Tus zapatillas
El otro día, Eliacim, revolviendo en el fondo de un baúl, me encontré tus zapatillas de invierno, tus zapatillas azules forradas de piel. Aunque el hallazgo, hijo mío, no me agradó nada, o casi nada, procuré sobreponerme y se las regalé a un pobre que suele venir por casa, de vez en cuando, a pedir limosna. (Me siento invadida por un raro sosiego que no sé de qué podrá ser precursor.)
Lo que yo te digo es que ya nada me importa, Eliacim, ya nada me importa absolutamente nada. Lo único que quiero es alejar de mí las zapatillas de los muertos, hijo mío, los muertos no necesitan para nada sus zapatillas; yo quiero apartar de mí las zapatillas de los muertos, Eliacim, aunque ese muerto seas tú, que estás muerto y más que muerto, yo lo sé, muerto con todos tus compañeros del Furious, muerto en el verde y rojo fondo de la mar, hijo mío, y te dejaste las zapatillas olvidadas en casa de tu madre, en el fondo de un baúl, ¡qué sarcasmo!, sin pararte a pensar en el daño que hacías, Eliacim, sin pararte a pensar más que en ti, más que en tus zapatillas azules[1].