El compinche de la permanente sonrisa
Con su carita de conejo, Eliacim, el compinche de la permanente sonrisa va viviendo.
El compinche de la permanente sonrisa, hijo mío, es un hombrecillo amable y servicial que lo mismo sirve para un roto que para un descosido, que lo mismo vale para un barrido que para un fregado. El compinche de la permanente sonrisa, hijo, es uno de los pocos ejemplares que van quedando de su útil y cómoda especie, Eliacim, una especie que tiende a desaparecer. (Por eso yo que lo veo, siempre con su permanente sonrisa pintada en la cara, negándose a dejar de sonreír, lo distingo con mi amistad y lo traigo a comer a casa una vez por semana.)
El compinche de la permanente sonrisa, hijo mío, no es inglés, sino sudafricano. El compinche de la permanente sonrisa, Eliacim, es de Ladybrand, en el Orange, pero vino a las Islas con motivo de la guerra y aquí se quedó con su carita de conejo, su pelito colorado, sus ojitos grises y brillantes, su bigotito de mosquetero y su permanente sonrisa.
En la guerra, hijo mío, el compinche de la permanente sonrisa no se distinguió mucho, esa es la verdad, e incluso fue sancionado alguna vez por sus superiores; pero es que la guerra, Eliacim, no hay más que verlo a él, es algo que no va con sus sentimientos, algo que desentona de un modo brusco con su manera de ser.
Yo, hijo mío, a pesar de que lo trato desde hace ya algún tiempo, ignoro cómo se llama. Una vez se lo pregunté, pero no me contestó de una manera muy directa, Eliacim, de una manera muy clara: Rolph, Osmond, John, Eddy. Se conoce que prefiere no llamarse de ningún modo, hijo mío, pero yo me las voy arreglando para conseguir entenderme con él.
Un día le dije, ¿le molesta a usted que le llame el compinche de la permanente sonrisa?, y él me respondió, ¡no, por Dios, señora!, ¡me halaga! Desde entonces, hijo mío, le llamo siempre el compinche de la permanente sonrisa; es algo largo, pero, ¡qué le vamos a hacer!, es su nombre.
(Tan sólo algunas tardes, Eliacim, cuando prolongamos un poco la sobremesa y escuchamos, con las manos enlazadas, «Good night» en el gramófono que tú me regalaste, me atrevo a llamarle Crony a secas. Él, en esos momentos, suele besarme sin dejar de sonreír. Después, fingiendo estar arrepentido, me dice, ¿puede usted ofrecerme un poco de mermelada?, pero yo, hijo mío, le sigo el juego y le sirvo un poco de mermelada. ¡Qué risa! Al final, Eliacim, volvemos a besarnos. Crony, ¡vete! Y Crony, andando hacia atrás para no darme la espalda, sale a la calle con la sonrisa clavada, como un pájaro, en su carita de conejo. Yo, desde la ventana, suelo decirle adiós. ¡Adiós, Crony! ¡Adiós, Crony! ¡Adiós Crony!)