilde cuarto. ¿Estaba ella allí conmigo? ¿Por qué no veía su fantasma?

—¿Qué respuesta, mamá? —pregunté en voz alta.

«Escucha con tus sentidos. Escucha con tus recuerdos…».

Agucé el oído. Oí los ruidos de la lavandería y la voz airada de la señora Po, y gritos procedentes del callejón, y música de jazz a lo lejos, y el rumor de pisadas y el tráfico de la calle que parecía no cesar jamás. ¿Qué era lo que tenía que oír?

Me eché a llorar. No era capaz de oír lo que mi madre quería que oyera.

«Escucha con los sentidos que complacen…».

Y lo intenté, y al cabo de unos minutos reparé en que el agua que goteaba por las cañerías que discurrían por dentro de las paredes sonaba como el agua de un límpido arroyuelo en el bosque. El olor a humedad y podredumbre de mi habitación en el sótano se convirtió en el olor a tierra fértil y a marga. Los palitos de sándalo desprendían un acre perfume, como un bosque en un caluroso día de verano. Y después, de repente, con la misma claridad que la voz de mi madre, como si se encontrara en la habitación conmigo, oí otra voz, la de mi hermano Gideon que decía: «Los chinos son únicos poniendo nombres bonitos a las cosas».

Y entonces, mentalmente, le vi cogiendo la caja de pastillas para la garganta en la farmacia, y vi lo que en la realidad no había visto: que había examinado toda la selección que se le ofrecía y había elegido, de toda aquella variedad, la caja más bonita con el nombre que mejor sonaba.

De repente recordé los otros remedios que se ofrecían en la tienda, los que tenían nombres desagradables y los que iban en envases feos o carentes de armonía. Ésos parecían descoloridos o amarillentos o polvorientos, como si hubieran estado en la caja durante mucho tiempo. Pero había otros, con nombres que sonaban de un modo agradable al oído —Jabón de Marfil, Bouquet de Cachemira— y éstos se hallaban en la parte superior del mostrador y daban la impresión de ser frescos, como si el surtido fuera nuevo porque se vendía bien.

Pidiendo el perdón de la diosa, me puse en pie de un salto y me acerqué a mis medicinas, vaciando los frascos de bálsamo de nuevo en la olla sobre el calientaplatos. Añadí una pizca de aceite de rosas hasta que el perfume celestial disimuló el de alcanfor y cera de abeja, y después jugo de grosellas para cambiar el color blanco por un tono rosa pálido. Cuando la mezcla estuvo fría, contemplé los frascos de mermelada que había utilizado como envases del ungüento. Eran caseros y usados, pues los había encontrado en cubos de basura.

¿Cómo podía poner mi bálsamo de dulce olor y agradable vista en aquellos envases? Miré alrededor. Y entonces vi el tarro de cerámica que el señor Lee me había regalado por mi cumpleaños.

—Los pinto para los turistas —había dicho él con su voz que era suave como la seda en la que pintaba—. Éste no lo vendí. ¿Lo quieres, Armonía?

Y me lo había ofrecido de un modo tal, que hizo que me diera cuenta de que era el más bonito de sus tarros —decorado con flores y pájaros— y que se lo había guardado para no venderlo. Yo había jurado que jamás lo vendería. Era el receptáculo perfecto para mi nuevo ungüento.

Ahora tenía que pensar en un nombre. «Algo chino, algo bonito», me imaginé que decía Gideon.

No tuve que buscar mucho. Le pondría el nombre de mi madre, en su honor. Bálsamo Mei-ling. Lo hice porque sabía que había muerto, pues de lo contrario ¿habría oído yo su voz desde el cielo? Rogué para que no hubiera muerto sola, ni con dolor.

Mientras llenaba el nuevo bálsamo de dulce olor en mi precioso tarro, me sobresalté al oír que llamaban a la puerta, y caí en la cuenta, por los ruidos de la calle que penetraban por las paredes, de que ya era de mañana. No había dormido, y sin embargo me sentía fresca y rejuvenecida.

La señora Po me miró con furia.

—¡Te vas hoy mismo! —gritó—. ¡Ese hombre! Vino varias veces. Le hice marchar. ¡Tú te vas! Aquí no queremos prostitutas. ¡Vete ahora!

