5

20:00. Palm Springs, California

¿Me estás tomando en serio, Charlotte? ¿Estás preparando esa declaración pública? ¿O estás perdiendo el tiempo buscándome? Abandona. Jamás me encontrarás. Convoca la rueda de prensa, Charlotte. De lo contrario, tendré que hacerte una demostración de mis poderes.

Charlotte se acercó a la consola de seguridad y oprimió botones que hicieron aparecer diferentes vistas en la pantalla. Despachos y pasillos, paseos exteriores, aparcamientos, laboratorios, salas de fabricación y envío fueron apareciendo una tras otra, revelando en una área a un nervioso Adrian Barclay paseando arriba y abajo con dos teléfonos móviles al oído; en otra, Margo haciendo entrar en su despacho a una mujer que llevaba una bolsa y una mesa de masajes plegada; en una tercera, Desmond señalaba algo al agente Valerius Knight en el muelle de envíos. Esos dos llevaban allí media hora. Charlotte se preguntó qué habría llamado tanto la atención de Knight. Lamentablemente, Jonathan no había instalado ningún micrófono en el muelle de envíos.

Echando un vistazo en dirección a la puerta del museo, Charlotte se preguntó qué le estaba entreteniendo. Hacía media hora que Jonathan se había marchado a instalar un monitor de pulso electromagnético en la matriz de comunicaciones. Ya debería haber regresado.

Oprimió una tecla de la consola y apareció a la vista la entrada lateral a las oficinas principales, donde vio que una figura salía a la lluvia y luego se apresuraba a buscar refugio. El señor Sung.

Charlotte se preguntó adónde iba con tanta prisa. Parecía preocupado. Algo muy poco corriente en él.

Charlotte volvió a mirar hacia la puerta del museo. Ésta era la oportunidad de oro que esperaba, mientras todo el mundo estaba ocupado en algo ella podía llevar a Jonathan a los laboratorios y áreas de fabricación. Pero no sabía nada de él.

Contempló los dos ordenadores que asemejaban extrañas bestias sobre el escritorio. Uno exhibía la última pantalla que Jonathan había fotografiado, la de Margo: mostraba su relación de mensajes del correo electrónico. ¿Había estado a punto de enviar uno? El otro ordenador mostraba texto en su pantalla cuando un programa de búsqueda pasó por la base de datos de la compañía; una IA, había explicado Jonathan, Inteligencia Artificial, que él mismo había creado, un programa que aprendía a medida que funcionaba.

De pronto se abrió la puerta principal y entró Jonathan. Dijo, mientras se sacudía las gotas de lluvia:

—Bueno, ya está. Cualquier cosa que entre en Internet la sabremos. ¿Has tenido noticias de nuestro anónimo amigo?

Charlotte vio que el pelo se le rizaba un poco con la humedad. Eso le hizo recordar su tacto, cuando años atrás ella le pasaba los dedos por esos rizos. Pero ahora ese privilegio pertenecía a otra mujer.

—Nada. Johnny, ahora es un buen momento para ir a los laboratorios.

—Bien —dijo él recogiendo con rapidez su equipo; cerró la bolsa y se colgó el asa al hombro—. Recuerda: hemos de tener mucho cuidado de que no nos pillen. Estas instalaciones están bajo investigación oficial de los federales y podrían acusarnos de cualquier cosa, desde obstrucción a manipulación de pruebas.

Al recoger los planos en su despacho Charlotte también había sacado un impermeable de su armario. Ahora se lo puso y con paso rápido siguió a Jonathan.

Cuando llegaron a la entrada del museo, oyeron el retumbar de un trueno distante; un momento más tarde el edificio se estremeció. Jonathan abrió unos centímetros la puerta. Fuera estaba oscuro, iluminada la lluvia por el resplandor de las luces de los senderos. Cuando volvió a oírse un trueno, más fuerte y cercano, Jonathan miró atrás hacia el despacho y preguntó:

—¿Ese ordenador tiene algún sistema de seguridad por si se va la luz?

—Lo hay en todo nuestro equipo. Dos horas, creo.

—No es mucho tiempo si falla la electricidad. ¿Estás lista?

Se precipitaron hacia la lluvia a lo largo de los senderos cubiertos, vigilando que no hubiera nadie bajo la tormenta. Pero los jardines estaban desiertos; en ellos se formaban charcos a medida que la lluvia arreciaba y el agua caía ruidosamente por desagües invisibles.

—Por aquí —indicó Charlotte, conduciendo a Jonathan a la entrada del edificio principal, donde se agacharon para pasar por debajo de la cinta amarilla de la policía que impedía el paso.

Recorrieron un silencioso corredor hasta que llegaron a la zona exterior del laboratorio principal, donde rápidamente se pusieron una bata blanca desechable, fundas de papel en los zapatos y un gorro en la cabeza.

