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El niño encendido

No lo quise apagar, hijo mío, para que no se desatase sobre nosotros, sobre ti y sobre mí, la ira de los dioses.

El niño encendido, Eliacim, rodeado de gritos, corría por el campo encendiendo las mieses y por el monte encendiendo los bosques. El niño encendido, Eliacim, que llevaba el gozo pintado en la cara con indelebles colores, corría por la ribera encendiendo los barcos y por las granjas encendiendo el atónito ganado. El niño encendido, Eliacim, que se llamaba Toby y se vestía de llamas, corría perseguido desesperadamente por las mujeres que querían apagarlo contra su corazón, sin temor alguno a la ira de los dioses.

Fue un espectáculo imborrable, Eliacim, el del niño encendido. Me desperté sobresaltada, hijo mío, e intenté, por todos los medios, tranquilizarme, pero su recuerdo me volvía, una y otra vez, en cuanto cerraba los ojos.

Tú, entre la multitud, vestido de uniforme y siempre guapo aunque quizá ligeramente más viejo, estabas pasmado de estupor. El niño encendido, anunciándolo con un silbido intensísimo, daba piruetas en el aire, hasta más allá de las nubes, incendiando los pájaros y los ángeles.

Fue, ya te digo, algo que no podré olvidar jamás. Pero, ¡qué tonta soy!, ¿para qué te explico nada si estabas tú allí, entre la multitud, vestido de uniforme y siempre guapo, aunque quizás algo más viejo, pasmado de estupor?

A veces, hijo, tengo unos lapsus imperdonables; sí, Eliacim, no nos engañemos, yo ya no soy la que fui.