El rescoldo de la chimenea
Con la luz apagada, Eliacim, poco antes de irme a dormir, me suelo quedar un rato contemplando el rescoldo de la chimenea, el rescoldo color rojo, azul, naranja, rosa, verde, violeta pálido, que deja la leña que durante el día ardió.
Algunas noches afortunadas, Eliacim, entre los últimos brillos del rescoldo de la chimenea, te presentas tú, con los ojos cerrados, y me dices unas palabras en una lengua extraña en la que no consigo entenderte, en una lengua extraña que quizá pudiera ser, griego.
Las noches que esto sucede, no muchas, desgraciadamente, no me voy a la cama hasta que el rescoldo de la chimenea se vuelve negro y gris, hijo mío, como el humo y la niebla del muelle, y frío como esa mano que siempre tememos encontrarnos.
Si se pudiera comer el rescoldo de la chimenea, Eliacim, si se pudiera comer igual que el foie-gras o que la mantequilla, extendiéndolo sobre pan tostado, jamás me acostaría sin haber intentado comerte, hijo mío, aunque después hablases en tu extraña lengua dentro de mí, y las señoras de las visitas me creyeran un monstruo capaz de devorar marineros griegos, o pescadores de esponjas griegos, o poetas griegos, o ensimismados soldados griegos de alba falda rizada.
Pero el rescoldo de la chimenea, Eliacim, es algo que hemos de conformarnos con mirarlo fijamente, a veces casi a traición, para que pueda ir entregándonos, poco a poco, ese hijo ardiendo que todas las madres perdimos, quién sabe si para que nos sintamos avergonzadas de seguir viviendo, avergonzadas de seguir escuchando el atormentador latido de nuestro corazón.
El rescoldo de la chimenea, Eliacim, con su tenue respirar que se muere con tan socorrida languidez, me ata por las noches, hijo mío, a horas a las que ya debiera estar soñando contigo y nada más que contigo, y se resiste a soltarme como si yo, ¡pobre de mí!, pudiera ser todavía una presa apetecible.