Singapur, 1908
Aun antes de sentir el dolor, la niñita se puso a chillar.
Con los brazos inmovilizados por sus tías, la pequeña de seis años fue obligada a sentarse en el taburete y le estiraron las pequeñas piernas hacia adelante para que sus pies desnudos se apoyaran en las rodillas de Mei-ling. Al ver las rígidas vendas fue cuando se puso a chillar, pero cuando le llegó el verdadero dolor —cuando Mei-ling agarró el pie derecho de la niña y rápidamente le dobló los cuatro dedos, hacia abajo y hacia atrás, apretándolos hacia el arco, los dedos se rompieron con un crujido sordo— la niña abrió la boca de par en par pero ningún sonido salió de ella.
Rígida y temblorosa, sus tías la mantuvieron suspendida sobre el taburete diciéndole lo valiente que era, lo hermosa que sería, y entretanto los veloces dedos de Mei-ling le aplicaban el vendaje, apretado, afianzando los dedos rotos en su nueva posición, estrujados, dejando libre el dedo gordo.
Todos estaban de acuerdo en que la niña tenía suerte de que fuera Mei-ling quien le vendara los pies. Por supuesto, el vendaje de los pies nunca resultaba indoloro puesto que significaba aplastar los huesos, pero Mei-ling tenía unas hierbas especiales para aliviar el dolor, y elixires para apaciguar el espíritu aterrado. Y había otra ventaja: su sola presencia resultaba calmante.
En realidad, Mei-ling era una leyenda en la isla: una sabia mujer joven que tocaba cuerpos enfermos, aunque llevaba los pies vendados, lo que significaba que era de cuna ilustre.
La niña emitió unos gemidos infrahumanos y las velas que ardían en el altar de Kwan Yin vacilaron, como para mostrar la simpatía de la diosa. Fuera, más allá del elevado muro del patio, los habitantes de Singapur celebraban un ruidoso festival en honor a los muertos.
Mei-ling trabajaba con la mente dividida, la mitad en el vendaje de los pies, la otra en el presagio que la había visitado unos días atrás y la interpretación que le había dado la adivina.
—Se acerca el festival de los fantasmas —había dicho la anciana—. Trae algo más que espíritus de los muertos a la vida de Lee Mei-ling. Trae un diablo extranjero.
Un hombre, había proseguido la adivina, procedente del otro lado del océano, con el cabello rubio y los ojos verdes.
—¿Es británico, venerable? —había preguntado Mei-ling.
Como el resto de su familia, que eran chinos aristócratas cuyo linaje se remontaba a los principios del mundo, sus sentimientos por los ingleses constituían una mezcla de tolerancia, curiosidad e impaciencia.
Pero la adivina había respondido:
—Estadounidense.
Y ahora el festival de los fantasmas había llegado, y las calles de Singapur habían cobrado vida con fiestas, espectáculos de marionetas y óperas chinas para entretenimiento de los muertos. Era el séptimo mes lunar, cuando la tradición afirmaba que las puertas del infierno se abrían para que las almas de los muertos visitaran a sus descendientes. Las familias celebraban grandes banquetes en su casa, honrando a los muertos que les visitaban, pero las almas de los que no tenían descendientes vagaban por las calles, hambrientos y envidiosos, y se les apaciguaba con comida y distracciones. En toda la ciudad ardían velas e incienso; los ricos perfumes flotaban por encima del elevado muro del jardín y se depositaban en Mei-ling y las mujeres con ella reunidas.
Cuando terminó de vendar los pies, la niña se hallaba bajo una fuerte impresión, callada y estremecida, por lo que Mei-ling le mostró sus propios pies vendados, pequeños y preciosos, calzados en unas zapatillas bordadas de ocho centímetros, de largo.
