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San Francisco, California, 1924

Nos llevaron a una isla llamada «Ángel» aunque estaba gobernada por demonios. Allí fue donde oí hablar de la Ley de Exclusión, un muro invisible para mantener fuera a los chinos. Pero yo era afortunada. Mi padre era estadounidense. Sólo el año anterior, a las esposas e hijos de chinos que vivían en Estados Unidos se les permitió quedarse. Pero había una nueva ley llamada Ley de Inmigración de 1924 que prohibía incluso a las familias de inmigrantes legales que vivían en América que se reunieran con ellos. Estas mujeres y bebés que hicieron el largo viaje conmigo fueron enviados de nuevo a China, de nuevo a la pobreza y la enfermedad, sin poder ver jamás a sus esposos. Una mujer joven se colgó con su vestido de novia porque el hombre al que amaba obtuvo permiso para entrar mientras ella fue devuelta.

Los barracones de la isla Ángel eran horribles construcciones de madera desde cuyas ventanas con barrotes se veía la ciudad de San Francisco. Nos mantenían encerrados día y noche, y las mujeres escribían angustiosos poemas en las paredes. No sé por qué nos tenían presos. Nos habían hecho salir del barco y nos transportaron en ferry hasta la isla donde esperamos, nosotros, chinos no deseados que teníamos los documentos necesarios y que ansiábamos estar en la ciudad, al otro lado del agua.

Esperé cuarenta y dos días. Cada día, mujeres con las que había entablado amistad abandonaban los barracones. Algunas regresaban para contarnos al resto cómo había sido el interrogatorio, otras jamás volvían. No sé si fueron a la ciudad o si las enviaron de vuelta a China. Cuando me llegó el turno, sólo me preguntaron una cosa: cómo se llamaba mi padre, qué ocupación tenía y dónde vivía. Como mi madre no conocía estos datos, se los inventó con la ayuda del reverendo Peterson.

Cuando los carceleros de la isla Ángel no encontraron a un tal Richard Smith que residía en Powell Street y trabajaba de contable, expliqué que mi padre se había marchado de Singapur dieciséis años atrás y que habíamos perdido el contacto con él. Quizá esté en Nueva York, dije, o en New Hampshire, o en Nueva Orleans. Elegí estos nombres porque la palabra «Nueva» sonaba a suerte. Al final me dejaron entrar porque mis documentos llevaban el sello del cónsul estadounidense en Singapur. Ni siquiera los diablos de la isla Ángel podían pasar eso por alto.

Por fin puse los pies en la ciudad donde vivía mi padre, y me avergüenza decir que me sentí inundada de alegría. Mi madre había muerto, y yo no estaba allí para enterrarla y llorarla. Había hablado con el reverendo Peterson para que se ocupara de mi madre cuando ella muriera. Le dejé mucho dinero espiritual para que fuera quemado en su funeral, y le pedí por favor que contratara a las mejores plañideras de la ciudad. Aunque mi madre estaba viva cuando me despedí de ella y subí al barco, vi los nubarrones de la muerte en su rostro.

Lloré por ella mientras surcaba el océano Pacífico en un abarrotado barco donde las mujeres memorizaban frenéticas la información que necesitarían en el interrogatorio, y luego arrojaban las hojas por la borda antes de que los oficiales las vieran. Yo escudriñaba el horizonte cada día y me preguntaba si sería aquél el día en que ella moriría, sola, una proscrita. Mientras el barco navegaba hacia el este, yo miraba hacia el oeste y pensaba en mi madre, en la vida que habíamos llevado juntas, en todo lo que ella me había enseñado. Pero cuando por fin puse los pies en tierra americana, volví los ojos al este, hacia mi nuevo comienzo.

El reverendo Peterson me había hablado de Chinatown, que es donde me dijo que debería buscar alojamiento.

—No intentes encontrar habitación en ninguna otra parte de la ciudad —me advirtió—. Porque no se la alquilarán a una china.

A la sazón sus palabras fueron como plumas al viento. América era la tierra de la igualdad. Yo podría vivir en cualquier sitio.

No obstante, busqué habitación en Chinatown porque quería estar entre gente que me resultara familiar. Mientras buscaba un lugar para vivir, pensaba en cómo mi vida entera había sido una saga de falta de hogar, mi madre y yo siempre de un lado a otro mientras me contaba historias de la gran casa de Peacock Lane donde ella se había criado, donde generaciones de nuestra familia habían nacido, vivido y muerto. Yo anhelaba vivir en una casi así. Quizá cuando encontrara a mi padre, pensaba, me invitaría a quedarme con él.

