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Singapur, 1924

Vimos el último barco entrar en el puerto, observamos a los pasajeros bajar por la pasarela, cruzar la aduana y dispersarse. Mi madre se volvió hacia mí y me dijo:

—Es la última vez que vengo al puerto, Armonía. No vendré más.

Mi madre había visitado el puerto cada día durante diecisiete años.

Después de nacer yo, acudía conmigo en brazos; miraba los barcos que entraban en el puerto mientras aguardaba el regreso de su amado Richard. Él le había prometido que regresaría. Ella jamás perdió la esperanza de que algún día lo hiciera.

Cuando supe andar, me cogía de la mano y me llevaba allí para ver los veleros con sus imponentes velas y mástiles, los barcos con las humeantes chimeneas y ensordecedoras sirenas. Ocupábamos el lugar de costumbre en el muelle, donde resultábamos una imagen familiar a los pescadores y trabajadores de los muelles, ejercitábamos nuestros ojos mirando hacia el horizonte, como dos faros gemelos, observando los buques de carga, transatlánticos, yates privados, barcos de guerra, juncos y remolcadores abrirse paso en las verdes aguas. Llevábamos humildes comidas a base de gachas de arroz y cabezas de pescado y examinábamos el rostro de todos los pasajeros que descendían al muelle; escudriñábamos las caras de los que se quedaban junto a las barandillas, si el barco se dirigía a otro puerto. Mi madre preguntaba a los que pasaban por su lado si conocían a un viajero estadounidense llamado Richard que regresaba a Singapur. Iba a la aduana, la oficina de pasaportes, al despacho del director del puerto y les preguntaba. Todos se mostraban muy amables, pero respondían: «No».

Ella jamás perdió la esperanza. Incluso cuando sus pies empezaron a deteriorarse por tanto andar y estar de pie, pues no podíamos pagarnos un carro de culi, mi madre efectuaba su viaje al puerto. Yo me convertí en su bastón, su mano se apoyaba sobre mi hombro a medida que yo crecía y me hacía más fuerte y ella empequeñecía y se encorvaba, aunque no era anciana. Por la noche le cambiaba los vendajes, le quitaba la piel podrida y le bañaba los pies en aceites de dulce perfume.

Ese día, pocas semanas después de mi decimosexto cumpleaños, habíamos ido al puerto por última vez porque mi madre ya no podía efectuar el viaje.

Dijo:

—La diosa me visitó anoche en mis sueños, Armonía, y me dijo que pronto moriré. Es hora de que abandones Singapur, hija mía, y vayas en busca de tu nueva vida.

Yo sabía que este día llegaría. Sabía que mi destino era abandonar mi lugar de nacimiento. Pero aun así protesté.

Ella replicó:

—Aquí no hay futuro para ti. Una vez yo haya muerto te quedarás sola, la hija ilegítima de una proscrita. Ya sabes lo que eres aquí, Armonía —añadió con gran desdicha.

Yo conocía la despreciable palabra que me describía: stengah, que en malayo significaba «pequeño whisky». Literalmente significaba «mitad», pues era euroasiática, la más inferior de las castas sociales.

—En América será diferente —me dijo mi madre—. Allí te aceptarán. —Singapur es como China, explicó, donde nacer niña ya es una penalidad. Pero si nace de una proscrita, una chica no tiene ningún futuro—. En América puedes cambiar tu suerte. En América el hijo de un granjero puede llegar a ser rey. Y una hija ilegítima puede ser respetada.

Yo no podía imaginar cómo sería eso.

Había crecido invisible. Éramos «no personas», la mujer proscrita que en otro tiempo había sido la amada primogénita de un erudito y su Primera Esposa; y su hija ilegítima, concebida por un extranjero. No pertenecíamos a ninguna parte, no teníamos familia, ni clan, ni antepasados. Ninguna casta nos aceptaría, y como todo el mundo tiene que mirar por encima a alguien, nosotras éramos el nivel social más bajo, justo por encima de los mendigos y los leprosos.

Por fin mi madre dio la espalda al puerto y a sus barcos y dijo:

—Iremos a casa a hacer los preparativos.

Mi madre y yo vivíamos en Malay Street, apodada el Callejón de la Sangre de Singapur. Aquí, entre las tiendas al aire libre, los puestos de bebidas, las galerías de tiro y burdeles, se hallaba lo peor del crimen de la isla, y también lo mejor de sus diversiones. Aquí se podían encontrar teatros chinos llenos de vendedoras y muchachos que se ganaban la vida trabajando de culis, o artistas de la pantomima actuando en la calle, o bien encantadores de serpientes indios haciendo salir una cobra de una cesta al son de su flauta.

