19:00. Palm Springs, California
—¿Qué demonios está pasando?
Charlotte se giró en redondo, sobresaltada. Desde el lugar en que se encontraba, junto a una de las vitrinas del museo, donde estaba examinando antiguas fotografías, veía a Jonathan en el despacho de su abuela, atento a la pantalla del sistema de seguridad del complejo. No era Jonathan quien había hablado, sino alguien en la pantalla.
—¿Por qué la policía no ha hecho nada? —resonó la voz familiar.
Charlotte llegó junto a Jonathan a tiempo de ver a Adrian Barclay salir de una limusina blanca, bajo el paraguas que le sostenía el chófer. Cuando una pierna larga y bien formada apareció por la portezuela posterior de la limusina, el chófer abandonó a Adrian Barclay y se precipitó a cobijar a la mujer delgada y bronceada que se entregó a la lluvia.
Jonathan dejó escapar un silbido en voz baja.
—Vaya, vaya. Veo que Margo se conserva bastante bien.
Cuando los Barclay salieron del alcance de la cámara, Jonathan tocó unas teclas de la consola y atrapó a marido y mujer de nuevo mientras cruzaban el vestíbulo del edificio principal. Vestidos con pantalones blancos y camisas en tonos pastel, bronceados y en buena forma física, tenían el aspecto exacto de lo que eran: ricos miembros de la buena sociedad de Palm Springs que jugaban al golf con presidentes estadounidenses retirados. Adrian Barclay, de baja estatura y complexión robusta, con el pelo gris, hablaba por un teléfono móvil, mientras su esposa Margo, más alta, con el cabello rubio ceniza apartado de su rostro maquillado, espetaba a los guardias de seguridad que reforzaran la vigilancia en la entrada principal.
—¿Conocen la existencia de este sistema privado de control? —preguntó Jonathan mientras oprimía otro botón y la cámara de seguridad de la zona de recepción de la tercera planta aparecía a la vista.
—No lo creo. Estoy segura de haberlo mencionado, pero dudo que me escucharan. Como era para la abuela, no les importaba. Ahí no se perdía nada de amor.
Jonathan asintió.
—Una relación curiosa, según recuerdo. —Subió el volumen cuando las puertas del ascensor se abrieron y salieron los Barclay—. Recuerdo cómo era hace veinticinco años. Muy extraña.
—Empeoró —dijo Charlotte con voz suave, como si las personas que aparecían en la pantalla pudieran oírla— después de que el señor Sung leyera el testamento de mi abuela.
—¿Dónde demonios está Charlotte? —preguntó Adrian con aspereza cuando Desmond se reunió con ellos en los ascensores.
Charlotte observó a su primo, aún vestido con el abrigo de cuero negro sobre un jersey negro y pantalones de nailon, que se quitaba las gafas de sol tras las cuales se ocultaba siempre.
—Ha dicho que iba a revisar los expedientes de los empleados…
Pero Adrian pasó de largo y por un instante Charlotte sintió una punzada de lástima por su primo. Adrian era el padre de Desmond. Trataba mejor a su chófer. Pero Margo dedicó algo de atención a su hijo, besándole en la mejilla y alisándole el pelo hacia atrás con los dedos. Esta vez fue Desmond quien no respondió.
De repente apareció la secretaria de Margo, una mujer menuda que tuvo que seguir apresurada a su jefa, quien siguió avanzando por el pasillo con grandes pasos, dando órdenes por encima del hombro, la mayoría de las cuales pudieron oír Charlotte y Jonathan:
—Ponme con Schaeffer y Schaeffer. Utiliza su línea privada. Dile a Tom Schaeffer que se ocupe de esto personalmente. Luego llama al juez Batchelor, dile que es personal. Llama a Aphrodite, averigua si Simone está disponible. Si no, a ver si pueden enviar a Jason o a Nikki. Y tráeme algo de la cafetería. Que no sea chino. Una ensalada verde con zumo de limón, té negro, y algo de fruta fresca, lo que haya. Busca a Charlotte. Dile que quiero verla enseguida.
Jonathan volvía a estar ante el escritorio del ordenador, sacando cosas de su bolsa negra.
—¿Margo te hace ir a su despacho? ¿No sabe que eres la directora general de la empresa?
Charlotte murmuró.
—Siempre ha sido un misterio para mí por qué mi abuela se vinculó con esa familia, en especial después de las cosas horribles que le hicieron.
Jonathan dejó lo que estaba haciendo y miró el perfil de Charlotte, la mandíbula tensa, el labio inferior tembloroso, y le sorprendió por primera vez ver cuánto se parecía a su abuela, Armonía Perfecta. Hay bellezas que se llevan en la sangre, pensó, y entonces quiso preguntarle si había recibido las flores que le había enviado para el funeral. Se había quedado tan consternado cuando leyó la noticia de la muerte de Armonía, en particular por la forma espantosa en que había muerto, que había estado a punto de coger un avión desde Johannesburgo aquel mismo día. Pero debido al encargo secreto del gobierno en el que estaba trabajando le había sido imposible hacerlo; por eso había enviado flores y un telegrama. Charlotte nunca le dijo que lo hubiera recibido.
Cuando Adrian desapareció por el pasillo con el teléfono móvil pegado a la oreja y su secretaria detrás de él a toda prisa, Charlotte y Jonathan vieron a Margo pasar de largo de su despacho e ir hacia el agente Valerius Knight, quien inmediatamente se levantó de la silla, ajustándose el nudo de la corbata y los puños de la camisa. Cuando Margo saludó a Knight ofreciéndole ambas manos y una sonrisa afectuosa, Jonathan preguntó:
—¿Le conoce?
