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18:00. Palm Springs, California

El estridente timbrazo del teléfono despertó a Charlotte de un sueño profundo.

Al tender el brazo para responder, consultó el despertador de su mesilla de noche. Las seis de la tarde. Las últimas noches no había dormido bien, por lo que al salir del laboratorio había ido a casa y se había tumbado a echar una breve siesta. Para su sorpresa, vio que había dormido media lluviosa tarde.

Quien llamaba era Desmond. Sus palabras cayeron como bombas:

—Charlotte, será mejor que vengas enseguida. Ha habido otra.

Ella despertó de golpe.

—¿La tercera? —La habitación se hallaba a oscuras; encendió la lámpara de la mesilla—. ¿Es muy grave?

—Como las otras. La víctima ha muerto.

Charlotte cerró los ojos. «Dios mío».

—Voy para allá.

Pero cuando puso los pies en el suelo, se detuvo y se llevó las manos a la cabeza. Había tenido un sueño extraño, inquietante. ¿Cómo había sido?

Poco a poco fue recordando: su abuela le decía: «Provenimos de un largo linaje de hijas sin madre. Siempre, en un momento de nuestra vida, nuestra madre nos guía desde el Más Allá. Algún día, Charlotte, oirás la voz de tu madre que te habla, como una vez oí yo a la mía.

»—Pero ¿cómo la reconoceré? —había preguntado Charlotte en su sueño—. Mi madre murió cuando yo era muy niña. Nunca la llegué a oír hablar.

»—La reconocerás con el corazón, no con los oídos.

»—¿Y cuándo sucederá esto?

»—Cuando sea el momento oportuno.

Sólo había sido un sueño, pero también un recuerdo. La abuela de Charlotte había pronunciado esas proféticas palabras más de diez años atrás. Charlotte aún esperaba oír la voz de su madre.

Mientras se apresuraba a ponerse unos tejanos, se pasaba un jersey de punto de trenza por la cabeza y se recogía el largo cabello negro en un pasador dorado, Charlotte miró por la ventana hacia el desierto valle que se extendía ante ella, apenas visible en el agonizante día. Una lluvia caliente caía de un cielo ennegrecido con nubes de tormenta; hacia el oeste, los relámpagos iluminaban el horizonte en breves explosiones sulfurosas.

Charlotte pensó: «Si la abuela viviera, sabría interpretar las señales. Diría: “Estas nubes, como grullas, volando a casa con urgencia. Un feliz presagio. Significa que se avecina buena suerte”».

Charlotte nunca había aprendido a interpretar las señales, aunque su abuela había tratado de enseñárselas. «Quizá soy demasiado americana —pensó Charlotte—. Igual que la abuela era demasiado china».

Protegiéndose los ojos del resplandor de un relámpago, pensó: «Palm Springs tiene trescientos treinta días de sol al año. ¿Cómo puede considerarse buen presagio esta tormenta?».

Era un mal presagio. Tres muertes causadas por productos Armonía en una semana. Tenía que ser sin duda un caso de falsificación del producto, como el del Tylenol, porque Armonía Biotec fabricaba infusiones de hierbas bajo el más estricto control de calidad. Pero si se trataba de una falsificación de producto, ¿estaban relacionadas las muertes, o sólo una de ellas había sido intencionada y las otras dos eran víctimas inocentes? ¿O el objetivo era la empresa Armonía?

Puso la radio de la mesilla de noche; estaban dando las noticias de la tarde: aviso de riada en los desiertos bajos… cortes de suministro eléctrico en Pomona, Manhattan Beach y zonas del valle de San Fernando… desprendimientos en Malibú…

Apagó la radio. No eran buenos presagios…

Apresurándose hacia la cocina, donde su vivaz interina empezaba a preparar la cena, Charlotte cogió su enorme bolso de piel que le servía de cartera de mano y bolso a la vez, recogió las llaves del coche y dijo:

—Tengo que ir a la fábrica, señora Sánchez. Ha surgido una emergencia. No sé a qué hora volveré.

—Debería llevarla Pedro en coche —dijo la interina, refiriéndose a su esposo que trabajaba de hombre para todo en las cinco hectáreas de Charlotte—. La tormenta es fuerte.

—No me pasará nada. No te preocupes.

Los Sánchez llevaban ocho años con Charlotte. Habían venido con ella desde San Francisco, «cuando las medicinas se trasladaron —como le gustaba explicar a la cajera de la tienda de comestibles de Ralph—. No podíamos dejar sola a la señorita[3]. Necesita que la cuiden. Aunque ella no lo sabe».

—Pero ¿y su cena? —preguntó la señora Sánchez, abarcando con el brazo las burbujeantes ollas y cazuelas, los mostradores sembrados de verduras y especias.

—Tomaré algo en la cafetería —respondió Charlotte, y salió a la lluvia.

¡La cafetería!, pensó la señora Sánchez con repentina alarma. Debía de ser una emergencia muy grande para que la señorita comiera cualquier cosa. La señora Sánchez conocía mejor que nadie los extraños hábitos de comida de su ama.

Esta noche, siguiendo las instrucciones de la señorita Lee, la señora Sánchez estaba preparando ensalada de raíz de loto. Lo hacía no porque a la señorita Lee le gustara el sabor de la raíz de loto sino porque, como le había explicado en una ocasión a la señora Sánchez, las palabras chinas que designaban «raíz de loto» y la expresión «obtiene más cada año» sonaban casi igual, por lo que se consideraba útil para la economía personal comer mucha raíz de loto. La señora Sánchez hacía tiempo que se había acostumbrado a los hábitos alimenticios de su ama, los cuales se regían menos por las normas del gusto que por curiosas reglas del estilo «suena como» —la señorita Lee comía mucho arroz porque sonaba como «larga vida»— o eligiendo alimentos de la buena suerte, como bok choy, y evitando comida de la mala suerte, como el maíz. La señorita Lee incluso basaba su menú diario según su salud física del momento y el tiempo que hacía: «He decidido no tomar el estofado de angélica, señora Sánchez —decía por ejemplo—. Mi yin está demasiado alto». O: «Tomemos esta noche la sopa de perejil a la cicuta, señora Sánchez, han anunciado bajas temperaturas».

¡Cuántas reglas!, pensó la señora Sánchez volviendo a su quehacer. En lo que a ella se refería, si tenía ganas de comer tamales, comía tamales.

Cuando Charlotte dobló la esquina de su casa, se detuvo y miró a través de la lluvia.

—Oh, no —exclamó.

Una enorme rama de eucaliptus, rota por la fuerza del viento, bloqueaba por completo la salida del garaje y el sendero.

Dio media vuelta y volvió a la cocina, dejando la tormenta fuera, y pidió a la señora Sánchez que buscara a Pedro y que éste se encargara de retirar la rama lo más deprisa posible. Luego dejó el bolso y las llaves y se dirigió hacia el pasillo apenas iluminado.

Entonces fue cuando se dio cuenta de que estaba ocurriendo algo en la casa.

No era sólo la tormenta, o los truenos que hacían temblar la tierra. No era el frío y la oscuridad. Y no era la mala noticia que le había dado Desmond por teléfono. Era la casa. Ocurría algo en la casa.

Construida con adobe, estuco y tejas de Saltillo, la villa de casi ochocientos metros cuadrados de Palm Springs había sido diseñada y decorada al estilo suroccidental, con vigas envejecidas, tejas satinadas pintadas a mano y esculturas de madera de coyotes a tamaño natural aullando. No había nada que recordara Oriente en ningún rincón de la casa, ni un solo objeto chino. No obstante, antes de ir a vivir allí, Charlotte había contratado a un geomántico para que recorriera las habitaciones y comprobara que el feng shui —la práctica china de adaptar el ambiente en que uno se halla para que aporte salud, felicidad y prosperidad— era el adecuado.

El practicante de feng shui había encontrado algunos fallos horrendos en el diseño interior de la casa de Charlotte. Su cama, por ejemplo, se había colocado directamente debajo de una viga del techo que quedaba al descubierto, de modo que discurría horizontalmente de un lado a otro de la cama, cosa que sin duda provocaba dolores y achaques y «cortaba por la mitad» la vida del que dormía en ella; tenía que colocarse en una posición más «afortunada». El cuarto de baño de los invitados estaba situado frente a la puerta principal, lo cual significaba que todo buen chi que entraba en la casa se iría por el desagüe; un pequeño espejo en la base del retrete para desviar el chi del desagüe corrigió el error. Y el estanque del jardín formaba una curva alejándose de la casa, lo que creaba un «arco» de mala suerte que apuntaba directamente a la sala de estar; se alteró el estanque para que se curvara hacia el edificio, con lo que lo protegería.

De ese modo, durante dos años la casa de Charlotte había sido una casa afortunada y sana. Pero esta noche era diferente. Algo había cambiado.

Charlotte entró en su estudio, encendió la luz del escritorio y contempló los periódicos pulcramente apilados encima de éste, cuyos titulares le contrajeron el estómago. Tres personas muertas debido a los productos de su empresa. ¿Por qué? ¿Quién era el culpable?

De pronto sintió miedo. Cuando sus ojos tropezaron con la fotografía enmarcada de debajo de la lámpara cogió el teléfono sin vacilar. No quería estar sola en aquellos momentos, necesitaba que Forest estuviera con ella. Mientras marcaba su número de teléfono mantuvo la vista fija en la fotografía, en especial en la amplia sonrisa en el rostro de aquel hombre que un amigo común había descrito en una ocasión como la representación de un San Bernardo con forma humana. Forest era profesor de matemáticas en la Universidad de California en Los Ángeles. Hacía ocho años que era amigo de Charlotte y cinco que era su amante. Serio y estable, un hombre sin secretos.

Charlotte sintió un gran alivio cuando le oyó responder. Cuando apresuradamente le habló de la llamada de Desmond, él exclamó:

—¡Oh, Dios mío, Charlotte, es terrible! ¡Terrible!

Ella esperó mientras observaba la lluvia que golpeaba los cristales de sus ventanas. Apenas podía distinguir a Pedro Sánchez bajo el aguacero, atando una cuerda a la rama del árbol caído en el sendero.

Al cabo de unos instantes Forest preguntó:

—¿Crees que debería ir contigo? La tormenta es muy fuerte.

Ella vaciló.

—No, Forest —dijo—. Será mejor que te quedes ahí.

—Llámame si me necesitas. Te quiero.

—Yo también te quiero —murmuró ella, y colgó.

Mientras dejaba el auricular en su lugar, preguntándose a quién más llamar, se volvió hacia las puertas correderas de cristal que se abrían a su jardín rocoso, y vio una gran tortuga del desierto avanzando lentamente bajo la lluvia. Charlotte había encontrado el animal a un lado de la carretera, un año atrás. Alguien la había maltratado, por lo que se la llevó a casa y la alimentó con una dieta de hierbas chinas especiales. Suponía que cuando estuviera mejor se marcharía, pero el viejo animal se había quedado, incluso a pesar de que allí estaba encerrada.

—Salvas animales —le había dicho su abuela— en lugar de tener hijos.

Charlotte se había echado a reír.

—Ya tengo un hijo muy grande, abuela. Armonía Biotec es suficiente para mí como hijo.

Pero su abuela tenía razón. Charlotte pronto cumpliría cuarenta. Ella y Forest habían hablado de casarse y tener hijos, pero siempre concluían: «Lo haremos en cuanto…».

¿En cuanto qué?, se preguntó ahora mientras volvía a la cocina, donde los aromas de la excelente cocina de la señora Sánchez resultaban una fuerte tentación para quedarse en casa. La empresa siempre había ocupado el primer lugar en la vida de Charlotte. Siempre había algo nuevo que quería probar, algo innovador de lo que tenía que convencer a su abuela para que lo adoptara. De alguna manera los años habían ido transcurriendo y el tema de formar una familia siempre había quedado atrás.

Y ahora estaba esta nueva calamidad: alguien envenenaba productos Armonía.

Cuando cruzó el pequeño atrio donde cultivaba flores y hierbas raras, sintió una ráfaga de aire frío. Se volvió y vio que la puerta de cristal que daba al jardín se había abierto de golpe.

Al dirigirse apresuradamente a través de las delicadas palmeras y frágiles helechos a cerrar la puerta, notó que algo crujía bajo sus pies. Cuando vio lo que era, se llevó las manos a la boca y, en un breve regreso a su infancia, exclamó:

—Aii-yah!

El móvil de campanillas de cristal que llevaba dos años colgado en el atrio había caído al suelo y se había hecho añicos.