Imaginaba una gran casa sobre una de las colinas de San Francisco, que daban al agua y al cielo. Iría allí a vivir el resto de mi vida.

Me enteré de que Chinatown había ardido dieciocho años antes, tras un gran terremoto. La había reconstruido alguien cuya idea de la arquitectura china no era en absoluto china. ¡Pero la gente lo era! Apretadas en estos pocos bloques vivían personas que procedían de Cantón y Pekín, de todas las provincias, con muchos diferentes dialectos transportados por la brisa como las serpentinas de Año Nuevo. Mis ojos se desorbitaban ante la vista de las tiendas, en cuyas ventanas colgaban patos asados y cajas repletas de cebollas, y berenjenas y naranjas tentaban al comprador. Para los hambrientos estaban los salones de té y puestos de comida, que exhibían sus ofrendas de pasteles de sésamo, bolas de masa hervida y panecillos de pollo. Yo percibía olores conocidos, veía y oía los sonidos de mi hogar. Había creído que América sería un lugar extraño y que me sentiría muy nostálgica. Pero en las aceras me tropezaba con personas que me sonreían con mi sonrisa y me miraban con mis ojos. Todos procedíamos de Asia, éramos «celestiales» como nos denominaban los estadounidenses (algunos nos llamaban incluso «peligro amarillo»), pero éramos como una gran familia, que compartíamos la cultura, los dioses y los fideos.

Sabía que allí sería muy feliz.

Caminando con mi maleta, regalo del reverendo Peterson, y el cofre de medicinas de laca negra de mi madre, miraba los letreros de «Se alquila» en las calles. Los letreros estaban escritos en chino y colocados en los escaparates de la Lavandería Feliz, el Salón de Té Yin-Fei, la Compañía Comercial Ping Huang, pero las calles se llamaban Grant, Stockton y Jackson. Examiné los números de las direcciones, buscando números de la buena suerte. Encontré un edificio en Grant Street. El número ochenta y nueve. Una dirección afortunada.

La casera era la señora Po, que era propietaria de la Lavandería Feliz. Tenía un diente delantero de oro y hablaba un dialecto de chino que no me resultaba familiar, por eso me preguntó en inglés:

—¿Vienes sola? ¿No tienes familia?

Le mostré mis documentos y ella me miró con atención.

—Aparentas menos de dieciocho años. —Meneó la cabeza—. Chica sola no está bien. Hombres se acercan, dan mal nombre a mi casa.

Pero yo quería vivir allí. Ella me había dicho que el apartamento que alquilaba era el de enfrente, en el tercer piso, y vi que el sol de mañana se derramaba por la ventana abierta. Eso era bueno para el chi. Y la puerta de la calle estaba pintada en rojo, para alejar la mala suerte. Así que le ofrecí el doble del alquiler y entonces se volvió muy amable: cogió mi maleta y dijo que yo parecía una chica muy respetable.

—Nada de hombres —me advirtió no obstante, cuando llegamos a mi apartamento—. Muchas prostitutas en Chinatown, pero no en mi casa.

En cuanto el apartamento fue mío, cambié el número de mi puerta por el ocho, hasta que vi que otros tres inquilinos habían hecho lo mismo. ¡No podíamos tener todos el número ocho! Así que lo cambié por el dos, que significa abundancia.

Era un agradable apartamento con una pequeñísima cocina y cuarto de baño, suficiente para mí, y pronto lo decoré con cortinas y una alfombra nueva. Compré plantas y un acuario, porque el agua trae prosperidad y un pez hace compañía. Aparté la cama de la ventana, porque de lo contrario todas mis esperanzas se habrían escurrido por ella. Situé la cabecera hacia el este, de donde procede la suerte, y los pies hacia el oeste, para no errar mi destino. Compré una lámpara y la coloqué a la izquierda de mi cámara para que las cámaras que se encuentran a la izquierda de mi corazón reciban el primer calor por la mañana. Y coloqué un recipiente con agua debajo de la cama, para ahogar las pesadillas.

En la cocina, donde tenía intención de pasarme los días cocinando mis comidas y las noches preparando hierbas medicinales, limpié la pequeña cocina a gas porque los quemadores atascados obstruyen los ingresos de la familia. Y cuando vi que la cocina estaba junto al fregadero, lo que situaba de lado dos elementos en conflicto —el fuego es yang y el agua es yin— lo remedié colocando una tabla de cortar de madera entre ambos. Luego compré dos teteras Yixing, una para el té de la mañana, «para tener suerte», y otra para el té de la noche, «para tener buenos sueños». Por último colgué un móvil de campanillas de cristal junto a la ventana abierta para que el buen chi se arremolinara.

