21:00. Palm Springs, California
Hola, Charlotte. ¿Quieres ver algo interesante?
—¡Charlie! —llamó Jonathan—. Será mejor que vengas. Acabas de recibir otro mensaje.
Colocando de nuevo el anillo de Richard Barclay en su vitrina, Charlotte se apresuró a volver al despacho de su abuela, donde otro mensaje parecía burlarse de ella desde la pantalla del ordenador.
—¿Qué diablos es todo esto? —dijo cuando se acercó para leer el resto del mensaje. Sus ojos se dilataron al ver la lista de números que aparecía en la pantalla—. ¡Ése es el número de mi cuenta corriente! ¡Y el de mi tarjeta American Express! ¡Mi número de la Seguridad Social, mi número de identificación personal, el nombre de soltera de mi madre…!
Jonathan ya estaba tecleando, haciendo bajar los encabezamientos y examinando la ruta del mensaje.
Charlotte se envolvió con sus brazos.
—¿Sabes lo que puede hacer con esa información? Podría anular mis cuentas bancarias, arruinar mi crédito, causarme problemas con Hacienda.
Jonathan copió la dirección del reexpedidor, lo pegó a un nuevo mensaje, lo dirigió al administrador del correo anfitrión y mecanografió: «Estamos siendo acosados y amenazados por el anexo. ¿Puedes proporcionarnos la fuente del mensaje?». Ya había enviado la petición a los anteriores reexpedidores, sin haber obtenido resultados de momento.
Luego comprobó el receptor del monitor de pulso electrónico. Nada. El transmisor que había colocado en el ordenador portátil de Knight también permanecía en silencio.
—Bien, eso nos indica algo —dijo mientras recogía las piezas del teléfono móvil desmontado en el que estaba trabajando cuando había llegado el mensaje—. Le cogeremos, Charlie, no te preocupes. ¡Bien! —dijo, cerrando el estuche del móvil con un chasquido. Se giró en redondo en la silla y seguidamente enchufó el teléfono en su ordenador de sobremesa—. Observa esto —dijo cuando de pronto apareció un mapa en la pantalla.
Charlotte se inclinó hacia adelante para verlo, su larga melena acariciando la nuca de Jonathan.
—¿Qué es?
—Este aparatito seguirá la pista de todas las llamadas telefónicas que se hagan desde este edificio. Mira. —Utilizando su teléfono móvil marcó un número y al instante en la pantalla empezaron a aparecer líneas azules; los nombres y localizaciones de conmutadores y nudos brotaban como puntos rojos—. Lamentablemente, esto no funciona al revés, pero si nuestro anónimo trabaja con un cómplice dentro, le pillaremos cuando haga una llamada.
—¡Es tan frustrante! —exclamó Charlotte—. Estás montando esta compleja red, todas estas trampas, y él sigue esquivándonos.
—En el juego del ratón y el gato, cariño, gana el que tiene más paciencia.
Sonó la alerta del correo electrónico y apareció un nuevo mensaje:
Eso sólo ha sido una demostración de mi poder. Anuncia esa rueda de prensa, Charlotte, para dentro de nueve horas. Si no, arruinaré algo más que tu crédito.
Charlotte se volvió con brusquedad, cogió su impermeable y se dirigió hacia la puerta.
—Voy a ver al agente Knight. Él sabe algo y voy a sacárselo.
—Sonsácale a fondo, Charlie. Aquí hay miles de registros de producción —dijo Jonathan dando unos golpecitos en la pantalla con los dedos—. No hay tiempo para comprobarlos todos. Necesitamos conocer el común denominador. Algo a partir de lo cual podamos trabajar. Necesitamos conocer el ingrediente letal.
—Exprimiré a Knight si es necesario.
—Procura que no te arresten —dijo él con una sonrisa, y cuando le miró a los ojos, Charlotte supo que Jonathan estaba recordando algo agradable, la ocasión en que ambos había sido arrestados y encarcelados.
Y entonces vio una expresión de expectación en sus ojos, como si tuviera preguntas que hacer y quisiera que empezara ella. Pero ella no sabía cómo hacerlo.
—Ten cuidado —dijo por fin Jonathan, volviéndose para que Charlotte se marchara antes de que el momento de silencio y espera se prolongara demasiado.
Jonathan se levantó, se acercó a la pantalla de seguridad, oprimió una tecla de la consola y el pasillo cubierto que conducía al edificio principal apareció a la vista. Al principio lo único que vio fue el aguacero que no cesaba, y luego divisó una figura que emergía por el lado derecho de la pantalla: Charlotte, apresurándose bajo la lluvia. Desde atrás, con su largo cabello negro aplastado sobre la espalda, casi parecía una adolescente.
—Juro que a mi abuela no le gusto —dijo Charlotte con su voz aguda y cantarina, que a veces Jonathan creía era una manera inconsciente de imitar el modo en que hablaba su abuela. Charlotte, a los dieciséis años, se esforzaba por ser estadounidense, pero la influencia china de su abuela era fuerte—. Cuando era pequeña siempre estaba intentando provocarme pesadillas. Como la historia que me contó de la niña mala que dio una patada tan fuerte en el suelo que éste se abrió y la niña cayó en el agujero y éste se cerró sobre ella. Me produjo pesadillas durante años.
—Ella sólo pretendía que fueras una niña buena —dijo Jonathan mientras se concentraba en la soldadura de un componente al circuito que tenía en el regazo.