—Mantén esto a mano, por si acaso —dijo Charlotte, entregando a Jonathan una mascarilla quirúrgica—. Si alguien apareciera de pronto, tápate la cara.

Charlotte cruzó primero las puertas de cristal en las que se indicaba: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. Se detuvo y aguzó el oído. El laboratorio parecía estar vacío. Avanzó y Jonathan la siguió entre bancos de trabajo cromados, frigoríficos, incubadoras, equipo para esterilización.

—Impresionante —observó Jonathan mientras contemplaba los espectómetros de masas, osciloscopios, microscopios electrónicos, aparatos de lo más moderno—. No es exactamente como en los viejos tiempos, cuando tu abuela tenía a mujeres chinas sentadas ante mesas de madera clasificando a mano raíces y bayas.

Se detuvo en una estación de trabajo repleta de tubos de ensayo, placas de Petri y frascos, y cogió una bolsa de plástico transparente que contenía hojas de color verde oscuro.

—Quizá debería llevarme esto.

—Eso es nuestro último éxito —explicó Charlotte, vigilando que no entrara nadie de repente—. Hierba de san Juan. Durante años Armonía ha ofrecido productos que contenían esta hierba, pero eran para el tratamiento externo de cortes y quemaduras. Sin embargo, la planta también contiene hipericina, que es un antidepresivo. Cuando leí en The British Medical Journal que las empresas farmacéuticas estaban estudiando esta hierba para emplearla en los trastornos depresivos, vi un gran mercado abierto para una preparación no medicamentosa. Así que el año pasado sacamos un nuevo producto: hierba de san Juan en forma de pastillas, útil para la ansiedad, la tensión y el insomnio.

Jonathan dejó la bolsa.

—¿Una especie de Prozac de hierbas?

—Recibimos una respuesta espectacular, mayor de la que esperábamos. No dábamos abasto a servir los pedidos. Teníamos la fábrica funcionando día y noche para satisfacer la demanda.

—Qué bien para vosotros —dijo él con voz suave, al estilo del antiguo Johnny, sus ojos oscuros irradiando admiración y elogio.

—Des también tiene mérito —dijo ella—. Lanzó una brillante campaña de marketing.

—Apuesto a que se puso insoportable. No ha cambiado. He estado observando a tu querido primo en la pantalla de seguridad.

—Desmond no puede evitar ser como es —declaró Charlotte parándose de pronto al oír un ruido—. Chist. ¿Qué ha sido eso?

Jonathan aguzó el oído.

—Ha sido un trueno —dijo. Bajó la mirada a la mano de Charlotte que se había posado en su brazo. Notó la suave presión de sus dedos a través de la manga de papel de su bata. Mientras observaba cómo sus ojos verdes recorrían lentamente el laboratorio, Jonathan dijo con suavidad—: ¿Sigues defendiendo al pobre Des, después de tantos años?

Pero ella no respondió.

Prosiguieron hasta que llegaron a una habitación de cristal protegida por una serie de puertas con carteles de peligro.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Jonathan.

—Es una de nuestras cámaras de ambiente controlado. Una zona de alta seguridad.

—¿Acceso limitado?

—Extremadamente. Además de tarjetas de identificación y un teclado que exige un código de entrada, instalamos identificación biométrica.

Jonathan se inclinó para examinar el panel de seguridad.

—Formación de imágenes infrarrojas faciales. Seguridad también hizo aquí un buen trabajo. ¿Aquí se desarrolló el GB4204?

—Y otros productos que están en diferentes fases de investigación y desarrollo.

Él hizo un gesto de asentimiento.

—Aquí hay mucho dinero invertido, y también mucho dinero futuro.

—Invitamos a algunos inversores privados.

Jonathan se volvió a ella con expresión asombrada.

—¿No es sólo dinero de Armonía?

—Necesitábamos capital.

—¿Y quién se encargó de buscar este capital?

—Adrian.

—Entonces se juega más de lo que yo creía.

—O sea que sospechas de los Barclay.

—Charlie, he sospechado de esa gente desde el día en que Adrian entró en casa de tu abuela sin llamar a la puerta siquiera y quiso saber qué diablos hacía manteniendo en nómina a empleados que no trabajaban.

—Recuerdo ese día. Adrian quería reducir el personal de la fábrica pero la abuela no quería despedir a ninguno de sus trabajadores. Algunos hacía más de treinta años que estaban con ella… ¡Espera! ¿Has oído eso?

Los dos aguzaron el oído y oyeron ruido de pasos en el corredor exterior.

—¡Por aquí! —dijo Charlotte—. ¡Date prisa! —Condujo a Jonathan hasta una puerta de metal que ostentaba el cartel de prohibido el paso y la abrió—. Por aquí llegaremos a la planta de fabricación.