—No lo sabía —respondió Charlotte—. Esto es muy extraño.
Jonathan reanudó su tarea de sacar objetos de su bolsa: una cámara, guantes, una bolsita de piel negra con cremallera.
—Has dicho que no confías en Knight. ¿Por qué?
—No es un investigador imparcial —dijo Charlotte, los ojos fijos en la pareja que aparecía en la pantalla. El agente Knight, mucho más alto que Margo, su cabeza rapada brillante como ébano encerado bajo las luces del techo, se inclinó hacia la señora Barclay, un poquitín demasiado, pensó Charlotte—. Hace dos años, una mujer de Kansas City se puso muy enferma y estuvo a punto de morir después de utilizar una crema facial que estaba adulterada con mercurio. Knight persiguió al fabricante con saña. Aunque al final se demostró que no había sido culpa suya, y aunque un exnovio se presentó y admitió haber adulterado la crema, la empresa se arruinó. Knight se considera a sí mismo sheriff, juez y verdugo. Dicta sentencia y después pregunta. —Añadió—: Daría cualquier cosa por saber de qué están hablando ahora él y Margo.
—Pronto lo sabremos —dijo Jonathan con decisión—. Charlie, quiero que convoques una reunión.
Ella se volvió a él.
—¿Ahora? —Entonces vio la bolsa que él se había colgado del cinturón—. ¿Para qué?
—Necesito entrar en sus despachos y no puedo arriesgarme a que me vean. Ha pasado mucho tiempo, pero alguno de los Barclay podría reconocerme.
—¿Quieres que convoque a todo el mundo?
—A las secretarias no. No me conocen.
—Pero si una de ellas te pilla en un despacho, se preguntará qué estás haciendo.
Él se metió la mano en el bolsillo trasero y sacó una cartera con una identificación. La abrió: Charlotte vio una tarjeta y un distintivo.
—Un recuerdo de mis días con la ASN —dijo él con una sonrisa.
Charlotte vaciló. Había algo raro en su sonrisa, y su voz tenía un rastro de amargura que ya había percibido antes, en el invernadero, cuando le había dicho que ya no participaba en el juego del espionaje. ¿Se había separado de la Agencia de un modo no amistoso?
—De acuerdo —accedió, dejando la fotografía que tenía en las manos—. Se me ocurren algunas cosas que decir.
—Toma —dijo él, tendiéndole la mano.
Ella vio un pequeño botón metálico en la palma de su mano.
—¿Qué es?
—Con esto nos comunicaremos tú y yo. Póntelo en la oreja; es un transmisor y receptor al mismo tiempo. Y una conexión abierta, o sea que podré oír todo lo que digas. Sin embargo, no podré oír a los demás ya que sólo transmite la voz de quien lo lleva puesto. —Tras insertarse un botón idéntico en su oreja, susurró—. ¿Me oyes?
Charlotte le miró sobresaltada. Era casi como si tuviera a Jonathan dentro de su cabeza.
—Sí, te oigo muy bien. ¿Qué vas a hacer?
—Instalar dispositivos de escucha en las oficinas principales para que podamos oír lo que sucede. —Alargó el brazo y desabrochó el pasador dorado de Charlotte para que el pelo le cayera suelto por encima de la oreja—. Es mejor que lo escondas, por si acaso —dijo.
Charlotte dio un respingo. El roce de Jonathan seguía siendo electrizante.
Cuando salían del despacho, Jonathan echó una mirada a la consola y vio la antigua fotografía que Charlotte había dejado allí. La reconoció de mucho tiempo atrás: era un retrato de la abuela de Charlotte cuando era una niña en Singapur, una bonita chiquilla vestida de uniforme escolar, sonriendo con timidez a la cámara, el rostro enmarcado por dos largas trenzas negras. En la parte inferior estaba escrito, en caracteres chinos y en inglés: Armonía Perfecta, 10 años, 1918. Escuela Misionera de Santa Inés.
Cuando él y Charlotte se detuvieron en la entrada para asegurarse de que el camino estaba despejado, Jonathan pensó en la primera vez que vio a la abuela de Charlotte. Él y Charlotte tenían trece años y sólo hacía unas semanas que se conocían. Charlotte le había presentado como: «Mi amigo de Escocia».
«Aii-yah, vienes de muy lejos —había dicho la abuela—, tu familia está muy lejos»; continuó en tono suave y triste, como si en aquel instante hubiera captado el dolor del muchacho y lo hubiera comprendido.
Charlotte le había dicho que su abuela era propietaria de una empresa que fabricaba medicinas.
—La empresa se llama como mi abuela. Su nombre es Armonía Perfecta.
Por la compasión que percibió en la voz de la anciana —como si supiera exactamente cómo se sentía él— no le habría sorprendido que aquella mujer tuviera una medicina para curar la nostalgia del hogar.
Y en cierto modo así era, aunque el Johnny de trece años no lo sabía entonces. Ella le invitó a quedarse a cenar con ella y Charlotte aquella noche y, mientras la niebla se extendía por la bahía de San Francisco, Jonathan probó la comida china y la compasión china por vez primera.
La abuela de Charlotte le hizo preguntas sobre su persona, sonsacándole con dulzura mientras colocaba ante él tazones de fideos y masa hervida. Satisfizo su curiosidad por la vida del muchacho mientras servía tacitas de té verde. Le sondeó delicadamente acerca de su familia mientras hurgaba en una fuente de gambas fritas para elegir las más gordas y más sabrosas y ofrecérselas a él. Y antes de darse cuenta, mientras tomaba los platos curativos de la abuela para tener equilibrio, armonía y suerte, se estaba liberando de su desdicha, resentimiento y pesar.