Se inclinó para palpar los fragmentos. El móvil era un regalo que le había hecho Jonathan la última vez que se habían visto, diez años atrás. Durante una década entera estos delicados círculos de cristal habían mantenido el chi bueno fluyendo por donde ella vivía, recordándole aquella tintineante musiquilla, con amarga tristeza, el único gran amor de su vida y cómo lo había perdido.

Su abuela había aprobado esta rememoración de la tristeza y el sentimiento de pérdida.

—Ahora nunca serás completamente feliz, Charlotte. El yin y el yang están equilibrados en tu vida.

¡Qué concepto! Aprobar la desdicha porque el equilibrio y la armonía eran más importantes que la felicidad completa.

La señora Sánchez entró, secándose las manos en una toalla. Emitiendo sonidos que indicaban su desaliento dijo:

—No se han roto todos, señorita. Aún podemos volver a colgarlo.

Pero el círculo exterior de cristal se había hecho trizas, por lo que ya no incluía a los más pequeños.

—Los móviles de campanillas rotos no pueden volver a colgarse —dijo Charlotte asomándole las lágrimas a los ojos—. El sonido no sería el correcto. El chi fluiría hacia atrás.

Por un momento se quedó mirando fijamente la suerte destrozada —esto era lo que le había hecho sentir que ocurría algo en la casa— y se preguntó si alguna vez todo volvería a ir bien. Luego, se volvió y se apresuró a regresar a su dormitorio donde abrió la cómoda y sacó una bufanda de seda profusamente estampada en azules acuáticos y verdes selváticos, otro regalo de Jonathan. Se la había regalado la última vez que se habían visto, cuando él le dio la noticia más pasmosa: «Soy espía —había dicho simplemente, como si se tratara de la más corriente de las ocupaciones—. Estoy aquí montando una trampa para atrapar a un agente de la KGB que nos ha traicionado».

Pero ésa no fue la noticia que la había dejado perpleja.

Regresó al atrio, recogió con suavidad las campanillas y trozos de cristal y lo envolvió todo en la bufanda. Pedro Sánchez apareció entonces, con un impermeable chorreante, para comunicarle que ya había despejado el sendero.

Cuando unos momentos después Charlotte estaba a punto de lanzarse a la tormenta, la interina la detuvo en la puerta de la cocina y dijo:

—Para usted. —Y metió algo en la palma de la mano de Charlotte—. Es muy antiguo —dijo la señora Sánchez, que era del sur de México y por tanto tenía sangre maya en sus venas. Charlotte vio que se trataba de un pequeño talismán, un trozo de jade verde tallado en forma de serpiente dormida—. Trae buena suerte, es muy muy antiguo —le aseguró.

Cuando Charlotte cerró los dedos en torno a la reliquia, sintió de verdad que un poco de buen chi penetraba de nuevo en su vida.

Charlotte redujo la velocidad del coche al entrar en Joshua Tree Drive, donde los discretos edificios del Parque Científico Armonía ocupaban una amplia zona de césped color verde esmeralda, con palmeras, cascadas artificiales entre las rocas y un lago que en esos momentos estaba agitado a causa de la lluvia. El letrero —Laboratorios Armonía Biotec— y el otro más pequeño de debajo —Productos Herbales Armonía— eran tan discretos como los edificios. Los ricos y la élite que acudían a los campos de golf de Palm Springs y otros enclaves exclusivos no querían que se les recordaran la enfermedad y la mortalidad.

Cuando pasó por delante del primer edificio; que albergaba los laboratorios y la fábrica, Charlotte vio a algunos miembros de la policía local con impermeables amarillos acordonando las entradas y alejando a la gente. Frente al edificio principal, Charlotte sintió consternación al ver a un grupo de periodistas en el aparcamiento, furgonetas de las emisoras de televisión locales, tres cadenas nacionales, la CNN. Antes de bajar del coche rezó una plegaria en silencio por la vida inocente que se había perdido. Lamentaba de corazón saber que su empresa —cuya finalidad era proporcionar bienestar y salvar vidas— hubiera matado a tres personas. Se alegraba de que su abuela no viviera para presenciar esta vergüenza y este deshonor.

Y entonces sintió una oleada de rabia. Quienquiera que se hallara tras esos crímenes monstruosos no iba a salir impune.

Al bajar del coche el viento cambió de dirección lanzándole la lluvia a la cara, pero enviando también una breve ráfaga de deliciosos aromas culinarios procedentes de la cafetería de los empleados que se encontraba cerca de allí. Aunque Armonía daba empleo a muchos anglosajones e hispanos, la comida que se servía era china en su mayor parte, una tradición que había iniciado mucho tiempo atrás la abuela de Charlotte, quien creía que la comida era medicinal. Esta noche, para saciar el apetito del turno de tarde, había bacalao braseado con dangshen y huangqui, hierbas chinas que aumentaban la energía del cuerpo y ayudaban a tener una buena digestión.

—Señorita Lee —reclamaban los periodistas a través de la lluvia, acercándole micrófonos mientras ella se dirigía a toda prisa hacia el edificio principal—. ¿Cree usted que también ha sido un accidente? ¿Tres muertes?

Mientras se abría paso sin decir palabra, otro periodista se puso frente a ella.

—¿Qué tiene que decir de las afirmaciones de que su empresa ha estado utilizando en sus productos animales de especies en peligro?

Charlotte miró al hombre con expresión de asombro. Luego pasó por su lado entregándose a los brazos protectores de Desmond, primer vicepresidente, responsable del marketing. Desmond era primo suyo. En otra época también había querido ser su amante. Ella sospechaba que aún lo quería.

—¡Esto es una pesadilla! —exclamó mientras la hacía entrar apresuradamente en el espacioso vestíbulo, donde el personal de seguridad trataba de mantener alejado a todo el mundo.

—Des, ¿qué es esto de que utilizamos animales ilegales en nuestros productos?

Desmond parecía acorralado, algo impropio de él, pues su preocupación por la imagen a veces rayaba la obsesión, como creía Charlotte. Esto la alarmó aún más. Para Desmond estar tan alterado que, por una vez, no llevaba el pelo perfectamente peinado significaba que la noticia era aún peor de lo que ella creía.

—No lo sabía —respondió él—. Al parecer, varios canales de televisión y periódicos importantes han recibido un anónimo. ¡La FDA[4] está investigando la acusación de que ponemos pene de tigre en nuestro té! —Cuando llegaron a los ascensores, Desmond frunció más el entrecejo, deformando sus atractivas facciones—. Hay más malas noticias —dijo—. El agente federal que se encargaba de los otros dos casos…

—Sí, Johnson.

—Ha sido retirado del caso. Adivina quién le sustituye.

Charlotte no necesitó adivinarlo, pues por la expresión desolada de Desmond ya lo sabía. Valerius Knight, un agente de la Food and Drug que estaba haciendo carrera atacando a las empresas fabricantes de productos herbales. Esto no presagiaba nada bueno.

—¿Y Adrian y Margo? —preguntó.

Desmond aprovechó la espera del ascensor para corregir su imagen: se pasó los dedos por la frente y el pelo, se alisó el jersey de pico de lana negra y los pantalones negros. Charlotte observó que su abrigo de cuero negro estaba seco, lo que significaba que aún no había salido para enfrentarse con los periodistas. Advirtió que incluso tenía un momento para colocar la cadenita de oro que llevaba al cuello formando una curva perfecta.

—Papá y mamá estaban de camino hacia las Bermudas —dijo—. He logrado atraparles en el avión de la empresa. Vienen hacia aquí.

Mientras seguían esperando ante las relucientes puertas de los ascensores, Charlotte contempló impaciente su propio reflejo en ellas. Con su largo cabello negro empapado por la lluvia y pegado al cráneo, sabía que no tenía el aspecto que debería tener la directora general de una empresa farmacéutica y herbal que facturaba varios millones de dólares al año. Su expresión era tan tensa que sus pómulos asiáticos, normalmente tan evidentes que le hacían parecer cualquier cosa menos estadounidense, ahora resaltaban y estaban húmedos y su piel tenía una palidez ebúrnea que le recordaba la antigua estatua de marfil de la diosa Kwan Yin que tenía en su despacho. Sus ojos mostraban las ojeras fruto de una semana sin dormir. «Ojos secretos», los había llamado Jonathan en una ocasión, mucho tiempo atrás. Porque eran ojos que protegían el conocimiento oculto, cosas que nadie sabía, como el hecho de que Charlotte no era su verdadero nombre.

Observó el otro rostro que se reflejaba en el cromo pulido. Desmond era un hombre apuesto, con las facciones regulares y una imagen cuidadosamente cultivada. También él tenía secretos. Ella se preguntó si era ésa la razón por la que siempre llevaba gafas de sol, incluso ahora que había oscurecido y llovía.

—Dios mío —exclamó Desmond dando un nuevo golpe al botón del ascensor—. ¡Es increíble! ¡Te juro que esto es peor que cuando fuiste secuestrada por extraterrestres! —La miró con aire contrito—. Lo siento. Ha sido un chiste malo.

Desmond no lo había dicho en broma. Charlotte sabía que hablaba en serio. Nunca dejaba pasar una oportunidad de referirse a un incidente por el que al parecer había estado preocupado los últimos veinticuatro años.

Sucedió cuando ella tenía quince años y Des catorce: un verano, Charlotte desapareció misteriosamente durante tres semanas y después no dijo a nadie adónde había ido, en especial a Desmond, quien no paraba de preguntar:

—¿El viejo verde de mi abuelo se ha aprovechado de ti como dice todo el mundo? —Desmond trataba de bromear y decía—: No, no podría ser verdad. Debieron de secuestrarte unos extraterrestres.

Charlotte no podía creerlo. Incluso después de tantos años, y en medio de una situación crítica de la empresa, Des aún quería saber adónde había ido cuando aquel verano desapareció. Lo que Desmond no sabía era que estaba más cerca de la verdad de lo que creía: realmente la habían secuestrado.

—Dame los detalles de este último incidente —dijo ella mientras subían en el ascensor hasta la tercera planta, donde se encontraban las oficinas de la empresa.

—Los análisis preliminares de las cápsulas halladas en el lugar…

—No —interrumpió ella, poniéndole suavemente una mano en el brazo—. La persona que ha muerto. ¿Era hombre o mujer?

—Una mujer de treinta años. Abogada. Divorciada y con dos hijos.

—Estoy desolada, Desmond. Desolada de veras.

—Charlotte, no ha sido culpa tuya.

—¿Alguien se ocupa de los niños? ¿Hay familia?

—Mmm… tendré que averiguarlo. Me temo que mi mente ha estado pensando sólo en la empresa. Quiero decir, ¿cómo diablos se contaminaron esas cápsulas?

Charlotte frunció el entrecejo.

—¿Cápsulas?

—Ah, claro, no te lo he dicho. Esta vez no ha sido el tónico. Ha sido el Dicha.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron con un susurro, pero Charlotte no se movió.

—¿El Dicha? —dijo—. ¿Quieres decir que esta muerte la ha provocado un producto distinto?

Él asintió con gesto serio.

—¡Oh, Dios mío, Des!

Lo que eso significaba la dejó sin aliento.

Cada día, la empresa Armonía despachaba cientos de productos a miles de tiendas en todo el país y en todo el mundo. Las tres víctimas habían tomado tres productos diferentes; ¿cuántos más habían sido manipulados? ¿Todos?

—Retíralo todo —dijo, furiosa de pronto—. Retira inmediatamente todos los productos Armonía de las tiendas.

Entraron en una caótica zona de recepción donde sonaban multitud de teléfonos y todo el mundo parecía hablar al mismo tiempo. Charlotte se detuvo para controlar su ira. Sabía que todos buscarían en ella fuerza y consejos; sabía que en los próximos días tendría que hacer grandes esfuerzos para parecer tranquila y controlada.

Mientras la gente se precipitaba hacia ella acosándola a preguntas, Charlotte examinó el lugar en busca del agente federal Valerius Knight. Éste poseía alguna información vital y ella quería conocerla enseguida. Pero se detuvo antes para hablar con una mujer rolliza y de baja estatura vestida con un impermeable mojado, con un redondo rostro asiático enmarcado por una bufanda floreada y los ojos llenos de preocupación.

—Diga a sus equipos que me reuniré con ellos mañana por la mañana, señora Wong —dijo Charlotte—. Dígales que no hay nada de qué preocuparse. Todos seguirán cobrando, no se despedirá a nadie.

Pero Charlotte sabía que tras los ojos asustados de la señora Wong se escondía una pregunta más importante: las primas prometidas, anunciadas cuatro semanas atrás, con las que todos contaban.