Después de que la familia se llevara a la niña a casa para admirar sus nuevos pies, Mei-ling se abrió paso lentamente por las calles atestadas, donde los malabaristas entretenían a los muertos y a los vivos y la gente celebraba banquetes, compartiendo su botín con los fantasmas errantes. Con su leal sirvienta a su lado, la cual acarreaba la caja de medicinas y los instrumentos sin los cuales jamás viajaba, Mei-ling siguió pensando en lo que la adivina le había dicho del extraño estadounidense que iba a entrar en su vida. Pero ¿cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo le conocería? ¿Sería con un buen fin? ¿El presagio quería avisarle de que lo mantuviera lejos o la animaba a acercarse a él?
Mei-ling no se lo había contado a nadie, y le había resultado difícil mantener el secreto, pues vivía en un hogar muy numeroso. Situado en el barrio rico de Singapur, la magnífica casa de Peacock Lane era el hogar no sólo de Mei-ling y su padre viudo, sino de numerosos parientes femeninos que de otro modo no tendrían donde vivir; tías viudas y solteras y jóvenes sobrinas y primas, además de Elegancia Dorada y Amanecer Estival, las viudas de dos hermanos de Mei-ling, Primer Joven Amo y Segundo Joven Amo, así como Orquídea de la Luna y Casia de la Luna, los bebés nacidos de la Tercera Esposa de su padre que había muerto en el parto. Una casa llena de mujeres, pero era Mei-ling, cuyo nombre significaba Inteligencia Hermosa, quien mandaba en el corazón de su padre. Qué poco chino era, decían las mujeres más ancianas, en especial las que tenían hijos adultos sin casar, idolatrar de ese modo a una hija, permitirle semejantes libertades, ¡ya tenía veintiún años y todavía no se había casado! Pero el padre de Mei-ling se volvió sordo a sus quejas y críticas y se enorgullecía de haber proporcionado unos buenos conocimientos a su hija mayor, pues ella conocía el arte de la escritura y la habilidad de la medicina tan bien como él mismo o cualquier médico respetado.
Por supuesto, ella sólo podía atender a mujeres; la actividad que más a menudo realizaba Mei-ling era vendar pies, pues tenía fama de poseer las manos más suaves de todo Singapur, y los partos, pues las mujeres afirmaban que tenía buena suerte y sabía hacer salir al bebé del vientre de forma indolora.
¡Socorro! ¡Socorro!
Mei-ling se detuvo en la transitada calle.
—¿Qué ocurre? —preguntó a su criada.
Escucharon la música y las risas y los fuegos artificiales que explotaban en el cielo nocturno.
—¿Qué ocurre, sheo-jay? —preguntó la anciana, utilizando la fórmula de cortesía «joven ama».
—¿No has oído…?
¡Socorro!
—¡Alguien está en peligro!
Mei-ling miró arriba y abajo la calle, llena de chinos y malayos vestidos con su indumentaria de fiesta. No vio a ningún extranjero, sin embargo el grito no había sido en chino.
¡Oh, Dios mío…!
—¡Allí! —dijo ella, señalando un estrecho callejón—. ¡Un hombre está en peligro!
—Pero sheo-jay…
—¡Deprisa!
Mei-ling avanzó por el callejón lo más deprisa que sus diminutos pies y cortos pasos le permitían. La criada, que era mayor y más corpulenta, y llevaba la pesada caja de ébano con las medicinas, la seguía, jadeando. Llegaron al callejón que había detrás de una hilera de tiendas y vio a un grupo de matones pateando a un hombre que había caído al suelo.
—¡Ay! —gritó la criada de Mei-ling—. ¡Vámonos de aquí, sheo-jay! ¡Esto trae mala suerte! La Noche de los Fantasmas…
Pero Mei-ling siguió adelante, dando voces y agitando los brazos. Los matones al principio le hicieron caso omiso, pero cuando pasó bajo la luz de las linternas y vieron su vestido de seda y diminutos pies, su pelo arreglado con las peinetas y ornamentos de la mujer de un hombre rico, se dieron la vuelta y huyeron, alejándose por el callejón con los pies descalzos.
