180

El jardín encantado

Si te hubieras perdido en un jardín olvidado, Eliacim, en un sombrío jardín de sauces y de cabinas, yo jamás me cansaría de buscarte, hijo mío, de buscarte con luces, y con la varita de avellano que alumbra las aguas y los tesoros ocultos, y con una tímida esperanza inextinguible, hasta que hubiera dado contigo, a lo mejor convertido en una brizna de hierba.

¡Qué felices las madres que pierden a sus hijos en los jardines olvidados, Eliacim, en los jardines poblados de sombras y de palabras que nadie escucha! ¡A ellas les queda el consuelo, hijo mío, de seguir buscando, buscando siempre, buscando sin descanso, con la esperanza de poder palpar, cualquier día impensado, su propio corazón!

A no mucha distancia de la casa en que nací, Eliacim, había un jardín olvidado, un sombrío jardín de sauces y de sabinas, por el que se paseaban las madres que habían perdido a sus hijos y hablaban solas e insensatamente, desde la mañana a la noche, sin que ni una persona se les acercase a preguntarles si necesitaban algo.

(Como yo era muy niña, Eliacim, me reía llena de veneno y me dormía pensando, cálidamente, en ellas.)

El castigo de Dios, Eliacim, fue peor que el que esperaba, hijo mío, porque a mí no me quedó, después de tanta vana ilusión, ni un jardín olvidado por el que buscarte sin sosiego, desde la mañana a la noche, con luces, con la varita de avellano que alumbra las aguas y los tesoros ocultos, con una tímida esperanza inextinguible.