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Inventario

Llevo dos días sin escribirte, Eliacim, perdóname. Quizás hayan sido, incluso, más de dos, perdóname de todas maneras, te aseguro que no fue mía la culpa, hijo mío.

He estado muy ocupada preparando un minucioso inventario de toda la casa: sillas, catorce; butacas, tres; sofás, dos, uno forrado de cuero y otro de seda color granate, a juego con la cortina, algo viejo ya; mesas, cuatro; vasos, once, ocho finos y tres ordinarios, etc. Esto de los inventarios, hijo mío, es una gran pesadez, una monótona cantinela: alfombras, tres; alfombras de pie de cama, cuatro; camas, cinco; espejos, cinco, dos grandes, uno de ellos roto, y tres pequeños, dos de ellos rotos, etc.

Mis mejores amigas, Eliacim, tú no las conoces porque son posteriores a tu deserción, me ayudan en el inventario. Son muy buenas, hijo mío, y me echan una mano; yo creo que sola y sin ayuda de nadie, me hubiera muerto de vieja sin ver el fin de mi inventario. Nuestra casa, Eliacim, está llena de cosas, rebosante por todas partes de cosas que yo no sé cómo se fueron amontonando, de las más extrañas cosas del mundo, Eliacim, de las cosas más difíciles de inventariar: esquelas mortuorias del abuelo, noventa y seis; esquelas mortuorias de tu pobre padre (q. D. h.), trescientas (ahora recuerdo que no repartí ninguna); esquelas mortuorias de la abuela, once, etc.

A mí siempre me gustó, Eliacim, tú lo sabes, tener las cosas bien colocadas y cada una en su sitio, te exijo, ¡tajantemente!, que me lo creas (bésame), y la ausencia que preparo, hijo mío, una ausencia de una temporadita que preciso para reponerme, debe dejarme tranquila en cuanto al buen orden de nuestra casa.

El restablecimiento de mi salud, según me dicen mis mejores amigas, y yo pienso que tienen razón, indica la conveniencia de que me tome una temporadita de descanso, como ya creo que te dije repetidas veces.

Llevaba ya algún tiempo, Eliacim, encontrándome mal, con el ánimo triste (mis razones tengo), con el humor variable (mis razones tengo), y con la voluntad muy difícil (mis razones tengo) de que se interesase por nada que no fuera por ti. No creo, ¡Dios me libre!, que sea realmente nada grave ni de importancia (tú sabes, hijo mío, que yo siempre fui muy fuerte), pero mis mejores amigas, ¡cuánto han velado por mí, Eliacim, no te puedes hacer una idea!, me recomendaron que me tomase una breve temporadita de descanso, una temporadita de descanso que me devuelva la salud perdida y las ganas de seguir viviendo, hijo mío, para seguir amándote y recordándote en todos los momentos.

Y yo me he lanzado a hacerles caso, Eliacim, porque sería insensato seguir encerrada entre estas cuatro paredes, compréndelo así.

(Anoche soñé que entraba en un bazar, en un inmenso bazar, a comprarme un muñeco. Era algo que necesitaba ya desde hace tiempo, aunque siempre me daba una gran vergüenza, una inexplicable vergüenza, la idea de acercarme a la juguetería, a la sección de muñecos, para decirle al dependiente, quiero un muñeco lo más perfecto posible, nada me importa su precio. Ya en el bazar, tardé en decidirme porque, la verdad, no había ningún muñeco que me gustase del todo. Después de revolver la tienda de arriba abajo, Eliacim, opté por uno que se parecía al dependiente. Este, déme usted éste, por favor. El dependiente me miró, hijo mío, poniéndose debajo de la luz para que pudiera reconocerlo bien, y yo no pude contener un grito. Me caí al suelo, se arremolinó la gente y me trajeron un vaso de agua. ¡Mi hijo, mi hijo, acabo de ver a mi hijo Eliacim! El dependiente, abriéndose paso a codazos, huyó a la calle y fue a esconderse en un prostíbulo, debajo de una cama que tenía la colcha de seda y de color granate, como nuestra cortina. Yo empecé a perder peso y peso, hijo mío, y acabé por convertirme en una paloma sin ojos. Volé hasta un tejado y allí, al pie de una chimenea, puse un huevo pequeño, redondo y sonrosado.)