Mei-ling les dejó marchar. Se apresuró a arrodillarse junto al hombre y vio que éste se hallaba inconsciente y gemía, y su chaqueta blanca, camisa blanca y pantalones blancos estaban manchados de sangre.
—¡Un demonio extranjero, sheo-jay! —exclamó la criada, trazando rápidamente una señal de protección en el aire—. ¡Mala suerte!
Pero Mei-ling le puso la mano en la ensangrentada frente. El hombre era rubio. Y cuando abrió uno de sus párpados, ella vio debajo un iris de color verde.
El estadounidense de la profecía.
—¡No le toques! —exclamó su criada—. ¡Mala suerte!
Pero Mei-ling conservaba la calma, más fascinada que temerosa.
—Está herido —dijo—. Debemos ayudarle.
—Iré a buscar a la policía.
Pero Mei-ling detuvo a la criada, diciendo:
—Este hombre me fue profetizado en un sueño. He sido atraída hacia él por una razón.
—¡Llamar a la policía!
Mei-ling se irguió e inspeccionó el callejón. Había poca gente alrededor; la única vida procedía de sombras que danzaban sobre el pavimento mientras las linternas de papel oscilaban movidas por la brisa nocturna.
—Allí —dijo, señalando la tienda de sedas de la señora Wah—. Ve allí. Pídele a la señora Wah que envíe a su hijo más fuerte.
La criada obedeció por miedo a faltar al respeto a una profecía enviada por los dioses, pero lo hizo de mala gana, echando miradas por encima del hombro para ver a su ama inclinada sobre el extranjero tendido en el suelo.
La señora Wah envió a su hijo más corpulento para que llevara al extranjero inconsciente a su tienda, y luego le hizo trasladar al hombre a la pequeña habitación que daba al callejón. No lo hizo por el extranjero sino por Mei-ling, quien el invierno anterior le había dado un tónico a base de hierbas secretas, pues su ciclo menstrual se había interrumpido durante dos meses tras la visita de un invitado especial. A la sazón, el marido de la señora Wah se hallaba fuera y no podía hacerle creer que el hijo era suyo. El tónico de Mei-ling había restaurado las fases de la luna en el cuerpo de la señora Wah, y por ese motivo le estaría siempre agradecida.
—¿Avisamos ahora a la policía? —preguntó la vieja criada cuando hubieron tendido al extranjero en una cama y se encontraban las dos a solas con él.
—Calla —dijo Mei-ling mientras abría con gesto rápido su caja de medicinas—. ¿Desafiarías una profecía de los dioses?
—Pero quizá se trata de eso, de que tienes que avisar a la policía.
Pero Mei-ling meneó la cabeza mientras empezaba a limpiarle las heridas. Cualquier transeúnte habría podido llamar a la policía. El camino de ella se había cruzado con el de este extranjero por otro motivo, con un fin más importante. «Cuando despierte —pensó—, lo sabré».
Cuando Mei-ling empezó a desabrocharle la camisa con delicadeza, la vieja criada se sentó en el suelo y empezó a gemir. Ver a su ilustre ama rebajarse de aquel modo, ver a una hija aristocrática de Singapur deshonrar su modestia poniendo los ojos en el cuerpo de un hombre, ¡y después tocarlo!
Mei-ling contempló la carne pálida y herida.
—Qué le han hecho —susurró indignada—. ¡Cuánto daño le han hecho!
Sus lágrimas cayeron sobre el pecho desnudo del hombre.
—¡A lo mejor se lo merecía! —gimió la vieja criada—. ¡A lo mejor es un hombre malo, sheo-jay! ¡Un ladrón, un adúltero, o algo peor!
Pero Mei-ling acarició el pelo rubio hacia atrás, apartándoselo de la frente, le rozó los ojos cerrados, y supo que no era un mal hombre.
