La gente que pasa por la calle
Tras los visillos, Eliacim, veo cómo se afana, cómo trajina y muere la gente que pasa por la calle.
La gente que pasa por la calle, hijo mío, no es varia y divertida, como podría suponerse, sino aburrida, resignada y monótona. La gente que pasa por la calle, Eliacim, con sus deudas, sus úlceras de estómago, sus disgustos familiares, sus insensatos y milagrosos proyectos, etc., marcha con el ánimo encogido, camino de ningún lado, con la secreta ilusión de que la muerte le coja de sorpresa, como el destripador de criaturas que acecha a la puerta de las escuelas.
Observando la gente que pasa por la calle, Eliacim, con las manos en el bolsillo o un vergonzante paquetito bajo el brazo, suele acometerme una congoja que me desconsuela, un ansia que me llena la conciencia de vagos remordimientos, que me vacía los ojos de caridad.
Yo no me explico, hijo mío, por qué la gente que pasa por la calle tiene un nombre propio y un apellido heredado de su padre, cuando mucho más humano y mucho más lógico hubiera sido que cruzasen por la vida sin memoria, o con la espita de la memoria obstruida con una bolita de cristal.
La gente que pasa por la calle, Eliacim, la dolorosa, entumecida gente que pasa por la calle, hijo mío, con sus desnutriciones, sus lesiones tuberculosas, sus amores sin compensación, sus anhelos jamás cumplidos, etc., marcha sembrando estupidez y resignación sobre las malolientes tiendecillas y los plácidos burdeles del arrabal, un poco con la no confesada ilusión de que la muerte les coja con las botas puestas, como al vagabundo que hizo de su bota temblorosa carne de su pie.
Tras los visillos de mi ventana, hijo mío, veo cómo camina, siempre un poco encorvada, la gente que pasa por la calle, camino del suplicio. Desde mi atalaya, Eliacim, se pierden casi todas las esperanzas.