Las primas en realidad habían constituido una noticia en toda la nación, incluida la portada de la revista Time. Invento personal de Charlotte, era un nuevo plan de reparto de beneficios basado en los valores que su abuela le había inculcado y que coincidía con la tradición de la empresa Armonía de tratar siempre a los empleados como a miembros de la familia. Como los beneficios de Armonía el año anterior habían alcanzado cifras récord, en lugar de repartirse el pastel entre ella y los otros miembros del consejo de administración, Charlotte había decidido compartirlos con los casi mil trabajadores de la empresa. Algunos de los cheques iban a tener siete dígitos, tan elevados eran los beneficios. Los ejecutivos de otras empresas consideraban el plan de Charlotte una amenaza indeseable para el sistema de compensación a los trabajadores. Pero Charlotte se limitaba a señalar que los empleados de Armonía eran leales e incansables y que el movimiento de personal era inferior al uno por ciento anual.

Los cheques tenían que ser extendidos ese fin de semana. Pero el giro de los acontecimientos representaba una amenaza.

Cuando las luces fluctuaron de pronto, todos ahogaron una exclamación; Charlotte dijo a Desmond:

—Ocúpate de que Mantenimiento compruebe los generadores de emergencia. Es posible que se produzca un fallo de corriente.

—Ya lo he hecho —dijo él.

Su secretaria se acercó apresurada.

—Charlotte, tengo a alguien de la cadena KFWP al teléfono, y la KRLA está llamando. Quieren declaraciones.

—Entretenlos todo lo que puedas. Margo está de camino. Ella se ocupará de la prensa. ¿Has visto al señor Sung? —preguntó, refiriéndose al presidente del consejo de la compañía.

—Le he visto por ahí hace un rato.

—Búscamelo, por favor. —Charlotte se volvió a Desmond—. Podría ser que tuviéramos que hacer frente a algún pleito por responsabilidad del fabricante. Quiero que el señor Sung esté al tanto.

—No te preocupes, Charlotte. Podremos demostrar que se trata de una manipulación externa.

—No si Valerius Knight está a cargo del caso —dijo ella, atisbando por fin al representante de la FDA, que se hallaba al otro lado de la habitación: una cabeza que destacaba por encima de las demás—. Ese hombre tiene dos caras. Nada le gustaría más que destruir Armonía.

Apareció el jefe de química de la empresa, retorciéndose las manos, el semblante pálido y agitado:

—No me dejan entrar en mi laboratorio. Necesito entrar.

Ella le puso una mano en el brazo.

—Veré lo que puedo hacer. No te preocupes. Todo irá bien. —Charlotte se volvió a su secretaria—. Busca al señor Sung. Necesito verle enseguida.

—Tengo otras cuatro personas al teléfono —dijo la joven, sosteniendo varios papelitos de mensajes de color rosa—. Viatek Corp al teléfono, y Chang How Imports. El señor López de la granja Gilroy está preocupado por algo…

—Coge los mensajes, diles que les llamaré en cuanto sepa algo. —Se dirigió a Desmond—. Lo primero que tengo que hacer es hablar con Knight y averiguar qué información posee.

—Buena suerte —le deseó Desmond.

Charlotte se abrió paso en la abarrotada zona de recepción.

Encontró al agente de la FDA cerca de la sala de suministros, sentándose ante un escritorio y poniendo en marcha un ordenador portátil. Valerius Knight era un imponente afroamericano de alta estatura, con un espeso bigote negro, cabeza rapada, y un timbre de voz profundo y resonante; era famoso por sus ansias de llamar la atención y perseguir los casos más espectaculares. Su presencia en Armonía hizo sonar la alarma en la cabeza de Charlotte.

—Agente Knight —dijo ella sin preámbulos—, ¿qué información puede proporcionarme sobre las víctimas?

—Ah, señorita Lee —dijo él, obsequiándole con una encantadora sonrisa—. Lamento que tengamos que vernos en semejantes circunstancias.

—¿La FDA está segura de que los productos Armonía han sido los causantes de las muertes?

—En los tres casos, lo último que las víctimas habían ingerido era uno de sus productos. Tendré que interrogar a todos los empleados que estuvieron en contacto con esos productos, desde la preparación química hasta el chico que condujo el camión hasta el distribuidor.

Le tendió un paquete de chicles de menta ofreciéndole uno.

—¿Por qué cree que la manipulación se hizo aquí?

—Hemos hablado con el hermano de la última víctima —respondió el hombre, desenvolviendo con cuidado un chicle y examinándolo como si también pudiera estar contaminado—. Ha dicho que su hermana era muy escrupulosa y se aseguraba de que ningún cierre hermético estuviera roto; siempre comprobaba las fechas de caducidad, cosas así. Bueno, ella era abogada. —Sonrió mientras se metía el chicle en la boca—. Además, hemos encontrado el envoltorio de celofán en el mostrador de la cocina, y sólo faltaban cuatro cápsulas de Dicha, lo que significa que acababa de abrir un nuevo frasco. Si esas cápsulas fueron alteradas después de salir de su fábrica, el autor es una persona muy hábil.

—¿Cuál ha sido la causa de la muerte?

Él masticó con timidez.

—La primera víctima, paro cardiaco. La segunda, apoplejía.

—¿Y la tercera?

—Preferimos mantenerla en secreto, de momento.

—Agente Knight, si mi empresa está bajo sospecha tengo derecho a saber de qué ha muerto la mujer.

Él se quedó pensando unos instantes.

—Hemorragia cerebral. Apoplejía. Pero eso no es para consumo público.

—Sé guardar un secreto, agente Knight.

—Sí, ya lo imagino —dijo él sonriendo.

—¿Han encontrado alguna relación entre las tres mujeres?

—Estamos trabajando en ello. Pero también estamos considerando a Armonía Biotec como el posible objetivo. ¿Han recibido alguna amenaza? ¿Una carta? ¿Llamadas telefónicas? ¿Alguien pidiendo dinero?

—No —respondió Charlotte—. Nada.

—¿Y… —se metió la mano en la chaqueta deportiva de costosa confección y sacó un pequeño bloc de notas— este tal Norman Thurwood, el hombre a quien quitaron su empresa de medicamentos?

—Nosotros no hemos quitado nada a nadie. Fue una adquisición amistosa.

—Eso no es lo que ha llegado a mis oídos. A él no le gustó la compra. ¿Podría estar resentido?

—Agente Knight, al señor Thurwood no le compramos Armonía. Sólo el parque científico y el laboratorio de investigación biomédica de su empresa. Armonía es mi empresa, ha sido de mi familia durante generaciones. Nuestros productos se basan en los remedios a base de hierbas que conocía mi bisabuela.

—Sí, conozco eso a lo que usted llama remedios, señorita Lee. —Esbozó una fría sonrisa—. ¿Estas muertes podrían tener origen interno?

—Somos una familia, agente Knight.

—No, me refiero a algún empleado.

—Eso es a lo que yo me refería. Esta empresa es una familia, señor Knight. La mayoría de mis empleados llevan años aquí. Tenemos un porcentaje muy elevado de lealtad.

—¿El tipo de empleados leales que callarían información o mentirían por su amo?

Ella hizo caso omiso de este comentario.

—¿Han traído ya los resultados de los análisis químicos? ¿Sabe si había el mismo ingrediente en los tres productos que causaron las muertes?

—Todavía no tenemos los resultados. Los espero en cualquier momento. Esto me recuerda una cosa: necesitamos la fórmula del Dicha, para poder comparar.

Charlotte le lanzó una mirada dura. Había solicitado muestras de los dos primeros productos con el fin de que sus químicos pudieran realizar pruebas independientes, pero la FDA había negado su solicitud.

—Me encargaré de hacerle llegar la fórmula, agente Knight. Pero puede que tarde un poco.

La sonrisa del hombre se ensanchó.

—Tengo la plena seguridad, señorita Lee, de que usted y su personal nos ofrecerán toda su cooperación en esta investigación, y de una forma rápida.

Cuando ella hizo ademán de marcharse, él dijo:

—Entiendo, señorita Lee, que sus laboratorios fueron inspeccionados tres veces el año pasado por la FDA. ¿No es eso bastante inusual?

Ella le miró a los ojos.

—Agente Knight, nuestros productos se fabrican siguiendo estrictas reglas, independientemente de lo que la FDA exige. Cada lote de materia prima que llega a esta planta se muestrea y se prueba antes de ser utilizado. Nuestros productos se fabrican entonces según los informes de la serie redactados estrictamente, y cada fase del proceso es medida, comprobada y recomprobada por expertos químicos y farmacéuticos. Se saca una muestra de la serie, se prueba y se aprueba antes de enviarla a las tiendas. No somos una empresa de pacotilla, agente Knight.

—Bueno, yo no he dicho…

—No es ningún secreto que la FDA y Armonía no se llevan muy bien. Nos han estado presionando para que hagamos pruebas clínicas en animales. Y la política de Armonía está en contra de la experimentación animal.

De pronto se oyó un alboroto cerca de la escalera de emergencia, voces llamando a los de seguridad, Desmond gritando:

—¡Saque de aquí esa maldita cámara!

—¿Qué me dice de ese nuevo medicamento, el GB4204? —preguntó Knight cuando el alboroto se hubo acallado.

Ella le miró a los ojos, tratando de descifrar en ellos una amenaza oculta. El GB4204 era el producto al que Charlotte había dedicado veinte años de su vida.

—¿Qué pasa con ese producto? —preguntó, a la defensiva.

—Tengo entendido que en la actualidad otras dos empresas tienen fórmulas similares ante una junta asesora secreta.

Charlotte enarcó las cejas.

—¿Está sugiriendo que estas muertes se deben a sabotaje industrial?

—O algo ideado para hacer que parezca sabotaje industrial. Digamos, por ejemplo, por alguien de la empresa, para desacreditar a esos otros dos fabricantes de medicamentos. —Se encogió de hombros y se apresuró a añadir—. Pero probablemente estoy equivocado. —Le ofreció una sonrisa deslumbrante que Charlotte ni por un instante creyó.

Ella le miró un momento, midiendo a este ser del que tanto había oído hablar; un hombre de gran ambición, se decía, un inconformista entre los agentes federales que, según se rumoreaba, recurriría a cualquier método para prosperar en su carrera. Su cruzada personal eran los fabricantes de hierbas medicinales. Era el responsable de que dos empresas más pequeñas hubieran cerrado, y Charlotte sospechaba que hundir la empresa Armonía sería el trampolín que precisaba para el próximo ascenso en su carrera.

—¿Nos van a cerrar la empresa? —preguntó bruscamente.

—Sólo de forma temporal —respondió él, sin borrar su encantadora sonrisa de sus labios, como si estuviera de parte de ella—. Sólo el tiempo necesario.

—Si me disculpa, agente Knight, tengo muchas cosas de las que ocuparme. Mi secretaria se encargará de todo lo que necesite.

—Claro —dijo él—. Adelante. Yo no me moveré de aquí.

Charlotte encontró a Desmond hablando con el señor Sung; Desmond parecía muy inquieto, el hombre de más edad le miraba con expresión implacable. Llevándose a su primo a un lado, Charlotte le dijo:

—Prepara anuncios para la radio y la televisión alertando de que existe algún problema con los productos Armonía, que no los compren, que no consuman los que tengan en casa. Y asegúrate de que se retira todo del comercio.

—¿Y los empleados?

—Mantendremos un equipo de guardia y enviaremos a los demás a casa, con permiso retribuido.

Él meneó la cabeza.

—Esto es serio, Charlotte. Muy serio.

—Y diles a esos periodistas de ahí fuera que leeré un comunicado. —Se detuvo y puso una mano en el brazo de Desmond—. Dame unos minutos, ¿de acuerdo? Tengo que serenarme. Y —añadió, mirando por encima del hombro al agente Knight, que estaba conectando su ordenador portátil— mantenle ocupado. Pero haga lo que haga, no cooperes. Tengo la fuerte sensación de que este hombre está aquí para crucificarnos. Manipulará todos los datos para que parezca que la culpa es nuestra. Ya lo ha hecho anteriormente.

Cuando Desmond se perdió entre la multitud, Charlotte se volvió al señor Sung, quien esperaba paciente, observando con calma la escena.

Con casi ochenta años, el señor Sung no sólo era el principal consejero de la empresa, sino que había sido el consejero de la abuela de Charlotte y también amigo íntimo. El señor Sung era el que había acompañado el féretro a casa; fue la última persona que vio viva a la abuela de Charlotte.

—Charlotte —dijo con su voz suave—, que desastre.

—Realmente voy a necesitar su ayuda.

Él la miró con expresión triste.

—Escucha el ruido, la falta de armonía. Aquí sólo hay mala suerte. —Meneó la cabeza—. Traigo noticias desafortunadas. Las familias de las víctimas han demandado a la empresa.