Tenía qué actuar deprisa. La esperaban pronto en casa y la familia se preguntaría dónde estaba. Primero le lavó las heridas con un antiséptico calmante hecho de raíces de peonía blanca y luego las roció con hueso de sepia en polvo para detener la hemorragia, y las cubrió con vendas. Luego le tomó el pulso como su padre le había enseñado a hacer, notando el reflejo en cada uno de los veinte puntos del pulso, del estado de sus doce órganos vitales; con las sensibles yemas de sus dedos en la muñeca del extranjero, en su cuello y pies, detectaba la lucha entre el yin que se debilitaba y su asustado yang. Le abrió los párpados y observó las pupilas, le puso las manos sobre la piel desnuda y calculó el grado de vacío, la falta de calor, los puntos en que su espíritu estaba temblando.
La señora Wah trajo un humeante cuenco con caldo para el extranjero herido, y para Mei-ling y su criada, arroz al curry con gambas picantes, pasteles de almendra y té verde. La señora Wah no hizo preguntas mientras dejaba los cuencos y encendía un pequeño brasero para mantener el té caliente. De no haber sido por el reconstituyente menstrual de alazor de Mei-ling, la señora Wah habría muerto a manos de su esposo. En cambio, le hizo regalos de perlas y perfumes por su fidelidad.
A Mei-ling le preocupaba que el extraño no despertara. Se preguntó si la herida que tenía en la sien le habría causado un desequilibrio irreparable de los vientos que soplaban en su cabeza. Le puso las manos sobre las costillas, en la cintura, palpando para captar la existencia de un desequilibrio interno. Le examinó el bello rostro. Le aplicó gotas de aceite de clavo en los labios. Luego le pellizcó las mejillas para hacer regresar su espíritu a su cuerpo, y le dio suaves palmadas en los brazos para despertar la fuerza dormida.
Finalmente no pudo quedarse más tiempo, tenía que marcharse.
—Tú te quedarás con él —instruyó a la vieja criada, quien se había calmado considerablemente tras el festín de gambas y arroz, nada de lo cual su ama había probado—. Mañana traeré a la adivina y ella me dirá lo que debo hacer.
En aquel momento, cuando la anciana iba a protestar, el extranjero despertó, parpadeando varias veces tratando de enfocar sus ojos. Miró a Mei-ling sin dejar de parpadear.
—¿Estoy… —empezó a decir— estoy muerto?
Como el padre de Mei-ling se movía entre dos mundos, el chino y el británico, enorgulleciéndose de ser moderno y de haber cultivado amistades y relaciones comerciales con ingleses, la casa de Peacock Lane con frecuencia ofrecía hospitalidad a personas de Occidente. Mei-ling había aprendido inglés de su padre, para esas ocasiones en que ella servía el té a las visitas importantes. Pero no era el mejor inglés, y tuvo que asimilar la pregunta del extraño antes de ser capaz de formar una respuesta.
—Estás a salvo —dijo ella, y al instante los ojos del hombre se enfocaron sobre el rostro de la joven.
—¿Eres un ángel?
Ella sonrió.
—Soy Mei-ling. Mi criada y yo te hemos traído a esta casa. ¿Cómo te llamas? ¿Y a quién debemos avisar para que te lleve a tu casa?
El hombre frunció el entrecejo.
—No… no lo sé —respondió—. No tengo ni la menor idea de quién soy.
—Aii —exclamó la vieja criada—. ¡Un fantasma le ha robado los recuerdos y ahora habita en su cuerpo!
—Cállate —ordenó Mei-ling en chino—. No le alteres.
Puso una mano en la mejilla del hombre y se inclinó hacia él para atisbar en sus ojos.
La anciana temblaba de miedo observando a su joven ama entregar su alma al diablo extranjero, pues él miraba a Mei-ling con tanta intensidad que la vieja criada sabía que le estaba robando el espíritu. Él dijo en un susurro:
—Eres muy hermosa.