—Lo que no entendí —dijo Jonathan mientras entraban con sigilo en un pasillo escasamente iluminado; la puerta se cerró tras ellos con un susurro— fue el modo en que Adrian irrumpió, sin anunciarse, como si fuera el dueño de la casa. Prácticamente me dio un empujón para que me apartara… pero entonces yo sólo tenía trece años.

—No te ofendas, trataba así a su propio hijo.

—Sí, y convirtió a ese pobre chico en un clon de sí mismo.

Jonathan decidió que dos décadas no habían servido para modificar la arrogancia que Desmond parecía ostentar, como su espléndido abrigo de cuero y gafas de sol. Quizá no podía por menos que imitar a su padre adoptivo, concedió Jonathan; al fin y al cabo, el ADN del propio Desmond era un misterio para sí mismo. El primo de Charlotte parecía un hombre absolutamente inventado por sí mismo, como Frankenstein, pensó Jonathan, una reunión de trozos y piezas que había encontrado en las revistas y películas.

Jonathan se guardó su opinión y no dijo nada a Charlotte, la cual, sospechaba, se apresuraría a defender a Desmond. Lo que realmente deseaba preguntar era: ¿Desmond sigue enamorado de ti? ¿Llegasteis a ser amantes? No era ningún secreto, después de todo, que Desmond no era primo auténtico de Charlotte, que ni siquiera era un Barclay. Jonathan se preguntaba a menudo si el tratamiento que Adrian daba a Desmond brotaba de un resentimiento oculto por su incapacidad de tener un hijo propio.

Llegaron a otra puerta, donde Charlotte se detuvo a escuchar.

—Está es la zona de visitantes —dijo con voz suave—. A veces dejamos que la visiten grupos o inversores particulares. —Empujó la puerta para abrirla y atisbo dentro—. No hay moros en la costa —dijo.

La zona de recepción de visitantes era un escaparate de los productos Armonía Biotec, con vitrinas de cristal en las que se exhibían botellas y envases, elixires, tónicos, pociones y píldoras. Jonathan dijo:

—Recuerdo cuando todo esto te avergonzaba.

—Más que avergonzarme creía que todo esto era inútil y desesperadamente anticuado —declaró Charlotte cuando llegó a la puerta de enfrente. Sacó de su bolsillo una tarjeta magnética de seguridad y se detuvo antes de introducirla en la ranura—. Dios mío, Johnny, qué arrogante era en aquella época. Recuerdo cuando volví del campamento de verano. Tenía once años y una infección en la vejiga. El médico del campamento me había dado antibióticos, pero la abuela empezó a hacerme tomar infusiones amargas para recuperar mi chi. Dijo que sufría un estancamiento en el hígado, que descendía como calor húmedo. Yo le dije que el médico me había dicho que eran bacterias. Y ella me contestó: «Tal vez, Charlotte, pero en tu cuerpo tiene que haber algo que está desequilibrado y permite que esas bacterias crezcan».

Jonathan sonrió levemente.

—¿Sabes lo que pienso? Que tú crees en todo esto.

—Claro que sí. ¡Cinco mil años de chinos sanos y longevos demuestran algo! Mi abuela era una prueba. No habría muerto a la edad de noventa y uno si no hubiera sido por accidente. Tenía más de noventa años y sin embargo se habría dicho que era veinte años más joven. Venía cada día a la fábrica, igual que sesenta años atrás. Conocía a la mayoría de empleados, sus nombres, sus familias. Por eso no utilizaba ese sistema de pantallas que le hice instalar.

—¿Sabes? —dijo Jonathan mientras observaba a Charlotte pegar la oreja a la puerta—. Nunca llegué a saber cómo murió tu abuela. Leí su necrológica, pero en ella no se daban detalles.

—Fue un accidente. Se hallaba en el Caribe siguiendo la pista de una rara hierba africana supuestamente traída por esclavos y de la que se decía poseía grandes poderes curativos.

—¿Qué sucedió?

—Viajaba a una de las islas exteriores. El barco zozobró. El señor Sung se encontraba con ella. Él fue quien trajo su cadáver a casa. —Charlotte desvió los ojos—. A su funeral asistió muchísima gente. Cientos de personas…

Demasiadas flores, pensó Jonathan. Cientos de coronas de condolencia, demasiadas para contestar dando las gracias. Pero ¿había recibido el telegrama? ¿No podía, al menos, haber contestado éste?

—¿Sabías que la abuela me dejó todas sus acciones de la empresa? Todo el mundo esperaba que las distribuyera equitativamente, sin dar a nadie el control. Sin embargo me las dejó todas a mí.

—¿Cómo reaccionaron los demás?