También fue ese día cuando Charlotte le dijo su verdadero nombre, el que constaba en su certificado de nacimiento, y Jonathan, a quien en secreto le gustaba el nombre pero no quería herirla en sus sentimientos, había convenido con ella que Charlotte era un nombre mucho más bonito, aunque procediera de un libro de cuentos.
Tras una carrera bajo la lluvia llegaron al edificio principal y subieron apresuradamente la escalera de emergencia. En la tercera planta atisbaron la zona de recepción, donde sólo vieron a Margo.
Jonathan estaba admirado: Margo Barclay no aparentaba la edad que tenía. El sello invisible de una costosa cirugía plástica se cernía sobre su tez lisa y bronceada. Jonathan calculaba que debía de rayar la setentena. Recordó los rumores que corrían muchos años atrás de su voraz apetito sexual. Se preguntó si aún era verdad. ¿Pensaba alguna vez en aquel día, durante la última primavera que él pasó en Estados Unidos, cuando tenía diecinueve años y nadaba en la piscina de la casa de Charlotte? Charlotte había entrado a por limonada y la señora Barclay, una mujer de casi treinta años más que él, apareció en un exiguo bikini rosa. Una suave y silenciosa zambullida en el agua la trasladó al lugar exacto donde Jonathan estaba sentado en los escalones del extremo poco profundo. Ella se abalanzó sobre el muchacho, tirando de él. Jonathan apenas tuvo tiempo de salir de la piscina.
Nunca le contó a Charlotte ese incidente. Cuando ella salió de la casa con una bandeja con limonada, la señora Barclay se hallaba en una tumbona, encendiendo con calma un cigarrillo, mientras Jonathan ardía al recordar la boca rapaz de aquella mujer en su entrepierna.
Ahora apartó ese recuerdo de su mente y se volvió a Charlotte.
—Esperaré hasta que los hayas reunido a todos en la sala de juntas. Dame la señal pidiendo a uno de ellos que cierre la puerta. Entonces pondré manos a la obra. Necesito unos diez minutos. No les dejes salir hasta que yo te lo indique.
Charlotte sintió la mano de Jonathan en su brazo, el apretón en su carne. Le miró a los ojos y vio un coraje y una intensidad que le resultaban familiares.
—Sí —respondió en un susurro, pensando en un móvil de campanillas hecho añicos envuelto en una bufanda azul marino y verde. Jonathan había acudido a ella cuando creía que no lo haría jamás.
Mientras Charlotte se acercaba a Margo, reconoció su perfume: Tuscany, de Estée Lauder. Charlotte sabía que Margo nunca utilizaba productos Armonía. Sus cuartos de baño en casa y en el baño privado anexo a su despacho estaban llenos de Clairol, Lancôme, Elizabeth Arden, como para demostrar cuánto despreciaba la compañía que deseaba fuera de su propiedad.
Cuando Margo se dio la vuelta, Charlotte vio las líneas de la furia alrededor de sus ojos. La sonrisa estaba allí para consumo público; Margo era una maestra consumada en el arte de adoptar una buena apariencia, lo cual era la razón por la que era vicepresidenta de relaciones públicas. Pero bajo la superficie había ira.
Cuando Charlotte vio que Margo bajaba la vista, supo exactamente adónde miraba. Charlotte no llevaba siempre el relicario de la dinastía Chang; sólo los días en que precisaba fuerza espiritual. Sabía que, igual que su hijo Desmond, Margo se moría de ganas de preguntar qué había sucedido el verano que Charlotte desapareció; también sabía que, a diferencia de Desmond, Margo callaría.
Sólo había preguntado una vez.
Charlotte nunca olvidaría la invitación por sorpresa de Margo para ir de compras, la única vez que recordaba que Margo se había mostrado amable con ella. Charlotte, que a la sazón sólo tenía quince años, se había sentido halagada y no sospechó nada. Pero a la hora del almuerzo, cuando Margo se las había apañado para llevar la conversación hacia la curiosa ausencia de Charlotte durante tres semanas, se dio cuenta del motivo por el que la había invitado.
—Charlotte, querida, ¿adónde fuisteis tú y tu tío?
Charlotte no conocía entonces la horrible palabra que se pronunciaba entre susurros: incesto. Hasta años más tarde, cuando Desmond, en uno de sus momentos mordaces, le preguntó: «Ya sabes lo que la familia cree que sucedió entre tú y mi abuelo, ¿verdad?», no lo entendió. Ella no le dijo lo que quería saber, como tampoco se lo dijo a Margo en aquel almuerzo, ni a tía Olivia ni a nadie. La única persona a quien se lo había confiado era Jonathan.
—No vamos a pagar el pato por esto, Charlotte —dijo ahora Margo, volviendo a mirar a Charlotte a la cara.
—¿A qué te refieres?
Margo hablaba con voz baja.
—Las familias de las víctimas van a demandar a Armonía Biotec. Adrian y yo tenemos intención de protegernos.
—Estamos todos metidos en ello, Margo.
—No, no lo estamos. Tú eres la directora de esta empresa, es responsabilidad tuya.
Charlotte la miró unos instantes y pensó: «Aún no me ha perdonado por no contarle ese secreto».
—Margo, voy a convocar una reunión.
—¡Una reunión! ¿Cuándo?
—Ahora mismo. Tú, Adrian, Desmond y el señor Sung. En la sala de juntas.
Margo exhaló un suspiro.
—Supongo que no puede esperar.