En una pequeña habitación encima del burdel de Abdul Salah, mi madre y yo preparábamos las medicinas que administrábamos o vendíamos. Aprendí de mi madre el secreto del tónico Loto Dorado, llamado así por la dama Loto Dorado, una poetisa que vivió en el siglo XI. Se decía que había recibido la receta de un espíritu del agua: ella lo bebía cada día y vivió ciento veinte años; tuvo su último hijo cuando tenía más de sesenta. El tónico, una mezcla mágica de las hierbas adecuadas recogidas durante las fases correctas de la luna y año, actuaba sobre el sistema reproductor, además de aportar vitalidad al corazón, hígado, cabello y estado mental. Las ventas de nuestras botellitas de Loto Dorado nos procuraban un techo sobre nuestras cabezas y arroz para nuestros tazones.

Las principales clientas de mi madre eran las prostitutas, que acudían a ella en busca de cremas anticonceptivas, infusiones para restaurar la menstruación, hechizos contra las enfermedades de los marineros, afrodisíacos para ellas y sus clientes, tabletas para gozar de resistencia, cera para el pene. Mi madre también les adivinaba el futuro, les decía cuándo estaban embarazadas y las escuchaba, además de proporcionarles hierbas y consejos.

Pero también tenía otros pacientes. Como ya no era la hija de un noble, mi madre no se veía limitada a efectuar vendajes de pies y labores de comadrona. Ahora también trataba a tenderos y a sus esposas, a pescadores, a trabajadores del puerto, herreros, prestamistas, vendedores de opio, balseros del puerto, albañiles y tejedores de cestas, así como a mendigos, vagabundos y ladrones. De vez en cuando algún blanco buscaba en secreto los servicios de mi madre; refinadas damas de clase alta acudían a ella en busca de los mismos consejos, curas y compasión que las prostitutas de casta inferior.

Al convertirse en una proscrita, mi madre también había abandonado las reglas que antes regían todos sus actos. Desafió a la tradición y las leyes de nuestros antepasados y no me vendó los pies. Cuando yo tenía dieciséis años, vendar los pies estaba fuera de la ley, y por eso ahora sólo las mujeres más ancianas avanzaban con diminutos pasos por las calles de Singapur, como mi madre hacía, apoyando las manos sobre mi hombro, caminando como si cruzara un río pisando inseguras piedras.

Me envió a la Escuela Misionera Cristiana, donde aprendí inglés y modales occidentales. Cada noche regresaba a casa, a nuestra habitación sobre el burdel; le hablaba a mi madre en inglés y le enseñaba a beber té con leche. Mi madre me hablaba en chino y me enseñaba feng shui. En la misión las damas inglesas me enseñaron a jugar al fútbol; en casa, mi madre me enseñó a comportarme con recato. Aprendía a comer helado durante el día y pastelillos chinos por la noche. Rezaba a Jesús los domingos y a Kwan Yin los demás días. Celebraba la Navidad y el Festival de los Fantasmas. Aprendí a bajar los ojos al modo chino y a alzar la barbilla al modo estadounidense.

Pero, sobre todo, mi madre me transmitió el antiguo arte de la curación. Me enseñó a anotar cuidadosamente en un libro la fórmula de cada medicina, en caracteres chinos y en inglés: «Para el vacío de yin: una parte de raíz de sha shen, tres partes de fruto de Symphoricarpos occidentalis, dos partes de concha de tortuga en polvo. Hervir a fuego lento, no dejar que el vapor suba demasiado deprisa».

También me hablaba de la armonía del yin y el yang.

—El yin es oscuro, húmedo, está simbolizado por el agua y la luna. El yang es brillante, cálido, está simbolizado por el fuego y el sol.

Cuando yo le señalé que el yang era superior, mi madre me dijo:

—¿Alguna vez has visto que el fuego extinga el agua? Con el tiempo, el agua desgasta la más dura de las rocas. ¿Podrías decirme cuál es superior?

Y ahora, en este día que iba a ser nuestra última visita al puerto, mi madre dijo:

—Tu educación es completa. Ahora puedes salir al mundo.

Llegamos a Malay Street y nos detuvimos en un puesto de comida donde mi madre gastó preciadas monedas en tazones de arroz con gambas al curry, que comimos de pie en el puesto mientras los trabajadores del puerto y culis se acuclillaban en el bordillo, metiendo deprisa fideos y bolitas de masa hervida en sus hambrientas bocas. Mi madre lo hizo como algo especial, pues era un lujo que apenas podíamos permitirnos. Y cuando hubo comido un poco, se quejó de que estaba llena, incluso se quejó a la vendedora de que nos había dado demasiada comida, y entonces mi madre vació su tazón en el mío, dándome su gruesa gamba intacta y la parte más húmeda de su arroz.