Jonathan estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, rodeado de artilugios electrónicos y ejemplares desparramados de Popular Electronics, mientras Charlotte estaba sentada en su cama, vestida con una enorme camiseta de Greenpeace, con las rodillas pegadas al pecho, rodeando sus piernas con los brazos. Cuando él la llevó allí por primera vez, cuando tenían trece años, no había pensado nada del hecho de que Charlotte se sentara en su cama. Pero ahora, a los dieciséis, era lo único en lo que podía pensar. No podía concentrarse en su nuevo proyecto. Su mente se centraba en Charlotte sentada en su cama, pensando cuánto le gustaría besarla y preguntándose si iba a tener valor para dar el paso siguiente.
—La abuela solía decirme que en realidad yo no era una niña, que en un principio yo era un pato, que me desplumaron y me cocinaron y me colgaron en el mercado de Ah Fong de Stockton, pero valía tan poco que nadie me compraba y ella me cambió por un melón y me crió como a un ser humano. De veras que me contó eso, Johnny. Ella cree que no valgo nada.
Jonathan cogió expertamente las microtenazas, con los ojos fijos en su delicada tarea.
—Ella cree que vales más que su propia vida. No quiere que te arrebaten de su lado.
Charlotte esbozó una sonrisa irónica.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque las abuelas chinas no tienen el monopolio de pretender mantener alejados los espíritus del mal, ¿sabes?
Ella contempló el aparato que Jonathan tenía en las manos.
—¿Qué haces?
—Un ordenador.
—¿Para qué servirá?
—Para mantener alejados los espíritus del mal —respondió él con toda seriedad.
No había sido capaz de decirle cuánto le envidiaba el tener una abuela que la quisiera tanto como para ahuyentar el mal de ojo. Su abuela de Escocia hacía lo mismo cuando le decía que lo había cambiado por una col a una gitana que pasaba por la calle. Era una manera de decir a las hadas que no valía la pena que lo robaran.
Pero ya no se encontraba en Escocia, sino en Estados Unidos, y al parecer su padre no sabía nada del mal de ojo ni de las hadas. Al parecer tampoco sabía nada del amor, ni de cómo ser padre. Jonathan en realidad no se lo reprochaba. El hombre lo intentaba; a Jonathan no le faltaba nada de lo que pedía o necesitaba, su santuario privado estaba repleto de cosas. Cuando aparecieron en el mercado las primeras calculadoras manuales, demasiado caras para la mayoría de la gente, Jonathan, con catorce años, ya tenía varias para jugar.
—Algún día, Charlie —dijo mientras se apartaba la larga cabellera de los hombros—, todos los hogares tendrán su ordenador personal.
Ella se echó a reír.
—¡Mi casa no! La abuela ni siquiera permite que tengamos mando a distancia de la televisión, porque dice que cualquier cosa que pueda cambiar un canal de televisión puede cambiar el chi de una persona. La abuela ni siquiera confía en los relojes eléctricos porque dice que cómo sabes a qué velocidad va la electricidad. «A lo mejor el reloj se atrasa, o se adelanta».
Charlotte había cambiado de postura sobre la cama y sacado una barra de Snickers de la enorme bolsa de lona que llevaba a todas partes. La desenvolvió, partió la barra por la mitad y le dio, como hacía siempre, la porción más grande a Jonathan. Luego se deslizó hasta el suelo para sentarse a su lado y mordisqueó la barra de cacahuetes y caramelo mientras le observaba conectar el circuito a un teletipo con un lector de cinta de papel. Estaba sentada tan cerca de él que las palmas de Jonathan estaban empapadas de sudor. Para su tortura, también tenía una sana erección.
Pero ésa no fue la noche en que habían pasado al siguiente nivel. Habían necesitado lágrimas y la presencia de la soledad desnuda de un hombre para llegar hasta el borde.
Charlotte encontró al agente Knight en la estación de trabajo que él había montado en un escritorio vacío. Observó que ahora tenía no sólo un ordenador de sobremesa en marcha sino también una impresora. Asimismo tenía dos teléfonos junto a la pantalla. Charlotte se preguntó qué pensaría Knight si descubría que un exespía de la Agencia de Seguridad Nacional estaba controlando en secreto lo que él tecleaba.
El hombre estaba comiendo un burrito de queso, con extrema delicadeza, pensó Charlotte, dándose meticulosos golpecitos en el espeso bigote negro entre mordisco y mordisco, procurando utilizar la servilleta que tenía extendida sobre su muslo. Se había quitado la americana y aflojado la corbata.
Charlotte reparó en la pistolera de hombro y pistola que llevaba. Se preguntó de dónde habría sacado el burrito.
—¡Ah, señorita Lee, está usted aquí! —exclamó con gran cordialidad, dejando su burrito y sacudiéndose los dedos con delicadeza—. Estaba a punto de ir a buscarla. —Cortó una hoja de la impresora y se la entregó—. El análisis final —dijo con una sonrisa—. El culpable se llama efedrina.
—Efedrina —repitió ella en voz alta. Y al instante, a través del dispositivo electrónico que llevaba al oído, oyó que Jonathan decía: «¡Efedrina! ¡Entendido!».
Mientras Charlotte examinaba el informe, Knight dijo:
—Estamos familiarizados con las fórmulas del Yang Diez Mil y el Bálsamo Inteligencia Brillante, y ninguno de los dos lleva efedrina. ¿Puedo suponer lo mismo del Dicha?
—Exacto —murmuró ella, frunciendo el entrecejo—. La fórmula del Dicha no lleva efedrina.
—¿Pero su empresa la usa?
Ella levantó la vista hacia él. Knight era mucho más alto que ella.
—Bastantes productos contienen efedrina. Se utiliza para las dolencias de pecho. También es estimulante.
—Bueno, me pregunto cómo llegó la efedrina a estos tres productos. Y observará usted que se añadió en cantidades muy precisas. No fue un trabajo apresurado. Y a juzgar por esas mediciones exactas tampoco se hizo después de salir de esta fábrica. ¿Está de acuerdo?