—No, no puede. ¿Harás el favor de decírselo a Adrian?
Antes de que Margo pudiera seguir protestando, Charlotte siguió su camino por el pasillo para convocar a los demás. Encontró al agente Knight en la sala de descanso de los empleados, sirviéndose café de la máquina. Cuando le invitó a asistir a la reunión, él aceptó de un modo que le dio a entender que de todos modos habría asistido, invitado o no.
Cuando por fin se reunieron en un extremo de la larga mesa pulida en la sala de juntas, Charlotte se aclaró la garganta y, llevándose la mano al oído para ajustarse el dispositivo electrónico, dijo:
—Desmond, por favor, ¿quieres cerrar la puerta?
Cuando empezó a dirigirse al pequeño grupo, rezando para que Jonathan trabajara con rapidez y sin obstáculos, los pensamientos de Charlotte regresaron a la fotografía de su abuela cuando era una niña y vivía en Singapur. Se preguntó si Jonathan recordaba el día en que le presentó a su abuela y se quedó a cenar, engullendo con voracidad lo que su abuela había preparado como si hiciera siglos que no comía, hablando de sí mismo bajo el hábil interrogatorio de la anciana. Fue entonces cuando Charlotte se enteró de su historia, la cual ella creía tan maravillosamente trágica y romántica.
Aunque Jonathan había nacido en Estados Unidos, se había criado en Escocia, en el borde oriental de las Highlands, en una pequeña aldea al norte de Dundee. Su padre era un rico hombre de negocios que había viajado por toda Escocia por capricho, en busca de las raíces de su clan. Durante ese idílico verano Robert Sutherland había conocido a la hermosa Mary Sutherland y se había enamorado de ella; no guardaban ningún parentesco, salvo quizá siglos atrás. La luna de miel en la pintoresca Inverness fue un buen augurio para el matrimonio: al cabo de dos meses Mary estaba embarazada. Y entonces Robert llevó a su esposa embarazada a Estados Unidos, a su ático de Manhattan, a sus cenas de empresa y a los abonos de la ópera, y Mary duró hasta que el bebé tuvo seis meses. Cuando anunció que quería irse a casa, Robert no discutió porque su amor se había extinguido en algún lugar entre el brezo y la «línea del cielo» neoyorkina.
El divorcio fue tranquilo y amistoso, y a Mary se le permitió llevarse «al niño». A partir de entonces Jonathan sólo veía a su padre en vacaciones, cuando un avión privado iba a buscarle y pasaba dos semanas en San Francisco, o Honolulú o Chicago, normalmente en compañía de criados y guardaespaldas, tras lo cual era enviado de nuevo a casa con maletas llenas de inútiles regalos, costosísimos para las sencillas gentes de las Highlands. Cuando tenía doce años rehusó la invitación de pasar las Navidades con su padre. Robert Sutherland no le presionó. Cuando Jonathan cumplió trece años, su madre enfermó y murió de una dolencia cardiaca congénita no diagnosticada y el padre reclamó a su hijo, llevándoselo «a casa», a San Francisco, donde el tosco muchacho escocés fue matriculado en una cara academia en Pacific Heights para convertirle en un estadounidense «como era debido». Fue entonces cuando Charlotte le encontró, llorando en el parque porque se sentía desplazado. Y le había consolado diciéndole que ella también porque no sabía si debía ser china o norteamericana.
Charlotte se lo imaginó ahora tal como le había visto cuando había llegado una hora antes. Su traje gris de tres piezas, con detalles que indicaban que estaba hecho a medida como ojales en las mangas —signo discreto del buen gusto y la riqueza del que lo lleva— le recordaron a Charlotte cenas con el padre de Jonathan, cuando Robert Sutherland invitaba a los dos adolescentes a los restaurantes más caros de la zona de la bahía. Ante caviar y huevo rayado, châteaubriand con salsa bearnesa y postres siempre flambeados, el señor Sutherland se aclaraba la garganta y decía: «Charlotte es un nombre abundante en la historia literaria. Me viene a la memoria Charlotte Brönte». O: «Los chinos tienen una cultura rica y antigua. Nos dieron los espaguetis, sí, es cierto, Marco Polo…». Y les daba una apacible conferencia para llenar el espacio que le separaba de los dos adolescentes que le dejaban perplejo.
Robert Sutherland tenía cuarenta años cuando fue a Escocia, recordó ahora Charlotte. Era un millonario que se había hecho a sí mismo, sin hijos y soltero, que había decidido indagar para hallar sus raíces. No las encontró, pero en cambio plantó una semilla. Charlotte ahora se sorprendía de lo mucho que Jonathan se parecía a su padre. No quedaba ni rastro del rebelde de cabello largo que estaba contra el sistema político y que había sido buscado por el FBI por «pinchar teléfonos». Ahora trabajaba con ellos, les enseñaba a atrapar hackers internacionales.
«Este año cumples cuarenta, Johnny —tuvo ganas de decir—. ¿En qué te afectará la crisis de la edad madura? ¿En brazos de quién te encontrará?».
Cuando vio ante ella los rostros impacientes se dio cuenta de que empezaba a dar la impresión de que se entretenía adrede, llenándoles de detalles que ya conocían. Charlotte consultó el reloj de pared. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Diez minutos eran suficientes para que Jonathan pusiera micrófonos en los despachos? Pero también se había llevado una cámara. ¿Con qué fin?
—De acuerdo —dijo—, hemos de pasar a la acción. Desmond, quiero que te pongas en contacto con todos nuestros representantes y les digas a todos ellos que visiten personalmente a cada uno de nuestros distribuidores de su zona. Que pregunten si han observado algo sospechoso, si algún cliente se ha quejado de Armonía…
—Charlotte —dijo con el entrecejo fruncido detrás de sus gafas de sol—, eso es tarea de la FDA, no nuestra.
