La mano de escayola
¡Si, por lo menos, Eliacim, tuviera una mano tuya de escayola! ¡Si, al menos, hijo mío, tuviera una mano tuya vaciada en escayola y cortada por la muñeca!
Las manos de escayola, hijo mío querido, son todavía más manos de muerto que las mismas manos de los muertos, Eliacim, y las madres que nos conformaríamos con guardar las orejas del hijo muerto envueltas en un pañuelo de hilo, ¿cómo no íbamos a dar lo que se nos pidiese, a cambio de una mano de nuestro hijo vaciada en escayola y cortada por la muñeca?
Recuerdo que cuando tú querías mofarte de cualquiera, Eliacim, decías, con el falso gesto que se suele emplear para decir la verdad: es un ser tan ridículo y tan grotesco que, de haber podido, tendría en su casa, vaciada en escayola y cortada por la muñeca, la mano del hijo que perdió en la guerra, ¡qué gran fastidio!
Pues bien, Eliacim, ese es mi caso, y puedes creerme, hijo mío, que visto desde dentro, esto de desear el vaciado en escayola, cortado por la muñeca, de la mano de aquel a quien se quiso y se quiere mucho y se perdió para siempre, es algo que resulta mucho menos ridículo y mucho menos grotesco de lo que tú, tan arriesgadamente, te imaginabas.
Si tuviera conmigo tu mano de escayola, me acariciaría con ella la mejilla. Nada me importa lo que puedas pensar. Pero, por tener que renunciar a todo, hijo mío, hasta a tu más fría y muerta forma vaciada en escayola he de renunciar.
Aunque nada me importa, Eliacim, ya que sé que algún día, a lo mejor el día menos pensado, volverás a casa como un pequeño erizo de mar arrepentido de tanta inútil navegación.
Y ese día, Eliacim, echaremos las campanas a vuelo mientras la gente se pregunta, con los ojos muy abiertos, ¿qué pasa?
(Pero esto sólo lo sabremos tú y yo.)