El avaro
Con su varita de nardo en la mano, Eliacim, y sus antiparras de gruesos cristales, el avaro se está quietecito, para no gastar, mientras sus hijos sueñan con los sandwiches del funeral, con los efusivos y sinceros plácemes del funeral.
El avaro, Eliacim, tiene la piel transparente, como las criaturas de muy corta edad, y la cabeza poblada de hacendosos gusanos, duchos en los más varios oficios, el del herrero, el del carpintero, el del sepulturero, el del leñador, el del pescador, el del deshollinador.
Con sus alitas de Mercurio en los tobillos, Eliacim, y su gorro de deshilachado terciopelo verde bordado con hojas de roble de oro, el avaro se mueve con mucha cautela, hijo mío, para no gastar, mientras los niños de la calle derrochan malos sentimientos, y corren, y saltan y vocean sin tregua, debajo de su ventana.
El avaro, Eliacim, tiene los ojos húmedos como los ojos de los gatos enfermos, y el pecho habitado de conocidos rumores, imagen de todas las sensaciones que fue guardando lleno de cuidado, para los largos e inciertos años de vejez.
Con su estrellita pintada en la frente, Eliacim, y sus zapatillas lujosas aunque ya un poco viejas, el avaro, hijo mío, se murió sin que nadie se diese cuenta.
A mí me gustaría que tú hubieras sido avaro, Eliacim, un avaro viejo y cargado de años y de riquezas como el avaro que se murió el otro día, sin que nadie se diese cuenta, abriendo la válvula del regocijo de quienes vivían con él.