—Esto es para usted —le ofrecí el tarro.

Ella la miró con recelo.

—Ábralo, por favor —le dije.

La mujer destapó el tarro y miró en su interior. Entonces se lo llevó a la nariz. Una expresión de placer le cruzó fugazmente el semblante.

—¿Para qué sirve?

—Frótese donde tenga dolor, escozor, picaduras de insecto, quemaduras, abscesos, piel agrietada.

—¡Oh! ¿Qué más?

—Inhálelo cuando tenga la nariz tapada, los pulmones congestionados, la garganta seca, dolor de cabeza.

Su sonrisa se ensanchó.

—Hágase masajes con él en el estómago para digerir mejor, y en la parte baja para mejorar el vigor femenino y la fertilidad.

—¿Ah?

—Frótele el ombligo a su esposo, aumentará su virilidad.

La señora Po rió tan fuerte que le vi el resto de sus dientes de oro.

—¡Empezaré con el señor Po! —dijo, dándose una palmada en el costado—. Le curaré el dolor de cabeza y después le haré que me escuche. —Contempló el tarro—. Mmm… ¿cuánto?

No había pensado en el precio. Si era demasiado elevado, lo rechazaría. Y si era demasiado bajo, pensaría que el bálsamo no valía nada. Y el tarro mismo, ¿qué precio podía ponerle a la exquisita obra de arte del señor Lee?

—Veinticinco centavos.

Ella frunció los labios.

—Y puede quedarse con el tarro.

La señora Po sonrió.

—Eres buena chica, respetable. Siempre me has gustado.

Ya fuera debido al hambre o a la alegría, de pronto me sentí mareada y más nombres acudían a mi mente. Pondría nombre a todos mis remedios: al vino tónico lo llamaría Loto Dorado por la poetisa que lo había inventado, y las hierbas calmantes serían Dicha, pues eso era lo que proporcionaban. Los vendería a mis vecinas y a la gente de la calle, ganaría dinero y recuperaría el respeto de mí misma, y entonces telefonearía a Gideon Barclay y le diría que su hermana se sentiría honrada de volver a verle…

—Tú buena chica, respetable, siempre me has gustado. O sea que de acuerdo, ese hombre puede venir a visitarte.

—¿Qué hombre?

Entonces recordé lo que la señora Po me había dicho al abrirle la puerta, que había venido un hombre y ella lo había echado.

Aii-yah!, lo olvidaba. Anoche dejó esto. —Hurgó en el bolsillo de su jersey y sacó un sobre—. Vino buscándote. Le dije que no estabas en casa.

Vi el anagrama en el sobre: G. B.

—¡Pero si estaba aquí!

Ella se encogió de hombros.

—No quería que trajeras clientes a mi sótano.

«Me ha costado mucho encontrar dónde vives —había escrito en la nota—. La Lavandería Feliz. Suena agradable». Le imaginé sonriendo mientras escribía esto. Pero luego decía que se marchaba, palabras que yo no comprendí del todo, algo de un contrato de ingeniería en el extranjero. Pero lo que sí entendí fue que su barco zarpaba a las ocho de aquella mañana y que permanecería fuera un año. Me pedía que acudiera al muelle a despedirle y que esperaría hasta que le fuera posible. Escribió:

No quisiste que te diera dinero, pero sé que lo necesitas, Armonía, o sea que aquí te dejo algo para ayudarte.

En el sobre había mil dólares en efectivo. Una fortuna.

Los ojos de la señora Po por poco no se salieron de sus órbitas.

Aii-yah! —exclamó—. ¡Qué buena suerte tiene mi inquilina favorita!

Al final de la nota, Gideon había escrito: «Al parecer ha habido cierta confusión. Dijiste que eras mi hermana. No soy tu hermano, Armonía. Mi madre era viuda y yo un bebé cuando Richard Barclay se casó con ella. Tú y yo no estamos emparentados. Por favor, ve al muelle a despedirme. No puedo dejar de pensar en ti».

Eché a correr escaleras arriba, donde el sol se derramaba por la puerta abierta. Me detuve.

—Señora Po, por favor —le dije—, ¿qué hora es?

La mujer consultó su reloj. Eran más de las doce.

El barco de Gideon ya se hallaba lejos, en alta mar.