Charlotte volvió a leer los resultados. Cada cápsula de Dicha contenía exactamente la misma cantidad de efedrina. Cada muestra de Bálsamo Inteligencia Brillante, de diferentes zonas del bote, contenía la misma cantidad mínima de efedrina. Resultaba más difícil de precisar en el caso del tónico Yang, ya que era líquido, pero el informe señalaba que la botella era nueva y parte del sello de seguridad seguía en el tapón.
El agente Knight estaba en lo cierto. Lo más probable era que la manipulación no se hubiera hecho fuera de la fábrica. Entonces Jonathan tenía razón. La clave se hallaba en los registros de producción.
—Ahora bien, se trata de pura negligencia —prosiguió Knight después de tomar un sorbo de café y volver a dejar la taza sobre el escritorio con gran cuidado— o de una acción deliberada. Y me parece que lo ha hecho alguien que sabe lo que está haciendo. —Se interrumpió, se dio unos golpecitos en los labios con la servilleta—. El bálsamo, ¿no lo encuentra extraño?
—¿A qué se refiere?
—Bueno, el Dicha y el tónico Yang son productos que se ingieren. El bálsamo es un producto tópico.
Eso ya se le había ocurrido a Charlotte: era extraño que hubieran manipulado el bálsamo. El hecho de que hubieran falsificado productos que se ingieren como un tónico o una infusión tenía sentido, porque era garantía de un resultado. Pero añadir efedrina a un agente tópico en general era inútil, a menos que el producto se aplicara a una herida abierta, en cuyo caso la efedrina sería absorbida por la corriente sanguínea y causaría reacciones adversas.
—Esta mujer empleaba el bálsamo para curar úlceras en la pierna —murmuró Charlotte pensativa—. Agente Knight, ¿podría haber sido ella el objetivo?
—Esa posibilidad ya está siendo investigada, pero si lo fuera, tendría que haber alguna relación con las otras dos mujeres, ¿no cree?
Charlotte de pronto encontró molesta la actitud condescendiente de Valerius Knight.
—¿Así que usted cree que mi empresa es el objetivo de quienquiera que haya manipulado los productos y esas mujeres son víctimas fortuitas?
—Su empresa —dijo él— o usted misma.
Ella le mostró el informe.
—¿Puedo quedármelo?
—Claro. Quizá, cuando tenga tiempo, pueda revisarlo y se le ocurra alguna teoría.
—Gracias —dijo ella con sequedad, y se marchó.
Él volvió a sentarse, extendió la servilleta sobre su muslo y cogió el burrito de queso. Cuando estaba a punto de darle un bocado, dijo:
—Ah, ¿y dónde estará usted por si la necesito?
Ella le miró.
—Voy a la cafetería, agente Knight. Si me necesita, no le resultará difícil encontrarme.
Knight le ofreció una sonrisa educada.
—Ya lo supongo.
Charlotte volvió a detenerse y se sintió inundada de ira.
—Agente Knight —dijo—, ¿sería tan amable de darme el nombre de su superior?
—¿Puedo preguntarle para qué lo quiere?
—Creo que tiene usted prejuicios contra mi empresa. No creo que esté actuando en beneficio general, sino más bien en interés propio.
La expresión de Knight se ensombreció.
—En eso, señorita Lee, tiene toda la razón. Tengo un interés personal, y tengo intención de protegernos a mí y a la gente de toda clase de charlatanerías.
Ella se serenó un poco.
—Agente Knight, sé lo de su hijo y lamento…
Él alzó una mano grande y espatulada.
—Mi hijo está con el Señor. Haga el favor de no evocar su recuerdo en este lugar.
Ella iba a decir algo pero, con un rápido gesto de asentimiento, se dio la vuelta y se marchó.
«¡Mi hijo! —pensó él mientras observaba a Charlotte desaparecer por el pasillo—. ¿Qué sabe usted de mi hijo? —tuvo ganas de gritar—. ¿Qué sabe usted de los médicos que dicen que no se puede hacer nada, que es una forma rara de cáncer que de algún modo extraño ha empezado a formarse en un niño de seis años?».
Valerius Knight cerró los ojos y luchó contra los recuerdos que le acosaban en cada instante de su vida: los largos viajes en coche a la clínica de México, los envíos a Suecia, Taiwan y Pekín para someterse a «curas milagrosas», el alejamiento de Dios y las plegarias a la naturaleza.
¡Remedios de hierbas! Su desesperada búsqueda de una cura había convertido una mujer cristiana creyente en una pagana que adoraba a las plantas. Las falsas esperanzas eran peores que la desesperación porque te despojaba el alma de la verdadera fe y te alejaba del Señor.
La noche en que el muchacho por fin murió, Valerius no había sido capaz de arrebatar el cuerpo del pequeño de los brazos de su esposa; en cambio había saqueado su hogar de Santa Mónica recogiendo todas las botellas, frascos, paquetes y agujas de falsa esperanza, había limpiado todos los estantes, cajones y armarios de los remedios demoníacos, recogiendo cada píldora, hoja y raíz de falsa curación y lo quemó todo en la barbacoa del jardín trasero, salpicando el fuego con lágrimas mientras el personal médico intentaba convencer a su esposa de que les entregara el cuerpo rígido de su hijo.
Ella después no volvió a Dios. Las falsas esperanzas en elixires celestiales le habían vaciado el alma de la fe en el Señor y en cambio le habían dejado la oscuridad del diablo. ¿Tengo un interés personal por este caso?, tenía ganas de gritarle a Charlotte Lee. Será mejor que creas que sí. Por cada una de estas ciudadelas del mal que derribo, mi hijo enciende una nueva vela en el cielo.