—Creía que Adrian iba a tener una apoplejía, allí mismo, en el despacho del señor Sung. Y Margo… bueno, la mirada que me lanzó habría congelado el infierno.

Charlotte introdujo su tarjeta en la cerradura de seguridad.

—Aquí es donde controlamos los muchos parámetros diferentes de producción utilizando sistemas de control basados en microprocesadores. Antes de instalar este sistema, nuestro control de calidad estaba sujeto a error humano. Aquí no habrá nadie. El agente Knight ha hecho despejar todos los edificios y los ha hecho sellar antes incluso de que yo llegara.

Pero ambos recibieron una gran sorpresa. Había alguien. Jonathan se colocó rápidamente la mascarilla quirúrgica.

El señor Sung se giró en redondo en el escritorio, sobresaltado.

—¡Charlotte! —Por un momento pareció nervioso. Y luego dio la impresión de que se cerraba una persiana y adoptó su actitud serena de costumbre—. Necesitaba acceder a cierta información y ese agente federal, el señor Knight, rondaba fuera de mi despacho. Tenía la sensación de que leería lo que aparecía en la pantalla de mi ordenador.

Charlotte desvió la mirada hacia el escritorio.

—¿Ha encontrado lo que necesitaba?

—Sí, Charlotte —respondió el hombre con voz suave—. Sí. —Miró al compañero enmascarado de Charlotte.

—Estoy comprobando el sistema de seguridad —explicó ella—. Me preocupaba el laboratorio de aislamiento.

—Sí, debemos protegernos —convino él. Luego inclinó levemente la cabeza e hizo ademán de marcharse.

—Señor Sung —le llamó Charlotte cuando se iba.

—¿Sí?

—¿Por qué me ha dado la caja rompecabezas?

—Era de tu madre. Ahora es tuya.

—Pero…

El hombre se marchó.

En cuanto se oyó el chasquido de la puerta al cerrarse, Charlotte se volvió a Jonathan y dijo:

—¡Me ha mentido! ¡Valerius Knight no estaba frente a la puerta de su despacho! ¡Cuando le he visto salir del edificio principal, Knight estaba hablando con Desmond en el muelle de envíos!

Charlotte miró la puerta cerrada y recordó la carta que el señor Sung había exhibido con orgullo en su despacho, enmarcada e iluminada. Estaba fechada en 1918 e iba dirigida al padre del señor Sung; en ella se le alababa por su patriotismo y americanismo. Asimismo, en el marco había un artículo de periódico amarillento de ese mismo año que informaba de que un inmigrante chino de San Francisco había puesto a su hijo el nombre del presidente estadounidense. La carta iba firmada por el presidente Wilson. El recién nacido objeto de la noticia era Woodrow Sung.

—¿Confías en él? —preguntó Jonathan.

—Era el amigo íntimo de mi abuela y fue su asesor durante muchos años. Sí, confío en él. Pero hay algo…

—¿Qué?

—No lo sé. Sólo es una sensación. Jonathan, el año pasado fui a Europa en un viaje de fabricantes farmacéuticos. Estuve un mes fuera, y cuando regresé… —meneó la cabeza—, no sabía por qué, ni lo sé todavía, pero tuve la extraña sensación de que la actitud del señor Sung hacia mí había cambiado. Le conozco de toda la vida, pero juraría que cuando regresé era diferente.

—¿En qué sentido? ¿Para bien o para mal?

—Simplemente… era diferente.

Jonathan consultó su reloj.

—Será mejor que nos demos prisa.

Atravesaron el pequeño despacho hasta el gran ventanal que daba a una amplia planta de fabricación, embotellado y envasado, los enormes tanques de acero, tuberías de metal, cintas transportadoras, carretillas elevadoras, paredes y suelos inmaculadamente limpios y brillantes. Reinaba en el lugar un silencio fantasmal, aunque todas las luces estaban encendidas y las botellas esperaban en sus tanques.

—¿El proceso de fabricación está muy automatizado? —preguntó Jonathan mientras dejaba su bolsa negra sobre el escritorio.

—Hay un panel de hardware especializado que lee la base de datos; esto es lo que controla la maquinaria.

Jonathan se puso manos a la obra abriendo compartimentos de la bolsa y sacó varios discos blandos.

—¿Y quién lo hace funcionar?

—El técnico principal. Lo primero que hace es entrar en el ordenador y leer la orden de producción del día. Después programa por ejemplo doscientas botellas de Loto Dorado. Luego o él o su ayudante bajan a la maquinaria donde hay paneles con controles sensibles al tacto. Teclea el número de orden del lote para que quede impreso en las etiquetas y luego oprime el botón «Adelante». La cinta transportadora se pone en marcha y el producto es introducido en cada botella, en este caso, vino Loto Dorado, que ya estaría en las cubas de arriba. Después se tapan y etiquetan automáticamente. Y por fin se llevan a Envíos, donde se meten a mano en cajas y se envían.

