211

El fuego

No me asustó nada, amor mío, ver mi habitación llena de fuego, ver mi habitación ardiendo, ver mi habitación rebosante de cautelosas llamas que me abrasaban la carne. Incluso llegué a sentir, amor mío, un dulce y placentero bienestar imaginándome, ¡con cuánta precisión, con qué diáfana realidad!, que tú te reías, con la conciencia quebradiza como el cristal, desde la esquina en que, agazapado y con el rabo entre las piernas (un rabo carnoso y terminado en un anzuelo de un desvaído color verde claro), contemplabas la escena, dichoso de estar otra vez delante de mí.

Tenías los vueltos cuernos al rojo, amor mío, al rojo vivo, quizá por el calor, quién sabe si por el remordimiento, y me mirabas vestirme y desnudarme con arrobo, tomando notas en un cuadernito (cosa que me molestó, relativamente, porque yo ya no soy la que fui). Para complacerte, amor, estuve todo el día vistiéndome y desnudándome a una velocidad vertiginosa, a un ritmo que me fatigó y me hizo toser.

Mi habitación está llena de fuego, amor mío, y en mi carne se levantan quemaduras grandes como manos que acarician, extensas como manos insaciables y sabias.

Pero aunque sé que el fuego de mi habitación es devastador y maldito, amor mío, y de la misma sustancia que el fuego del infierno, me siento muy dichosa de saberte testigo de él, excepcional y apasionado testigo de él.

(Mis mejores amigas siguen sin venir a verme, amor mío; me da la sensación de que esto debe estar en el fin del mundo, en algún sitio a donde sea peligroso llegar. Nada me extraña que no se hayan atrevido a venir, que les haya dado miedo venir.)