—Quiero que llevemos a cabo nuestra propia investigación, Des. Es posible que alguien viera algo, un cliente manipulando los envases.
Se volvió a Margo y se interrumpió, esperando oír el claro susurro de Jonathan en su oído.
—Margo, haré una declaración de prensa a primera hora de la mañana. Quiero que me consigas la máxima cobertura que puedas.
Margo no respondió. Margo no aceptaba órdenes, al menos desde que Charlotte, una mujer casi treinta años más joven que ella, se había convertido en directora general.
Charlotte volvió a consultar el reloj. Vio que el agente Knight también lo hacía. No oía ninguna señal de Jonathan.
Desmond se puso en pie.
—Si no te importa…
—Adrian, quiero que te cerciores de que se pagan las primas. Los empleados lo interpretarán como una señal de que la compañía no está en ningún peligro.
—Sí —respondió él—, pero existe, ¿no es cierto?
«Date prisa, Jonathan», pensó al ver a Desmond dirigirse hacia la puerta.
—Desmond, no hemos terminado. Adrian, es importante que nos esforcemos para demostrar a nuestros empleados y a nuestros inversores privados que Armonía es una compañía sana y que controlamos la situación.
Murmurando algo sobre importantes llamadas telefónicas que tenía que hacer, Adrian hizo ademán de levantarse. Margo le siguió.
Charlotte buscó algo más que decir.
—Creía que tendrías algo que aportar… —empezó a decir.
Desmond tenía una mano en el pomo de la puerta.
—Lo único que me interesa en estos momentos es meterme un buen bistec en el cuerpo, jugoso y poco hecho, inundado en ketchup.
El agente Knight se apartó de la pared en la que se había estado recostado y dijo:
—Apoyo la propuesta del bistec.
Desmond abrió la puerta de par en par, dejando a la vista la zona de recepción, los pasillos y las puertas que daban a los despachos.
Charlotte sintió un vuelco en el corazón.
Y entonces…
Eh, Charlie. ¿Dónde estás? Yo estoy a medio camino de China.
Percibió la sonrisa en la voz de Jonathan.
Cuando volvieron al museo, Charlotte desenrolló rápidamente los planos que había cogido de su oficina y sujetó las esquinas con una grapadora y tazones de café. Temblaba de rabia.
—¡Deberías haberles visto, Jonathan! ¡Cómo me han tratado! Jamás se habrían atrevido a marcharse de una reunión de la abuela.
—No dejes que eso te afecte, cariño —murmuró Jonathan mientras examinaba los planos de las instalaciones. Dio unos golpecitos a una esquina del dibujo—. ¡Aquí está! No es fácil llegar hasta allí.
Charlotte miró hacia donde señalaba, un complejo diagrama del sistema de comunicaciones de la planta.
—Tendré que entrar ahí —dijo él—, pero antes… —Fue al escritorio donde antes había instalado su ordenador portátil y enseguida se puso a trabajar instalando una cajita negra con un visualizador digital verde—. Es el receptor para los transmisores que he colocado en los despachos. Y con la ayuda de eso —señaló la pantalla de seguridad— podremos escuchar cualquier conversación que se desarrolle. Y esto —añadió con una sonrisa, sosteniendo un pequeño aparato del que salía un cable por un extremo— es mi regalo de Navidad de este año. ¡Agente Knight! —exclamó con aire triunfal mientras conectaba la caja a la parte posterior de su ordenador—. Observa. —Señaló el monitor de seguridad donde vieron a Valerius Knight sentarse ante su escritorio y empezar a mecanografiar en su teclado. Al instante oyeron teclear el ordenador de Jonathan y en la pantalla apareció una serie de letras.
Charlotte abrió los ojos de par en par.
Jonathan sonrió con orgullo.
—Un pequeño software que yo mismo he creado. He metido un transmisor en el ordenador portátil de Knight. Este receptor capta la señal y la sigue hasta mi ordenador donde mi programa convierte los golpes dados a las teclas en letras.
—Johnny, te has llevado una cámara. ¿Para qué era?
—Esto te gustará. —Sentado ante el ordenador de la abuela de Charlotte, se sacó la pequeña cámara de la bolsita que llevaba colgada del cinturón—. Antes he instalado el software —dijo enchufando la cámara a un conector. Un momento más tarde, aparecieron en la pantalla fotos en blanco y negro de una rubia, desnuda, en seductoras poses.
—¿Qué es eso? —preguntó Charlotte.
—Eso, Charlie, es lo que Desmond estaba haciendo cuando le has llamado para la reunión. Cuando he colocado los micrófonos, también he tomado fotografías de todas las pantallas que estaban en funcionamiento. Ahora podemos echar un vistazo a lo que hacía cada uno en sus ordenadores respectivos.
Cuando Charlotte vio la expresión de Jonathan, una mezcla de victoria y regocijo, oyó de pronto otra voz, perteneciente a un Johnny más joven, que decía con pasión:
—Son los mejores hackers del planeta, Charlie, y yo tengo intención de ser uno de ellos.
Era la primavera de 1980 y se refería al Laboratorio de Ciencias Informáticas del MIT. Mientras Jonathan seguía cantando las alabanzas del Massachusetts Institute of Technology, Charlotte, de veintitrés años, sostenía su taza de café caliente entre las manos, ajena a la lluvia que caía a raudales en las calles de Boston tras el escaparate de la cafetería, porque lo único en lo que podía pensar era: ¡Vuelve a Estados Unidos!