—Supongo que hay puntos de comprobación de vez en cuando.

—Sí, la primera botella de Loto Dorado se saca y se lleva al laboratorio para ser analizada por espectrometría de masas que produce una signatura de la estructura molecular. Esto se compara con la base de datos principal para ver si hay alguna irregularidad. Si hay alguna anomalía, el lote se detiene y el sistema se apaga.

—¿Y este análisis queda grabado?

—Cada fase de la fabricación se graba y se comprueba. Así que, ya ves, sería bastante difícil manipular el producto en esta etapa. Esas cintas transportadoras se mueven deprisa, y como puedes ver desde aquí, las botellas no están al alcance de la mano. Aunque alguien lograra acercarse lo suficiente para echar algún producto químico, los demás le verían. Y de todos modos, el dedo le quedaría machacado, sin duda.

Jonathan miró el reluciente metal sobre las cubas situadas a considerable altura.

—¿Qué es lo que precede a todo esto, antes de que empiece el embotellamiento? Supongo que hay algún equipo nocturno que efectúa alguna clase de limpieza y preparación para la mañana, ¿no?

—Todas las cubas y tuberías se limpian cada mañana. Se toma nota de la cantidad de producto que ha quedado en ellas. Esto se hace para volver a llenarlas. Los niveles de rellenado se basan en los factores a granel, no en lo que ha entrado en las botellas.

Jonathan se sentó ante el escritorio, puso el ordenador en marcha y conectó la pantalla.

—¿Quién efectúa el rellenado? ¿El técnico principal?

—No, de eso se ocupa otro.

—¿Y la entrada y salida de todos los suministros se controlan y registran?

—Hasta la última gota. En el caso del Loto Dorado, por ejemplo, encargamos tintura de valeriana a una empresa de suministros médicos. Pongamos por ejemplo que recibimos setenta y cinco litros, que van a la cuba para ser mezclados con otros compuestos de hierbas. Calculamos qué cantidad se embotelló, lo sumamos a lo que queda en la cuba y lo que se derrama y salen setenta y cinco litros. Desde que tuvimos problemas de robo unos años atrás, instalamos un procedimiento doble de comprobación. Da cuenta de cada gota.

Cuando de pronto retumbó un trueno, lo que hizo que las luces parpadearan, Jonathan dijo:

—Será mejor que copie estos archivos mientras aún tenemos luz ¿Quieres entrar en el sistema, por favor?

Se levantó y le ofreció la silla.

Charlotte se sentó ante el ordenador y, utilizando su identificación y contraseña, accedió a los ficheros de producción. Se puso en pie y Jonathan ocupó su lugar. Entonces emitió un silbido.

—Armonía produce muchos productos: Dicha, vino Loto Dorado y ¿cuál era el otro?

—Bálsamo Inteligencia Hermosa.

Introdujo un disco en el drive a y mecanografió las órdenes que empezarían a cargar los datos.

—Vigila —dijo mientras escribía—. Si nos pillan pasaremos apuros para explicarnos.

Mientras Jonathan consultaba su reloj para poner la hora, vio la hoja de papel que colgaba junto al escritorio, en el que aparecía la anotación de la producción del día: Fórmula 8, Las ocho hierbas celestiales. Y eso le hizo recordar que Charlotte le había explicado mucho tiempo atrás, mientras se hallaban sentados en su salón de té favorito en Chinatown y devoraban cerdo con setas, que el ocho era el número chino de la suerte.

—A los chinos les encantan los homónimos —había explicado ella, y Jonathan sonrió ahora al recordarlo porque él le había preguntado qué clase de comida era aquello y ella se había echado hacia atrás su largo cabello y había prorrumpido en risas, de modo que los demás clientes levantaron la mirada de su arroz con fideos y pusieron ceño—. Un homónimo es una palabra que suena igual que otra, Johnny. Y si una palabra suena igual que otra, y es una palabra de la suerte, entonces la otra palabra también lo es.

—Parece una tontería —había bromeado él.

—En cantonés, «ocho» es baat y en mandarín es pa. Las dos suenan como faat, que significa prosperidad. Así que si tu dirección o número de teléfono tiene un ocho, eso da buena suerte. Aún más si hay dos ochos, porque entonces es como si dijeras «prosperidad y más prosperidad». ¿Lo entiendes?

—Tú ya no eres china —dijo ahora en voz alta.

Charlotte le miró sorprendida.

—¿A qué viene eso?

Él meneó la cabeza.

—Sólo estaba pensando.

—Bueno, nunca he sido china.