Comparada con nuestra humilde habitación encima del burdel de Malay Street, ésta era un palacio. Había alquilado un lugar en el que podría honrar a mi padre cuando le llevara allí.

Vendí una de mis esmeraldas y me compré preciosos vestidos nuevos —un cheongsam de seda taiwanés con bordados hechos a mano— y elegantes zapatos con bolsos de piel a juego. Quería tener buen aspecto cuando me reuniera con mi padre.

Y después empecé a buscarle.

Su anillo era lo que me conduciría a él, pues en una ciudad tan grande, ¿de qué otro modo podría encontrarle?

El anillo había sido hecho a medida, eso estaba claro, y las iniciales «R. B.» entrelazadas las había grabado la mano de un artista. Así que preguntaría entre los joyeros para ver quién recordaba haber creado semejante pieza única.

A bordo del barco había aprendido a guardar mis posesiones más preciadas sobre mi persona, así que llevaba el anillo de mi padre colgado de una larga cadena al cuello, escondido debajo del vestido. Cuando visitaba a un joyero tras otro, sacaba el anillo y lo mostraba, pero nunca abandonó mi cuello.

Empecé a rondar por Chinatown y conocí a mis nuevos vecinos. A los tenderos ya les caía bien porque nunca discutía el precio, siempre compraba la mejor calidad, nunca contaba el cambio cuando me lo entregaban.

—Una chica muy agradable —decía la señora Po a los vecinos—. De Singapur. Familia muy rica. En mi casa sólo tengo los mejores inquilinos.

Cuando los joyeros de Chinatown no reconocieron el anillo, fui más lejos, tomando el tranvía hasta sentirme mareada, consciente de que la gente me miraba como si nunca hubieran visto a una china. Cuando iba a un restaurante para almorzar y no me daban mesa, aunque había muchas que estaban vacías, empecé a comprender lo que me había advertido el reverendo Peterson de que permaneciera cerca de Chinatown. Y cuanto más me alejaba de mi mundo, más hostiles se volvían los demás.

Adondequiera que fuera los agentes de policía decían: «Vamos, no te pares». O me detenían y hacían preguntas, me pedían los documentos, me preguntaban si era prostituta. Aprendí lo que era el odio racial. Aprendí que los chinos eran la única raza que no estaba permitida en Estados Unidos. Aprendí que había leyes que decían: «Basta de chinos». No nos estaba permitido tener propiedades, casarnos con blancos ni entrar en los hospitales de los blancos. Y cuando un chino osaba entrar en un barrio de blancos y era golpeado y robado, la policía decía: «¿Por qué ibas allí?». Pero yo era estadounidense. Sin embargo, cuando intentaba explicarlo, lo único que hacían era mirarme de arriba abajo, y cuando veían el cheongsam que vestía, me daba cuenta de que veían a las malvadas damas chinas que aparecían en las películas americanas.

Pero yo no cejé. El anillo era mi única conexión con mi padre. No sabía su apellido, ni cómo se ganaba la vida, ni dónde estaba su familia. El anillo me llevaría a él, y para identificarlo tenía que adentrarme en una ciudad que no me quería.

Finalmente, tras muchos días de mala suerte, con los pies doloridos y llenos de ampollas de tanto caminar, desanimada, hambrienta, la policía vigilándome, la buena suerte me salió al encuentro. Acudí a Sadler & Sons de Market Street —me hallaba lejos de casa— y vi enseguida un destello de reconocimiento en los ojos del joyero cuando vio el anillo.

—Déjame verlo más de cerca —me dijo, acercándoseme.

Pero yo me aparté.

—Por favor —le dije—. Necesito saber qué significan estas letras.

—No lo sé —respondió él, y desvió la mirada—. Déjame que se lo enseñe a mis colegas.

Le dije que volvería, y excitada reparé en que incluso era posible que aquel hombre se pusiera en contacto con mi padre, que tal vez podría conocerle allí mismo, en la tienda.

Al día siguiente volví con mi mejor vestido, de seda de color espliego, el pelo largo peinado hacia arriba y sujeto con caras peinetas de marfil. El corazón me latía aceleradamente, pero me acerqué a la tienda con reservas.

¿Cómo saludaría a mi padre? ¿Cómo debía dirigirme a él? ¿Me recibiría con alegría y se admiraría de cuánto me parecía a mi madre? Un millar de dudas me asaltaron de pronto.

Él nunca había regresado a Singapur. ¿Habría olvidado a la mujer que le salvó la vida? Cuando recuperó la memoria, ¿sus recuerdos de Singapur se habían borrado? ¿Me miraría y preguntaría: «¿Quién eres?»?