Cuatro años antes, después de graduarse en el instituto, Johnny le había dicho que su padre quería que asistiera a la universidad de Cambridge, en Inglaterra. Tras varios años de intentar convertir a su hijo en un estadounidense, Robert Sutherland de pronto quería que estudiara matemáticas en Inglaterra.
—Va a abrir una nueva oficina en Londres —dijo Johnny con tristeza—. Yo no quiero ir, pero creo que se siente solo. No sé.
—Ve con él, Johnny —le animó ella. Fue la frase más dolorosa que jamás había pronunciado para él—. Podremos seguir viéndonos los veranos, como hasta ahora.
De modo que había ido a Cambridge y aunque se escribían y de vez en cuando se telefoneaban, se habían visto únicamente dos veces en cuatro años. Cuando ella recibió la carta, pidiéndole que fuera a Boston a verle, no tenía ni idea de lo que él iba a decirle. Ella había supuesto que realizaría sus estudios de doctorado en Inglaterra.
En cambio le dijo:
—He elegido el MIT.
Estaría en el mismo continente, ya no les separaría un océano.
Ahora, mientras le observaba trabajar veloz y enérgicamente con artilugios, cables y teclados, escribiendo en el ordenador de la abuela primero, pasando después con rapidez al suyo, sus palabras de aquel lluvioso día de 1980 acudieron a su mente de nuevo, trayendo consigo su juvenil pasión y celo.
—¡Estos hackers son los mejores, Charlie! He conocido a un tipo que me ha dicho que no había un solo sistema en el que no pudiera entrar. —Johnny hablaba entre bocados de hamburguesa, pasándose de vez en cuando el dorso de la mano por la barbilla—. Este tipo estaba sentado en el bar, hablándome con la misma tranquilidad con que hubiéramos comentado los resultados del fútbol. Me citó todas las empresas en que había entrado: Teradyne, Fermilab, Union Carbide. Yo le dije: ¡no me jodas! Y él entonces me contó que había ido a Berlín Oriental y había vendido cuentas individuales de estos sitios, contraseñas y accesos. Alardeó de que había obtenido más de cien mil marcos alemanes por una contraseña y por el acceso al Laboratorio Jet Propulsión en Pasadena.
Y entonces Charlotte tuvo miedo:
—Johnny, tú no vas a hacer esas cosas, ¿verdad?
—No te preocupes, cielo. —Tomó un largo trago de su cerveza—. No puedo arriesgarme, ¿no?
Charlotte conocía sus dos últimos tropiezos con la ley, cuando había entrado en el sistema del University College de Londres y por casualidad encontró una salida a un enlace que le había conducido, de un modo asombroso, a una base de datos militar secreta de Estados Unidos en el Depósito de Armas de Anniston. Johnny había logrado salir del asunto declarándose inocente. El buen nombre de su padre le ayudó. El segundo arresto fue por entrar en un sistema de correo electrónico privado en la universidad rival de Oxford, donde había elegido a un profesor que le caía especialmente mal, atrapando al vuelo sus mensajes para cambiar el texto y reenviarlos. Las cartas falsificadas habían ido a parar a Amnistía Internacional, ofreciendo generosas donaciones. Cuando fueron a recogerlas, el desconcertado profesor se quedó tan turbado que les entregó el dinero; luego se sintió tan avergonzado por haberse visto obligado a efectuar una donación que había echado tierra sobre el asunto.
Charlotte se preguntaba si Johnny realmente sería capaz de no meterse en problemas durante su estancia en el MIT. Daba la impresión de que no podía evitarlos. Si había un ordenador y un sistema en el que no estaba permitido entrar, Johnny tenía que intentarlo por todos los medios.
Saboreando el recuerdo que, debido a los acontecimientos que siguieron, ella había tenido que esforzarse por olvidar, Charlotte se acordó ahora de algo que había olvidado… el agente federal sentado al otro lado de la mesa en el café.
—Johnny —había susurrado ella, acercándosele—, sé que es mi imaginación, pero juraría que ese hombre nos está escuchando.
Johnny se giró en redondo y saludó al hombre.
—No es tu imaginación, cariño. Es del FBI. Creen que estoy robando secretos del gobierno.
—¿Qué?
—No te preocupes, cielo, mi forma de robar no perjudica a nadie. En todo caso, les estoy haciendo un favor. —En los ojos castaños de Johnny había asomado un destello de alegría—. El universo electrónico crece, Charlie, y está lleno de vacíos. Las bromas que yo gasto alertan a estos tipos de los puntos débiles de sus redes. En realidad deberían darme las gracias. —Se rió y rebañó el plato con el último pedazo de su hamburguesa—. Ya se ha puesto en contacto conmigo un ruso para ofrecerme enormes sumas de dinero por software estadounidense. Rechacé la oferta.
Luego alzó los ojos hacia los de Charlie y ella tuvo la sensación de que se le clavaban en el cerebro.
—Pero sobre todo —dijo con voz suave—, he elegido el MIT porque quería estar más cerca de ti.
Ahora Charlotte se dio cuenta de que ése era el día. Sentados en aquel café lleno de humo separados tan sólo por una mesa rayada, fue el día más perfecto que ella y Johnny habían pasado juntos. Aún más que todos los otoños y primaveras en San Francisco, las noches de besos y sexo, mejor que todos esos momentos juntos, este día, este momento, en que Johnny por fin se abrió y reveló sus sentimientos, fue el cénit de su relación.
Porque después todo se desmoronó y, como el muñeco de la canción, no pudo volver a levantarse.
