¿A ver, a ver?
Cuando tú me decías, ¿a ver, a ver?, yo, aunque te mostraba sumisamente lo que querías ver, me sentía invadida por la ira. Fue una gran suerte para ti, hijo mío, que nunca te lo haya demostrado de una forma violenta, de la que después, sin duda, me hubiera arrepentido, porque por aquellas fechas tenía yo una fuerza tremenda, una fuerza capaz de derribar a un toro de dos o tres golpes.
La curiosidad que demostrabas por todo, hijo mío, la enfermiza curiosidad que demostrabas por todo menos por las cosas referentes a mí, Eliacim, era algo que amenazaba con haberte llegado a destruir. Yo desistía ya de hacértelo ver así, porque sabía de sobra que no iban bien los consejos, por prudentes y sabios que fueran, a tu indómito carácter. (Tu carácter, hijo mío, fue siempre tan apacible y bondadoso, que ni siquiera ahora, que te lo niego aun a sabiendas de que miento, hijo mío querido, me interrumpes con un ¿a ver, a ver?)
Me explico, Eliacim, que los jóvenes demuestren deseos de aprender, ansias de ir aclarando y descifrando todo lo que les rodea, todo lo que van descubriendo a diario, y para eso preguntáis, constantemente, ¿a ver, a ver?, pero también me gustaría verme correspondida y saber que los jóvenes, por lo menos los jóvenes como tú, Eliacim, se llegaban a explicar que los impertinentes ¿a ver, a ver?, son algo capaz de hacer perder la paciencia a un santo.
Cuando tú me decías, hijo mío, ¿a ver, a ver?, poniendo un beatífico gesto de resquemor, a mí me entraban deseos de ahogarte o, por lo menos, de echarte de casa a que te enfrentases con la dura realidad de la vida. Te salvaba siempre de una ejemplar sanción el mucho cariño que tu madre siempre te demostró, a veces incluso contra nuestro propio y común interés, eso que para ambos debiera estar por encima de todas las cosas de este mundo.
Porque, compréndelo así, hijo mío, la juventud se desmanda si no se la ata corto, si no se la tiene firmemente sujeta. Y el deber de una madre, Eliacim, aunque sea, como en este caso, un deber doloroso y difícil de cumplir, no debe posponerse a ninguna otra consideración. Por olvidarlo, marchan los asuntos humanos a la deriva, hijo mío, a estrellarse contra los acantilados de las guerras y otros castigos de Dios.