Charlotte gimió. Seis días atrás se hallaba en la cima del mundo, con la FDA a punto de aprobarle su nueva fórmula contra el cáncer, el GB4204, el resultado del sueño que había acariciado durante veinte años. Ahora todo su mundo se venía abajo rompiéndose en mil millones de fragmentos irrecuperables, como el móvil de campanillas que había metido con gran cuidado en su bolso, temerosa de dejar atrás su suerte destrozada.

¿Quién estaba haciendo esto? ¿Era una enemistad personal contra la empresa Armonía? ¿Un empleado disgustado? ¿Sabotaje industrial? ¿O el asesino simplemente había elegido los productos Armonía como su instrumento para matar, y en realidad no tenía nada que ver con Charlotte o su empresa?

Eso fue un instante antes de que cayera en la cuenta de que el señor Sung le tendía algo. Lo reconoció enseguida: una cajita de madera ligera y decorada con complicada marquetería, un rompecabezas chino que había pertenecido a la madre de Charlotte.

—Hace años que no lo veía —murmuró maravillada cogiendo la cajita—. Recuerdo el estante donde lo guardaba la abuela. —Miró perpleja al anciano—. ¿Por qué lo ha traído ahora?

—Me ha parecido que podría resultarte útil en estos momentos de necesidad. Y ahora, si me disculpas, tengo cosas que atender. Estaré en mi despacho si me necesitas —dijo el hombre, añadiendo «Charlotte» en tono cariñoso.

Mientras le observaba cruzar la zona de recepción, un anciano enjuto a quien todos, respetuosamente, dejaban pasar, Charlotte agitó con suavidad la cajita rompecabezas. Para su sorpresa, había algo dentro.

Charlotte avanzó por el pasillo, a cuyo término su despacho ocupaba una esquina, abandonando la caótica escena en la que Desmond intentaba hacer frente a los preocupados supervisores y jefes de departamento, donde Valerius Knight escribía en su ordenador portátil y las secretarias procuraban atender el alud de llamadas telefónicas.

El silencio que de inmediato la engulló, cuando cruzó las puertas dobles de roble y las cerró tras de sí, fue como una panacea instantánea. Echó una mirada a las dos estatuas que flanqueaban la puerta: Esculapio, el dios griego de la curación en Occidente, con una inscripción en el pedestal que rezaba: «Lo primero es no hacer daño», y Kwan Yin, diosa china de la misericordia: «Las manos toscas hacen medicinas toscas». Charlotte envió una breve plegaria mental a los antiguos dioses, pidiéndoles guía y fortaleza.

Salvo por Kwan Yin, no había nada asiático en la decoración en tonos grises y granates del despacho de Charlotte. Muy al estilo de empresa norteamericana, aspecto que Charlotte cultivaba adrede. La mayoría de personas, cuando la conocían por primera vez, no sabían que era china en una cuarta parte, o que su apellido, Lee, no era norteamericano sino que tenía sus raíces en la China del sur. En realidad, fue Charlotte quien, tras heredar el puesto de directora general a la muerte de su abuela seis meses atrás, había desviado el interés de la compañía de la fabricación de hierbas medicinales chinas a la investigación y desarrollo de productos farmacéuticos occidentales. El cambio de nombre, de Productos Armonía a Armonía Biotec, era obra suya.

El teléfono de su escritorio estaba sonando; las diez líneas estaban encendidas. Haciendo caso omiso se acercó a la barra de bar y, obligándose a moverse con lentitud, llenó de agua el hervidor eléctrico. Luego sacó una taza especial con su plato, de la mejor porcelana china y decorada con símbolos de buena suerte, y colocó en la taza una bolsita de tela con manzanilla. Mientras esperaba a que el agua hirviera, practicó la respiración lenta y profunda y efectuó unos ejercicios mentales para controlar los rápidos latidos de su corazón y calmar sus nervios.

Mientras su respiración se iba haciendo más lenta, Charlotte se llevó la mano al collar que descansaba justo sobre su clavícula. Al final de una cadena de plata con amatistas, el colgante de plata de la dinastía Chang y lágrima de ámbar dorada era en realidad un relicario. Charlotte había metido algo dentro veinticuatro años atrás, sellándolo con las lágrimas de una quinceañera. Desde entonces no lo había abierto.

Cuando la infusión de manzanilla estuvo lista, se la sirvió en la taza y al instante el aroma del vapor que emanaba de ella la calmó, trayéndole el recuerdo de mucho tiempo atrás: el de que su abuela tenía una serie de teteras, cada una con un propósito diferente: «para el té que impide entender mal», «para el té que trae suerte», «para el té que mejora el chi». Con qué frecuencia su abuela había regañado a Charlotte por hervirle el agua para todas sus infusiones en el mismo hervidor y luego mojar la hierba metida en una bolsita colgada de un hilo. Muy mala suerte. Cuando apareció el té instantáneo en los estantes de los supermercados, la abuela de Charlotte declaró: «Inutilidad instantánea».

Charlotte sintió una repentina punzada de pena y contempló la estatua de Kwan Yin, tratando de recordar qué le había dicho su abuela en una ocasión referente a otra estatua de la Reina de los Cielos. Pero lo único que recordaba era que se trataba de una extraña historia exótica de la diosa que había recorrido una gran distancia cruzando el océano con tesoros escondidos en su cuerpo, y Kwan Yin había traído buena suerte una vez y después mala suerte. Pero la abuela no le había explicado esta parte, le ocultaba las historias de mala, y buena suerte, lo que hacía pensar a Charlotte que la tumba de su abuela debía de estar llena a rebosar; tantos secretos se había llevado consigo.

Apartando la caja de bolsitas de manzanilla, ojeó la etiqueta con su advertencia: «Precaución. Este producto contiene camomila, de la familia de la Ambrosia elatior. Puede provocar reacciones alérgicas o ataques de asma». Y pensó en el agente Valerius Knight y un comentario que en una ocasión le había oído en un programa de televisión: «La fitoterapia no es más que charlatanería y una manera de robar a gente incauta el dinero que tanto les ha costado ganar. También es peligrosa porque no es obligatorio advertir al consumidor de sus posibles efectos secundarios».

Armonía era el único fabricante de hierbas en Estados Unidos cuyos productos incluían un aviso en la etiqueta, algo que la FDA aún no exigía a las empresas que no fabricaban medicamentos. Armonía era famosa por ir más allá de los consejos federales; la empresa tenía un historial de ética elevada. Contrariamente a la afirmación del periodista, la empresa Armonía no utilizaba animales en sus productos ni probaba éstos en animales. Tampoco, pese a la mayor presión por parte del gobierno, iba a hacerlo jamás.

Dio un sorbo a su infusión y, de pronto, se paró y frunció el entrecejo.

Dicha.

Dejó la taza de infusión, buscó en el armario y sacó otra caja.

Dicha era un compuesto de hierbas, natural e inocuo, que ofrecía, según indicaba la etiqueta, «el enfriamiento de los nervios calientes, la recuperación del equilibrio del yin y el yang». El Dicha estaba compuesto principalmente por dong quai, expresión china que indica «impulsado al regreso», una hierba femenina cultivada principalmente para la salud de la mujer, y Charlotte a menudo añadía dos cápsulas a su té o zumo los días en que necesitaba aplacar sus nervios.

La víctima inocente que había ingerido este producto buscaba paz. En cambio, obtuvo la muerte.

¿Por qué?

Sintiendo que la ira empezaba a burbujear de nuevo, Charlotte hizo esfuerzos por controlarse mientras se llevaba la taza a los labios. Se detuvo cuando sus ojos se posaron en la cajita rompecabezas que el señor Sung le había entregado. La cogió y volvió a sacudirla. No cabía duda de que dentro había algo. Sin embargo ella hubiera jurado que durante años había estado vacía en la estantería de la abuela.

Dejó la taza sobre la mesa y dio vueltas a la cajita en sus manos, buscando el punto de partida para abrirla, cuando se fijó en otra cosa: el ordenador que había sobre la mesa. Frunció el ceño. La pantalla estaba encendida. Recordaba claramente haberla apagado cuando se marchó del despacho.

Metió la cajita rompecabezas en su bolsa de piel, se acercó a su escritorio y vio en la pantalla la lista de su correo electrónico. El fichero que contenía correo nuevo estaba abierto: a él sólo se podía acceder mediante una contraseña protegida que únicamente conocía Charlotte.

Señaló Leer.

Apareció un mensaje:

Esas tres mujeres sólo han sido el principio.

Haz lo que te diga o morirán muchas más.

Charlotte se quedó mirando fijamente el mensaje; luego se apresuró a sentarse, señaló Lector en la línea de herramientas, y luego Muestra todos los encabezamientos.

Return-Path: rrabbit@guidenet.com

Recibido: de nova.unix.com (root@nova.unix.portal.com)

[156.15.1.0]

Comentarios: Este mensaje NO es de la persona que aparece en la línea De.

EL SISTEMA PORTAL NO CONDONA NI APRUEBA EL CONTENIDO DE ESTE ENVÍO

X-PMFLAGS: 2244560

Charlotte frunció el entrecejo. ¿Qué diablos era esto? ¿Una broma? ¿Y quién había puesto en marcha su ordenador, marcado su módem de manera que ella quedara conectada y luego accedido a su correo personal y lo había puesto a punto para recibir el mensaje?

Cuando iba a coger el teléfono sonó la alarma de correo, indicando que estaba llegando un nuevo mensaje. Señaló Nuevo correo y leyó el nuevo título: «Soy yo otra vez». Charlotte señaló el título con el cursor y apareció el texto del mensaje:

En caso de que creas que no soy de verdad, he aquí una prueba: la mujer que tomó Dicha murió de una hemorragia cerebral. Información confidencial que conocemos sólo los federales y, por supuesto, yo, su asesino.

Charlotte se puso de pie inmediatamente y se dirigió hacia la puerta. Al final del pasillo observó la misma escena caótica en la zona de recepción, las hileras de escritorios de las secretarias donde casi todas las terminales de ordenador estaban siendo utilizadas. Incluso vio al señor Sung, a través de la puerta entreabierta de su despacho, pensativo con la vista fija en la pantalla. Buscó a Valerius Knight. La pantalla de su ordenador portátil estaba encendida pero el agente federal no se hallaba a la vista.

Charlotte regresó a su despacho a tiempo para ver otro mensaje que llegaba.

No se lo digas a los federales porque en ese caso tendrás muchas muertes en tus manos. Esto es sólo entre tú y yo.

Volvió a sentarse, señaló Respuesta y se apresuró a escribir: ¿Qué quieres?, pulsando las teclas con tanta furia que cometió muchos errores y tuvo que volver atrás para corregirlos. Señaló Enviar y observó el mensaje que se dirigía hacia su receptor. Unos momentos más tarde apareció en la pantalla la frase:

SUBSISTEMA DE ENTREGA DE CORREO: Su mensaje no ha podido ser enviado. Fallo en la búsqueda del nombre del receptor.

«¡Maldita sea!», pensó Charlotte. ¿Se trataba del verdadero asesino? ¿O era alguien que se estaba burlando de ella?

«Sabe información confidencial».

Volvió a escribir: «¿Quién eres?», señaló Enviar y se mordió el labio inferior mientras miraba la pantalla.

Pero el mensaje regresó sin haber sido entregado.

—¡Maldita sea! —exclamó en un susurro. Con los ojos fijos en la pantalla, tamborileó con los dedos sobre el escritorio, apenas consciente del barullo existente tras la puerta cerrada de su despacho, sin darse apenas cuenta de que empezaba a sentir un dolor de cabeza pulsátil en las sienes—. Vamos —murmuró—. Dime lo que quieres.

Y al instante siguiente sonó la alerta y apareció un nuevo mensaje en la pantalla:

Harás una declaración pública. Confesarás públicamente que la empresa Armonía se sirve de prácticas poco éticas, pone animales en peligro de extinción en sus productos y comete fraude a sabiendas. Si no lo haces, mataré a miles. Puedo hacerlo, te lo prometo.

Charlotte no había salido de su asombro cuando llegó una adenda:

Dispones exactamente de doce horas para preparar tu declaración.

Volvió a hacer ademán de coger el teléfono… tenía que decírselo a Des, a su personal de seguridad, a la policía. Pero se detuvo. Valerius Knight… ¿podía confiar en que iría tras este tipo seriamente? ¿O en realidad se pondría de su lado y quizá incluso, en secreto, esperaría que ella hiciera esa indignante declaración?

Dispones de doce horas…

—No saldrás impune de ésta —dijo dirigiéndose a la pantalla mientras sus pensamientos volaban como metralla. Sabía que necesitaba ayuda, pero no confiaba en Knight, Desmond no era el hombre más dinámico que conocía y Forest se hallaba a cientos de kilómetros de distancia al otro lado de una tormenta…

Le desagradaba admitirlo, pero realmente sólo había una persona que pudiera ayudarla.