Con el informe de toxicología metido en la cintura de los tejanos, Charlotte se dirigió apresuradamente hacia su despacho, donde encontró la taza de té que había dejado abandonada. Recogió la caja de bolsitas de té, se la metió en el bolsillo del impermeable y se marchó.
En lugar de ir directamente a los ascensores, pasó por el corredor donde se encontraban los despachos de los directivos. Se detuvo para escuchar ante la puerta del de Margo. Oyó música suave y voces apagadas. En el despacho de Adrian, le oyó decir:
—No te preocupes por tu maldita inversión. Tendrás tu dinero, confía en mí.
La puerta del despacho del señor Sung se hallaba abierta y no había señales del anciano abogado. La del extremo, la de Desmond, también estaba abierta. Pero las luces estaban apagadas, y Charlotte creyó que se había marchado.
—Qué asunto tan espantoso, ¿verdad? —dijo él desde la oscuridad, sobresaltándola.
—¿Tratas de dormir? —preguntó ella. Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, le vio sentado en su sillón de ejecutivo, contemplando la lluvia.
—No. Sólo estoy aquí sentado deseando beber.
Desmond no sabía controlar el alcohol. Charlotte nunca olvidaría la noche de Fin de Año en que él había tomado un poco de champán y le había dicho, con lengua de trapo:
—Becky me abandona. ¿Puedes creerlo? Será mi tercer divorcio y aún no he cumplido treinta y cinco años.
—No se lo reprocho —había dicho Charlotte—, tal como la tratas. ¿Por qué lo haces, Des? ¿Por qué eres tan agradable al principio y luego te vuelves desagradable?
—Querida prima, lo hago porque —le había respondido él— no puedo respetar a alguien que se haya enamorado de mí.
En cuanto el viento y la lluvia devolvieron a Charlotte al museo, se aseguró de que la puerta estaba cerrada con llave y lo atravesó apresurada para ir al despacho, sosteniendo con los brazos tazones y platos calientes.
—¿Ya sabes algo de la efedrina? —preguntó mientras lo depositaba todo sobre el mostrador de la cocina.
—La investigación está en marcha —dijo Jonathan mientras escribía en su ordenador portátil. Cuando Charlotte oyó que marcaba el módem, le miró con sorpresa.
—¿Vas a meterte en Internet?
Él dijo que no con la cabeza.
—Voy a hacer una llamada telefónica. —Consultó su reloj—. Malas noticias, Charlie. Mientras estabas en la cafetería he captado una transmisión de Knight. Ha pedido un equipo de respuesta de emergencia. Van a intervenir tu red informática.
—Dios mío, me lo temía. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—Depende. Si Knight ha llamado a Washington, sus hombres no llegarán hasta mañana. Pero si el equipo de respuesta viene de Los Ángeles…
De pronto apareció un rostro en la pantalla del ordenador de Jonathan, un hombre calvo con gafas de montura metálica. Su expresión no era de felicidad.
—Larry —dijo Jonathan—, necesito saber algo del equipo de respuesta de emergencia de la FDA. ¿Qué puedes decirme?
—Aquí tenemos problemas, John. Un intruso ha derribado la entrada del MCI en Dayton, Ohio.
—¡Dios mío!
—Sí. El muy hijo de puta ha bloqueado con eficacia el veinticinco por ciento de todo el correo electrónico que va a Europa.
Jonathan se quedó pensativo un momento.
—Me suena a la banda del Jaguar.
—Es lo que nosotros pensamos también. Oye, lamento lo de ese perfil, John. No he tenido tiempo de pasarlo por nuestros ordenadores. Aquí nos estamos volviendo locos.
—¿Pogo sigue en prisión?
—Fue el primero al que comprobamos. Está haciendo tareas de cuarto de baño en una prisión de máxima seguridad. Pero les atraparemos —añadió Thorne con una sonrisa triste—. Siempre intentan algo y siempre logramos atraparles.
—Buena suerte —dijo Jonathan, y dio fin a la conexión y cogió su teléfono móvil.
Charlotte retiró la tapa a los humeantes platos.
—Espero que todavía te guste el chow mein frito y las bolitas de cerdo.
—No tengo tiempo para comer, cielo. En cuanto los agentes de Knight lleguen quedaremos bloqueados fuera del sistema.
Marcó un número en su teléfono y lo sujetó entre el hombro y la oreja mientras seguía escribiendo en su ordenador.
Ella le miró. Igual que en los viejos tiempos, Jonathan estaba en constante movimiento, sus manos siempre ocupadas, su cuerpo moviéndose con inagotable energía.
—Tienes que comer, Johnny.
Él sonrió.
—Hablas como tu abuela.
—Hablo como cualquier abuela. ¿La tuya no te hacía comer mucho? ¿No estaba siempre forzándote a comer sopa?
—¡Mi abuela nunca tuvo que obligarme a comer su sopa! —exclamó él con una carcajada—. El agente especial Varner, por favor —dijo al teléfono.
—Cada septiembre, cuando regresabas, no sabías hablar más que de la comida escocesa.
Él tapó el auricular con la mano.
—No hablaba sólo de eso.
—¡Y de pescar truchas y subir montañas! Te lo pasabas tan bien en verano, mientras yo me quedaba en casa y aprendía a ser una buena y respetable china.
—Hasta que yo volvía con mi falda escocesa y te corrompía de nuevo.
—Nunca te vi con falda escocesa —replicó ella, dándose la vuelta. ¿Sabía lo muy dolorosas que le resultaban a ella esas ausencias? ¿Realmente comprendía qué le ocurría a ella cada verano cuando tenía quince años y él la dejaba… sola y vulnerable?
