Saludable reacción
Hubo una época de tu corta vida, Eliacim, en la que estuviste muy preocupado con las saludables reacciones, palabras que eran tu comentario preferido, casi tu único comentario, para todo o para muy poco menos de todo lo que sucedía. ¿Que la gata había traído media docena de pegajosos gatitos cubiertos con una pelusilla gris? Saludable reacción. ¿Que el cobrador de la luz explicaba el puñetazo que dio cuando joven, en 1925, a aquel negro de Jamaica que le hizo estallar un petardo en el trasero, en St. Leonard, al lado de los West India Doks, puñetazo que hizo lanzar exclamaciones de admiración a la gente? Saludable reacción. ¿Que el vecino de enfrente se compró una nevera eléctrica a plazos? Saludable reacción.
Daba gusto oírte, Eliacim, todo el día repartiendo saludables reacciones a diestro y siniestro, igual que un millonario de saludables reacciones que quisiera practicar la caridad con los necesitados. ¡Qué tiempos, hijo mío, qué tiempos!
Yo ahora necesitaría muy urgentemente, Eliacim, una saludable reacción, una violenta y saludable reacción que me hiciera salir del marasmo en el que me voy sumergiendo, hijo mío, que me hiciera flotar, como el corcho en el agua, sobre este aburrimiento que me sujeta, a lo mejor durante horas y horas, clavada a la butaca, mirando para cualquier esquina del techo, esa esquina que jamás se abre ni se abrirá jamás para que por ella se cuele la saludable reacción.
Pero ya nadie me lo repite, Eliacim; ya nadie demuestra interés porque pueda agarrarme a la última saludable reacción como a un clavo ardiendo.
Cada vez importo menos, hijo mío.