Y aunque la vieja criada no entendía su lengua, su tono de voz le era conocido. La desgracia acechaba aquella noche siniestra, lo sabía por la forma en que su joven ama miraba al extranjero. Ella había visto muchas veces esa mirada, en el rostro de hermanas e hijas, y en su propio rostro mucho tiempo atrás. Era una mirada secular y universal.
Mei-ling se había enamorado.
Mei-ling volvió al día siguiente con la adivina, quien examinó la palma de la mano del extranjero mientras éste dormía. Luego partió un huevo y, cuando vio la doble yema, exclamó que eso era señal de mala suerte.
—Él es dos hombres, sheo-jay. Uno te amará, el otro te engañará.
«Entonces amaré al que me ame —decidió Mei-ling—. Y no buscaré al que me engañe».
Cada día acudía a la habitación secreta sobre la tienda de sedas de la señora Wah para llevar tazones de comida saludables que ella misma preparaba: buey al hinojo para equilibrar el chi y reducir el exceso de frío, arroz con trufa para reducir el exceso de yang, sopa de carpa para nutrir la sangre. Le lavaba las heridas, le aplicaba ungüentos y le cambiaba los vendajes. Le aplicaba compresas calmantes en la magullada carne para calmar la sangre furiosa que corría debajo. Le hacía tomar vinos y tónicos reconstituyentes, todos ellos elaborados con raíces de ginseng y batata y regaliz, que la propia Mei-ling había recogido en el jardín privado de la casa familiar.
Le bañaba en la cama, preservándole su intimidad bajo una sábana, y le sujetaba por los hombros cuando él estaba demasiado débil para incorporarse y comer. Quemaba incienso a Kwan Yin y purificaba el aire con plegarias especiales. Cada día le preguntaba su nombre. Y cada día él le respondía que no lo sabía.
Le preguntó por el anillo que lucía en la mano derecha. Grueso y de oro, parecía exhibir el dibujo de dos letras inglesas entrelazadas. «R. B. —había murmurado él, mirando el anillo con ceño—. No sé lo que significan».
La vieja criada seguía observando y temblando de miedo, pues su joven ama estaba realizando actos prohibidos: ¡tocar la desnudez de un hombre, un hombre que no era pariente suyo, y ni siquiera chino!
Si la familia de Mei-ling lo averiguaba, las condenarían a muerte a las dos, a la joven y a la criada. Pero ella no podía hacer nada para impedir esta desgracia. Su joven ama se hallaba bajo los efectos de un hechizo.
Cuando Mei-ling envió las ropas del extranjero a lavar, revolvió primero en los bolsillos, y aunque no encontró ningún papel ni ninguna forma de identificación, vio que contenían una enorme suma de dinero en dólares norteamericanos y en libras británicas.
—No sé de dónde procede este dinero —dijo él. Cuando Mei-ling le preguntó si debería avisar a las autoridades estadounidenses, él respondió—: ¿Y si soy un criminal?
De modo que siguieron manteniéndole en secreto sobre la tienda de sedas de la señora Wah, aguardando a que recuperara la memoria.
Por fin, una mañana Mei-ling y la vieja criada llegaron y le encontraron sentado en la cama, con aspecto de estar más fuerte, sonriente. Mientras la vieja criada se acuclillaba en el rincón, rezando a sus antepasados, Mei-ling abrió los postigos de par en par para que la balsámica luz del sol penetrara en la estancia; luego ayudó al extranjero a bañarse y afeitarse, y luego le ofreció el desayuno, colocando la bandeja sobre su regazo.
Todo el tiempo, desde el minuto en que había entrado por la puerta, él no había apartado sus ojos del rostro de la joven.
Ahora bajó la mirada a la comida y puso ceño:
—¿Esto es lo que he estado comiendo?