—Necesitas fuerzas, Armonía —dijo—, pues te espera un largo viaje.

Cuando terminé de comer, disfrutando de la rara invitación, la vendedora me dio una papaya grande diciendo:

—¡Sin pagar, sin pagar! Regalo para ti. Aii-yah! —declaró la mujer a mi madre—. ¡Tu medicina hizo milagros! Mis dos bebés, no más tos, duermen toda la noche. ¡Ven a ver!

Nos mostró la cuna para mellizos. Se hallaba vacía porque sus bebés habían muerto veinte años atrás durante una epidemia de gripe. Sus vecinos y clientes creían que era más bondadoso seguirle el juego que obligarla a ver la verdad, y por eso una vez a la semana mi madre le daba una botella de tónico para que lo mezclara en el biberón de los bebés.

—Recuerda esto, Armonía —me dijo mi madre, y comprendí que me estaba enseñando una última lección.

Pero antes de llegar a casa, este último día que fuimos al puerto, mi madre me dijo:

Aii-yah —con voz suave, apoyándose en mí—. No puedo más, me duelen mucho los pies.

La conduje a la sombra, para que pudiera descansar recostándose en una pared.

Mientras esperábamos, mientras yo observaba a los peatones que pasaban por delante de nosotras —mujeres chinas que realizaban sus compras, mujeres malayas que reían, hombres árabes que paseaban, ingleses apresurados— un caballero alto y de porte digno se detuvo ante nosotras.

Aunque era chino, llevaba la americana blanca y los pantalones tropicales blancos de un inglés respetable, con unas pequeñas gafas redondas sobre unos ojos que parecían inteligentes, y en la cabeza el tipo de sombrero que el reverendo Peterson, de la Misión, llevaba para proteger su blanca piel del sol. El caballero nos contempló unos instantes, y luego hundió la mano en el bolsillo y sacó una moneda.

Para mi gran vergüenza comprendí que nos tomaba por mendigas.

Pero cuando miró a mi madre se detuvo. Sostuvo la mirada un largo momento y después, con una expresión en los ojos que yo al principio no comprendí, guardó la moneda en el bolsillo y prosiguió su camino.

—¿Por qué no te ha dado la moneda? —pregunté, aunque sabía que mi madre de todos modos la habría rechazado.

—Para preservar mi dignidad —respondió ella, siguiendo con los ojos la alta figura del hombre hasta que desapareció en la multitud—. Ser mendigo, Armonía, cuando has sido la hija de un noble, es una pérdida peor que la muerte.

—Pero ¿por qué se ha parado?

—Ha reconocido que mi necesidad de honor era más grande que mi necesidad de dinero.

—¿Cómo ha podido saberlo?

—Porque, Armonía, ese hombre era tu abuelo… mi padre.

Fue entonces cuando conocí la verdadera historia del sacrificio de mi madre. Me la contó entonces, mientras lentamente nos encaminábamos hacia nuestra pequeña habitación de encima del burdel de Malay Street.

Diecisiete años atrás, cuando Mei-ling volvió a la habitación sobre la tienda de sedas de la señora Wah y descubrió que el extranjero se había ido y ella llevaba una vida en su vientre, sabía que podía ir a casa a suplicar misericordia a su padre. Quizá su corazón se hubiera conmovido y le habría permitido esconderse; mi madre habría podido seguir viviendo en la casa que tanto amaba y quedarse allí hasta que su estadounidense regresara por ella. Pero Mei-ling no podía llevar la deshonra a su padre.

En cambio presenció su propio funeral.

Envió a su vieja criada a la casa de Peacock Lane a comunicar que su joven ama había caído a la bahía mientras trataba de rescatar a un niño que se ahogaba. La criada había sobornado a trabajadores del puerto y culis para que declararan que también ellos habían presenciado el heroico acto. El padre, según contó a Mei-ling la criada cuando regresó, se había sumido en un estado de profunda tristeza, pues quería a su hija, y había celebrado un gran funeral por ella, aunque el cuerpo jamás se recuperó. Mei-ling lamentaba causar semejante dolor, pero sabía que sería menor que el que le causaría la verdad: una hija muerta con honor era mejor que una hija viva sin honor.

Entonces comprendí la expresión en los ojos del caballero cuando miró a mi madre, al principio con vaga confusión, después con asombro, y después con admiración, pues cuando me vio y reconoció mis facciones —al fin y al cabo, yo era su nieta— cayó en la cuenta de lo que había hecho Mei-ling y de su sacrificio para salvar el honor de la familia.