—Sí, lo eras. Cuando eras joven, cuando éramos amigos en San Francisco, tú eras china, Charlotte. Recuerdo que cuando veías alguna acción que no te gustaba, soltabas: «Chow ma!». ¿Eso no significa «positivamente vergonzoso» o algo así? Y cuando te llevé a mi casa y viste mi habitación, me hiciste cambiar la cama de sitio porque dijiste que estaba en la posición «de la muerte». Y me hiciste cubrir el televisor con una tela negra porque dijiste que de lo contrario perturbaría mi espíritu mientras durmiera.

Ella se paseaba por la pequeña habitación de control, vigilando la puerta y la pantalla de seguridad instalada encima.

—Era por influencia de mi abuela. Ya lo he superado.

—Y ahora eres ciento por ciento estadounidense —dijo él con voz suave y tono irónico.

Jonathan mantuvo los ojos sobre Charlotte un momento más y luego desvió la mirada. Los recuerdos se agolpaban en su mente a velocidad vertiginosa. No esperaba este torrente del pasado. Cuando había oído la noticia, a través de sus fuentes internas, de la tercera víctima de un producto Armonía, no se lo había pensado dos veces; preparó una bolsa de viaje, recogió el equipo informático que siempre tenía preparado para las emergencias e informó a su casera y a su secretaria de que iba a estar fuera unos días. A Adele, su esposa, la telefoneó desde el avión, dándole el mismo mensaje sin entrar en detalles. Ella había acogido la noticia con el mismo aplomo que su casera y su secretaria. En otro tiempo había sido motivo de disputas en su matrimonio, las partidas súbitas de Jonathan por asuntos secretos. Pero Adele se había acostumbrado a ello.

—Avísame cuando estés de vuelta —se había limitado a decir.

Durante el vuelo Jonathan había repasado lo que sabía de las empresas farmacéuticas y sus necesidades especiales en cuanto a seguridad informática, esbozando un análisis del perfil de seguridad hecho a medida por si acaso el sistema de Armonía hubiera sido invadido. Pero no se había permitido pensar en Charlotte, no había dejado que los recuerdos se infiltraran entre los pensamientos de espionaje industrial y algoritmos de codificación. Al concentrarse en la lista de comprobación que había hecho aparecer en la pantalla de su ordenador portátil, había sido capaz de mantener a Charlotte lejos de su mente. Incluso cuando por fin se habían encontrado cara a cara, dos horas antes, había logrado mantener levantadas las barreras. Se encontraba allí para realizar un trabajo. De acuerdo, no le habían contratado, no le pagaban, en realidad se trataba más bien de un favor… pero en lo general no había nada más que el hecho de que él y Charlotte en otra época habían sido amigos.

«¡La abuela está taaaaaaaan preocupada!».

La voz, de veinte años atrás, le pareció tan nítida y fresca como si la Charlotte de dieciséis años estuviera allí de pie en la cabina de control con él. Tuvo ganas de decirle al fantasma: «Déjame en paz». En cambio oyó su propia voz a los dieciséis años diciendo: «¿Qué ocurre, pues?», con el acento de las Highlands que aún no se había quitado de encima.

—¡Son estos nuevos códigos de área! La abuela acaba de descubrir que el de San Francisco es el 415.

Se encontraban en el santuario secreto de Charlotte, uno de los lugares a los que iban cuando necesitaban escapar del mundo. Ella le había llevado allí por primera vez cuando tenían trece años, cuando él había visto a unos muchachos siguiendo a Charlotte por la calle gritando: «¡China, china, mandarina!» y arrojándole piedras y excrementos de gato con honda. Charlotte mantenía su dignidad, caminando con la cabeza alta, las lágrimas resbalándole por las mejillas, pero Jonathan corrió para vérselas con los tres, allí mismo; derribó a dos e hizo huir al tercero. Él recibió un corte en una ceja y Charlotte le llevó a su casa, tal como había hecho unas semanas antes, cuando le había dado limonada y le había dicho que su madre también había muerto. Le llevó a la cocina y le lavó la herida y luego le mostró su santuario privado, donde sólo ella entraba.

Así pues allí estaban, tres años más tarde, aquel día de 1973 cuando tenían dieciséis años y Charlotte contaba cuan preocupaba estaba su abuela porque el código de zona de San Francisco era el 415.

—El cuatro es el número más desafortunado para los chinos. Suena como la palabra que indica «muerte», por eso los chinos nunca, nunca, utilizan el número cuatro. Aii-yah, ¡está escribiendo cartas a los congresistas y a los senadores y al presidente Nixon!

Mientras ella hablaba él se había sentado; observaba como un bobo el modo en que el viento le alborotaba el cabello, cómo el sol se derramaba sobre su suave piel. El lugar secreto de Charlotte era un jardincito en el tejado de la mansión de su abuela, donde alguien había construido, mucho tiempo atrás, un frágil mirador. Ahora estaba repleto de plantas en macetas y diminutos árboles e incluso una fuente para pájaros que Charlotte mantenía llena de agua: desde allí se veía el puente del Golden Gate, la bahía, la ciudad y el límite del mundo.