Ella cogió los palillos y señaló cada plato:
—Sopa won ton, pollo al sésamo, fideos sofritos, piña fresca.
—Qué variedad —murmuró él con una expresión de duda en el rostro.
—Los opuestos que equilibran el chi.
Él la miró con aire interrogador.
—Este plato es caliente —dijo ella con una sonrisa—. Éste es frío. Éste es blando, éste es crujiente. Éstos producen armonía.
Él se rió y sus ojos verdes danzaron.
—Si a ti te da lo mismo, unos anticuados huevos con beicon y café solo me irían bien.
Sus palabras desconcertaron a Mei-ling. Nunca había oído la pronunciación estadounidense.
—Cómete esto ahora y mañana te traeré huevos.
Mientras él cogía un crujiente trozo de pollo con los dedos, Mei-ling le tomó la mano con suavidad y puso en ella los palillos. Por un instante él le miró la mano que sujetaba la suya, luego levantó la mirada y una silenciosa comunicación se cruzó entre ellos.
—No sé usarlos —dijo él con voz suave—. Supongo que no podrías traerme un cuchillo y un tenedor.
—Mañana cuchillo y tenedor —dijo ella, bajando los ojos a sus manos unidas: la suya, pequeña y pálida, y la de él, grande y morena—. Y café solo —añadió con una sonrisa tímida.
El hombre borró su sonrisa y se quedó mirando fijamente a la joven. Recostado sobre las almohadas, la sábana hasta la cintura, dejando su pecho al descubierto, examinó a la joven china que estaba sentada en el borde de su cama.
—Me has salvado la vida —dijo—. ¿Por qué?
—¿Debería haberte dejado morir?
Él echó una mirada a la caja de medicinas: un estuche de laca negro con dragones rojos y dorados pintados en él, sus muchos cajones y compartimentos abiertos exponiendo bolsitas de hierbas, frascos de líquido, paquetes atados con cuerda.
—¿Eres enfermera o algo así?
—Mi padre me enseñó las antiguas artes de la curación —respondió con modestia.
—Un arte con un gran poder —dijo él con una sonrisa irónica—. Lo último que recuerdo es que, cuando me encontraba en el suelo y aquellos matones me estaban dando patadas, sabía que estaba a punto de morir.
Ella le observó con ojos solemnes. Cuando él fue a buscarle la mano, ella no la retiró.
—Eres muy guapa —dijo.
Al día siguiente Mei-ling y su criada le llevaron beicon y huevos, cocinados como el cocinero del Raffles Hotel le había explicado, y el extranjero se emocionó tanto al ver un desayuno conocido que lo devoró todo —huevos fritos, tiras de beicon, patatas asadas, tostadas con mantequilla y café caliente— sin decir una sola palabra. Cuando Mei-ling vio los platos vacíos, sonrió. Las palabras sobraban.
—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí? —preguntó él mientras se afeitaba con el jabón y la cuchilla que ella le había traído.
—Tres semanas.
Él miró a la vieja criada, quien permanecía sentada en el rincón con expresión preocupada.
—Ojalá pudiera contaros qué es lo que pasó —dijo a Mei-ling—. Ojalá pudiera deciros quién soy y qué hago en Singapur.
Sin embargo sabía algunas cosas. Sabía que era estadounidense; incluso sabía que el presidente que a la sazón gobernaba Estados Unidos era un hombre llamado Theodore Roosevelt. Habló a Mei-ling de una ciudad llamada San Francisco, y dijo que le parecía que vivía allí, porque podía hablarle de tranvías y vendedores de flores y su restaurante favorito en Powell Street. Pero de sí mismo —quién era, quién era su familia, a qué se dedicaba para ganarse la vida— no sabía nada.
—Mi memoria ha empezado a volver a mí en sueños —dijo—. Pero cuando despierto, los sueños se desvanecen.