La caja fuerte de la pared se hallaba escondida tras un pergamino chino del siglo XIX; sólo Charlotte y Desmond conocían la combinación. Ahora Charlotte la abrió y sacó un delgado libro encuadernado en piel. El título estaba grabado en oro: Corona de Laurel de Plata de Poesía, 1981. Charlotte lo había guardado todos esos años, pero no lo había abierto desde aquel día, en 1981, en que sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor.

Ahora lo abrió, levantando la tapa sólo lo justo para que una tarjeta de visita se deslizara fuera, cayendo sobre la alfombra con la suavidad de una pluma. Cuando recibió esta carta por correo, inesperadamente, nueve años atrás, la metió dentro del libro y guardó éste. Ahora llevó la tarjeta de color crema a su escritorio y la sostuvo bajo la lámpara:

JONATHAN SUTHERLAND

Asesor de seguridad tecnológica

Londres: 71-683-4204

Edimburgo: 31-667-9963

e-mail: TSC@atlas.co.uk

Cuando recibió esta tarjeta, pensó: «Así que ha dejado de espiar para el gobierno y se ha instalado por su cuenta. ¿Fue antes o después de la boda?».

La tarjeta había abierto una herida tan dolorosa que Charlotte la había guardado de inmediato y se había obligado a no pensar en ella. Había tardado años en llegar, por fin, al punto de no pensar en él durante todo el día, el punto de aceptar, como le habría aconsejado su abuela. Mucho tiempo atrás había jurado solemnemente no permitir que Jonathan volviera jamás a su vida; nueve años atrás había renovado ese juramento.

Pero ahora le necesitaba. No podía negarlo. No había nadie más en quien pudiera confiar, no conocía a nadie tan experto. Si alguien podía encontrar a su asesino-chantajista anónimo era Jonathan.

Charlotte miró la pantalla del ordenador: Dispones de doce horas. Pero Jonathan se hallaba a más de doce mil kilómetros de distancia. No le sería posible llegar a tiempo. Quizá podría pedirle consejo por teléfono, quizá él podría indicarle cómo seguir la pista a su anónimo comunicante, o quizá podría hacerlo él mismo desde su propio ordenador.

Cuando fue a coger el auricular del teléfono calculó la diferencia horaria. En Londres eran las dos de la madrugada. Observó que la tarjeta no incluía ningún número de teléfono particular. Quizá tenía el servicio de desvío de llamadas.

Con el pulso latiéndole a toda velocidad empezó a marcar. Jonathan, después de tantos años… ¿sería ella capaz de soportar el dolor que eso le produciría? ¿Querría él hablar con ella, siquiera?

Escuchó sonar el teléfono al otro extremo de la línea, los urgentes timbrazos dobles característicos de los teléfonos británicos. Trató de imaginarse a Jonathan. Estaría dormido junto a su esposa.

Cuando oyó que alguien llamaba suavemente a su puerta, pensó: «Ahora no, Desmond. Dame unos minutos para saber cómo volver a hablar con Jonathan». Pero la llamada insistió.

—Adelante, Des —dijo por fin.

La puerta se abrió de golpe y apareció una figura con un impermeable mojado y una radiante sonrisa.

—Hola, cielo —dijo Jonathan.

Charlotte no estaba preparada para la oleada de emoción que la inundó cuando le vio allí de pie, como si hubiera surgido de sus pensamientos, materializándose.

El amor que en otra época había sentido por este hombre —un amor profundo y desesperado que había mantenido oculto durante tantos años— regresó a ella con toda la fuerza de un ciclón. «Hola, cielo», había dicho, y el corazón de Charlotte dio un vuelco. Él la llamaba «cielo». Pero entonces recordó que los vendedores de las tiendas de Londres, cuando te daban el cambio, decían: «Toma, cielo».

Necesitó reunir toda su fuerza de voluntad para no arrojarse a sus brazos. Cuando vio aquella conocida sonrisa, se sintió transportada a la primera vez en que aquellos labios habían rozado los suyos. Ella y Jonathan se hallaban en su escondrijo, él había llorado. Al consolarle, con el «No te preocupes, Johnny» y el torpe abrazo, sus bocas de algún modo se habían encontrado y en aquel instante la Charlotte de quince años había imaginado dos altas velas, como cirios, inclinándose la una hacia la otra, juntándose las llamas hasta formar una sola, ardiente y apasionada.

Después de aquel ardoroso beso adolescente, cuando ella y Johnny se separaron jadeantes porque ambos habían visto hasta dónde habían llegado y eso les asustó, después de que él retirara su llama de la de Charlotte, ésta se sintió sólo como la mitad de lo que había sido unos momentos antes. Era como si Johnny la completara; sin él nunca volvería a estar completa.

Y Johnny también lo sintió. No lo dijo porque Johnny nunca había sido capaz de expresar sus emociones con palabras. Pero sus ojos expresaban mucho más de lo que sus palabras podrían manifestar. Los dos lo supieron, simplemente. Jonathan y Charlotte eran almas gemelas, nunca podría existir nadie más en su universo.

—Sé que debería haberte telefoneado antes para saber si querías mi ayuda —dijo él con una expresión sombría, reflexiva, que a Charlotte le recordó pasiones del pasado—. Pero he creído que quizá rechazaras mi ayuda; entonces habría venido de todos modos, pero habría resultado violento.

«Se ha vuelto muy británico», pensó Charlotte. Como si se esforzara para ello. Recordó cómo había luchado él contra los intentos de su padre de convertirle en estadounidense, aunque, técnicamente, Jonathan Sutherland era estadounidense, eso decía su certificado de nacimiento. Charlotte recordaba que lo primero que había sabido de él era que su corazón no se hallaba en ese continente. Eso era lo que había hecho que se enamorara perdidamente de él.

—Así que has regresado a mi vida —dijo ella, procurando mantener la voz controlada para indicarle que el pasado había quedado atrás, que ahora eran casi extraños—. ¿Así, de repente? ¿Diez años y vienes sin avisar?

—Fuiste tú quien me echó, Charlie —dijo él con voz baja.

—¿Qué se suponía que tenía que hacer? Dímelo.

—De acuerdo, me porté muy mal. Lo siento. —Cerró la puerta tras de sí, se acercó a ella en cuatro zancadas y, cogiéndole la cara entre las manos, lo que hizo jadear a Charlotte, dijo—: Pasara lo que pasara entre nosotros hace diez años, tenemos que olvidarlo. Ahora tienes un problema grave y me necesitas. —Charlotte contuvo el aliento procurando no ahogarse en el oscuro océano de los ojos de Jonathan. Era como si él hubiera traído el ánimo y la energía de la tormenta a esa habitación; sintió el poder que emergía de las puntas de sus dedos—. Soy el único que puede ayudarte —dijo él.

Charlotte tuvo que apartarse, por su propia salvación. Dio un paso atrás.

—¿Cómo lo sabes?

Él se volvió; su cuerpo era de movimientos rápidos, recordaba muy bien ella. Jonathan no necesitaba la energía de la tormenta, poseía la suya propia. Mientras se quitaba el mojado impermeable dijo:

—He hecho algunas llamadas telefónicas. —Esbozó una radiante sonrisa—. Todavía tengo amigos en la agencia. El envase de los productos que causaron las dos primeras muertes no parecía haber sido manipulado antes de que las víctimas los abrieran. El análisis somero preliminar de los productos no ingeridos revela que todo el contenido del envase estaba alterado, no sólo lo que las víctimas se tomaron. Yo llamo a eso un buen indicador de que los productos fueron falsificados aquí, en la fábrica. Bien —dijo mientras dejaba su gran bolsa de nailon negra sobre el escritorio y abría la cremallera de un bolsillo lateral—, resulta que sé que el proceso y fabricación de los productos químicos en Armonía están informatizados…

—Veo que has hecho los deberes —dijo Charlotte.

—Así que vamos a encontrar al autor, o al menos su pista, en algún lugar de tu sistema informático. Bueno, resulta que soy el mejor investigador técnico que hay sobre la faz de este planeta…

—¿Puedes hacerlo mejor que un equipo de agentes federales?

Él soltó una breve carcajada desprovista de alegría.

—Ésos no saben distinguir un disco duro de un huevo duro. De acuerdo, ¿qué más puedes decirme del caso?

Ella le miró a los ojos y se dio cuenta de que la presencia de Jonathan allí tenía por objetivo algo más que el simple hecho de encontrar a un asesino. Jonathan había traído consigo veintiséis años de historia, la historia de ellos dos, y Charlotte de pronto tuvo miedo de que una bestia muy desagradable estuviera a punto de ser liberada.

Ella le informó de lo que sabía hasta el momento, y luego le mostró los mensajes electrónicos.

Jonathan miró la pantalla del ordenador con ceño.

—¿Qué objetivo persigue esta declaración pública que se supone que harás dentro de doce horas?

Charlotte examinó el perfil de aquel hombre, recordando una época en que Jonathan se sentía avergonzado de su nariz grande. Pero por supuesto al final se había acostumbrado a ella, desarrollando también una mandíbula fuerte y una frente que ella siempre había encontrado sexy. Su cabello castaño oscuro aún era denso y ninguna hebra gris lo veteaba, aunque pronto cumpliría los cuarenta. Su cuerpo tenía aspecto de estar en buena forma.

—Chantaje, supongo —respondió ella, dándose cuenta de que antiguos deseos volvían a ella precipitadamente—. Semejante anuncio destruiría mi empresa. Es evidente que esta persona espera que le ofrezca que me la compre.

—La causa de la muerte de la tercera víctima, la hemorragia cerebral… ¿estás segura de que nadie más lo sabe?

—El agente Knight me ha dicho que estaba reteniendo esa información. Ni siquiera se lo he comentado a Desmond. ¿Quién más podría saberlo salvo el asesino?

—Existen maneras de obtener información confidencial —dijo Jonathan pensativo, los ojos fijos en la pantalla—. Bueno —prosiguió con voz suave—, ¿Desmond sigue en la empresa?

—Es miembro del consejo —respondió ella, recordando los días de amarga rivalidad entre Jonathan y el primo de Charlotte, las ocasiones en que ella había tenido que intervenir para poner paz entre ambos.

—¿Puedes seguir la pista a esas cartas? —preguntó Charlotte.

—No. Han llegado a través de un remitente anónimo. Sería casi imposible rastrearle. —Jonathan recorrió la mirada por el despacho—. ¿Quién puede entrar aquí para poner en marcha tu ordenador?

—Cualquiera. Lo único que tenía que saber era dónde se guardan las llaves.

—¿Quién sabe tu contraseña?

—Sólo yo, y no hay modo de que nadie pueda descubrirla. No la tengo escrita en ningún sitio.

Vio que Jonathan seguía recorriendo el despacho con la mirada, como si buscara pistas y respuestas. Recordó que siempre lo hacía, buscaba en lo que le rodeaba las respuestas que al fin salían de sí mismo. Cuando vio que su mirada se posaba en la caja de seguridad de la pared, abierta, con lo que dejaba al descubierto el volumen de poesía encuadernado en piel, captó una leve fluctuación en sus ojos, y por un instante se sobresaltó: le pareció que era dolor. Pero podía haber sido otra cosa. Era ella la que había resultado herida.

Mientras le observaba peinarse hacia atrás el cabello mojado con largos dedos puntiagudos, pensó en los inocentes comienzos de su amor, años atrás, cuando eran físicamente inseparables, dos chiquillos saltando juntos de un trampolín y abrazándose, partiéndose de risa, o la mano de Jonathan rodeando la muñeca de Charlotte cuando por fin le permitió entrar en su asombroso santuario secreto… a la sazón tenían trece, catorce, quince años. Pero entonces cumplieron dieciséis, y en una noche fantasmagórica, envuelta en la niebla, el inocente roce cesó y juntos se acercaron al borde del precipicio.

Por un instante, en esta noche tormentosa y de pesadilla, con la electricidad que fallaba y su empresa hecha un hervidero de agentes federales, con su mundo entero amenazado, Charlotte quiso volver y sentarse a la sombra del puente del Golden Gate y contar los barcos que entraban en la bahía mientras Jonathan trenzaba un brazalete de hierba para ella. Pero cuando se fijó en el modo en que él iba vestido —el traje de Savile Row, la camisa con puños franceses y la corbata de seda anudada perfectamente— regresó a la dura realidad. ¿Qué esperaba? ¿Vaqueros rotos y una camiseta de algodón? Ese Jonathan ya no existía. Este Jonathan, rico y triunfador, era un extraño. El pasado no volvería jamás.

