Una mancha de sangre en la almohada
Hijo mío, en la almohada de tu madre aparece, todas las mañanas, una mancha de sangre. Aunque al principio me preocupaba, porque ignoraba su origen, ahora que ya lo conozco, siento, incluso, que me acompaña. La sangre de la almohada de tu madre, hijo mío, es del pulmón; toso mientras duermo, y escupo sangre, una manchita pequeña, ovalada, que está seca y opaca cuando me despierto.
Me hizo muy poca ilusión el diagnóstico del médico, Eliacim, pero ya he ido familiarizándome con la idea de que no he de vivir muchos inútiles años sin objeto.
La mancha de sangre de mi almohada, hijo mío, suele parecerse a ti. Consulté con algunas que presumen de haberte conocido bien, Eliacim, y pude comprobar con tristeza que todas se han ido olvidando de cómo eras, de tu perfil, de tu corte de cara, del dibujo del revuelto mechón de pelo que solía caerte sobre la frente.
Tus retratos de sangre, Eliacim, los recorto cuidadosamente y, para que no se deshilachen, suelo hacerles un dobladillo todo alrededor; en esto vengo ocupando casi todo mi día.
En mi testamento, hijo mío, he añadido una cláusula disponiendo que me amortajen con una sábana hecha cosiendo todos los retratos tuyos que yo escupo cada mañana.
Es algo trabajoso, ya lo sé, pero dejo veinticinco libras a quien se preste a complacerme. Alguno aparecerá.
Y nadie podrá decir que abandono algo de lo que más puedo querer en este mundo, Eliacim, esas siluetas tuyas que para ti fabrico, dentro de mis venas, noche a noche.