Mientras Jonathan sostenía una breve conversación con el agente especial, Charlotte sirvió humeante arroz en un tazón de porcelana azul.
—Toma —dijo cuando él hubo colgado—. No es bacalao finlandés, pero tendremos que conformarnos.
—Ni una palabra del equipo de la FDA —dijo él frunciendo el entrecejo.
Mientras Charlotte cogía la botella de salsa de soja, levantó la mirada hacia la pantalla de seguridad y vio al señor Sung en la zona de recepción de las oficinas, hablando con Adrian. El padre de Desmond parecía agitado, moviendo los brazos arriba y abajo, mientras el señor Sung le miraba con placidez.
—Me pregunto qué estaba haciendo en la sala de control —murmuró Charlotte.
—Jonathan levantó la vista.
—¿El señor Sung?
—No es propio de él andar con secretos.
—Has dicho que el año pasado, cuando volviste de Europa, había cambiado.
—Creí que era mi imaginación. Pero ahora hay algo diferente en él…
Charlotte abrió un cajón, miró dentro, lo cerró y abrió otro.
—Charlie, él y tu abuela eran amigos íntimos. ¿Crees que podía haber algo más?
Ella se volvió, arqueando las cejas.
—¿Quieres decir si eran amantes? No lo creo. La abuela tenía diez años más que el señor Sung.
«Además —quería añadir Charlotte—, las mujeres de mi familia han sido notoriamente desafortunadas en el amor: mi bisabuela, cuyo guapo estadounidense jamás regresó; mi abuela, que se enamoró de su hermanastro; mi madre, viuda antes de que yo naciera; y yo, desesperadamente enamorada de un muchacho que sólo iba a pasar de un modo fugaz por mi vida».
—No hay tenedores —dijo mientras abría el último cajón y sacaba un par de palillos—. ¿Te las arreglarás con esto?
—Debería hacerlo —respondió él con una expresión llena de recuerdos y dolorosa nostalgia—. Tuve la mejor profesora.
Mientras Charlotte colocaba rollitos de huevo en el impecable horno microondas, vio una imagen de sus suaves manos sobre otras torpes y llenas de callos; lecciones para utilizar los palillos chinos muchos años atrás, cuando tocar a Johnny la enardecía.
—¿Sabes una cosa? —dijo, utilizando las palabras para apartar de su mente los recuerdos—, mi abuela trabajó en este despacho casi un año y ni una sola vez utilizó este microondas. Desconfiaba de la tecnología. Le dije que la comida hecha en el microondas no le haría daño, es cómoda porque es más rápida. Ella decía que la comida cocinada demasiado deprisa se digiere demasiado deprisa y trastorna el equilibrio del cuerpo.
—Puede que tuviera razón.
Charlotte observó que Jonathan abordaba su cena de buey y vainas de guisantes chinos con tanta educación y delicadeza como si fuera a cenar con la reina. Eso le hizo recordar los días que ella había pasado en el rincón privado de Jonathan, en la mansión de su padre en Jackson Street. Para Charlotte resultaba muy exótico pasar del mundo anticuado y tecnofóbico de su abuela al mundo de la electrónica avanzada de Jonathan, donde el suelo, la cama y todas las superficies se hallaban llenas de envoltorios de galletas, botellas de Coca-Cola, triángulos de pizza endurecidos. Recordaba el día en que Jonathan la llamó y le dijo que fuera a verle enseguida. Fue el año en que ambos iban a cumplir dieciocho, el año en que ambos afrontaban la graduación del instituto y su desconocido futuro. Charlotte había corrido los metros que la separaban de su casa y cuando llegó, la doncella la hizo entrar y la acompañó por la escalera hasta el sótano que Jonathan había convertido en su rincón secreto: un mundo atestado de radios, equipos de alta fidelidad desmontados, piezas de televisor, cables, artilugios electrónicos. Había instalado una cama y un calientaplatos, un pequeño frigorífico y un aparato de televisión en color que siempre estaba conectado, sin sonido. Charlotte recordaba los tres rostros familiares en la pantalla —Haldeman, Erlichman y Mitchell— que acababan de ser condenados a prisión por su papel de cómplices en el caso Watergate. Cuando llegó encontró a un Jonathan extremadamente excitado que tenía todo el aspecto de haber dormido con los tejanos y la camiseta, con el pelo largo despeinado cayéndole sobre los hombros.
—¡Mira, Charlie! —dijo, cogiéndola de la mano y acercándola a un banco de trabajo repleto de componentes de radio y televisión, cajas vacías de Coco Puffs y Fruit Loops.
Ella miró.
—¿Qué es?
Él sonrió.
—¡Es el primer ordenador del mundo basado en un microprocesador! ¿Ves? Entras programas en puro código binario con estos interruptores de aquí delante. Mira…
Ella miró.
—¿Qué significan esas luces parpadeantes?
—¡El programa está funcionando! ¡Un programa que yo he introducido! ¡Doscientos cincuenta y seis bytes de memoria, Charlie! ¡Imagínate! ¡Piensa en lo que eso significa!
Ella le vio sonreír, orgulloso de sí mismo, apuesto en su alegría, y pensó en el secreto que le había ocultado acerca de su fiesta de cumpleaños cuando tenía quince años, cuando invitó a sus amigas y éstas dijeron: «Iremos si no invitas al asqueroso de Jonathan Sutherland». De modo que les dijo que no asistieran y sólo estuvieron ella y Jonathan, montando en tranvía, recogiendo flores en el parque del Golden Gate y engullendo won ton al vapor y rollitos de primavera en Ross Alley.