Él se volvió de pronto y empezó a decir algo. Pero cuando se interrumpió y contempló a Charlotte con ojos solemnes, ésta supo que también él estaba recordando.

Jonathan le tendió la mano, levantó el colgante que ella llevaba en el cuello.

—Veo que todavía lo llevas —dijo él.

—Para recordar.

Jonathan era la única persona que conocía la verdad de su desaparición veraniega cuando tenía quince años. Él era el único que sabía qué contenía el relicario.

Soltando el colgante de plata y ámbar, él dijo:

—Armonía Biotec.

Charlotte sabía lo que eso significaba. Ella había cambiado el nombre cuando se había hecho cargo de la empresa tras la muerte de su abuela.

—Era hora de entrar en la edad moderna —dijo ahora, un poco a la defensiva—. Las hierbas no son suficientes. La gente también necesita medicamentos serios.

—La medicina más importante que tu abuela tenía para ofrecer no venía en una botella —dijo él con voz suave, en sus ojos castaño oscuros el reflejo de los recuerdos—. Su medicina más fuerte era la compasión. Ella comprendía que el afecto constituía una parte importante de la cura.

—El afecto no cura el cáncer. Armonía está a punto de lanzar un nuevo medicamento que puede luchar contra el cáncer. Las pruebas clínicas del GB4204 en seres humanos voluntarios han superado los índices de supervivencia en un cincuenta por ciento. ¡Imagínate, un cincuenta por ciento!

Él sonrió.

—Después de tantos años, tu sueño está a punto de hacerse realidad.

El semblante de Charlotte se ensombreció.

—O está a punto de hacerse añicos.

Él volvió a mirar la pantalla del ordenador y la última amenaza enviada por correo electrónico.

—Quizá sea ése el motivo de nuestro amigo. Al fin y al cabo, el GB4204 significará un gran volumen de facturación para Armonía.

Sacó un teléfono portátil de su bolsa, lo abrió y marcó un número.

—¿Crees que es obra de alguien de la competencia? —preguntó Charlotte.

—Si alguien quiere destruir la empresa Armonía, las tres muertes son un buen comienzo.

—En caso —dijo ella— de que Armonía sea el objetivo.

Él se quedó escuchando la llamada al otro extremo de la línea.

—La cuestión importante es saber cuáles son exactamente los planes de nuestro amigo en el caso de que dentro de doce horas no hayas efectuado esa ridícula declaración pública. —Alzó una mano y dijo al auricular—: Thorne, por favor. Sí, espero. —Entonces tapó el micrófono del teléfono con una mano y dijo a Charlotte—. El agente de la FDA que lleva el caso, ¿cómo has dicho que se llamaba?

—Valerius Knight.

—¿Qué ha hecho hasta ahora?

—No lo sé. No es que nos comuniquemos exactamente. No confío en él, Jonathan. Sé que Knight va detrás de un ascenso. Tiene un plan personal que le hace ser muy parcial en este caso. Me preocupa.

—¿Con quién has hablado de estos mensajes?

—Con nadie, todavía.

—Bien —dijo él, hablando con rapidez, la mano sobre el auricular—. De momento a los federales no les interesa tu sistema informático más que para comprobar ficheros de producción y fórmulas. Pero si descubren estos mensajes, y si estas amenazas están cruzando fronteras estatales, o si los federales determinan que las fórmulas fueron manipuladas por un loco de otro estado, se convierte en un caso federal. Controlarán tu red. Te bloquearán el sistema y no habrá modo de entrar en él. Si este tipo ha entrado como pirata en la red de Biotec, este sistema es nuestro único enlace con él, nuestra única esperanza de capturarle. Pero si los federales se hacen cargo de ello, jamás le atraparemos.

—Esto significa que tengo que preocuparme por otro control horario aparte de este plazo de doce horas. ¡Maldita sea! —dijo ella, apartándose de él, caminando como si quisiera arremeter contra la sólida pared. Se giró en redondo—. ¿Puedes hacerlo? ¿Puedes atrapar a este tipo trabajando tú solo?

—Trabajo mejor solo, ya lo sabes.

Cuando momentáneamente sus miradas se cruzaron, Charlotte se sorprendió a sí misma recordando de pronto la cómica risa de Jonathan. Sonaba como un coche al ponerse en marcha una fría mañana. Ella solía pensar en cosas divertidas sólo para hacerle reír y así reírse ella también hasta que los dos se partían de risa sólo porque era una sensación tan agradable y nada dolía ya, ni siquiera las piedras lanzadas con honda y los excrementos de perro y los gritos de «¡china!» en California Street.

Charlotte se preguntaba si Jonathan aún se reía de aquel modo. Y de pronto sintió ganas de oír aquella risa, tuvo ganas de decir: «¿Sabes aquél de…?». Pero no se le ocurrió nada divertido.

Él la miró.

—¿A qué viene eso?

—¿El qué?

—Esa expresión de tu cara. Antes siempre sabía cuándo estabas pensando en algo.

«Eso era antes —quiso decir Charlotte—. Mi cara ha cambiado. Ya no me conoces».

Él volvió a alzar la mano.

—Sí, Roscoe. Soy Jonathan Sutherland. Bien, gracias. Necesito un favor. Tengo un perfil que te agradecería consultaras en tu base de datos.

Charlotte se puso a pasear de nuevo mientras Jonathan decía:

—Objetivos empresas farmacéuticas, específicamente fabricantes de hierbas. Envía mensajes con amenazas utilizando remitentes anónimos. Familiarizado con los ordenadores, posibles conocimientos de farmacia o bioquímica. Posible relación con Armonía Biotec. Sí —dijo—. Un trabajo particular. No para conocimiento general. ¿Cómo dices? Sí, espero.

Mientras esperaba a que Thorne volviera a ponerse al aparato, Jonathan observó a Charlotte recorrer su espacioso despacho a lo largo y a lo ancho. Vestía tejanos y un jersey de punto de arroz de color crema. Charlotte no tenía aspecto de ejecutiva, ni siquiera después de heredar la corona de su abuela. En realidad, no tenía aspecto de nada. Jonathan sabía que nunca había prestado mucha atención a su apariencia; su mente estaba siempre en funcionamiento: en la ducha, dictaba ideas para nuevas fórmulas; cuando se vestía, cogía cualquier cosa que estuviera limpia mientras su mente buscaba una manera más rápida de entregar las hierbas frescas al público; quizá se tomaba un minuto para aplicarse un poco de pintalabios pero sus pensamientos zumbaban en torno a la noticia de un nuevo cierre hermético de seguridad que algunas empresas farmacéuticas empezaban a utilizar. Incluso su largo cabello negro, recogido en un broche dorado, indicaba que había sido peinado con prisas. Jonathan dudaba que Charlotte hubiera visto siquiera el interior de un salón de belleza. Pero bueno, pensó con una súbita punzada de deseo, no lo necesitaba.

Pensó en Adele, siempre tan perfecta, tan cuidadosa con su apariencia: coordinando, conjuntando, tardando una hora en elegir lo necesario para conseguir el efecto deseado. Sabía que no era justo comparar a Adele con Charlotte, pero daba igual.

La mirada de Jonathan descendió por la espalda de Charlotte. Recordaba que ella siempre se quejaba de sus caderas anchas. Pero Jonathan encontraba encantador el modo en que el tejido de sus pantalones sobresalía más abajo de su estrecha cintura. En aquel momento le habría gustado poner sus manos en aquellas generosas caderas y volver a sentir su ritmo.

—Si, Larry —dijo al teléfono—. Si, gracias. Éste es el número en el que puedes encontrarme. Te lo agradezco. Saludos.

Cuando cerró el teléfono, dijo:

—Necesitaré planos de aquí: la fábrica, los terrenos, las oficinas, con indicación de dónde están situadas las instalaciones telefónicas y eléctricas. —Hablaba deprisa, como si su mente fuera más rápida que sus palabras—. Y también un plano, si lo tienes, de todos los módems y terminales de ordenador. Supongo que tu servidor en la red está en el edificio principal, ¿no?

—Sí, en el tercer piso —respondió ella, maravillándose del modo en que se estaba haciendo cargo de todo como si lo hubieran acordado. Jonathan raras veces preguntaba. Y eso de pronto molestó a Charlotte, pensando en Forest, que siempre era tan considerado y primero preguntaba.

Él consultó su reloj y se sentó ante el ordenador de Charlotte.

—¿Qué tal es tu sistema de seguridad?

—Tenemos blindajes, contraseñas, códigos.

—Los sumos sacerdotes de la falsa seguridad. —Tecleó unas cuantas teclas, contempló la pantalla y murmuró—. Software Dianuba. Bien. —Se volvió a ella—. ¿Permites el mantenimiento del acceso a distancia por Dianuba Technologies?

—Tendrías que comprobarlo con mi administrador del sistema. Pero ya se ha marchado a casa. Jonathan, ¿qué vas a hacer?

—Voy a encontrar a ese hijo de puta y atraparle. ¿Tu red tiene módems de autorrespuesta? La mayoría de intrusos entran así.

—No, tenemos módems de rellamada.

—Bien. Nuestro amigo sin duda volverá a ponerse en contacto contigo. Le tenderé una trampa y le seguiré la pista. ¿Puedes confiar en tu administrador del sistema?

Al ver que ella vacilaba, dijo:

—No importa. Trabajaremos sin él. Es más seguro y más rápido.

—Jonathan —dijo Charlotte—, su amenaza de matar a otras personas… ¿cómo puede cumplir esa amenaza? Hemos retirado todos nuestros productos de las estanterías. Emitiremos avisos en televisión y radio. ¿Cómo puede él estar seguro de que la gente seguirá tomando nuestros productos? Y son miles de personas.

—Al parecer nuestro hombre incluso piensa —dijo Jonathan mientras volvía a consultar su reloj— que puede retrasarlo o hacer que suceda en un plazo de doce horas. Charlotte, necesito un lugar donde pueda trabajar en privado y acceder a tu red.

Ella tuvo que pensar. Todo el complejo de edificios era un hervidero de agentes federales y de policía. No había ningún sitio donde él pudiera…

—Sí —dijo de pronto—. Hay un sitio. No creo que nadie sepa siquiera que existe.

—Bien. —Se puso en pie y, tras devolver el teléfono móvil a su bolsa negra, cerró la cremallera del compartimento—. Nadie me ha visto entrar. Eso de ahí afuera es como una casa de locos. He saludado con la mano a Desmond pero me ha despachado diciendo que no iba a responder a más preguntas. Me parece que ni siquiera me ha mirado. Quiero que salgas ahí y le digas a Desmond que estarás ocupada un rato, fuera de la vista. ¿Puedes hacerlo?

—Sí. Espera aquí un momento. —Charlotte salió al encuentro de su primo, asediado por teléfonos que sonaban, agentes apresurados, empleados presa del pánico. Le llevó aparte y le dijo que iba a revisar los expedientes de los empleados, para ver si podía localizar a algún posible sospechoso. También iba a revisar los libros y cuentas financieras para ver si había algo sospechoso. No mencionó los mensajes amenazadores ni a Jonathan—. Te necesito aquí para que mantengas unida la empresa, Des.

Él le dio unas palmaditas en la mano y dijo tras las gafas oscuras:

—No te preocupes, Charlotte. Me ocuparé de todo.

De nuevo en su despacho dijo a Jonathan:

—Ya está. Podemos salir por detrás, utilizando la escalera de incendios. ¡Date prisa!

Siguieron un sendero cubierto que salía del edificio principal y se bifurcaba para acceder a otras áreas del parque. Jonathan seguía a Charlotte, esquivando los charcos y entrando y saliendo de círculos de luz; de pronto se detuvo y fijó la vista a través del aguacero.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Un invernadero. Cultivamos hierbas raras.

Él miró con los ojos entrecerrados hacia la fantasmagórica estructura que bajo la lluvia resplandecía en verde; una débil luz interior creaba siluetas verde oscuro de troncos retorcidos y hojas gigantescas.

—Tengo que entrar —dijo él.

—¿En el invernadero? ¿Por qué?

—¿Puedes abrirme?

—Claro.

Se dirigieron hacia el invernadero por el sendero de grava, asegurándose de que nadie les veía; allí Charlotte introdujo un código de seis dígitos en el teclado para que se abriera la puerta. Inmediatamente fueron asaltados por una atmósfera húmeda y cálida y olores fuertes y margosos. Jonathan se introdujo en la selva de plantas, flores y árboles, inspeccionando cada uno, en particular sus bases. Se detuvo ante un arbusto cargado de olorosos capullos de color rosa.

—¿Qué es esto?

—Peonía. Lo cultivamos para antisépticos, diuréticos. Jonathan, ¿qué…?

Él se secó la frente sudorosa.