—Eso es —dijo Jonathan ahora, poniéndose de pie de pronto. Empezó a desabrocharse el chaleco—. He comprobado la seguridad de tu sistema; es excelente. Tu sistema telefónico interno no está conectado a la red de tu ordenador y no utilizas las especificaciones de seguridad por defecto que venían con el software. Tampoco tienes acceso al material sensible de cualquier parte de la red, ni siquiera de la estación de tu abuela. Quienquiera que instaló tu seguridad hizo un trabajo de primera. Yo no lo habría hecho mejor.
Después de doblar con pulcritud su chaleco sobre el respaldo de la silla, donde ya había colgado la americana, buscó en su bolsa negra y sacó una bola de nailon negro que, cuando la sacudió, resultó ser una cazadora.
—He comprobado los registros de correo electrónico de los empleados. Los mensajes de nuestro chantajista no se han enviado desde dentro; a menos que lo haya hecho desde un módem escondido. Y he comparado las fórmulas de la base de datos con los registros de reserva, y todo parece normal, intacto. O sea que si la falsificación se hizo aquí, en la fábrica, fue durante otra fase del proceso.
Mientras le observaba ponerse la cazadora negra, un millón de preguntas se agolparon en la mente de Charlotte. Quería saber qué había hecho cada día de los últimos diez años; qué había tomado para desayunar, qué películas había visto, ¿aún le gustaban los scones con mermelada? Pero ¿cómo iba a preguntárselo? ¿Por dónde empezar?
—¿Adónde vas? —preguntó por fin.
—Tengo que instalar un monitor de pulso electromagnético en tu tabla de comunicaciones. —Metió la mano en la bolsa y sacó guantes, linterna y cortacables—. Lo unes a un circuito y recoge los diferentes tipos de señales que salen; en este caso, pulsaciones de las teclas en un espectro de banda específico. Si alguien está realizando algún trabajo secreto en Internet, lo sabremos.
Esbozó una sonrisa confiada, pero sus ojos siguieron serios, con lo que ella se preguntó si también a él se le agolpaban las preguntas en la mente.
—Parece que estás poniendo trampas en todas partes, Jonathan —dijo ella.
—A continuación viene el queso y la ratonera apoyada en una ramita —dijo él con un guiño—. Cierra con llave cuando yo me haya marchado.
De pronto sonó la señal de correo en el ordenador.
Una pregunta, Charlotte: en las noticias de esta noche no se ha hecho mención de cuántas cápsulas de Dicha ingirió la víctima. Pero fueron más de dos, ¿verdad, Charlie? Porque dos sólo le habrían provocado mareo. Tuvo que tomarse tres o más para que resultara una dosis letal. ¿Tengo razón?
Jonathan miró a Charlotte.
—¿Es eso cierto?
—El agente Knight ha dicho que faltaban cuatro cápsulas del frasco.
—¿Cuál es la dosis recomendada de Dicha?
—Dos cápsulas.
—¿O sea que sólo tenía intención de que se mareara?
—Quizá, no lo sé. Como los productos a base de hierbas no están regulados federalmente, la gente cree que no pasa nada si doblan o triplican la dosis, pensando que obtendrán mejores resultados.
La expresión de Jonathan se ensombreció.
—Nuestro amigo lo sabía y contaba con que alguien haría eso exactamente. Esto significa que la mujer muerta no era el objetivo sino una víctima al azar. Y Armonía, o tú, sois el blanco.
—¡Si supiera quién lo hace!
—Ése será nuestro próximo paso, Charlie. Cuando vuelva, quiero que me muestres los laboratorios y la planta.
—De acuerdo. Haré una pausa cuando no haya probabilidades de que alguien me vea. Si conozco a Margo, irá directa a su despacho y a su cuarto de baño privado, donde se bañará, se peinará y maquillará de nuevo antes de hacer frente a más gente. También le ha dicho a su secretaria que llame a Aphrodite para que envíen a una masajista. En cuanto a Adrian, podemos confiar en que hablará con cinco teléfonos a la vez, lo que dejará a Desmond solo con todo el jaleo. Eso nos dará el respiro que necesitamos para ir a los laboratorios.
—Entretanto —dijo Jonathan mientras se colocaba bobinas de cable rojo y azul en el cinturón—. Quiero que intentes averiguar el denominador común entre estos productos que se han manipulado, ya sea un producto químico o el día en que fueron envasados, o quizá que todos fueron transportados en el mismo camión. ¿Está todo esto en tu base de datos?
—Todo lo que ocurre en Armonía Biotec está en el sistema informático.
—¿Sabes ya qué es lo que mató a esas mujeres?
—El agente Knight me ha dicho que me lo comunicaría en cuanto llegaran los resultados de los análisis. Pero no creo que podamos confiar en que se dé prisa en hacerlo.
—¿No tienes muestras de esos lotes de productos?
—La FDA se ha llevado todas las botellas y paquetes. Incluso he intentado comprar uno en una tienda, pero no he podido encontrar ninguno. Distribuimos en todo el país… en todo el mundo.
—Lo sé —dijo Jonathan, rememorando un doloroso recuerdo de dos años atrás, cuando había realizado un viaje a París para unos asuntos de asesoría sobre seguridad. Sabía que los productos Armonía se distribuían en todo el mundo, que incluso publicaban un catálogo y tenían una cadena de pequeñas tiendas selectas. Pero no estaba preparado para ver, en la esquina de la Rue d’Odéon y Boulevard St. Germain, una tiendecita con un cartel que decía: Parapharmacie et Herboristerie. Y en el escaparate, un amplio muestrario de productos de hierbas Armonía.