Después de la primera vez, cuando tenían trece años y Charlotte le había preguntado tímidamente: «¿Quieres ver mi lugar secreto?», Jonathan le había devuelto la deferencia mostrándole su santuario particular; ella era la única persona que había ido allí, y jamás olvidaría la expresión de asombro en el rostro de Charlotte cuando lo vio por primera vez.

Igual que, pensó ahora oscuramente, jamás olvidaría otra expresión de asombro en su rostro dieciséis años más tarde, la última vez que se habían visto, cuando él se encontraba en San Francisco para realizar un trabajo secreto para la Agencia de Seguridad Nacional. Se había marchado esperando reparar la ruptura que se había producido entre ellos seis años antes, después de que él hubiera pasado un año —1981— en el MIT, el año en que su mundo se había hecho añicos.

—Necesito mi libertad —le había dicho ella por teléfono.

Él creía que se casarían, aquel nefasto año de 1981. En cambio, ella necesitaba ir a su aire. Y así, seis años más tarde, cuando él había montado a propósito una operación para poder estar en San Francisco —la excusa que precisaba para verla a ella— esperaba que hubiera cambiado de opinión, que quisiera estar con él.

Pero ella le abandonó.

—¿Johnny?

Parpadeó. El restaurante italiano y la expresión de asombro de Charlotte se desvanecieron. Ella le estaba mirando con el entrecejo levemente fruncido; aún llevaba la bata de papel y el gorro también de papel en la cabeza.

—¿Cómo va eso? —preguntó, como si hubiera tenido que repetirlo.

—La información va a su propio ritmo —dijo él con dificultad, la garganta atenazada por los recuerdos. Aquel día había estado a punto de correr tras ella. Había estado a punto de gritarle: «Dime que no me case con ella, Charlie. Dime que eres tú con quien debería casarme». Pero se había quedado sentado, desconcertado, dolido, sin darse cuenta de la gran traición que estaba a punto de tener lugar.

—He dejado el juego del espionaje —le había dicho antes, cuando se hallaban en el invernadero, enterrando el arma. Ella había parecido perpleja. ¿Cómo podía no saber cuáles habían sido las consecuencias de su traición?

Charlotte tenía la vista fija en la pantalla de seguridad cuando de pronto apareció una figura y entró en el laboratorio. Era Knight.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Charlotte—. ¡Y viene hacia aquí!

Jonathan se apresuró a apagar la pantalla y se puso en pie.

—¡Por aquí! —indicó ella, y rápidamente se metieron en un armario de limpieza donde las escobas, fregonas y cubos dejaban poco espacio.

—Reza para que el sistema no decida hacer ninguna desfragmentación —susurró Jonathan vigilando la puerta.

—¿Por qué?

—Knight lo oiría y sabría que el ordenador está funcionado.

A través de la rendija de la puerta vieron que Knight entraba, con el impermeable goteando, reluciente su cabeza desnuda. Miró alrededor, deteniendo los ojos en la pantalla oscura.

Charlotte sintió latir su corazón en los oídos. ¿Oiría él el zumbido del ordenador debajo de la mesa?

Jonathan también vigilaba ansioso a Knight, pero sus pensamientos se hallaban en otra parte. Charlotte estaba muy cerca de él, casi tocándole, inundándole con el perfume de su champú y crema corporal, el sutil y delicado perfume de la Colección de Primavera Armonía.

—¡Jonathan! —susurró ella de pronto. E hizo una seña con la cabeza en dirección al escritorio, donde en el suelo, junto a la silla, se encontraba el estuche negro del ordenador de Jonathan.

—¡Por Dios! —exclamó él. Su mente no estaba por lo que hacía. Jamás habría cometido semejante error.

—Si lo ve…

Ambos contuvieron el aliento, Charlotte muy cerca de Jonathan. Él le rodeó la cintura con el brazo mientras observaban a Knight que examinaba lentamente la sala de control, recorriendo con la mirada los escritorios, las pantallas, los paneles de control. Cuando se acercó al gran ventanal de vidrio para supervisar la planta de fabricación, su pie izquierdo por poco no golpeó el estuche del ordenador.

Charlotte procuró mantener la calma, diciéndose que ella era la propietaria de esa empresa, que tenía derecho de estar allí, que también tenía derecho a contratar a un asesor externo. ¿Por qué se sentía como una delincuente? Era Knight. Si hubiera sido cualquier otra persona, quizá le diría lo que sabía. Pero no confiaba en ese hombre. En especial después de que él y Margo aparecieran juntos en actitud tan amistosa.