Cuando hubo terminado de contarme esta historia asombrosa, habíamos llegado a nuestra habitación de Malay Street. Un hombre nos estaba esperando. Le reconocí de la Misión. Traía un paquete del reverendo Peterson: los papeles que tenían que llevarme a Estados Unidos, todos ellos sellados oficialmente por el cónsul estadounidense en Singapur. Incluso tenía un certificado de nacimiento como era debido, en el que se indicaba que mi padre era ciudadano estadounidense. Esto era así porque mi madre se había enterado por el reverendo Peterson de que existe una ley en aquel país que decía que los hijos de estadounidenses, sin importar en qué parte del mundo hayan nacido, eran ciudadanos de Estados Unidos. Cuando vi el certificado de matrimonio de Mei-ling y Richard, mi madre dijo:

—Tu padre y yo estábamos casados, Armonía. En nuestros corazones estábamos casados. El reverendo Peterson es un hombre bueno que comprende la difícil situación de las mujeres. Con estos papeles, que he tardado muchos años en obtener y me han costado muchos favores, Armonía, y dinero, las puertas de la Montaña de Oro se te abrirán.

La Montaña de Oro… el nombre de la tierra situada en la orilla oriental del océano.

Pero mi madre exclamó cuando examinó los papeles:

Aii-yah! ¡Hay un error! Han cambiado el año de tu nacimiento.

Miré los papeles y vi que tenía razón. Todos decían que había nacido en 1906 en lugar de 1908.

—¡Tú eres Dragón! ¡Te han hecho Tigre! ¡Esto trae mala suerte! Avanzarás confundida, yendo de acá para allá. El Dragón es feliz y afortunado y encuentra un buen marido. El Tigre carece de precaución y no tiene paciencia, jamás encontrará marido. —Meneó la cabeza con aire triste—. No se puede hacer nada. Es demasiado tarde para pedir papeles nuevos. Ahora tienes dos años más. Deberás recordarlo el resto de tu vida.

Y así, por un extraño giro del destino, iba a vivir para siempre dos años en el futuro.

—Tráeme la diosa, Armonía —dijo por fin cuando el último resplandor del sol desapareció de nuestra ventana cerrada con persiana y el humo de las cocinas ascendía y nos recordaba una vez más el hambre. Le llevé la diosa y también un cuchillo, pues disfrutaríamos de la papaya que nos había regalado la madre de los gemelos fantasma.

Cuando yo era muy niña mi madre me había enseñado a hablar con Kwan Yin, la Diosa de la Misericordia, y a encender palitos de incienso para que el humo transportara nuestras plegarias al cielo. Pero esa noche no rezamos a Kwan Yin. En cambio, cuando saqué la pequeña estatua de su altar, donde había estado siempre, que yo recordara, mi madre cogió la figurita de porcelana y me dijo:

—Ahora voy a contarte un secreto.

Mi madre repartía secretos como el reverendo Peterson repartía caramelos. Así que escuché con ambos oídos, igual que solía recibir los caramelos con ambas manos.

—La diosa nos ha protegido bien, Armonía. Cuando tu padre se marchó, me dejó sin dinero, sólo su anillo. No podía regresar a la casa de tu abuelo chino. ¿Qué iba a hacer? Una semana después de que tu padre me abandonara, recibí una visita en aquella pequeña habitación sobre la casa de la señora Wah. Era del Banco de Londres, de Orchard Road. Me pidió que me identificara, y cuando lo hice, me entregó un sobre. En él había dos cartas. La primera estaba sellada. Contenía una nota de tu padre y estaba escrita en papel del banco. Escribía deprisa, decía, porque tenía que subir al barco. Había abierto una cuenta bancaria para mí. Me decía que lo había hecho en secreto, por razones que me explicaría cuando regresara para casarse conmigo. Pero dijo que la cuenta era mía y que hiciera lo que quisiera con el dinero. La otra carta era del director del banco y en ella me indicaba el número de mi cuenta y la suma de dinero que había sido depositado. Se trataba de una cantidad elevada.

»Aquel mismo día fui al banco, cuando tú sólo tenías seis semanas en mi vientre, y retiré todos los billetes y los cambié por dinero que no se quema. Mira. —Dio la vuelta a la estatua y me enseñó un agujero en la base que había sido tapado con cera—. Ábrelo —me dijo.

Lo hice, y salió una lluvia de relucientes piedras verdes.

—Esmeraldas —declaró mi madre—. Las más finas.

Así me enteré de que en realidad mi madre y yo éramos ricas y habríamos podido vivir bien todos aquellos años.

—Pero estas piedras eran tu herencia. Para tu futuro. Llévatelas —me dijo—. Vete a América y busca a tu padre.

Yo no podía apartar los ojos de aquellas hermosas gemas ni dejar de maravillarme por la habilidad de mi madre. Pese a que en el transcurso de los años nos habían robado en muchas ocasiones en aquella pequeña habitación, a nadie se le había ocurrido llevarse la humilde figura de una diosa.