El más viejo árbol de la ciudad
Ha muerto de viejo, Eliacim, según dicen, el más viejo árbol de la ciudad, aquel en cuya corteza grabaron los nombres de sus novias los capitanes que partían para la guerra de los Treinta Años.
Cuando recibí la noticia, hijo mío, creí entristecer mucho más de lo que después, ciertamente, llegué a entristecerme. Le tenía afecto, Eliacim, tampoco debo decirte que no, a nuestro viejo árbol, al más viejo árbol de la ciudad, pero mi corazón por lo visto está encalleciéndose con el paso del tiempo, endureciéndose con la veloz carrera del dolor.
A la muerte del más viejo árbol de la ciudad, Eliacim, no le dediqué más que un día de lágrimas, descontadas las horas de las comidas y un breve rato que salí a hacer unas compras.
Su leña, que adquirí al Ayuntamiento, arderá en mi chimenea. ¡Qué alegría, Eliacim, qué inmensa alegría!