—De acuerdo —dijo, dirigiéndose hacia la puerta—. Disponemos de menos de once horas. —Se detuvo y se volvió, acercándose a Charlotte para bucear unos instantes en sus claros ojos verdes. Vio que sus pupilas se dilataban, oyó que el aliento se le quedaba bloqueado en la garganta, y supo que el antiguo apetito seguía allí, pues era el mismo que el suyo—. Charlie —dijo con repentina pasión—, lamento haber vuelto de esta manera, lamento que haya sido necesaria una tragedia para volver a vernos. Pero por Dios que me alegro de estar aquí, y te juro por todo lo que considero sagrado que me quedaré contigo hasta que todo este lamentable asunto se haya resuelto.
Vio que los labios de Charlotte se separaban levemente, húmedos y rosados, como las exuberantes peonías donde él había enterrado su pistola, y pensó en cómo años atrás, cuando eran muy jóvenes, besaba a Charlotte en sus fantasías. Hubo ocasiones, hubo momentos en que había creído que ella estaba invitando a su boca a acercarse a la suya, cuando se perseguían en el parque del Golden Gate; él la atrapaba y ella giraba en redondo de modo que su rostro quedaba frente a él, ofreciendo su boca como la peonía exótica. A los quince años Jonathan no había tenido el valor de dar ese paso. Pero un año más tarde sí, cuando ella le abrazó porque estaba llorando y él había sentido su cuerpo suave contra el suyo, su cálido aliento en las mejillas cuando le susurró:
—No llores, Johnny, todo irá bien.
De pronto se sintió sacudido por una inesperada ola de deseo y se apartó de Charlotte, pasándose la mano por los ojos para romper el hechizo.
—No tardaré mucho —dijo, y se marchó.
Ella le observó marcharse y cuando la puerta se cerró tras él, se quedó un largo momento de pie, embelesada.
Menos de dos horas atrás se sentía sola en un mundo que rápidamente se estaba desmoronando. Incluso la voz de Forest al teléfono, que normalmente le resultaba un consuelo, la había dejado con una sensación de extraño vacío.
—¿Quieres que vaya para estar contigo? —le había preguntado él.
Jonathan no había preguntado. Simplemente, había ido.
El silencio del museo la envolvió, haciendo resonar otro silencio de mucho tiempo atrás, cuando ella regresaba de la escuela a la gran mansión que olía a madera pulida y a perfección, con la doncella que le decía: «Buenas tardes, señorita», y la cocinera que le enseñaba con orgullo los pastelillos que había preparado para ella. Charlotte se sentaba a la mesa de la cocina y leía la nota de su abuela en la que se disculpaba por no estar allí porque había llegado un envío de hierbas raras que precisaba su inspección personal. Charlotte escuchaba las sirenas de niebla procedentes de la bahía y contemplaba su plato de pastelillos, hechos especialmente para ella porque eran sus favoritos y porque a la cocinera le daba lástima, y la soledad atenazaba la garganta de Charlotte y le impedía comer.
Pocas de sus compañeras de colegio volvían una segunda vez —encontraban su casa demasiado extraña, y su abuela aparecía ataviada con uno de su cheongsams, el pelo peinado al estilo chino con peinetas y horquillas de marfil—, bueno, las niñas habían visto la película El mundo de Suzie Wong y todas veían las viejas películas de Charlie Chan en la televisión.
—¿Tu abuela fuma opio? —le había preguntado con inocencia una niña.
Charlotte no había sabido encontrar el puente que uniera sus amigas estadounidenses y el mundo chino de su abuela. Ellas siempre parecían hallarse incómodas en aquella gran casa, como si esperaran que el malo de Fu Manchú fuera a surgir repentinamente de detrás de una cortina. Sólo Johnny había hecho la transición con comodidad, ya que estaba habituado a moverse entre dos mundos.
Johnny había hecho desaparecer la soledad de Charlotte. Johnny, con su impulsividad y naturaleza bromista, llamándola de pronto para decirle: «¡Eh, tengo una idea fantástica!». Podían pasarse el día subiendo sin pagar a cuantos tranvías podían, saltando antes de que el conductor les atrapara, y subiendo al siguiente, por ninguna otra razón que «vencer al sistema». O podían pasarse el día llamando por teléfono ilegalmente a El Cairo o Atenas utilizando el silbato de una caja de cereales Cap’n Crunch, que tenía un tono de 2600 mhz, el mismo que activaba los interruptores de larga distancia de AT&T.
Johnny no sólo había hecho desaparecer la soledad de Charlotte, sino que había vuelto su vida excitante y espontánea; sin duda alguna, le había hecho sentir que merecía la pena vivirla.
Ahora había vuelto, trayendo consigo toda su pasión y prisa, llenándola de una curiosidad que la consumía por saber cómo había sido su vida los últimos diez años. Pero no preguntaría. Charlotte sabía que él tendría que marcharse, regresar a su esposa y a su vida en otro mundo.
Controlando su dolor y sus temores, se adentró en el museo, donde volvió a colocar en la vitrina la fotografía de su abuela en 1918. Luego se acercó a la siguiente, en la que una pequeña tarjeta rezaba: La diosa Kwan Yin, circa 1924. Singapur. Sabía que su abuela le había contado la historia de la pequeña estatua de porcelana que permanecía sola en la vitrina de cristal, pero la había olvidado mucho tiempo atrás.
Ahora, sin embargo, cuando sus dedos se cerraron en torno a la delicada figurita, sintió que la historia acudía de nuevo a ella, el extraño destino de una diosa que ni siquiera un ladrón osaría quitarle…