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Las amanecidas

Ayer me encontré mal, hijo mío, cuando te estaba escribiendo; no tuve fuerzas para llegar hasta la alcoba y me quedé dormida en la butaca de al lado del fuego. Mi carta de ayer, según creo, ha debido quemarse. Poco has perdido, Eliacim, no sé de qué trataba, pero lo más probable es que fuera de algo insustancial y muy lejos de ti. ¡Qué le vamos a hacer, hijo mío, las cosas hay que tomarlas como se presentan!

Bien. Cuando esta mañana me desperté estaba amaneciendo. Una luz lechosa empezaba a asomarse por encima de las casas, mientras en las ventanas de los madrugadores resplandecía una luz amarillenta y como enferma.

Son tristes, hijo mío, muy tristes, las amanecidas sobre la ciudad, los instantes en que la vieja y flaca ciudad se desviste de su camisón para mostrarnos sus carnes llenas de cicatrices, sus carnes aradas por la cirugía como los vientres de las madres difíciles.

Cuando tú, ¡todavía!, regresabas a casa cada noche, Eliacim, y te acostabas en tu revuelto cuarto de estudiante, no descorríamos las cortinas hasta que ya la mañana se había levantado, hasta que ya la mañana se había lavado, y peinado, y acicalado como una novia, hijo mío, que espera inmensas y maravillosas sorpresas.

Pero ahora, Eliacim, en esta casa todo es desbarajuste porque el orden es algo que ya nada interesa a nadie, algo que no sabemos, que no sé, hijo mío, lo que hacer con él, y las cortinas, algunas noches, se quedan, incluso sin echar.

Por la ventana, hijo mío, se ve el día que nace, sin demasiada ilusión como para no desairarme.

Los primeros ruidos de la ciudad, Eliacim, los primeros pasos, los primeros cláxons, los primeros silbidos de la ciudad, hijo mío, aún lloran, y cantan, y vocean con timidez, casi con respeto, mientras los oficinistas, los obreros, los dependientes de comercio, se lavan como los gatos, se ponen su gorra y su bufandita y salen a la calle, muy encogidos, a que les riña el jefe, o el capataz, o el amo.

Son tristes, Eliacim, muy tristes, las vulgares amanecidas de la ciudad, esos indecisos instantes en que los hombres aún no se atreven a hablar en voz alta y las mujeres, como bestias soeces, orinan, desgreñadas y todavía medio dormidas.

¡Ay, hijo mío, qué tristes son ahora las amanecidas para tu madre, sobre todo cuando se sintió mal la noche anterior y no tuvo fuerzas para llegar hasta la alcoba!

(Me encuentro algo mejor, Eliacim, gracias, y voy a intentar acostarme.)