La campana de bronce que suena por encima de los montes
Si tuviera fuerza bastante, Eliacim, mandaría enmudecer la campana de bronce que suena por encima de los montes porque, cuando más abstraída estoy pensando en ti, en tus ojos, pongo por caso, o en el tono que dabas a tu voz para pedirme que te preparase el baño, o en el lunar que tenías en el cuello, o en tus inexpertas manos o, simplemente, en que a tu raqueta de tenis conviene ir pensando en ponerle cuerdas nuevas, me distrae y me obliga, bien a mi pesar, a volverte la espalda.
La campana de bronce que suena por encima de los montes, hijo mío, pienso que muy bien pudiera ser la campana del odio, Eliacim, la campana que no se podrá hacer callar jamás porque no tañe ni dobla en sitio alguno al que los seres humanos podamos llegar sin condenar nuestras almas irremisiblemente, en medio del regocijo del demonio.
Entre mis amigas o conocidas de la vecindad, hijo mío, nadie ha escuchado jamás la campana de bronce que suena por encuna de los montes, y cuando les hablo de ella, Eliacim, me miran con un extraño gesto que me irrita. Pero es que entre mis amigas o conocidas de la vecindad, Eliacim, sobran las que tienen el alma sorda como un pez muerto, el alma sorda y envenenada como una culebra muerta.
Si yo tuviera poder, Eliacim, un poder realmente fuerte y no ficticio, mandaría fundir la campana de bronce que suena por encima de los montes y erigir, con su ardorosa carne, una estatua a los animales distraídos. Pero yo, hijo mío, no tengo poder; yo, Eliacim, no soy más que una pobre mujer sin fuerza ni poder alguno, sin fuerza ni poder para tirar al suelo, tan sólo con un gesto, aunque en ese gesto tuviera que hipotecar toda mi energía, la campana de bronce que suena por encima de los montes. Si otra cosa estuviera en mi mano, Eliacim, con ella procuraría complacerte. A pesar de tus exigencias.