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En una botella flotando sobre el mar

Cuando miro el verde mar, Eliacim, siempre creo ver botellas flotando, botellas con un desesperado mensaje escondido en el vientre.

En una botella flotando sobre el mar, Eliacim, pueden estar tus últimas cinco o seis palabras que no pudiste decirme al oído, sin nadie en la habitación, sin nadie estorbándonos con su presencia.

Las botellas que los náufragos lanzan, con una sonrisa dentro, a las alborotadas aguas de la mar, Eliacim, se convierten, al pasarles los años por encima, en hembras de tiburón, en fieras hembras de tiburón veloz y sanguinario.

Botellas hubo, hijo mío, botellas que todavía navegan sin arribar a ninguna playa, sobre las que pesan todas las maldiciones por no haber permitido irse convirtiendo, poco a poco, en hembras de tiburón, según las viejas leyes marinas.

Ignoro, Eliacim, si en el mundo hay alguna colección de botellas marineras, de botellas que sirvieron para mantener viva, durante unos instantes, la llamita de la ilusión en los más desilusionados corazones. Pero si así fuese, hijo mío, y yo llegara a saberlo, me precipitaría a viajar hasta los más remotos confines para conocerla y poder abrazar a su dueño que, a lo mejor, era un anciano que gozaba contando fantásticas e inverosímiles escenas de caza mayor.