Mei-ling comprendía el poder de los sueños, pues un sueño la había llevado a él.
—Quizá si yo estuviera presente mientras duermes… —dijo.
—No estaría bien que pasaras la noche conmigo.
—Tú dormirías y yo te observaría. Cuando sueñes te despertaré y me contarás lo que hayas visto en tu sueño.
—La verdad es, Mei-ling, que no sería capaz de dormir si estuvieras tú aquí.
—Me quedaría muy callada.
—No me refería a eso —dijo él con voz suave.
La criada, que no entendía las palabras que intercambiaban, no sabía nada de lo que los jóvenes decían. Les leía los ojos, los cuerpos, los tonos de voz. Y supo que la catástrofe que había estado temiendo se cernía sobre ellos.
Mei-ling eligió la octava noche del octavo mes para quedarse con él, pues el ocho era el número más afortunado y un doble ocho era doblemente afortunado. Por primera vez salió de la casa de su padre sin la compañía de la vieja criada, escabullándose en la noche mientras la casa dormía.
—Voy para ayudarle a recuperar su memoria perdida —dijo a la anciana—. Voy para ayudarle a recuperar su espíritu de las brumas adonde ha ido.
Pero la anciana sabía por qué iba Mei-ling, y lo único que pudo hacer fue enroscarse en su estera, taparse la cabeza con la manta y gemir temiendo la mala suerte que se avecinaba.
Cuando Mei-ling y el extranjero estadounidense hicieron el amor por primera vez, un apacible monzón envolvía Singapur en un tierno abrazo.
Mei-ling sabía que lo que hacía estaba castigado con la muerte. A la mujer sólo le estaba permitido tener un hombre en su vida: su esposo, en caso de que se casara. A la mujer no casada no le estaba permitido ningún hombre. Por el contrario, al hombre se le permitía, por ley y por tradición, tantas esposas y concubinas como pudiera pagarse, pues la lógica era que «una tetera ha de tener muchas tazas».
Mientras yacía en brazos del apuesto estadounidense, cuyo vigor y virilidad se habían recuperado gracias a los dulces cuidados de ella, mientras le observaba dormir, maravillada de este apuesto extranjero que los dioses habían llevado a su vida, Mei-ling se preguntaba qué era una sentencia de muerte cuando estaba en juego el amor. Moriría gustosa por un abrazo de aquel hombre.
Le dejó mientras aún dormía, regresando a su casa antes de que la servidumbre despertara. Y acudió de nuevo a la noche siguiente, y a la siguiente. Le ayudó a dar unos pasos por la habitación, a andar despacio mientras ella le sujetaba, dando la propia Mei-ling diminutos pasos dolorosos en sus deformados pies. Le daba noticias del mundo exterior, y después él le sacaba las horquillas y peinetas de su largo cabello y le repetía cuánto la amaba.
Durante el día, Mei-ling realizaba discretas averiguaciones sobre si alguien buscaba a un estadounidense desaparecido. Y durante la noche, mientras yacía a su lado, le observaba revolverse en sueños, pronunciando nombres y palabras que eran extraños para ella. Cuando le despertaba, él no recordaba lo que había soñado. Cuando le preguntó quién era Fiona, él respondió que no tenía ni idea.
—Quizá debería llevarte a un médico inglés —dijo ella una tarde mientras el sol penetraba de soslayo a través de las persianas—. Hace demasiado tiempo que has perdido la memoria. Tu familia debe de estar preocupada. Tienes que encontrar tu casa.
Pero él le cogió las manos y dijo con pasión:
—Tú eres mi casa, Mei-ling. Tú eres mi familia. Quiero casarme contigo.
—Pero ¿y si resulta que ya estás casado?
—No me siento casado. ¿No debería «sentirme» casado? —Luego añadió, muy tierno—. Sí, me siento casado, Mei-ling. Cuando estoy contigo.
Ella bajó la vista.
