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Todo muy simple

Todo es muy simple, Eliacim, de una simplicidad que sobrecoge. Una mujer nace, crece, se casa, va de compras, tiene un hijo, se ocupa aparentemente del hogar, pierde a su hijo, hace obras de caridad, se aburre y muere. Y así una vez, y otra vez más, y otra vez más aún, hijo mío.

Todo es tan simple, Eliacim, todo viene a resultar, al final, tan simple, que a veces pienso que sólo los grandes asesinos merecen ser acreedores a la inmensa paz que suele anidarles en la mirada, en esa feliz mirada que no creyó en la sencillez de las cosas, hijo mío, en la torpe sencillez del adulterio, en la cotidiana sencillez de la usura, en la diáfana sencillez de la bestialidad.

Si nuestros primeros padres Adán y Eva, Eliacim, no hubieran sido expulsados del Paraíso, quizás, a estas horas, los seres humanos no tendríamos la obligación de sentirnos tan condenadamente, tan malditamente simples.

Sí, Eliacim, sí; todo es muy simple, todo es de una simplicidad que anonada. Un hombre nace, crece, aprende un oficio, se casa, procura ganar cada día más dinero, tiene un hijo, va al club por las tardes, pierde a su hijo, cuenta portentosas mentiras de la guerra o de sus cacerías en el Tanganyka, se aburre y muere. Y así una vez, dos, tres, cuatro veces.

(Hay hombres, sin embargo, Eliacim, que se ahogan con el oficio recién aprendido.)