Sintió el brazo de Jonathan en torno a su cintura, sintió el calor de su cuerpo que le traspasaba la bata, la falda y la blusa. Tenía ganas de apoyarse en él, descansar unos momentos en su fuerza. Pero en una ocasión lo había hecho y él se había apartado para dejarla caer.

Charlotte volvió la cabeza levemente, para mirar a Jonathan y casi por instinto él se volvió para mirarla a ella; sus rostros estaban a pocos centímetros de distancia, cada uno de ellos capaz de ahondar en los ojos del otro. De pronto la pequeña habitación se convirtió en un vórtice de ardientes pasiones y vehementes recuerdos. El brazo de Jonathan se apretó en torno a la cintura de Charlotte; ésta contuvo el aliento. Olvidaron a Valerius Knight, a la bolsa negra en el suelo, al ordenador, a la planta embotelladora, al mundo entero… todo se desvaneció cuando Jonathan y Charlotte conectaron por un fugaz y electrizante momento.

Él inclinó la cabeza, ella alzó los labios.

Y entonces oyeron que la puerta exterior se cerraba. El momento se quebró, se separaron.

—Se ha ido —dijo Jonathan, y se apartó de ella para regresar junto al ordenador.

Mientras Jonathan rescataba su disco y desconectaba el ordenador, Charlotte logró recuperar el aliento. De pronto sintió necesidad de decir algo, de llenar el silencio creado por sus antiguas pasiones, de devolver a ambos a la realidad.

—Has hecho un largo viaje —dijo—. ¿Estás cansado o tienes hambre?

Él levantó la vista hacia ella. Abrió la boca, vaciló, y dijo:

—No es nada que el café directo a la vena no pueda curar.

—Iré a la cafetería. Todavía quedan muchos empleados allí, al menos para cenar antes de ir a su casa bajo la tormenta. Esta noche hay sopa de salmón ahumado —añadió con una débil sonrisa—. Mejora las funciones nerviosas.

Jonathan la miró a los ojos y ella le sostuvo la mirada, y de pronto fue la antigua Charlotte, hablando como su abuela.

Se apresuraron a regresar al museo, corriendo bajo la lluvia, agachándose en un punto para cruzar una puerta cuando de pronto apareció un policía con un impermeable amarillo. En el despacho de la abuela de Charlotte les esperaba un mensaje electrónico:

Miles de personas, Charlotte. Miles de personas van a morir. Anuncia esa rueda de prensa. Hablo en serio.

—Pero ¿cómo? —exclamó Charlotte—. ¿Cómo lo hará?

—Nos lo hará saber cuando sea oportuno. Esta clase de tipos jamás se resisten a fanfarronear.

Cuando Jonathan volvió a estar situado ante el ordenador, Charlotte se quedó con los brazos en jarras.

—¡No puedo creer que estemos a merced de este maníaco! He trabajado mucho para sacar adelante esta empresa. ¡Maldita sea! ¡Encuéntrale!

—Lo haré, no te preocupes —dijo Jonathan mientras sus dedos volaban sobre el teclado—. Estos registros de producción irán muy bien.

Charlotte contempló la ancha espalda de Jonathan mientras trabajaba, el modo en que su cabello se le rizaba sobre el cuello de la camisa. Casi percibía la energía de su cuerpo, como si irradiara y llenara la habitación. Y se dio cuenta de que en la larga y apasionada historia que habían vivido juntos, sus altibajos, sus alegrías y tristezas compartidas —incluso su separación, que se hizo mil añicos como el móvil de campanillas— había existido una constante: que la mera presencia de Jonathan siempre le hacía sentirse mejor.

Había acudido en su ayuda sin que siquiera se lo hubiera pedido.

Tratando de no hacer hincapié en el hecho de que, aunque ella había telefoneado a Forest casi tres horas atrás para darle la espantosa noticia, él aún tenía que llamar para saber cómo le iba a Charlotte, se acercó a la puerta y miró hacia el interior del museo.

—No sabía que los padres de mi abuela no llegaron a casarse —dijo en un murmullo—. Ni que mi abuela y su madre habían sido proscritas, ni que mi bisabuelo jamás regresó a Singapur. Johnny, mi abuela vino a Estados Unidos sola, cuando tenía dieciséis años. En busca de su padre.

Jonathan mantenía la vista fija en el teclado.

—¿Le encontró?

Charlotte desvió la mirada hacia las vitrinas de cristal, que alojaban polvorientos recuerdos de una historia olvidada, yendo a descansar su mirada en un maniquí vestido con un cheongsam de seda de color espliego, un ajustado vestido, largo hasta la rodilla con cuello mandarín y falda con abertura.

—No lo sé. Me pregunto si lo logró…