—Nunca podré casarme contigo. Debo casarme con un chino.
—Ya estamos casados, Mei-ling. —Se sacó el anillo de oro del dedo, con las iniciales R. B. entrelazadas, y le cogió la mano entre las suyas—. Con este anillo yo os desposo. —Y se lo colocó en el dedo—. Estamos casados, amada mía. A los ojos de Dios y en nuestros corazones, somos marido y mujer.
Y entonces Mei-ling cometió un error fatal.
Una noche llegaron a la casa de Peacock Lane unos distinguidos invitados de su padre, ingleses que admiraron con deleite los jardines, patios y aleros curvados de los tejados de este hogar chino. Mientras Mei-ling servía té y pastelillos de almendras, preguntó a uno de los invitados, que era un médico especializado en desórdenes de la mente, si era posible perder solamente una parte de la memoria y conservar el resto. Y mientras el extranjero explicaba a Mei-ling lo poco que se conocía de la mente humana su padre observaba la escena con atención. No fue el hecho de que Mei-ling formulara preguntas a un extraño —él siempre la había animado a buscar el conocimiento— ni la naturaleza de las preguntas, aunque él mismo encontraba la mente humana un tema de gran fascinación. Fue la manera en que el inglés miraba a Mei-ling lo que abrió los ojos de su padre a una verdad que había estado tratando de evitar: que su hermosa hija no podía permanecer más tiempo sin estar casada.
Vinieron las tías desde muy lejos, la aldea ancestral en la provincia del sur de China. E incluso mientras sonreía, servía té y fingía sentirse honrada porque la examinaban como futura nuera, Mei-ling ya había tomado una decisión: por el amor de su estadounidense, traería la deshonra a su familia.
Al día siguiente preparó el equipaje con cuidado, para que los criados no sospecharan nada, llevándose sólo los artículos más necesarios y personales. Y su caja de medicinas. Le dijo a Elegancia Dorada, su cuñada, que la habían llamado de una casa situada al otro extremo de la isla, para asistir a un parto.
Luego salió de la casa de su padre, donde había nacido y crecido, dio la espalda a su vida, a su familia y a su cultura y se dirigió con tanta celeridad como pudo hacia la tienda de sedas cerca del puerto.
Pero cuando llegó, su estadounidense no se encontraba allí.
Había dejado una carta: «Queridísima Mei-ling, perdóname. He esperado todo lo que he podido. Pero el sol ya se pone y no has venido aún. He recordado quién soy y debo irme. Me he llevado el dinero porque he de comprar un pasaje de barco con él. Me consuela saber que vivirás en casa de tu padre hasta que regrese. Volveré, amada mía, y me casaré contigo. Pero antes debo hacer una cosa…».
Ella corrió a la ventana y miró hacia la calle. ¿En qué dirección habría ido? ¿Dónde estaba, en aquellas atestadas calles? Lanzó un grito, asustando a las palomas que se desperdigaron y luego se juntaron bajo los aleros. ¿Era éste su castigo por deshonrar a su familia?
Se miró el anillo que lucía en el dedo; no era un verdadero anillo de boda. Y ahora no tenía marido. Volvió a leer, con los ojos llenos de lágrimas, su carta y su firma al pie: Richard.
Entonces se llevó la mano al abdomen… pues allí me encontraba yo, así empecé yo, por eso conozco esta historia, y por eso puedo dar a conocer los pensamientos y sentimientos privados de las personas y los acontecimientos que sucedieron tanto tiempo atrás. Porque mi madre me contó estas cosas. Pues el estadounidense llamado Richard no sólo dejó a Mei-ling una carta y un anillo, también le dejó otro regalo: yo, su hija. Nací ocho meses más tarde y mi madre me puso el nombre de Armonía Perfecta, para asegurarse de que tendría buena salud y larga vida.
Aquí es donde la historia de nuestra familia da comienzo.