Sin embargo se había vuelto muy educado, pensó ahora. ¿Era la misma persona que en una ocasión declaró que «comer debería ser una experiencia corporal total»? Solía hacer cosas horribles, como comer espaguetis o huevos fritos con los dedos. Los cubiertos permanecían intactos sobre la mesa. Incluso en época tan próxima como diez años atrás, aún empleaba la mano como plato para untar el pan con mantequilla, aunque, por entonces, ya empezaba a dar muestras de refinamiento. Charlotte se preguntaba si su forma de hacer el amor también habría cambiado. Jonathan no conocía limitaciones, el sexo con él era una «experiencia corporal total». Esto le hizo preguntarse ahora si se habría vuelto más educado también en la cama, como Forest, el novio de ella, quien siempre se excusaba modestamente después de tener relaciones sexuales para ir a lavarse al cuarto de baño.
—¿Sabías —dijo Charlotte procurando apartar de su mente estos pensamientos— que mi abuela nunca comía nada que fuera americano?
—No es cierto. Le encantaban las palomitas, si no recuerdo mal. Y el algodón de azúcar.
—Bueno, algunas cosas ni las probó. Como las alcachofas. El caviar. O el fudge sundae. Yo solía rogarle y rogarle… sólo es helado y salsa de chocolate, por el amor de Dios, pero ella apretaba los labios y desviaba la mirada. Ni siquiera decía por qué no quería probarlo. Era así de terca. ¡Y la tecnología! La abuela creía que cuantas menos palabras se dijeran al teléfono, más barata sería la factura. Sin embargo en otros aspectos era muy sabia. Mi abuela podía colocar las manos sobre una frente febril y describir la naturaleza exacta de la enfermedad, cuál era su causa, qué la curaría.
Jonathan dejó a un lado su tazón y dedicó su atención al ordenador más grande donde estaba funcionando la búsqueda de la base de datos.
—Yo creía que tu abuela viviría eternamente.
—Todos lo creíamos.
Él se quedó unos instantes pensativo y luego preguntó:
—¿Dónde has dicho que había oído hablar de esa hierba rara del Caribe?
—No lo he dicho. No lo sé, ¿por qué?
Él no respondió y siguió mirando el ordenador con ceño.
—Charlie, ¿tienes por aquí un bote de ese bálsamo? ¿El Inteligencia Brillante?
—Debería haber alguno por aquí.
Abrió un cajón del escritorio y sacó un pequeño bote de bálsamo Mei-ling, así como una botella de tónico Loto Dorado, un paquete de Dicha y una caja de té de keemoon.
Mientras Jonathan destapaba el bote y olisqueaba el aromático contenido, de nuevo con gesto refinado, Charlotte se preguntó qué más habría cambiado en él en los diez años que no se habían visto. De pronto, sintiendo ganas de llenar los espacios en blanco, preguntó:
—¿Cómo está tu padre, Johnny?
—Bien. Ahora viven en Hawai.
—¿«Viven»?
—Ah, claro. No lo sabes. Se casó.
—Bromeas.
—A mí también me sorprendió.
Jonathan se puso de pie y se sacó la cartera del bolsillo. Le mostró una fotografía en color de dos sonrientes personas bajo una palmera.
—¡Ésa es la señorita O’Rourke!
—La fiel secretaria de mi padre. La recuerdas.
—¿Cómo iba a olvidarla? ¡Pasaba más tiempo en tu casa que tu padre! ¿Qué sucedió? ¿De pronto se enamoraron después de… cuántos años?
—Bueno, para papá fue algo repentino. Según cuenta él, acababan de llegar al aeropuerto en la limusina, como de costumbre, y papá estaba a punto de subir al avión de la empresa para ir a quién sabe dónde, dejando todos los asuntos en manos de la eficiente señorita O’Rourke, como había hecho durante veinte años, cuando de repente ella le entregó la cartera como siempre, y le dijo con su extraño acento irlandés: «Señor Sutherland, cuando regrese me marcharé. Le he servido fielmente las últimas dos décadas, siempre a su servicio, entregando mi vida personal por la suya, pero estoy perdiendo la juventud, y es hora de que tenga una vida propia mientras aún me quede tiempo». Entonces, según mi padre, ella prorrumpió en llanto, delante del chófer y el piloto, sollozando sin parar hasta que a mi padre no se le ocurrió otra cosa que hacer que estrecharla entre sus brazos y consolarla.
—Bromeas.
—¿Y sabes qué más contó? Dijo que nunca se había dado cuenta del hermoso cabello rojizo que tenía. —Jonathan volvió a guardar la fotografía en la cartera—. Una semana después se casaron y de pronto hubo cenas de Navidad, y afectuosas palmaditas en la espalda y «¡hola, Johnny, muchacho!». Veinte años después de que naciera su hijo, Robert Sutherland se convirtió en padre.
¡Robert Sutherland consolando a alguien! Charlotte pensó con una punzada de nostalgia: me he perdido muchas cosas.
Contra su voluntad, su mente voló al día en que había comenzado la Edad de Hielo personal de ambos, cuando se reunió con Jonathan en el restaurante italiano de San Francisco, los dos educadamente protegidos después de seis años de escasa comunicación. El libro de poesía se había quedado entre ellos, el Coronas de Laurel de Plata de 1981 que él le había enviado seis años antes y que había arrancado el corazón de Charlotte de su pecho. ¿Por qué de pronto le había escrito pidiéndole este encuentro? «Debemos seguir nuestros caminos separados», decía el poema. Y Charlotte, que creía que Jonathan la amaba y quería casarse con ella, captó el mensaje. ¿Había cambiado de opinión? ¿Había decidido que, después de todo, quería vivir su vida con ella?