Antes de entrar en la tienda atisbé por el gran escaparate para ver si mi padre había llegado. Pero vi a un hombre joven, apuesto, y con él una muchacha joven, quizá de mi edad, con el pelo rubio y la piel blanca. Pero fue el hombre joven, que era unos años mayor que yo, quien me llamó la atención. Estaba recostado con informalidad en el mostrador, hablando con el joyero, riendo. Oí su voz de rico, vi el asombroso perfil que podía haberle convertido en estrella de cine. Y cuando de pronto se volvió, como si hubiera percibido que le estaba observando, nuestros ojos se encontraron.

En ese momento mi vida cambió para siempre.

Yo había visto en obras de teatro y películas de cine que el héroe y la heroína se enamoran a primera vista, y ¿no se había enamorado mi madre de mi padre cuando le vio por primera vez? Pero realmente no lo entendí hasta ese instante, cuando atisbé por el escaparate de la joyería y fijé mi vista en los brillantes ojos grises del apuesto joven que se hallaba junto al mostrador.

Hice acopio de todo mi coraje, tragué saliva y entré, esperando que el joyero tuviera noticias para mí.

El joven, cuya sonrisa pareció congelarse en su rostro, no dejó de mirarme cuando entré. Procuré desviar la mirada, pero no lo logré. Titubeé justo después de entrar, con la sensación de que me envolvía un encantamiento. La tienda, creo, estaba llena de plata y oro y brillo y resplandor, relucientes vitrinas y lámparas de cristal. Pero yo sólo veía dos penetrantes ojos del color de la neblina matinal y una sonrisa que parecía querer decir más cosas.

—¡Es ella! ¡Es la ladrona!

Miré al joyero. El hombre me estaba señalando. Y de pronto apareció un policía desde la trastienda. Cuando me volví para echar a correr, oí la voz del joven apuesto que decía:

—¡Espere! ¡Déjeme hablar con ella primero! A lo mejor sólo ha encontrado el anillo de mi padre.

—¡Todos son unos ladrones, señor Barclay! —gritó el joyero—. ¡Todos!

Eché a correr y no paré hasta llegar a casa, por una calle y un callejón, por otra y otra, hasta el trolebús, desde el trolebús, hasta que por fin me hallé a salvo entre gente a la que reconocía, gente con la chaqueta acolchada azul y pantalones de seda negros, gente que leía periódicos chinos pegados a las paredes, gente que elegía un pato para cenar o que discutía por el precio de un melón. Me encontraba en casa entre los de mi especie; el policía no me siguió.

Mis pensamientos eran un torbellino confuso. «Señor Barclay», había llamado el joyero al joven. «El anillo de su padre», había dicho. Esto significaba que era mi hermanastro. Yo ya sabía que mi padre tenía una Primera Esposa porque lo escribió en la carta que dejó para mi madre. La carta iba firmada sólo con el nombre, Richard, y la promesa de regresar.

¿Por qué no regresó? ¿Su Primera Esposa le convenció de que olvidara a su concubina china?

Sentía una opresión en el pecho cuando subía la escalera hacia mi apartamento. ¿Cómo iba a encontrar a mi padre si tras cada esquina acechaba un policía?

Cuando vi que la puerta de mi apartamento estaba abierta, pensé que la señora Po había ido a visitarme. Y entonces vi mis muebles en desorden.

Me había visitado un ladrón.

Había desaparecido la caja de medicinas de laca negra de mi madre. El colchón de mi cama estaba desgarrado y destripado, y mis dólares americanos, que había metido entre el relleno, habían desaparecido. Mi acuario estaba destrozado en el suelo, mi pez muerto. Esto fue lo peor, la pecera destrozada y la fina arena blanca esparcida por el suelo.

Mis ojos se dirigieron hacia la humilde estatua de Kwan Yin, que mi madre había dicho que ningún ladrón robaría. Aún estaba allí. Pero como yo había pensado que Kwan Yin había llevado la carga de las esmeraldas de mi madre durante demasiados años, le había dado un descanso quitándolas de su cuerpo y escondiéndolas en otro sitio.

Había pensado: ¿Qué mejor lugar que debajo de la arena de la pecera?

En aquellos momentos habría llorado por todo lo que había perdido. Pero entonces pensé en las ironías del destino porque, mientras me lo estaban robando todo, estaba recibiendo dos regalos, regalos que jamás me podrían robar. El primero era que me había enterado del apellido de mi padre: Barclay. Ahora podría encontrarle.

El segundo era un amor que acababa de nacer. Pero era un amor equivocado, porque el apuesto joven del que me acababa de enamorar era mi hermano.