—¿Trabajará alguien aquí?

—No. Hasta otoño no recogemos las raíces.

Para sorpresa de Charlotte, Jonathan dejó caer su bolsa negra, se arrodilló deprisa y, tras abrir un compartimento, sacó tres objetos de metal envueltos en plástico. Para mayor sorpresa aún, vio que Jonathan apartaba con cuidado un poco de tierra en la base del tronco y enterraba los objetos.

Mientras le veía volver a colocar la tierra, procurando no dejar rastro, Charlotte sintió que la cabeza se le inundaba de los cálidos perfumes del invernadero, aromas estivales, y recordó muchos veranos atrás cuando Jonathan se marchaba cada mes de junio. Recordó que ella le contaba todas las cosas que haría mientras él estuviera fuera, charlando excitada, haciendo que pareciera que de algún modo su ausencia iba a liberarla para poder hacer las cosas que realmente deseaba hacer. Charlotte no quería dar la impresión de que era un alivio para ella que su carcelero se marchara. Pero le dolía. Y quería ocultarlo. Mencionaba partidos de los Giants, ferias renacentistas y equitación en el parque del Golden Gate para disimular la tristeza que su partida le producía, para cubrir su puro miedo a que esta vez tal vez no regresara. Mira qué feliz seré, anunciaban su tono y su sonrisa, mientras su corazón lloraba: «No me dejes, Johnny, sin ti seré una concha».

Y él se quedaba de pie con ojos lacrimosos que parecían rebosar de sentimientos, sus labios mudos, su voz silenciosa. Pero ella veía el vulnerable palpitar en su pálido y delgado cuello, y sabía que sus emociones estaban luchando contra su silencio, tratando de aflorar.

Ella parlanchina y alegre, él mudo y perplejo, se decían adiós y se preguntaban cuándo las cosas iban a ir bien. Entonces ella lloraba desconsoladamente hasta que la vida se le escurría del cuerpo dejándola seca y débil.

Jonathan se puso en pie, sacudiéndose las manos. Cuando vio la mirada interrogadora de Charlotte, dijo:

—Es un arma. La he traído por si acaso. Pero es ilegal, o sea que no puedo dejar que me pillen con ella.

—Creía que habías dejado el juego del espionaje.

—Sí, así es —dijo él con un asomo de amargura que desconcertó a Charlotte—. Bien, vámonos.

Charlotte le llevó de regreso a la «vieja China», o eso le pareció a Jonathan cuando ella le dio al interruptor de la pared y unas suaves luces de pronto iluminaron una escena de otra época, de otro mundo.

—Esto fue un proyecto de mi abuela —explicó Charlotte en tono suave mientras él se apartaba de la puerta y recorría con la mirada este museo erigido en un extremo del Parque Científico Armonía, a unos centenares de metros de las oficinas principales.

—Antes estaba abierto al público —explicó Charlotte—. Pero tras la muerte de la abuela lo cerré.

La iluminación era delicada, sutil. Unas vitrinas de cristal alojaban preciosos objetos que parecían relucir con una incandescencia como de otro mundo, casi como si, Jonathan no pudo evitar pensarlo, esos objetos hubieran sido transportados allí por una máquina del tiempo y se mantuvieran en frágiles lapsos, posiblemente para regresar al pasado en cualquier momento.

—Es increíble —murmuró.

—Fue el intento de mi abuela de aferrarse al pasado. Le dije que Armonía tenía que entrar en el siglo veintiuno. Intercambiamos palabras duras… —Charlotte desvió la mirada unos instantes—. Ahora lo lamento —dijo con voz suave—. Eso no altera el hecho de que la abuela perdió la visión que en otra época había tenido para su compañía. Le dije que no creía que aferrarse al pasado, a ningún pasado, fuera conveniente —añadió, devolviendo su mirada directa a Jonathan—. Hay que soltarlo. Pero ella no podía soltar el pasado como yo había hecho. Y lamento que, cuando murió, no estuviéramos en buenos términos. Pero yo tengo que pensar en la empresa y en el futuro.

Jonathan inspeccionó la notable colección que representaba, literalmente, la historia de la medicina china. Sabía que gran parte de la historia de la familia Lee también se hallaba allí, en aquellos cuencos de porcelana, biombos lacados, cestas de bambú, figuras de jade. No le sorprendió ver un gigantesco perro de templo chino hecho en piedra y se dio cuenta de que le resultaba familiar; lo había visto anteriormente muchos años atrás. Se contaba una historia de esa estatua, igual que se contaban historias de cada uno de aquellos increíbles tesoros.

Cuando vio, en una pared cercana, un mapa del Chinatown de San Francisco, cayó en la cuenta sobresaltado de que parte de su propio pasado también debía de estar representado allí, pues su camino se había unido al de Charlotte Lee y su familia cuando tenía trece años.

—El lugar de trabajo está aquí, en el despacho de la abuela —dijo Charlotte, volviéndose para guiar el camino—. Ella nunca lo utilizaba, claro. Nunca aprendió a escribir a máquina.

Él la siguió pisando la mullida alfombra, entre hileras de vitrinas de vidrio llenas de exóticos recuerdos de un pasado desaparecido. Cuando de pronto tropezó con un hombre alto ataviado con bellos ropajes de seda de mandarín, Jonathan ahogó un grito, pues el maniquí parecía un hombre de verdad. No necesitó leer la pequeña placa para saber que se trataba de una representación del tatarabuelo de Charlotte, un adinerado médico de Singapur. Reconoció el traje de seda color esmeralda y chaqueta de satén negra de una fotografía que Charlotte le había mostrado años atrás.

—Cerré con llave este lugar al día siguiente de que muriera la abuela —manifestó Charlotte cuando llegaron al pequeño despacho. Encendió una luz—. Todo está tal como ella lo dejó. —Se volvió para mirar a Jonathan, para observarle con aquellos ojos verde claro que él recordaba tan bien—. La abuela tenía noventa y un años cuando murió, y aún dirigía la empresa. Pero pasaba la mayor parte del tiempo aquí, cuidando de sus recuerdos, mimando el pasado.

El despacho, también iluminado suavemente con luces indirectas daba la impresión de no haber conocido una sola presencia humana en mucho tiempo. La abuela de Charlotte había fallecido seis meses atrás; Jonathan se preguntó si Charlotte habría recibido las flores y la tarjeta de pésame que le había enviado desde Sudáfrica.

Charlotte señaló una pequeña consola de televisión que había en el rincón.

—Lo hice instalar —dijo, conectándola— para que la abuela no tuviera que recorrer los terrenos. Nunca lo utilizó. Incluso a los noventa años visitaba personalmente todos los departamentos cada día, como había hecho durante años…

Charlotte oprimió algunas teclas del cuadro de mandos y apareció en la pantalla el aparcamiento principal, mostrando a un enérgico Valerius Knight de pie bajo la lluvia, efectuando una seria declaración a las cámaras de televisión. Volvió a oprimir la tecla y apareció a la vista la sala de embotellado, donde los empleados pululaban de un lado a otro, confusos ante la maquinaria que permanecía en silencio.

Charlotte se acercó al escritorio de su abuela, retiró la funda de plástico del monitor, puso en marcha el ordenador y, unos instantes después, la pantalla cobró vida.

Jonathan dejó su bolsa negra sobre el escritorio. Era una gran bolsa de nailon y piel con muchas cremalleras y compartimentos laterales, y cuando la abrió Charlotte vio una abultada pero ordenada colección de discos flexibles, cables coaxiales, pinzas de cocodrilo, bobinas de cable telefónico, cables de electricidad, cintas de casete, patch cables, auriculares para ordenador, micrófono de sobremesa, microcasete, antena, guantes de goma, pinzas.

Se sacó la chaqueta y la colgó sobre el respaldo de la silla. Charlotte le observó enrollarse las mangas de la camisa con los movimientos resueltos que siempre le habían hecho sentir que todo iría bien. Jonathan estaba asumiendo el control.

Pero en otros aspectos era un extraño. Ahora iba bien acicalado, tenía una apariencia fresca, no la de un hombre que acaba de realizar un vuelo de doce horas y luego ha conducido cientos de kilómetros bajo una tormenta. Charlotte se preguntó si esa imagen estaba ensayada, si se había detenido en algún sitio a arreglarse, si lo hacía para que los clientes se sintieran cómodos. Al fin y al cabo, estaba en el negocio de la seguridad técnica. Su aspecto anunciaba un hombre que controlaba la situación.

Charlotte comprendió que el refinamiento era el resultado final de una metamorfosis que ella había visto empezar diez años atrás. Ya no le imaginaba comiendo una manzana a mordiscos, sino cortándola pulcramente con cuchillo, al estilo europeo. Sospechaba que ya no mojaba las patatas fritas en la salsa ni se preparaba horribles bocadillos de alubias con tocino y pan de molde. Tenía una sospecha respecto a la causa de este cambio. No le había salido de él. Un hombre que no descubre los calcetines hasta los veinte años no se convertía en Pierce Brosnan de la noche a la mañana. Estaba claro que Jonathan había estado sometido a diez años de una fuerte influencia externa.

La fabulosa y despreciada Adele.

Cuando Jonathan levantó un lado de la bolsa, Charlotte vio una tira de plástico fijada en el borde superior, con las palabras: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». Arthur C. Clarke. También vio una novelita en uno de los bolsillos. Yo, robot, de Isaac Asimov. Charlotte se dio cuenta de que ver estas dos cosas le proporcionaba cierto consuelo. A Jonathan aún le interesaba la ciencia ficción, y aún leía, lo cual significaba que si al menos en algunas cosas no había cambiado, era posible que en otras tampoco lo hubiera hecho. Quizá Jonathan no fuera un absoluto extraño, al fin y al cabo.

—Tendré que acostumbrarme a tu red —dijo Jonathan— y determinar el nivel de seguridad. Si nuestro amigo es un intruso conoce el sistema interno de Biotec.

—¡Un intruso! ¿Quieres decir un hacker, un pirata informático?

Él puso ceño y sonrió al mismo tiempo.

—Los hackers son los buenos, ¿lo recuerdas? Estábamos orgullosos de nuestra capacidad de pasar cuarenta horas sin comer ni dormir para poner a punto un programa que nadie iba a usar jamás de tal modo que ya no pudiera ponerse más a punto. Los medios de comunicación nos robaron ese título y se lo dieron a los malos.

¿Cómo podría haberlo olvidado? Aquella lluviosa noche en Boston, diecisiete años atrás, cuando un Johnny barbudo y contestatario había declarado con pasión:

—Me voy al MIT, Charlie. Los mejores hackers del planeta…

Y lo único que ella pudo pensar fue: ¡Johnny estaría en Estados Unidos!

—¿Quieres abrir el sistema por mí, por favor?

Charlotte regresó al presente.

—Puedo darte mi contraseña.

Él se apartó del escritorio, sosteniéndole la silla para que se sentara.

—Quiero que abras tú. —Se volvió de espaldas al ordenador—. Por favor.

—De acuerdo —dijo ella, y se sentó y con rapidez mecanografió una palabra—. Ya está —dijo, poniéndose en pie y abandonando la silla.

—Gracias —dijo él, y se sentó.

Charlotte se maravilló al ver que Jonathan se transformaba de inmediato. Había presenciado este cambio en otras ocasiones en el pasado: en cuanto sus dedos rozaban un teclado, en cuanto sus ojos se posaban en una pantalla de ordenador, su cerebro cambiaba de marcha con una concentración tan firme que nada podía distraerle.

—¿Cuál es la contraseña de tu correo electrónico? —Un momento más tarde apareció un mensaje en la pantalla—. Vaya, vaya —exclamó Jonathan—. Ha vuelto a escribirte.

Charlotte atisbo por encima del hombro de Jonathan y leyó el mensaje más reciente:

Llegar a esas tres mujeres fue fácil. Puedo llegar a ti aún más fácilmente. No me decepciones, Charlotte.

—Te ha llamado Charlotte —dijo Jonathan—. Al parecer te conoce.

—O quiere hacerme creer que me conoce. Si me llamara por mi verdadero nombre me impresionaría.

—Dice que puede llegar a ti más fácilmente que a las otras tres. Charlotte, supongo que tú consumes productos Armonía. ¿Hoy has tomado alguno?

Charlotte sintió una punzada de miedo. Prácticamente sólo consumía productos de su empresa: champú, gel de ducha, dentífrico, desodorante, vitaminas, infusiones, barritas energizantes. Y en las últimas doce horas los había utilizado todos.

—Está bien —dijo Jonathan lacónico cuando vio la palidez que asomó al semblante de Charlotte. Había un deje de ira en su voz cuando sacó de su bolsa cable telefónico, pinzas para puentes y cortacables y dijo—: Necesitaré entrar en tu matriz de comunicaciones en cuanto me consigas esos planos.