Se reunieron en el Roma Garden de Polk Street, donde los manteles a cuadros rojos y blancos creaban un terreno neutral amistoso para los dos que en otra época habían sido amantes y ahora eran casi extraños. El aspecto de Jonathan le había sorprendido. La última vez que le había visto, en Boston en 1980, llevaba el pelo largo, estaba delgado, y vestía una ajada camiseta y unos tejanos descoloridos. El hombre que se había levantado de la mesa cuando ella entró en el restaurante italiano parecía un modelo de Brooks Brothers. Por supuesto, ella había sabido por su escasa correspondencia —casi toda en forma de educadas tarjetas de Navidad— que después de graduarse del MIT había obtenido un trabajo para el gobierno: «especialista informático», fuera lo que fuese eso. ¿Esto era lo que seis años de trabajar en una oficina habían hecho?
Se sentaron y hablaron del tiempo, el menú, libros y películas, efectuando lentas incursiones en los temas más personales: el trabajo de Charlotte con la investigación bioquímica en la empresa de remedios herbales de su abuela, el tiempo que Jonathan dividía entre la residencia en Londres y su trabajo para el gobierno de Estados Unidos. Pero fue una charla nerviosa, una conversación punteada por carraspeos y tirones de los puños franceses. Ambos empezaban a hablar al unísono, se callaban, se reían, decían:
—No, tú primero.
Encargaron una ensalada y tallarines con salsa de almejas, regados con el Chianti de la casa. Charlotte observó que Jonathan sabía cuál era el tenedor de la ensalada. También olió y cató el vino antes de aceptarlo.
Había transcurrido media comida cuando él la sorprendió dándole un regalo. Ella no le había traído nada. Y cuando vio la preciosa bufanda de seda y el móvil de campanillas de cristal, sintió una punzada de esperanza: quizá hubiera venido para decirle que quería que volviera a formar parte de su vida.
—Entonces, ¿qué es lo que haces exactamente para el gobierno? —le preguntó, inapetente de pronto, sintiéndose ligera como el aire. ¡Qué regalo tan bonito! Y aún más maravilloso era el hecho de que a medida que se iba relajando iba pareciéndose más al antiguo Johnny. Recuerdos de su adolescencia en San Francisco la impulsaban sobre una alfombra mágica de esperanzas y amor reavivado.
—Soy espía —confesó él.
Ella le miró con asombro.
—Lo siento —dijo él con una tímida carcajada—. Pero eso es lo que realmente soy.
Ella se inclinó hacia adelante y, tarareando el tema musical de Misión imposible, dijo:
—Su misión, señor Phelps, en caso de que acepte…
Él se echó a reír.
—Bueno, no estoy seguro de que sea tan bonito.
—¿El FBI? ¿La CIA?
—Agencia de Seguridad Nacional. Protegemos las comunicaciones de nuestro gobierno.
Su acento escocés hacía tiempo que había desaparecido; en el MIT Jonathan hablaba con un fuerte acento inglés, consecuencia de cuatro años pasados en Cambridge. Pero Charlotte observó que ese acento ahora se había suavizado, era más estadounidense, después de seis años de espiar para el gobierno, supuso. Era un acento que le recordaba que Johnny aún se movía entre dos mundos. Se preguntó si finalmente había decidido elegir uno y asentarse en él.
—¿Cómo diablos te las arreglaste para acabar trabajando para ellos? —«¡Qué típico de Johnny! —pensó, con súbita felicidad—. ¡Ninguna tarea corriente para él!».
—Me reclutaron. —Se echó a reír—. En realidad, me arrestaron. Nos acorralaron a unos cuantos. Echaron el guante a un par de compañeros míos por falsificar títulos y alterar grados. Con las habilidades que teníamos, podíamos vender a cualquiera un doctorado legítimo del MIT por cincuenta mil dólares.
—¿Eso hacías?
Él meneó al cabeza.
—Demasiado fácil. Lo que yo hacía era perseguir a la Administración Federal de Aviación. Inventé la manera de entrar en su sistema, conseguí entrar hasta la torre de control del JFK.
—¿Y? —Charlotte se inclinó hacia adelante apoyada en los codos, acortando la distancia entre ella y Johnny.
—No interferí, aunque habría podido hacerlo. Sólo estuve un tiempo observando: vi un avión de la TWA efectuar un giro brusco en el camino de un avión brasileño. Al parecer allá arriba a veces se salvan por un pelo.
—¿Te pescaron metiendo las narices?
—No, nunca me cogieron. Escribí una carta anónima a la MF, describiendo los vacíos de seguridad que tenían sus sistemas de control del tráfico aéreo. —Se sonrojó—. Olvidé mis huellas digitales en el papel de carta.
—¿Y por ese motivo te ofrecieron un trabajo?
—Me dieron a escoger entre trabajar para ellos o ir a la cárcel.
Esto se estaba poniendo interesante por momentos. De pronto a Charlotte se le ocurrió que aquella tarde harían el amor. Irían a recorrer la ciudad y visitarían sus antiguas guaridas, y luego regresarían al apartamento de ella y harían el amor de un modo maravilloso.
—El Valle de la Silicona realmente está plagado de agentes del KGB —prosiguió él, dando vueltas a su copa de vino, con lo que el Chianti relucía como un rubí de múltiples facetas—. Es de conocimiento público que el consulado soviético en San Francisco canaliza tecnología estadounidense hacia Rusia. Incluso tienen antenas y otros aparatos de vigilancia en el tejado para captar llamadas telefónicas confidenciales del Valle de la Silicona. Tienen agentes establecidos en empresas fantasma, adquieren informática avanzada y luego, sin hacer ruido, desmontan todo y se van a casa, llevándose el software. —Meneó la cabeza—. Es triste, realmente. El software que han robado es una colección de compiladores y sistemas operativos reutilizados, transcrito todo al cirílico. Hay un tipo en particular al que he estado siguiendo. He tardado meses, pero por fin he establecido un lazo de comunicaciones con él. Me he ganado su confianza y espero hacerle una venta esta tarde. —Jonathan se sacó un carrete de cinta magnética del bolsillo interior de la americana—. Está en blanco, por supuesto. Pero en cuanto él ponga las manos en los cien mil dólares estadounidenses, ya le habremos cazado.
