Los libros antiguos
Los libros antiguos, hijo mío, según aseguran los entendidos, son verdaderos pozos de sabiduría que guardan, celosamente, el agua que no se entrega a todos los que la quieren beber sino tan sólo a los sedientos muy elegidos, a los sedientos que tienen ya desde la cuna las carnes moldeadas con la dúctil y esponjosa madera con la que se fabrican los sabios.
Los libros antiguos, Eliacim, con sus letras ya pálidas de haber sido leídas y releídas tantas veces, encierran, bajo su sucio aspecto, la boca de la honda cueva donde se guardan las llaves de la sabiduría, esas pesadas llaves que tan pocos se atreven a cargarse sobre las espaldas.
Cuando tú ibas por el camino de los sabios, Eliacim, y, aunque lo ignorabas todo, tenías cara de poder llegar a saberlo todo, yo soñaba con poder ofrecerte algún día un libro antiguo que te diera la clave de todas las cosas, un libro antiguo que te fuera explicando, con muy sólidos fundamentos, los más claros misterios del universo.
Pero ahora que ya los libros antiguos no pueden servirte para nada, Eliacim, porque en el fondo del mar se adivinan, incluso, las cosas que los libros antiguos no consiguen esclarecer, yo rechazo los libros antiguos.
Y al borde estoy de afirmar que no encierran sino dolorosas mentiras.