Hablaba en el tono seco que ella conocía tan bien, una forma de hablar en staccato que significaba que estaba furioso. Pero ¿por qué? ¿Por la situación en que se hallaban? ¿Por causa de ella?

Ella le había abandonado diez años atrás. Le había dejado, sentado allí, con una expresión asombrada en el rostro.

—¿Puedes echar mano a esos planos? —preguntó él.

—Sí. Están en mi oficina. —Por unos instantes hizo contacto con unos ojos turbulentos bajo espesas cejas oscuras—. Iré por ellos —dijo; necesitaba escapar—. Volveré enseguida.

Cogió su bolsa de piel y dio media vuelta.

Jonathan la observó cruzar el museo, y cuando de pronto se detuvo ante uno de los objetos exhibidos, siguió observándola, incapaz de apartar los ojos de ella.

Charlotte seguía siendo guapa después de tantos años, con el pelo negro liso de sus antepasados de Singapur y los vivos ojos verdes de su abuelo norteamericano. Pero el flequillo mal cortado que él recordaba había desaparecido; ahora su cabello estaba dividido en dos con una raya central, colocado detrás de las orejas y sujeto con un broche dorado en la nuca, para caer liso, como una ancha cinta negra, sobre su espalda. Era más alta que sus parientes chinos, pero había heredado el cuerpo delgado de su abuela, una figura más adecuada, como había observado Jonathan en una ocasión, para un cheongsam de seda que para los vaqueros.

De pronto recordó el día en que se habían conocido, encuentro que permanecía en su memoria reluciendo como uno de los objetos suavemente iluminados de las vitrinas. Había tenido lugar en el distrito de Pacific Heights de San Francisco, veintiséis años atrás. Jonathan había pasado muchas veces por delante de la casa con la entrada en forma de luna y dos perros de piedra como los de un templo, una casa envuelta en misterio hasta que un día divisó una cara en la ventana, que le miraba fijamente. Después de ese día ella no estuvo siempre allí, sólo esporádicamente, observándole pasar camino de la academia, dejándole con la impresión de unos ojos solemnes sobre unos pómulos exquisitos.

Fue el día en que no pudo soportar más su tristeza, cuando ésta se había vuelto más pesada que su mochila, cuando se sentó en el parque cercano, se puso la cabeza sobre las rodillas y lloró desconsoladamente. Percibió su presencia antes de oírla o verla; su sombra cayó sobre él como una caricia. Aún recordaba la expresión de aquellos ojos verdes cuando se quedó de pie a su lado mirándole. Preguntó: «¿Qué te ocurre?», aunque en realidad no llegó a pronunciar ni una palabra.

Él se llevó la manga a la nariz y ella se sentó a su lado, cruzando los brazos sobre el regazo.

—Echo de menos a mi mamá —dijo él de pronto—. Intento no llorar, pero no puedo evitarlo.

Unos párpados en forma de almendra se bajaron sobre los iris verde jade. Ella permaneció callada unos instantes; luego volvió a mirarle:

—Mi madre también está muerta —dijo.

Esas palabras le sobresaltaron. Él no había dicho que su madre estuviera muerta. Pero era cierto, había muerto el año anterior; y su padre le había enviado a vivir a este país extranjero.

—Soy de Escocia —dijo el muchacho, sin saber realmente por qué lo decía. Pero al instante se sintió mucho mejor, como si el hecho de que ella lo supiera aliviara su dolor.

—¿Te gustaría tomar un poco de limonada? —le preguntó ella, poniéndose de pie.

Fue entonces cuando él entró en aquella extraordinaria casa llena de exóticos tesoros y un palpable y extraño silencio.

—Me llamo Charlotte —dijo ella cuando llegaron a un amplio salón desde cuyas ventanas se divisaba el puente del Golden Gate.

—Jonathan —dijo él. Corrigiendo—: Johnny.

—Me gusta tu acento. —Y sonrió.

Él la observaba ahora en el museo de su abuela, este monumento a la contención entre abuela y nieta desde siempre que él recordara, y Charlotte hizo una cosa sorprendente: abrió la parte trasera de una de las vitrinas de cristal y metió la mano para sacar algo.

Jonathan dejó el ordenador y se acercó a ella, para ver qué era lo que le había llamado la atención, y vio en sus manos dos zapatillas de seda bellamente bordadas.

—Eran de mi bisabuela —dijo Charlotte en un tono lleno de temor reverente.

—¿De cuando era niña?

—De cuando era una mujer adulta.

Las zapatillas no tenían más de ocho centímetros de longitud.

Volvió a dejarlas en la vitrina y metió la mano en la bolsa de piel que llevaba colgada al hombro. Cuando Jonathan vio lo que sacaba, dijo:

—Recuerdo eso. Es una caja rompecabezas.

—Era de mi madre. El señor Sung me la ha dado hace unos minutos. Me ha dicho que podría ayudarme ahora que necesito ayuda. —La acercó al oído de Jonathan—. Escucha. Hay algo dentro. Esta caja siempre estaba vacía. Alguien ha metido algo en ella.

—¿Puedes abrirla?

—Hace mucho tiempo… —Charlotte empezó a darle vueltas a la caja, oprimiendo aquí, tirando de allá, apretando en ciertos lugares para encontrar el punto de partida—. Recuerdo la primera caja rompecabezas que me regaló mi abuela —dijo con voz suave cuando encontró la primera pieza y la sacó deslizándola hacia un lado—. La abuela me explicó que una caja rompecabezas es una ilusión. Parece que no tiene costuras, ni tapa, que no hay manera de llegar dentro. Ella me enseñó a abrirla, a tener la paciencia que requiere, la manera de palpar la madera, de probar una pieza y luego otra, y a no suponer nunca que porque ésta sale por aquí, esta otra se soltará. Me enseñó cómo el conjunto dependía de los movimientos precisos de sus partes, que cada pieza dependía del movimiento de la anterior. Tardé una semana en abrir esa primera caja, y me parece que era sencilla, de sólo doce movimientos. Pero cuando miré dentro me quedé decepcionada porque estaba vacía. Creía que recibiría un premio por haber tenido la habilidad de llegar hasta el final.

Colocó otra pieza en la cajita, y luego buscó la siguiente manipulando con los dedos.

—La abuela decía que el placer radica en la búsqueda del tesoro, no en su obtención. Lo estuvo haciendo durante años, darme cajas vacías.

Jonathan escuchaba mientras observaba los delgados dedos de Charlotte manipular la caja con movimientos pausados, encontrando las partes móviles, probándolas, volviendo a colocarlas en su lugar como un explorador cauto en un laberinto traidor. Recordó la primera vez que ella le había enseñado a abrir una caja rompecabezas, estaban como ahora, sus cabezas juntas, Jonathan luchando contra un impulso abrumador de besarla.

—La abuela trataba de enseñarme la alegría que produce abrir la caja. Ella no comprendía que yo, si no existía la esperanza de obtener una recompensa, no haría ningún esfuerzo. Por fin, una Navidad, debía de tener diecisiete o dieciocho años, vi una caja nueva y no me molesté en abrirla. A la abuela le dolió mucho. Siempre le había gustado observarme mientras abría cada caja con impaciencia. Y ahora yo no quería jugar su juego.

Las yemas de los dedos de Charlotte se deslizaban sobre la suave marquetería, buscando las costuras ocultas, poniendo de manifiesto la ilusión óptica, moviendo piezas hacia aquí y hacia allá.

—Al año siguiente me dio una caja y me dijo: «Hay algo dentro». La abrí y encontré un anillo con una perla. Pero ya no volvió a ser lo mismo.

La última pieza cedió y la tapa se abrió para dejar al descubierto el interior de la caja. Contenía un pequeño pedazo de papel.

—Hay algo escrito —dijo Jonathan—. Caracteres chinos. ¿Sabes leerlos?

La abuela de Charlotte le había enseñado a leer y a escribir chino, mostrándole con paciencia cómo trazar las pinceladas, cómo escribir los caracteres que designaban «sol» y «luna» y enseñándole que si se escribían juntos significaban «mañana».

—Hace tiempo que no lo utilizo —dijo mientras sostenía el papelito frente a la luz—. Mi chino está bastante oxidado.

—Recuerdo las extrañas conversaciones que solíais mantener tú y tu abuela.

Ella alzó la cabeza.

—¿Extrañas? ¿En qué sentido?

—Ella te hablaba en chino y tú le respondías en inglés.

Charlotte frunció en el entrecejo.

—¿No lo recuerdas?

—No me daba cuenta.

—¡Sonaba muy raro a quien os observaba!

«¿Eso hacíamos?», se preguntó Charlotte mientras examinaba los misteriosos caracteres chinos escritos en el papelito. ¿La abuela y yo hablábamos diferentes idiomas? ¿O lo hacen todas las abuelas y nietas, aunque las dos hablen la misma lengua?

—Este carácter —dijo Charlotte, señalándolo con el dedo— indica una serpiente en una casa: peligro. Y ésta son dos caras: engaño.

—¿El señor Sung te está advirtiendo de que alguien de la empresa te está traicionando?

—O alguien que está dentro de mi casa —dijo ella, repasando con la mirada las vitrinas de cristal que contenían la historia de su familia.

—Me parece un modo extraño de darte consejo, esconder un mensaje en una caja rompecabezas. ¿Por qué no decirte claramente: «Charlotte, creo que hay un traidor entre nosotros?».

Charlotte sonrió por primera vez en días.

—Es el estilo chino —dijo.

Jonathan también sonrió. Antes conocía muy bien las costumbres chinas.

—Hay muchas cosas que no sé de mi familia —dijo ella—. Se guardaban muchos secretos. Sobre todo la abuela. Y sin embargo ella creó este museo, este monumento a los armarios llenos de secretos. ¿Por qué?

Charlotte volvió la mirada hacia él con pasión en los ojos.

—Esa persona que está enviando los mensajes… me da dos opciones, o efectúo una declaración pública que destruirá todo lo que he construido, o morirán miles de personas. ¿Qué clase de opción es ésa? Tenemos que encontrarle e impedir que siga adelante, Jonathan.

—Lo haremos, Charlie. Te juro que le atraparemos.

—Quizá se trate de alguien de la empresa o de mi familia. Y quizá lo que está sucediendo tenga sus raíces en el pasado. Johnny, este museo está lleno de huellas del pasado, ¡está lleno de pistas! Quizá si las repaso una a una logre descubrir a alguien, en algún punto, que tenga alguna enemistad conmigo o mi familia. Alguien con alguna deuda antigua que saldar.

Jonathan recorrió con la mirada las diferentes vitrinas.

—Yo estoy contigo, ya lo sabes —dijo con voz suave.

—Sí. Lo sé.

Sus ojos se encontraron unos instantes. Luego ella dijo:

—Me quedaré aquí hasta que encuentre lo que busco. Le he dicho a Desmond que iba a revisar los expedientes de los empleados y las cuentas financieras. Pero no le he dicho dónde estaría. Podemos controlar el recinto desde el despacho de la abuela y seguir la pista de todos y cada uno. Si alguien me buscara, aparecería de pronto.

Charlotte volvió a meter la mano en la vitrina y sacó las pequeñas zapatillas.

—¿Sabes? —murmuró—, antes conocía todas las historias. La abuela me las contó. Pero dejé de escuchar. Y luego cogí una escoba y las barrí de mi cabeza. Pero ¿sabes una cosa? —Alzó la mirada hacia Jonathan—. Al mirar estas zapatillas, casi oigo de nuevo a la abuela hablándome de su madre, Mei-ling, que las llevaba. ¿Realmente oímos la voz de nuestra abuela, Johnny? ¿O sólo deseamos ardientemente que parezca real?

Él le puso una mano en el brazo, un contacto firme, como para tender un puente entre los dos, entre el pasado y el presente. Ambos sabían que iban a tener que dar un gran salto juntos, que tenían que dejar de lado lo que había sucedido diez años antes; al menos, de momento por el bien de la empresa.

—Tenemos mucho camino que recorrer, Charlie, y no disponemos de mucho tiempo. Voy a instalar un dispositivo de busca y captura, por si nuestro comunicante anónimo intenta entrar en el sistema; luego tendré que instalar determinado software y realizar pruebas de la seguridad de tu sistema. Después viene la base de datos. He hecho una lista de más de un kilómetro de largo. No podemos perder ni un minuto. —Se calló, y añadió—: Y tú, ¿por dónde vas a empezar?

—Por aquí —respondió ella, contemplando los pequeñísimos zapatos con exquisitos bordados en oro y plata que habían ocultado la mutilación y el dolor—. Empezaré por el principio…