—¿Él no sabe que trabajas para la ASN?
—¡Cielos, no! Si lo supiera no podría ni acercarme a él.
Jonathan entonces se disculpó y Charlotte le observó efectuar una llamada desde el teléfono público del fondo del restaurante. Cuando regresó, dijo:
—¡Bien! Ya está. Lo tengo todo arreglado. Dentro de una hora efectuamos el intercambio en el Centro de Visitantes del puente del Golden Gate.
—Johnny —preguntó ella—. ¿Es peligroso?, ¿pueden herirte?
—Sólo si él se entera de mi verdadera identidad. Pero me he esforzado para mantener muy en secreto esta misión. Sólo la conoce mi compañero de equipo, y no me cabe la menor duda de que él no dirá nada.
Jonathan se detuvo para examinar la jarrita de vidrio con palitos de pan sobre la mesa.
—Charlotte —dijo poniéndose serio de pronto—. Tengo que decirte una cosa.
Ella esperó. Contuvo el aliento, contuvo su corazón, y esperó.
—Voy a casarme.
Charlotte le miró.
Él dijo:
—Se trata de alguien a quien conocí el año pasado…
El pequeño restaurante, sus manteles a cuadros, los palitos de pan de pronto desaparecieron de la vista de Charlotte, como si hubiera explotado una bomba.
Jonathan la observaba con ojos expectantes.
Ella le miró como si tratara de asimilar la noticia junto con los tallarines no digeridos aún.
Cuando por fin la noticia empezó a golpearla con toda su fuerza, la mente de Charlotte exclamó: «¿Qué ha pasado con aquello de que tengo que ir a la mía, recorrer mi camino solo?». Le entraron ganas de gritar: ¿Cómo te atreves a casarte con alguien sin darme una oportunidad a mí? Somos almas gemelas, Johnny, gemelos siameses unidos por el corazón. Acordamos, ¿no te acuerdas?, en un contrato escrito en el idioma del pulso que compartíamos, que o estaríamos juntos o estaríamos solos.
—¿De dónde ha salido esta tercera persona?
Tuvo ganas de arrojarle el vino a la cara.
—Se llama Adele —dijo él.
Charlotte se puso de pie, haciendo chirriar la silla sobre el suelo de madera.
—Enhorabuena.
—Charlie —en tono de súplica.
—Gracias por el almuerzo.
Charlotte cogió la caja que contenía la bufanda de seda y el móvil de campanillas de cristal y de alguna manera encontró la salida, la acera, una huida a ciegas por la calle.
No volvió a verle.
Dos años más tarde llegó Forest, catedrático de matemáticas de la UCLA, un hombre robusto que no tenía ningún secreto ni sorpresa en su cuerpo. Un hombre que nunca le causaría dolor.
Ahora, mientras observaba a Jonathan coger su teléfono móvil y volver a marcar, preguntando con voz segura y tono autoritario por otro agente especial, Charlotte pensó: Johnny, has dicho que leíste lo de la muerte de la abuela. ¿Por qué no me escribiste? ¿O me enviaste siquiera un telegrama? ¿Su defunción significó tan poco para ti? ¿O fue porque aquel día, hace diez años, yo te dejé?
Palpó el colgante de la dinastía Chang que colgaba sobre su pecho, pensó en su poderoso significado, se imaginó su contenido. ¿Ponerse el colgante en el último minuto, cuando se vistió apresurada tras recibir la llamada de Desmond, había sido una simple coincidencia? Charlotte no se había puesto ese colgante en meses.
«No es coincidencia. Es una señal…».
—Será mejor que vuelva al trabajo —dijo por fin, secándose las manos en una servilleta como para limpiar el doloroso recuerdo.
Una señal, pensó, que apartaba San Francisco y aquel día de 1987 y lo guardaba en su oscuro rincón, a salvo.
Se volvió y contempló la puerta que daba al museo. ¿Más señales? ¿Más secretos? ¿Por qué el señor Sung le había entregado la caja rompecabezas? ¿Y a quién se refería el mensaje de advertencia?
Mientras oía la voz de Jonathan que hablaba por teléfono mezclarse con el ocasional retumbar de un trueno, Charlotte miró dentro del museo y examinó los objetos que se exhibían.
¿Qué mirar a continuación?
Sus ojos se posaron en una reproducción de una tienda de hierbas de Chinatown, completa con mostrador y estantes, balanzas y ábaco, y todas las variedades de ingredientes y materiales que entraban en la composición de los remedios: botellas de anguilas en conserva; barriles de raíces; hojas, juncos y flores secas; sacos de corteza, especias, arroz; jarras de escorpiones, serpientes y escarabajos secos. Una cornucopia de bálsamos, elixires, curativos, reconstituyentes. Y en uno de los estantes superiores, un enorme gato persa de color blanco, dormido…
Cuando Charlotte se dirigía hacia la «tienda», sonó la alerta de correo en el ordenador. Se volvió en redondo y vio el nuevo mensaje que aparecía en la pantalla:
Te quedan menos de nueve horas.
Al mismo tiempo, el teléfono del escritorio, que hacía seis meses que permanecía mudo, sonó.